Preámbulo

En medio de la oscuridad vino hacia mí a través de las ramas, con sus brillantes ojos redondos e hipnóticos, sus orejas en forma de cuchara moviéndose en todas direcciones como antenas parabólicas, sus bigotes blancos tanteando el aire con estremecimientos de detector; sus manos negras, de dedos muy delgados, el tercero prodigiosamente alargado, golpeando levemente las ramas a medida que avanzaba, como las de un pianista que ejecutara un fragmento complicado de Chopin. Parecía el gato negro de una bruja de Walt Disney con un toque de E.T. Si algún día los marcianos llegan a la tierra, la criatura que salga de su platillo volante se parecerá a él. Era la encarnación del Jabberwocky de Lewis Carrol, «que surge hedoroso del bosque turgal»[1].

Se posó en mi hombro, me inspeccionó la cara con sus enormes ojos hipnóticos y pasó sus finos dedos por mi barba y el pelo con la delicadeza de un barbero. De su mandíbula entreabierta asomaban gigantescas palas biseladas, sus incisivos que crecían continuamente, y yo no hice el menor gesto. Él profirió un minúsculo resoplido —«humpf»— y saltó sobre mis rodillas, donde enseguida se puso a examinar mi bastón. Como un flautista, hizo correr sus dedos negros de un extremo a otro de la caña. Luego se inclinó, y, con terrible precisión, de dos mordiscos certeros, la partió o casi. Despechado al no encontrar las larvas deseadas, se encaramó de nuevo sobre mi hombro. Sentí sus manitas hundirse en mi barba y mis cabellos, ligeras como un soplo de aire.

De pronto, ante mi consternación, descubrió mi oreja. «Aquí» pareció decirse, «debe de esconderse una larva de escarabajo de proporciones gigantescas y suculenta en grado máximo». Acarició el pabellón de mi oreja como un gastrónomo acaricia la hoja de un menú. Después, tomando toda clase de precauciones, introdujo el más pequeño de sus dedos. Me resigné a quedarme sordo —hazme un sitio, Beethoven, me dije, que ahora llego yo—. Pero, para mi sorpresa, no sentí prácticamente nada. No era un dedo, sino una sonda que exploraba las profundidades de mi conducto auditivo, en busca de exquisitos manjares. Al no encontrar las larvas sabrosas y perfumadas que esperaba, profirió un segundo «humpf» de irritación y regresó a las ramas.

Acababa de tener mi primer encuentro con un ayeaye, y decidí que de todas las criaturas que había tenido el privilegio de conocer, era la más increíble. ¿El ayeaye estaba en peligro? Pues bien, podía contar con nuestra ayuda. Que un ser tan sorprendente, tan complejo, pudiese desaparecer, ser eliminado de la superficie del planeta, era algo tan impensable como quemar un Rembrandt, transformar la Capilla Sixtina en discoteca, o derribar la Acrópolis para en su lugar edificar un Hilton. Sin embargo, esta extraña criatura, que en la isla de Madagascar ha adquirido un estatuto casi mítico, está en vías de extinción. Es un animal mágico, no sólo desde el punto de vista biológico, sino para el pueblo malgache entre el que vive y, desgraciadamente, muere.

La primera descripción que poseemos del ayeaye data de 1782, pero era tal el embrollo anatómico de sus diversas cualidades, que durante muchos años los científicos se revelaron incapaces de clasificarlo. Evidentemente, no se trataba de un lémur normal y corriente y, durante un tiempo, se lo consideró un roedor debido al tamaño de sus incisivos. Finalmente, se decidió que un ayeaye era un ayeaye, de la especie de los lémures pero única en su género: no existe en ningún otro lugar de la tierra. Fue incluso promovido al rango de familia y bautizado con el eufónico nombre de Daubentonia madagascariensis.

Madagascar es una isla llena de magia y muchos tabúes, o fadys como los llaman allí, que varían sensiblemente según los lugares, por lo que no es de extrañar que a un producto tan fantástico de la evolución como es el ayeaye se le atribuyan poderes mágicos que cambian de aldea en aldea y de tribu en tribu. En algunos lugares, cuando se encuentra un ayeaye cerca de las casas, se lo mata, temiendo que traiga mala suerte a la comunidad. Si el animal es pequeño, un niño va a morir. Si es grande y de pelaje claro, la vida de un adulto de piel clara está en peligro, y si es oscuro, el designado es un ser humano de piel oscura.

En otras partes de la isla, si un campesino encuentra y mata un ayeaye cerca de su casa, cree que puede ahuyentar la mala suerte dejando el cadáver del animal en el huerto del vecino. Este último, ante este siniestro regalo, se apresura a dejarlo en el huerto de su vecino. Y así sucesivamente hasta que el cadáver, después de haber hecho el recorrido del pueblo, termina su carrera en medio del camino, con gran alarma de los transeúntes. Recuerda una de aquellas cadenas por correspondencia: «pasa el ayeaye, si no quieres que te ocurra una desgracia». En otras zonas, después de matar al animal, se envuelven en rafia sus manos y sus pies y se lo cuelga a la entrada de la aldea hasta que el cadáver empieza a pudrirse; entonces se le echa a los perros. En otras partes se deja secar su tercer dedo, que sirve de amuleto al hechicero del pueblo, tanto para el bien como para el mal. Y así es cómo el ayeaye, por un capricho de la evolución, ha llegado a poseer un dedo mágico.

Los malgaches se obstinan en seguir una política agrícola implacable y suicida de «cortar y quemar», destruyendo el bosque del que depende la vida de la isla. Mientras tanto, el ayeaye y otras criaturas únicas están amenazadas de extinción. De hecho, no hace mucho tiempo, se creía que ya se había extinguido, pero después se vio que este curioso animal seguía columpiándose en bolsas aisladas, casi todas ellas amenazadas por la deforestación.

El ayeaye había utilizado su magia para salvarse. Pero la regresión de su medio natural lo llevaba a invadir lo que el hombre había creado en su lugar —plantaciones de cocoteros, campos de cañas de azúcar y huertos de claveros. Con sus enormes dientes, agujereaba los verdes cocos para beber su jugo y extraer la pulpa gelatinosa, aún no madura, utilizando su delgado medio como un gancho. Destripaba las cañas de azúcar, transformando los tallos en extraños y medievales instrumentos musicales. Tronchaba los claveros en busca de larvas de abejorros. Poneos en el lugar de un campesino: todo lo que posee en este mundo son cinco cocoteros, un minúsculo bancal de cañas de azúcar y media docena de claveros. Para él, el ayeaye no representa un maleficio, sino un animal que puede arruinarlo para siempre. Por lo tanto, o lo mata o se muere de hambre.

Mientras la deforestación siga avanzando, acorralados en sus últimos reductos, obligados a llevar una existencia de forajidos, los ayeayes están condenados. Esperemos que pronto se introduzcan nuevos métodos agrícolas, más razonables, y que el bosque deje de ser devastado. Mientras tanto, si queremos salvar a los ayeayes, hay que conservar un cierto número en cautividad para mantener la especie: si acaban desapareciendo en estado salvaje, al menos tendremos la posibilidad de devolver algunos a su hábitat natural (siempre y cuando siga existiendo). De momento, hay ocho ayeayes en el Duke University’s Primate Center, en Estados Unidos, y otro en el zoo de Vincennes, en París. Pero la creación de colonias de reproducción viables pasa necesariamente por un aumento de esta población. Por eso el Jersey Wildlife Preservation Trust ha decidido emprender una operación de rescate.

Éste es pues el relato de nuestra caza al animal del dedo mágico, y de las peripecias que pasamos. También es la historia de los ratones saltadores gigantes, de las tortugas de cola plana de Morandava, de los lémures mansos grises que se esconden en los cañaverales de un lago que desaparece. Con la firme esperanza de que la imagen que doy de Madagascar haga justicia a una de las islas más fascinantes del mundo.