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El vuelo del dedo mágico

Nuestro regreso a Tana no tuvo más incidentes, y como recompensa por la cantidad de sardinas y carne enlatada que nos vimos obligados a consumir, nos regalamos una gran cena en el Hotel Colbert, empezando con dos docenas de ostras para cada uno y terminando con merengue y un excelente queso local. Repletos como una pitón que acabara de devorar un pueblo entero de pigmeos, subimos a la habitación y Lee empezó la tortuosa ronda de llamadas telefónicas y faxes de rigor para que la operación pudiera tener éxito. Cuando veáis un animal salvaje en un zoo, pensad un poco en la persona que lo ha llevado hasta allí. En este caso, había encomendado la tarea a Lee, puesto que su francés era infinitamente mejor que el mío, en tanto que mi dominio de esa lengua era, según mis amigos franceses, lo más parecido a lo que habla una vaca española, lo más insultante que alguien puede decirle a un inglés que cree sinceramente que lo que habla es français.

Voy a enumerar todas las cosas que tuvimos que hacer. En primer lugar, enviar un largo fax a nuestro director de zoología, Jeremy Mallison, para hacer alarde de nuestro éxito y explicarle qué gustaba y disgustaba a nuestros ayeayes y al resto de nuestra colección, desde los apacibles lémures a hasta los ratones saltadores. Luego, hubo que hacer lo que parecían mil llamadas para averiguar si había un pequeño avión que pudiésemos alquilar. Naturalmente, no queríamos invertir una gran cantidad de dinero en algo del tamaño de un Concorde, incluso suponiendo que semejante avión pudiese aterrizar en una pista del tamaño de un pañuelo.

Contra toda expectativa, no fue difícil encontrarlo. Luego entramos en el terreno de las matemáticas: tuvimos que negociar el precio en francos malgaches, al tiempo que calculábamos cuántas libras esterlinas nos quedaban. También tuvimos que volver a calcular el peso y las dimensiones de las jaulas en el sistema métrico decimal, pues lo teníamos todo cuidadosamente anotado en libras y pulgadas, y los malgaches lo querían en kilos y metros. Me había considerado un genio incomprendido de las matemáticas desde que, a los ocho años, logré sumar cinco y cuatro, y dar con el sorprendente resultado de veintiocho. Desoyendo mis protestas de Einstein frustrado, Lee me envió a dar una vuelta por el zoma mientras ella, con el sinuoso espíritu que caracteriza a las mujeres, se encargaba de todo.

Luego tuvimos que abordar la cuestión de los horarios del avión. Como estábamos en plena temporada de lichis y la gente los transportaba en avión a todas partes, no fue fácil resolver este tema. Además, era vital que el avión que transportaba a Quentin y a nuestras preciadas criaturas coincidiera en Tana con el vuelo internacional. Y por si ello fuera poco, teníamos que encontrar un chofer porque ni siquiera John, con toda sus habilidades, podía conducir los dos Toyota de vuelta a Tana por esa terrible carretera. Una vez más los dichosos lichis (fruta que adoro pero que estaba empezando a odiar) se interponían en nuestros planes. Todos los buenos choferes estaban ocupados transportando arriba y abajo esas malditas frutas en sus camiones. Por fin, milagrosamente conseguimos echar mano de un hombre que podía hacerse cargo de nuestra misión.

Entonces asomó su cabeza un nuevo problema. Teníamos que comunicar a John y a Quentin que habíamos logrado alquilar un avión y la hora exacta de su llegada a Mananara para que pudieran preparar los ayeayes (que hasta entonces ocupaban amplias jaulas) e instalarlos en las jaulas de viaje para el vuelo a Tana. Eso no se hacía de un día para otro y cuanto antes pudiéramos avisarles, mejor. Había tres formas de hacerles llegar la información: por medio del servicio de correos local, de la radio de la oficina de Roland, o enviando a alguien de confianza por avión a Mananara con el recado. Como todas las líneas telefónicas habían sido instaladas por el generoso Mao Tse-tung, funcionaban casi tan bien como las cerraduras de las habitaciones de hotel. No quisimos correr riesgos y decidimos emplear las tres vías.

Esa noche intenté resucitar a mi exhausta mujer (que había estado colgada del teléfono desde las ocho de la mañana) ofreciéndole un segundo festín de ostras. En una de ellas encontró lo que le pareció ser una perla y pensó que era un buen augurio, hasta que, al sacarla, descubrió que sólo se trataba de un furtivo y aplastado clavo de olor. Cuando le señalé esta extraña simbiosis al camarero, asintió con una amplia sonrisa, dijo «Oui, monsieur», volvió a llenarme el vaso y desapareció. Aparentemente, desde su punto de vista, la buena suerte no se discute.

En medio de toda aquella agitación tuve la desgracia de enterarme de la inesperada muerte de mi hermano mayor. Siempre había sido mi mentor y, de hecho, fue él quien me animó a escribir. A esa distancia, poco podía hacer para consolar a su viuda, a sus numerosas ex-mujeres y a la única hija que le quedaba con vida, excepto anunciarles la probable fecha de nuestra llegada a Jersey. Para contrarrestar un poco esta triste noticia, supimos que Mickey, tras haber pasado unos días terribles en Tana y habérsele diagnosticado paludismo cerebral, había regresado finalmente a Jersey y estaba en proceso de recuperación.

Al parecer, cuando Mickey fue trasladado a Tana, estaba delirando y tuvieron que hacerle una transfusión de sangre y ponerle un gotero. Era un hombre demasiado fuerte para las enfermeras malgaches que no podían impedir que se arrancara el gotero. Así pues, tuvieron que ser el capitán Bob y Tim quienes se ocuparan de él y lo sujetaran cuando se ponía violento e intentaba arrancarse todo el equipo que adornaba su cuerpo y que le mantenía con vida. Era maravilloso saber que nuestro entrañable amigo se estaba recuperando. Esto fue la excusa para que descorcháramos una botella de champaña y brindáramos por mi hermano (gesto que él hubiera apreciado) y por la recuperación de Mickey.

Los acontecimientos empezaron a precipitarse. Ahora que habíamos encontrado el avión y el chofer, Lee tuvo que sumergirse en las opacas aguas de la burocracia para obtener del ministerio correspondiente los indispensables permisos de exportación. El funcionario que supuestamente tenía que expedirlos estaba siempre ausente. Una vez detectado en su madriguera, descubrimos que había una gruesa capa de polvo sobre su teléfono, lo que parecía demostrar que simplemente había decidido no responder a esa fuente de problemas burocráticos. (También era posible que ese artefacto sólo estuviera ahí para impresionar. En Argentina y Paraguay, ningún funcionario puede ser tratado como tal hasta que no tiene sobre su mesa uno de esos divertidos carruseles de los que cuelgan al menos veinte impresionantes sellos. Nunca los utilizan, pero los hacen girar pensativamente mientras reflexionan sobre cómo poner más palos a las ruedas).

Una vez provistos de nuestros permisos de exportación, era imprescindibles que los firmara la C.I.T.E.S. (Convención Internacional sobre el Comercio de Especies Amenazadas). A pesar de que este organismo tiene todavía muchos cabos sueltos, representa un avance importante para acabar con el tráfico ilegal de especies raras de animales y plantas silvestres, y de sus productos derivados. Este comercio se cifra en billones de dólares anuales, y afecta desde las orquídeas hasta los elefantes. Gran parte de este tráfico es ilegal porque tanto las plantas como los animales implicados están en vías de extinción. Los amantes de los animales que protestan contra los zoos e intentan detener nuestros esfuerzos por criar en cautividad especies amenazadas, deberían preocuparse por los verdaderos problemas. Entre 1980 y 1981, más de 33.000 loros capturados en su hábitat natural pasaron por el aeropuerto de Amsterdam. La mayoría de ellos murieron en el trayecto o poco después, ya que es más económico hacinarlos en un espacio reducido, como se solía hacer con los esclavos negros. Los supervivientes son vendidos por todo el planeta a «amantes de las aves».

Japón y Hong Kong están acabando sistemáticamente con sus últimos elefantes y convirtiendo sus colmillos (mucho más elegantes cuando están unidos al animal) en artísticas tallas. De igual modo, las magníficas pieles de leopardos, jaguares, leopardos de las nieves y leopardos grises sirven para cubrir los poco agraciados cuerpos de las no sólo feas sino, en su mayor parte, estúpidas mujeres. Me pregunto cuántas las comprarían si supieran que llevan sobre el cuerpo la piel de un animal que ha sido cazado con métodos medievales tan bárbaros como introducirles una vara de hierro candente en el ano para no dejar marcas en la piel.

Hasta la fecha, 113 países ya han firmado la C.I.T.E.S. en un esfuerzo desesperado por preservar desde cactus hasta cocodrilos. Pero, por el momento, el acuerdo se limita a un mero gesto de intenciones y no tiene peso legal alguno si un país la incumple. Pero algo es algo. En realidad, la mayor dificultad para el correcto funcionamiento de la C.I.T.E.S. estriba en que los funcionarios de aduanas no son biólogos, y no se le puede pedir que distingan una rana con manchas amarillas sobre fondo verde, cuyo comercio está permitido, de otra con manchas amarillas sobre fondo morado, cuyo tráfico es ilegal. A pesar de sus pocos conocimientos en zoología y botánica, estos funcionarios han logrado golpes espectaculares, entre ellos la recuperación de setenta tortugas de reja de arado, que permanecieron un tiempo en nuestro terrario mientras se les encontraba un nuevo hogar. Esperemos que, a pesar de todos sus problemas, la C.I.T.E.S. sea un principio de control, o mejor aún, un primer escalón para la erradicación de este tráfico tan cruel como desastroso de organismos vivos.

Por fin había terminado todo el papeleo burocrático y no podíamos hacer otra cosa que esperar la llegada de Quentin y nuestros ayeayes a Tana. De pie junto a la pista del aeropuerto de Tana, no podíamos evitar pensar en todo lo que podría haber ido mal: John y Quentin no habían recibido nuestro mensaje a tiempo y en ese preciso momento estaban tratando de introducir los indignados ayeayes en sus jaulas de viaje; el avión no había llegado o, si lo había hecho, estaba regresando de vacío, o, peor aún, se había estrellado en alguna parte del centro de Madagascar con su preciosa carga. Suponiendo que nada de aquello ocurriera, todavía nos quedaba un interrogante: ¿llegaría a tiempo el avión para enlazar con la salida del otro? Esa mañana nos enteramos, con gran preocupación, de que las bodegas de los aviones de Air Madagascar no estaban presurizadas y la temperatura, durante el vuelo, descendería hasta los 4 ºC. En un ataque de pánico, fuimos corriendo al zoma a comprar varias docenas de mantas baratas para envolver las jaulas. Cuando regresamos al aeropuerto, nos dijeron que nos habían informado mal, por lo que éramos los propietarios del mayor stock de mantas inútiles de Tana.

Era lógico que tuviéramos los nervios a flor de piel cuando el avión alquilado aterrizó y se dirigió rápidamente hacia nosotros. Cuando Quentin emergió de él más impasible que nunca, no nos habría sorprendido si nos hubiera dicho que todos los ayeayes se habían escapado por la noche. En lugar de eso, nos contó una noticia sensacional: después de que Lee y yo hubiéramos partido, habían capturado dos ayeayes más, un macho y una hembra. Esto significaba que no sólo podríamos ofrecer a Roland una pareja para Verity, sino que habíamos cubierto el cupo de animales autorizado por el gobierno. Por desgracia, no teníamos tiempo para abrir una botella en el bar, ya que teníamos que llevar los animales a la nave de exportaciones de la aduana.

Las cosas se complicaron todavía más y casi nos da un infarto cuando descubrimos, con horror, que Quentin había perdido todo su dinero y sus cheques de viajero. La situación era grave pues las autoridades malgaches anotan las cantidades que cada cual entra en el país y se pasan cuentas a la salida para asegurarse de que no se han intercambiado ilegalmente libras esterlinas por francos malgaches en el mercado negro. Gracias a Dios, nuestro viejo amigo Benjamin Andriamahaja estaba en Tana y no de vacaciones. Desesperados, le llamamos al Ministerio de Estudios Superiores y se personó de inmediato en el aeropuerto. Benjamin es el señor Manitas de Madagascar. En una hora más o menos, Quentin fue exculpado y no tuvo que cumplir cadena perpetua.

Por descontado, considerábamos toda nuestra colección inestimablemente valiosa, pero los ayeayes encabezaban la lista y queríamos que llegasen a Jersey lo antes posible. El zoológico de Tsimbazaza, donde teníamos alojado al resto de nuestros animales, no estaba preparado para acomodar ayeayes, así que decidimos que Quentin los acompañara a la isla Mauricio, les diera de comer y, a la mañana siguiente, los embarcara en el avión que salía para Londres donde serían recibidos por Jeremy y su equipo. Luego, Quentin, tras hacer de niñera hasta la isla Mauricio, regresaría a Madagascar para ayudarnos con el resto de animales. Para ello, necesitaba un nuevo visado de entrada. Al examinar su manoseado pasaporte, nos dimos cuenta de que ya no le quedaban páginas donde pudieran estamparle el nuevo visado de entrada. Otra vez cundió el pánico y Quentin y Benjamin saltaron a un taxi y fueron a la Embajada británica con la esperanza de que se le pudiera añadir una página al pasaporte. La Embajada, que hasta entonces se había comportado de forma muy amable y cortés con nosotros, nos asestó un duro golpe. No podían emitir páginas sueltas, sólo pasaportes enteros, y no tenían ninguno. Nuestra única esperanza era que Quentin obtuviera un nuevo pasaporte del Alto Comisariado en la isla Mauricio y luego un nuevo visado de entrada en el Consulado de Madagascar en aquella isla.

Finalmente, todo se desarrolló correctamente, pero cuando llevas un cargamento tan precioso de animales salvajes de un extremo al otro del mundo, cada vez que el sistema burocrático estornuda se te acorta la esperanza de vida.

Por la noche, Quentin telefoneó para decirnos que la primera etapa del viaje había sido superada con éxito. Había alimentado y acomodado los ayeayes y le habían concedido permiso para supervisar él mismo cómo cargaban los animales en el avión de Londres. Al día siguiente, recibimos un fax de Jeremy diciendo que ya había alquilado un avión para transportar los animales a Jersey donde les esperaba una suculenta montaña de las deliciosas vituallas que le habíamos pedido. Poco después recibimos una llamada de Quentin informándonos de que los ayeayes ya estaban en el avión y parecían más bien alegres. La suerte estaba echada. No podíamos hacer otra cosa que rezar.

Al día siguiente, el embajador británico, Denis Amy, nos volvió a sacar de un apuro. Nos habían ayudado tantos amigos de nuestros amigos que no podíamos invitarles a cada uno de ellos por separado para agradecérselo personalmente. Teníamos que dar una fiesta.

—Buena idea —dijo Denis—; invitadles a todos a mi casa. Montaremos una juerguecilla.

Y vaya si fue espléndida. Vino casi todo el mundo: la querida Madame Berthe del ministerio de Benjamin, a quien conocíamos desde hacía más de diez años; el mismo Benjamin; los señores Raymond y Georges y Madame Celestine del Ministerio de Aguas y Bosques, que habían sido los primeros en autorizar y alentar nuestra expedición; Barthélémi y su encantadora esposa Colette; Martin, Lucienne y Oliver del Fondo Mundial para la Naturaleza; Mihanta con su eterna sonrisa. Fue una magnífica fiesta, a la que puso la guinda un fax de Jeremy, guardado celosamente en mi bolsillo, que decía:

«Celebro comunicar que los seis ayeayes han llegado sanos y salvos al J.W.L.T. y ya están instalados. Mina y su cría han comido plátano y caña de azúcar en el vuelo desde Londres, y Alain ha explorado el mundo desde su jaula. Juliet está acurrucada junto a su pequeño y Patrice se encuentra en la misma posición. Mina y la cría ya han salido a la zona cuarentena y han empezado a ingerir alimentos.

Estamos muy impresionados y encantados por el éxito de la Expedición Durrell. Felicidades a todos.»

Nos dolió mucho partir de Madagascar, un lugar tan lleno de formas de vida extraordinarias, una isla tan querida para nosotros y que esperábamos poder volver a ayudar en el futuro. Lee y Quentin se encargaron de enjaular los lémures y los demás animales para el viaje y no se produjo contratiempo alguno. (Un animal que se escape a última hora puede encanecerte de repente). Mientras se ocupaban de estas labores, John y yo nos fuimos a llevar todo el equipo al aeropuerto para el vuelo a isla Mauricio.

Como el cielo estaba encapotado y lloviznaba, mientras esperaba que saliese nuestro vuelo me puse la chaqueta de pescador que había utilizado durante toda la expedición. Por casualidad encontré dos trozos de papel en el bolsillo. El primero era el formulario del hotely de Morandava. Por supuesto, este absurdo burocrático existe en todas partes del mundo y en algún lugar debe haber un gigantesco edificio (quizás diseñado por Kafka) en el que lentamente enmohecen y se desintegran esos inútiles trozos de papel, ejemplo de la estupidez del hombre hacia el hombre. Había guardado ése porque una de las tres preguntas me intrigaba:

  1. Préciser bien s’il s’agit de M. Mme. ou Mlle.

    (Precise of Mr, Mrs or Miss)

  2. Passport, C.N.I., I.E., Permis de conduire

    (Passport. Licence driver)

  3. Rayer les mentions inútiles

    (Keeps of the useless means)[10]

Me temo que me iré a la tumba sin saber si habré «mantenido o no de inútiles medios».

En el otro fragmento de papel figuraba algo parecido a un avión que acababa de estrellarse en una de cuyas portezuelas había un tobogán por el que se deslizaba una sonriente señora con toda su sangfroid, como si eso le ocurriera con monótona regularidad. Debajo de la frase en francés había la supuesta traducción al inglés:

«Sit one the thrush and skid feet first.»[11]

Recordé que lo había guardado para enseñárselo a la Real Sociedad británica para la Protección de las aves para preguntarles qué pensaban hacerla respecto. Mientras despegábamos de Madagascar en dirección a Mauricio, estos dos trozos de papel me traían recuerdos del lugar que acabábamos de abandonar.

Lee y yo decidimos quedarnos unos días en la isla Mauricio para visitar uno de nuestros mayores proyectos conservacionistas, ya en su decimoquinto año de exitoso funcionamiento. Carl Jones, nuestro hombre en la isla, nos estaba esperando, con sus piernas larguiruchas, su pelo castaño como una especie de algas incontrolables, los ojos brillantes, una cálida sonrisa de muñeco de ventrílocuo y una voz que pasaba sin solución de continuidad de los tonos graves a los más agudos de un murciélago recién nacido.

—Así que, por fin, venís a ver algo bonito, ¿no? —dijo—. Habéis dejado todos esos roñosos lémures para venir a contemplar unas hermosas aves. Os irá bien ver unas cuantas después de todos esos horrorosos bichos… ¡agh!… He visto vuestros ayeayes, ¡qué cosa tan horrible! ¿Para qué los queréis si podéis haceros con un verdadero cernícalo de Mauricio? Estáis chiflados.

—¡Si insistes en insultar a nuestros lémures —amenazó Lee—, voy a tomar prestado el bastón de Gerry y te voy a dejar para siempre con voz de falsete!

Carl pasaba gran parte del tiempo ejerciendo de excéntrico. Y no se le daba nada mal, aunque todavía tenía mucho que aprender si quería ponerse a la altura de los zoólogos que le habían precedido. Buckland, por ejemplo, preparó un pastel con el cadáver de un rinoceronte del zoo de Londres, y lo distribuyó a la salida de un ciclo de conferencias a las «clases obreras» del norte de Inglaterra. Estando en Guayana, Waterton sufrió una horrible y dolorosa invasión de pulgas de arena en los pies, pero las dejó in situ para averiguar, en el largo y lento viaje de vuelta a Inglaterra, a qué temperatura morían a medida que ésta iba descendiendo. Lo cierto es que cuando uno abre la nevera de Carl para coger una cerveza, nunca sabe si va a encontrar una cría de delfín o un montón de mangostas muertas. De todos modos, no supera a Buckland, que izó el cadáver de un tigre de Bengala por la fachada de su casa de Londres mediante cuerdas y poleas hasta la buhardilla donde pretendía disecarlo.

Nuestra relación con las islas Mascareñas empezó hace quince años, cuando decidí pasar mis vacaciones en Mauricio. Después de todo, habíamos elegido como nuestro símbolo el fantástico dronte, precisamente porque había sido descubierto en esta isla en 1599 y había desaparecido en 1693, una ilustración clara de cómo el hombre trata el planeta. Pero al llegar descubrí que muchos otros animales podían seguir el mismo camino que el dronte. Por ejemplo, el cernícalo de Mauricio estaba amenazado por la destrucción de su hábitat forestal y el uso de pesticidas a gran escala. Sólo se sabía de la existencia de cuatro ejemplares en el mundo. El número de las bellas palomas rosadas de Mauricio había descendido hasta la veintena. En el vecino islote Rodrigues, sólo quedaban ciento veinte de los maravillosos murciélagos dorados de la fruta. En Isla Redonda, un islote cercano a Mauricio, la vida de numerosas plantas y reptiles únicos en el mundo estaban en peligro por el caos ecológico causado por la introducción de conejos y cabras a principios del siglo XIX.

Era obvio que la fauna y la flora de estas islas necesitaban ser socorridas urgentemente. El Consejo Internacional para la Conservación de las Aves (I.C.B.P.) había lanzado un proyecto para la cría en cautividad del cernícalo y la paloma de Mauricio, pero, por desgracia, había fracasado; tampoco nadie levantaba un dedo por salvar el murciélago de la fruta de Rodrigues ni los extraños reptiles de Isla Redonda. Mis vacaciones se convirtieron en trabajo.

Con el acuerdo y el apoyo del gobierno de Mauricio capturamos una pequeña colonia de murciélagos y tres grupos de reptiles de Isla Redonda para llevarlos a Jersey y fundar colonias de reproducción. Entretanto, junto con el gobierno, nos esforzamos en eliminar la plaga de conejos y cabras de la isla. Nuestra misión fue finalmente coronada por el éxito, gracias al Servicio de la Fauna de Nueva Zelanda, que tenía experiencia en expulsar a ese tipo de intrusos, y luego, por increíble que pueda parecer, a la marina australiana, que nos prestó un helicóptero para llevar nuestro equipo y material a la isla. Habíamos aceptado la propuesta del I.C.B.P de relevarles en el cuidado de las palomas y los cernícalos de Mauricio, a pesar de las escasas esperanzas que teníamos de poder salvar estas especies.

El lema en conservación debe ser siempre: «nunca digas muerto». Capturamos un pequeño grupo de palomas: la mitad se quedaron en la reserva gubernamental de Río Negro en Mauricio y el resto fueron enviadas a Jersey. Al principio, nos dieron muchos problemas, pero luego, poco a poco, fuimos aprendiendo a darles lo que necesitaban y la operación acabó siendo un éxito. En la actualidad, gracias a la cría en cautividad tanto en Mauricio como en Jersey, la población de palomas ha pasado de los veinte ejemplares iniciales a ciento cincuenta en cautividad. Aunque las mayores colonias son las de Mauricio y Jersey, hemos fundado otras pequeñas colonias en zoos de Inglaterra y América como medida de precaución. Naturalmente, nuestra tarea no ha terminado, puesto que el bagaje genético original es muy escaso y eso puede causar problemas en un futuro. Pero, al menos, podemos decir que hemos logrado un número suficiente de ejemplares para poder experimentar con ellos. Tratar de salvar un ave de la que sólo quedan veinte individuos es una labor de conservación con muchos riesgos.

La situación del cernícalo de Mauricio era todavía peor, porque sólo quedaban cuatro ejemplares. Carl se mantenía alerta y en cuanto una pareja ponía huevos en un nido, los cogía y los llevaba a los aviarios de Río Negro. (Cuando se sacan los huevos de un nido, es casi seguro que la pareja vuelva poner, por lo que la acción no era tan irresponsable como pueda parecer). En Río Negro teníamos cernícalos europeos preparados para ejercer de padres adoptivos en cuanto los preciosos polluelos salieran del cascarón; además, Carl estaba también dispuesto a darles de comer manualmente en caso de necesidad. Estos fueron sus primeros pasos en su brillante trabajo con los cernícalos, que recibe la inestimable ayuda de la Fundación del Halcón Peregrino de Estados Unidos. Si se puede decir que alguien ha resucitado una especie, ése es Carl y su pequeño halcón. En 1990, había logrado, con técnicas de viejo cetrero, devolver 112 cernícalos jóvenes a la vida salvaje. Todo un prodigio.

Cuando llegamos a Mauricio desde Madagascar, teníamos colonias de cría de palomas rosadas, cernícalos y murciélagos de la fruta de Rodrigues tanto en Jersey como en Mauricio. En el terrario de Jersey ya no cabían más gecos, escíncidos ni boas de Isla Redonda, y el problema de las plagas introducidas en las islas había sido por fin resuelto. Era hora de ponerme al corriente de la marcha de la operación en la propia isla Mauricio.

Carl nos condujo hasta el bosque de Macchabe/Brise Fer, donde se llevaba a cabo la suelta de las palomas criadas en cautividad, algunas de ellas de nuestro aviario en Jersey. Mauricio es una isla fascinante, con sus extrañas y retorcidas montañas que parecen un decorado de Dalí para una película. Mires hacia donde mires, hay miles de verdes diferentes, lujuriosos y tropicales. Pero si uno se fija más detenidamente, se da cuenta de que el noventa por ciento de la vegetación procede de otras partes del planeta y está llevando a la extinción la flora local. A los inexpertos ojos de los turistas, el paisaje es una maravilla, ya que parece como si de esta rutilante vegetación, salpicada de brillantes flores de hibiscos, grandes y rojas como puestas de sol y envuelta en rosadas buganvillas, pudieran surgir Tarzán y Jane cogidos de la mano seguidos por su corte de chimpancés. Por suerte, Mauricio todavía no ha llegado a ese extremo de degradación.

El bosque de Macchabe es una de las últimas muestras de bosque autóctono de la isla y fue elegido como lugar de suelta de las palomas porque en él disponen de mucho espacio y de comida natural en abundancia. Llegamos a un pequeño campamento, un puñado de tiendas en las que vivían los criadores y observadores de las palomas. Cada ave puede ser identificada por el color de un anillo en la pata, y algunas incluso llevan transmisores de radio para poder seguirlas más fácilmente en la espesura del bosque. Las palomas están sometidas a un atento seguimiento, de forma que podemos saber quién se apareaba con quién, quién come qué y en qué lugar del bosque ocurre todo eso.

A pesar de estar dirigido por un loco maniático como Carl y de tener que vivir en condiciones bastante primarias, el equipo parecía estar contento y disfrutar de su trabajo. Siempre me ha llamado la atención ver la manera en que se trata a esa gente que intenta entender la naturaleza antes de que las apisonadoras terminen con ella. Tienen que sobrevivir con salarios muy bajos o becas míseras, pese a realizar uno de los trabajos más importantes del mundo. Sólo si entendemos cómo funciona el planeta, podremos saber qué estamos haciendo mal y tener la posibilidad de salvarlo y a nosotros con él.

Mientras estábamos hablando plácidamente con el equipo y oyendo las noticias de primera mano sobre el proyecto, ocurrió algo maravilloso. Oímos batir unas alas y una paloma rosada se posó en un árbol situado a unos seis metros por encima de nosotros. Ante nuestra sorpresa, el color de su anilla indicaba que la habíamos criado en Jersey y devuelto a su hogar en el proyecto de reintroducción. Primero se arregló el plumaje, luego se quedó allí, sacando pecho, espléndida, con esa expresión totalmente vacía típica de las palomas rosadas, exactamente igual que uno de los ejemplos menos afortunados de la taxidermia victoriana. Evidentemente, le dimos las últimas noticias de sus hermanas, que escuchó estoicamente, después de lo cual, volvió a emprender el vuelo hacia el bosque.

Acusé a Carl de haber preparado la escena en nuestro honor, pero juró sobre la tumba del gran amante de las palomas Lloyd George que no era cierto. Era gratificante ver un ave criada en Jersey posada en un árbol de su isla originaria: para eso sirven los zoos, al menos los buenos.

Al día siguiente, el helicóptero del gobierno nos llevó a Isla Redonda volando muy bajo sobre los campos de caña de azúcar de color verde brillante, todos ellos decorados con bloques de roca volcánica demasiado grandes para ser retirados y parecidos a excrementos de un elefante gigante. Nada más salir de Mauricio y volar sobre un mar azul luminoso, apareció ante nosotros Isla Redonda como si fuera la mitad superior de un caparazón deformado de tortuga. Habíamos tenido que esperar hasta 1986 para asegurarnos de haber resuelto el problema de los conejos y puesto fin a la plaga. Ahora, las dos especies raras de palmera que se habían plantado para su seguridad en los Pamplemousses Botanical Gardens, podían volver a su lugar de origen y la flora que quedaba en la isla podría volver a crecer y reproducirse con toda tranquilidad, sin tener que preocuparse por los hábitos gastronómicos de tantos conejos y cabras.

Aterrizamos en medio una gran nube de polvo en lo que recibe el eufemístico nombre de helipuerto, y que es, en realidad, el único lugar medianamente llano donde puede aterrizar un aparato de esos. Para el ojo inexperto, la isla seguía pareciendo un pedazo de terracota y barro gris recién mezclados con una gigantesca batidora de huevos y vertidos sobre la superficie marina, un terreno que era, en miniatura, como un dibujo de Doré ilustrando el Infierno de Dante. Pero el ojo experto discierne manchas verdes en los bordes de los valles y las zonas llanas que nos parecían alegres banderines. Bajo las palmeras de abanico crecían pequeños regimientos de sus semillas, elevando sus verdes filos como una guardia pretoriana vegetal, lista para colonizar el inhóspito y caluroso continente. Estos nuevos brotes habían producido una maravillosa reacción en cadena: los insectos habían proliferado, y por tanto los gecos y los lagartos contaban con más comida y se ponían gordos y lustrosos, y, a su vez, servían de alimento a las escasas boas del lugar. Habíamos logrado dar la vuelta al proceso desencadenado por la imbecilidad humana.

La isla, antaño cubierta por un denso bosque de palmeras y árboles de madera dura como el ébano, había sido deforestada por la introducción de dos de los animales más perjudiciales para la vegetación. Dejaron la isla literalmente pelada, y luego el viento y la lluvia se encargaron de erosionar la toba y transportarla hasta el mar. Ahora, era posible que, con nuestra ayuda, se recuperara. Intentaríamos replantar su sabana de pequeñas palmeras y árboles de madera dura que, con suerte, irían cubriendo su pequeña cordillera montañosa. Se tardarán años y años de atentos cuidados para devolver a la isla su estado original, pero todos los ingredientes están ahí y funcionan. Podemos afirmar que, con la ayuda del gobierno de Mauricio y de muchas otras personas de todo el mundo, nuestra Fundación en Jersey ha conseguido salvar la excepcional Isla Redonda, la isla que estuvo al borde de la muerte. Es algo de lo que nos sentimos muy orgullosos y aunque dentro de cincuenta años los que hemos contribuido a ello no estaremos aquí, espero que otros se alegren de nuestro éxito.

Carl había prometido enseñarme la noche antes de marchar algunos de los cernícalos que había criado en cautividad y puesto en libertad. Me llevó en coche a una de las múltiples áreas donde los había reintroducido. Era un vasto territorio plano, en parte cubierto por un campo de caña de azúcar y en parte por rastrojos de maíz. En el horizonte ondeaban, como olas verdes, unas bellas colinas cubiertas de bosque. El cielo, azul claro, estaba moteado aquí y allá por algunas nubes rosadas.

—Ahora vete para allí —dijo Carl dándome un infeliz ratoncito muerto que había sacado de su bolsillo—. Sujétalo en el aire mientras los llamo.

De pie, en medio de los rastrojos de maíz, hice lo que me había indicado y me transformé en una versión macabra y gordezuela de la Estatua de la Libertad. Luego, Carl soltó unos cuantos «cuii». Aquí, su voz de falsete encontraba su verdadera utilidad. La cosa se prolongaba y empezaba a dolerme el brazo.

—¡Míralos, ya vienen! —soltó de repente Carl.

Apenas se oyó el leve aleteo de un ángel y luego, en un abrir y cerrar de ojos, descendió el oscuro cuerpo y los brillantes ojos del halcón, y sentí como sus garras rozaban mis manos mientras cogía el ratón y se marchaba volando con él. Fue una sensación extraordinaria que aquella ave, de la que sólo quedaban cuatro ejemplares y que gracias a la cría en cautividad estaba en vías de recuperación, se lanzara desde el cielo como un dardo para coger el ratón de mis dedos. La amplia sonrisa de Carl y el brillo de sus ojos mostraban que estaba tan satisfecho como yo de lo que estaba haciendo.

Al día siguiente nos marchamos a Londres, y mientras íbamos volando en el enorme avión sentía aún el suave roce del cernícalo sobre mis nudillos, como una caricia.

Cuando llegamos a Jersey, hacía un frío glacial, y, por algún despiste, seguíamos vestidos con ropa tropical. Salimos del avión tiritando y nos dirigimos a toda prisa a Manor House, donde logramos que nuestra temperatura corporal subiera por encima de cero a base de whiskys y de toda la ropa de abrigo que teníamos. Luego vino lo mejor, el momento tan esperado: la visita a las maravillosas criaturas capturadas en Madagascar.

Admiramos los hermosos kapidolos, con sus brillantes caparazones y sus grandes bigotes de color crema que parecían recién salidos de las expertas manos del mejor de los peluqueros. Y luego las fantásticas boas, suaves y calientes como cantos rodados pulidos por el mar, una de ellas tan rellenita y henchida como la hurí favorita del harén, lo que nos hizo sospechar que había tenido un fructífero encuentro con otra boa antes de caer en nuestras manos. Estuvimos recordando con Quentin que, cuando estábamos planificando el campamento (hace un millón de años), una de estas esbeltas serpientes atravesó el terreno escogido, y nos pareció un buen augurio. Luego, como la temperatura del terrario combinada con nuestra ropa nos estaba licuando rápidamente, decidimos visitar los ratones saltadores gigantes.

Estas extraordinarias criaturas se habían integrado con tal aplomo que parecía como si en una reciente reunión de barrio se hubiese decidido por unanimidad una emigración masiva de todos los ratones saltadores gigantes a Jersey, donde encontrarían más fácilmente que en Morondava oportunidades para encontrar trabajo, casa, comida más barata, y además (habían oído decir) menos moscas. En fin, por el momento, no nos habían causado ninguno de esos graves problemas de adaptación que suelen dar algunos animales recién capturados. Empecé a pensar que estas criaturas son más inteligentes que algunos de nuestros lémures, y que merecía la pena que los observáramos de cerca.

Luego vino la visita a los habitantes de los lagos, los lémures gentiles, que por fin estaban bien instalados en las espaciosas jaulas de la zona de cuarentena. Todos tenían buen aspecto. Su pelaje, un buen barómetro de su estado físico, se había espesado y esponjado. Edward había crecido mucho y empezaba a tener aires de peleón. El magnífico manto de Araminta le daba aires un poco altivos muy adecuados para su nombre.

Nos habíamos reservado para el final las maravillosas criaturas que habíamos ido a buscar tan lejos: nuestra pequeña tribu de animales del dedo mágico. Mi primer encuentro con ese animal me había trastocado; había sentido una especie de fibrilación por todo el cuerpo, una sorpresa que ningún otro animal me había producido. Y no se puede decir que no haya visto todo tipo de ellos: desde oreas asesinas hasta colibríes del tamaño de una pavesa, desde jirafas hasta ornitorrincos. Cuando vi los ayeayes ante mí, en Jersey, explorando sus jaulas con esos ojos que, contrariamente a lo que ocurre con otros lémures, están bien enfocados y parecen tener tras ellos un cerebro pensante, cuando supe que se habían adaptado y que comían bien, respiré aliviado. Tuve la sensación de que sólo era el principio de la ardua tarea que nos habíamos fijado.

Bryan Caroll, nuestro especialista en cría de mamíferos, abrió una jaula y uno de los ayeayes fue con rapidez hacia él. Lo levantó y me lo tendió. Era el principito capturado por Quentin. Tenía enormes orejas, unos fantásticos y tranquilos ojos llenos de curiosidad, de color precioso y sobre todo unas extrañas manos, negras y suaves, con ese ganchudo dedo mágico retorcido como un colgador Victoriano. Pensé en los animales de Mauricio y lo que acabábamos de hacer por ellos. Ojalá pudiéramos hacer lo mismo con este extraño cargamento de criaturas con que habíamos regresado. Si llega el día en que gracias a nuestra ayuda y a la de otros puedan salvarse vestigios de la hermosa isla de Madagascar y podamos devolverle los descendientes del principito, será, en cierto modo, una forma de pedir perdón por el modo en que el hombre ha tratado la naturaleza.

El principito fijó sus brillantes ojos en mí, mientras sus orejas se movían hacia delante y atrás. Me olfateó la barba y me la peinó con delicadeza. Luego, con sumo cuidado, me introdujo su dedo mágico en la oreja.

El círculo se había cerrado, pero como todo el mundo sabe, los círculos nunca tienen fin.