9
La llegada de los ayeayes

Al día siguiente, después de comer, Quentin partió a inspeccionar unos nidos con el sombrío presentimiento de que serían de ratas. John había ido al pueblo a comprar y Lee estaba ocupada en la casa de los animales. En cuanto a mí, escribí algo en mi diario, abandonado durante los últimos días, y luego decidí dormir una siesta. Eché a mi amigo el gallo y a sus gallinas, que perseguían unos insectos sobre mi cama, me tumbé y me esforcé en pensar en cosas agradables, empeño algo difícil pues el gallo, vejado por haber sido expulsado, había decidido darme una lección de quiquiriquíes. Lancé mi bastón en su dirección y a la tercera di en la diana. Por fin entendió a que me refería y se largó.

Cuando ya casi había empezado a conciliar el sueño, la voz de Lee me sobresaltó. Asomé la cabeza desde mi posición yacente y la vi correr pendiente abajo llevando en brazos lo que parecía ser un viejo saco y un trozo de alambre, que era en realidad de lo que se trataba, pues el alambre había sido convertido en una tosca jaula, que, como precaución, había metido en el saco.

—¡Mira qué han traído. Mira qué han traído! —gritaba radiante de felicidad y excitación como si fuese un niño al que le acaban de hacer el mejor y más sorprendente regalo de Navidad. Miré y vi el motivo de su júbilo.

Dentro de la pequeña jaula había una hembra adulta de ayeaye y su cría con apenas edad de ser destetada. La madre estaba obviamente asustada, pero el pequeño tenía aspecto de contemplar aquella experiencia como parte del rico tapiz de la vida, y miraba a su alrededor con sus inmensos ojos llenos de curiosidad, sin manifestar el menor signo de angustia. Así pues, veinticuatro horas después de la partida del equipo de televisión, habíamos conseguido no sólo uno sino dos de estos magníficos animales.

—Venga —exclamé levantándome con cierta dificultad—. Vamos a meterlos en una jaula decente con un nido.

—¿Has visto al pequeño? ¿Has visto alguna vez algo tan bonito? —me preguntó Lee.

—Sí, sí —le respondí—. Ya tendremos tiempo de contemplarlos cuando estén bien instalados.

Trepamos hasta la casa de los animales donde nos esperaban, con una gran sonrisa en los labios, los campesinos que los habían capturado. Estaban encantados, no sólo porque se habían desembarazado de una plaga para sus tierras, sino también porque iban a ser ampliamente recompensados por ello. Una vez tuvimos la jaula preparada, fue necesario convencer a los ayeayes para que dejaran su refugio temporal por una morada más amplia. Con gran alivio descubrí que ninguno de ellos estaba herido y, en contra de lo previsible, la madre no se metió en el nido (importante zona de seguridad para cualquier animal recién capturado), sino que se tumbó junto a él hipnotizada. En cambio la cría deseaba explorar su nuevo entorno, pero no osaba alejarse mucho de la madre.

—¿Crees que está herida? —preguntó Lee inquieta.

—No, conoce el peligro, pero como no sabe que no tenemos ninguna intención de hacerle daño, ha entrado en trance. El idiota del pequeño cree que esto es un juego divertido, pero le han enseñado a no alejarse demasiado de mamá. Es imposible prever la reacción de un animal. He dado de comer a una criatura de mi mano a los diez minutos de capturarla, mientras que otra no ha probado bocado en tres días y creí que tendría que soltarla. Luego se puso a comer y comer hasta dejarme casi arruinado.

—¿Tendrán hambre? —inquirió Lee.

—No, la madre no, al menos no todavía. Tiene agua y el bebé tiene a su madre para alimentarse. Lo que necesitan es calma y tranquilidad.

Cubrimos la jaula y los dejamos instalarse.

Cuando llegamos al campamento, invitamos a los dos cazadores de ayeayes a sentarse, les dimos cigarrillos y les pagamos la recompensa. Nos explicaron todos los detalles de la captura al menos siete veces seguidas, cada vez con más fiorituras suplementarias y gestos teatrales, tras lo cual nos describieron nuestra reacción cuando llegaron los animales, como si no hubiésemos asistido a ello. Resultó muy divertido. La gente que ha leído mis libros a menudo me hace lo mismo. Me explican la historia de cabo a rabo sin ahorrarme ningún detalle, y si me cuentan alguna de las bromas del libro, me la repiten varias veces para asegurarse de que la entienda bien. A veces me entran unas ganas irresistibles de decirles: «¡Parece divertido ese libro, creo que me lo voy a comprar!».

Cuando John y Quentin volvieron, lo celebramos en toda regla. Después de tantas frustraciones y esfuerzos, era como si una nube se hubiera disipado y el sol brillara de nuevo. Ni siquiera nadie protestó por tener que comer latas de carne y sardinas por segunda noche consecutiva. Estábamos de un humor tan efervescente y nos sentíamos tan benevolentes que dejamos a John entonar una estrofa Ilkley Moor, aunque sotto voce para no asustar a nuestros nuevos inquilinos.

Lee les preparó su comida y fuimos a visitarlos. La madre se había paseado un poco, pero nos miraba con esa expresión que había visto en las caras de enfermos hospitalizados cuando llega la hora de las visitas y ven con horror la aparición de sus familiares cargados con golosinas, libros de bolsillo, cajas de chocolate y malas noticias de casa. Por contra, la cría encontraba nuestra visita el momento más entretenido de la velada y observaba con interés como Lee les ponía caña de azúcar, un coco, bolitas de miel, un plato de macedonia de frutas y otro con movedizas larvas. Incluso extendió la mano para probar un trozo de plátano. Mientras, Verity se cebaba como un cerdo en la mansión de enfrente, pero dando un buen ejemplo.

Una vez superada la primera etapa, sólo nos faltaba cazar cuatro ayeayes más del sexo correcto. Aquella noche no podíamos hacer nada más, así que nos fuimos a la cama y dormimos a pierna suelta.

Me desperté al amanecer tras una apacible noche. Nuestras garzas blancas, siempre puntuales a la cita, se alejaban aleteando tranquilamente río abajo en dirección al mar, y, a través de la bruma del río, el plumaje de un martín pescador brilló un instante como un ópalo. Los cucúes se pusieron a entonar su cascada de trinos. En la orilla opuesta sonaba el toc, toc, toc de un hacha, como el sonido de un martillo hundiendo un clavo en un ataúd, seguido de un sollozo agónico del árbol abatido. Me devolvió a la realidad y me recordó la importancia de nuestra misión, ya que cada hachazo, cada corte no sólo estaba afectando el medio ambiente del ser humano sino también el reino cada vez más reducido de los ayeayes.

Subimos la colina para ver si nuestros huéspedes habían comido. Ese momento es siempre traumático, ya que si el animal come de inmediato, uno puede suspirar tranquilo. Pero si no ha probado bocado, hay que estrujarse el cerebro para encontrar la forma de que coma. Esta vez esperábamos que la cercanía de Verity comiendo como un cerdo (si se me permite volver a mezclar especies) estimularía el hambre de su vecina. Pero, decepción, éste no había sido el caso. Apenas había mordisqueado un poco de caña de azúcar, y nos seguía mirando con la misma desconfianza con que una vieja solterona desabrida saludaría la presencia de un hippy con una guitarra bajo su cama. El pequeño era más benévolo con nosotros y parecía encantando con el regreso del circo ambulante. Alguien había estado jugueteando con trozos de plátano y sospechábamos más de él que de su madre.

Cuando pones dos animales juntos en una misma jaula, es difícil saber qué ha comido cada uno a no ser que montes guardia las veinticuatro horas del día. De todas formas, en este caso, sabíamos que el pequeño estaba bien porque seguía usando a su madre como un bar de leche. Sólo teníamos que observar atentamente a la hembra y esperar que respondiera ante nuestro suntuoso menú, o tendríamos que cumplir la triste tarea, al menos para nosotros, de devolver a ambos al sitio donde habían sido capturados y soltarlos. Dirigimos a Verity unos reproches y le dijimos que no estaba dando un ejemplo suficientemente estimulante. Sólo nos quedaba esperar. La madre estaba en buenas condiciones y, pese a estar amamantando a su inquisitivo hijo, no pasaría nada si no comía durante cuarenta y ocho horas.

Aquella noche, mientras observábamos como Verity comía las bolitas de miel y las larvas al tiempo que controlaba por el rabillo del ojo el coco y la caña de azúcar, creímos advertir cierto interés por parte de su vecina, aunque no nos hicimos demasiadas ilusiones. A la mañana siguiente pudimos comprobar que estábamos equivocados. La hembra había comido tres larvas y parte de las bolitas de miel. Parecía más reliada, pero todavía no había intentado instalarse en el nido. Le pusimos el nombre de Mina, en honor a una de nuestras amigas malgaches, pero todavía no habíamos escogido un nombre para su cría. Esa noche, Mina añadió un poco de caña de azúcar a su menú, una muy buena señal.

Quentin, John y Julian partieron como de costumbre a la puesta de sol. Estaban muy alegres, ya que la llegada de Mina y de su hijo nos había animado a todos. Regresaron triunfales hacia la medianoche, Julian risueño y radiante, Quentin y John con aire suficiente, como si cada día de la semana capturaran un ayeaye. Era una hembra joven, lustrosa y hermosa. Después de observarla desde todos los ángulos posibles y de comentar sus encantos, la metimos en una jaula provisional sin grandes dificultades.

—¿Fue difícil cogerla? —pregunté.

—No —respondió Quentin—. Fue realmente bastante fácil trepar por aquel árbol comparado con otros. Se quedó en el nido hasta que Julian la agarró. Fue fastidioso por la cría.

—¿Qué cría? —exclamé alarmado.

—Bueno, tenía una cría, pero se escapó en el momento de la captura.

—¿Y la dejasteis allí?

—No tuvimos otra opción. La estuvimos buscando por todas partes, pero también teníamos que pensar en la madre y volver cuanto antes para instalarla en una jaula decente. De todas formas, Julian asegura que no se moverá de alrededor del nido. Iremos a buscarla pronto por la mañana.

—Espero que Julian tenga razón —suspiré—; no me gusta la idea de abandonar una cría a su suerte, quizá ni siquiera está destetada.

—Estoy seguro de que la atraparemos —me intentó tranquilizar John—. Julian está convencido de ello.

Solté un gruñido. Estaba muy inquieto.

—Bueno, pero si se equivoca, cogeréis a la madre y la soltaréis en el lugar exacto donde la encontrasteis para que encuentre su cría.

—De acuerdo, de acuerdo —consintió Quentin con voz apaciguadora.

Estaba muy preocupado por la cría y ni siguiera la noticia de que todos nuestros ayeayes habían comido bien mitigó mi angustia. No podía dejar de pensar en la cría allí sola, inexperta y estúpida, deambulando, perseguida de forma implacable por hordas de malgaches indignados, armados con afilados coup-coups, decididos a coger al pobrecillo para colgarlo, matarlo y descuartizarlo. Lo veía frente a un fosa tenso como un puma cuya existencia ignoraba y que lo mataría de un solo zarpazo y lo engulliría entero de un solo bocado. O bien, horror de los horrores, podría tropezar con la bestia gatuna de los siete hígados, que sufría dispepsia y que había oído decir que una cría de ayeaye, engullida sin agua, era un remedio seguro. O quizás estuviera sentado en un árbol, llorando amargamente y con el corazón destrozado por el cobarde abandono de su madre. En otras palabras, me estaba dejando llevar por el sentimentalismo antropomórfico que tanto me exaspera en los demás cuando tratan de animales.

A la mañana siguiente, Quentin, John y Julian se prepararon para volver a salir.

—No olvidéis —repetí como mínimo por décima vez— que tenéis que buscar y rebuscar por la zona hasta que lo encontréis.

—Sí, sí —respondió Quentin impaciente—. Así lo haremos.

—Y si de todas formas no lo encontráis, volved enseguida para llevaros a la madre y soltarla.

—Si, si, comprendido. Estoy tan intranquilo como tú, sabes —me aseguró Quentin con aire afligido.

Le eché una mirada rápida y seguía tan impertérrito como Gibraltar. Seguro que no tenía mi imaginación.

—Bueno, haced lo que podáis —dije.

—Deja de preocuparte tanto —protestó Lee—. Quentin está tan acongojado como tú. Te comportas como una madre.

—No es cierto —respondí—. Simplemente, no me gusta que un joven ayeaye, ya sea macho o hembra, se pasee solo de noche por el bosque. Sólo tienes que echarle una ojeada a ese periódico tan intelectual llamado The Sun para saber qué le puede pasar.

—Anda, ven a desayunar.

Tardamos mucho en preparar y tomar el primer té de la mañana. Y pasaron varios siglos antes de que el desayuno llegara a la mesa. Ni siquiera me animó la llegada de una banda de chiquillos con un plato de plástico lleno de enormes larvas de un blanco grisáceo y que no paraban de moverse. De repente oí un grito y, al instante, aparecieron Quentin, John, Julian y sus ayudantes, Quentin agarrando con suavidad entre sus manos uno de nuestros sacos blancos de captura.

—Ya lo tenemos, ya lo tenemos —gritó Quentin triunfalmente—. Ya tenemos a la cría. Estaba allí donde Julian había dicho.

Fui renqueando hasta la casa de los animales. Quería verlo para creerlo.

—¿Está bien? —pregunté.

—Sí, sí. Se ha dejado atrapar fácilmente —señaló John.

Abrí la puerta de la jaula de la madre, y Quentin desató delicadamente el saco y puso la boca del mismo en la puerta de la jaula. No sé exactamente qué esperaba, pero, desde luego, eso no. La cabeza de la cría asomó por la boca del saco, con sus enormes orejas girando sin parar hacia cualquier ruido, la mirada tranquila e interesada. Hizo una pausa. Nos examinó con majestuosidad, luego salió y saltó dentro de la jaula, como si fuese un pequeño príncipe tomando posesión de su nuevo reino. Su entrada fue tan perfecta, su actitud tan aristocrática, tan bella, que tontamente me eché a llorar de alivio.

—Pensé que te alegrarías —dijo Quentin incómodo por mi comportamiento—. No quería hacerte llorar.

—Sí, estoy contento —le aseguré sonándome la nariz—. Además, no estoy llorando. Los ayeayes me dan alergia, sobre todo si son pequeñitos.

—Sí —dijo Quentin—. Debe ser muy molesto.

Observamos cómo la cría se iba acercando a su madre. El reencuentro se produjo sin signos de emoción. Parecía que no se hubiesen separado nunca. Tras inspeccionar brevemente la jaula, la cría se puso a apagar su sed que, a juzgar por el tiempo que dedicó a la operación, debía ser terrible. Festejamos el acontecimiento con un segundo desayuno y decidimos llamar Juliet a la nueva hembra en honor a Julian, que la había capturado.

Como de costumbre, casi llegamos a las manos cuando tuvimos que decidir qué nombre ponerle, aunque todos coincidimos en rechazar la propuesta de Quentin de llamarle sir Bloxam.

Ya teníamos cuatro animales de nuestro cupo de seis. No nos planteábamos contar con Verity, ya que era de Roland y éste la quería para su isla. Todos comían bien y las crías se comportaban como si hubiesen nacido en cautividad. Ahora que ya teníamos tantos ejemplares, era fascinante observar su comportamiento, especialmente la habilidad con que utilizaban su mágico tercer dedo. Cuando el animal se desplazaba, este apéndice se movía como un auténtico órgano sensorial, tocando todo cuanto tenía a su alrededor.

Ya en 1859, Sandwith los describió con minuciosidad:

«[…] abatía las orejas hacía delante, con la nariz prácticamente pegada a la corteza, iba dando rápidos golpecitos por toda la superficie con la ayuda de su segundo[sic] dedo, como si fuese un pájaro carpintero, pero mucho menos ruidoso, mientras que, de vez en cuando, metía su fino dedo en los agujeros de los gusanos con la misma precisión con que el cirujano sonda a un paciente […] Observé esta actividad con mucho interés, sorprendido por la maravillosa adaptación a sus hábitos, reflejada en un oído finísimo que le permite distinguir los diferentes sonidos de la madera cuando la golpea; en un sentido olfativo fuera de lo común, que le ayuda en sus búsquedas; […] en su dedo delgaducho, tan curioso, que no se encuentra en ningún otro animal y que utiliza alternativamente como plesímetro, sonda y cuchara.»

Nuestra amiga Renée Winn, quien nos había presentado nuestro primer ayeaye en el parque zoológico de Vincennes, en París, nos había comentado que les había visto dar unos golpecitos en los cocos y pensaba que era para averiguar el nivel de la «leche» y saber así dónde agujerar el coco. También nos enseñó algo muy curioso. Para comer, les daba, entre otras cosas, una especie de puré espeso que les presentaba en un plato de plástico llano, de lo más normal. Pues bien, los animales daban la vuelta al plato y le hacían un agujero con los dientes en el fondo y comían el contenido a través de dicho orificio con la ayuda de su tercer dedo. Al parecer, no podía comer el puré directamente del plato; tenían que sacarlo por el agujero para satisfacer sus necesidades gastronómicas.

Recientemente, la pequeña colonia de la Universidad de Duke, en Estados Unidos, que ya hemos mencionado antes, ha intervenido en algunos experimentos fascinantes dirigidos por el profesor Erickson para intentar averiguar cómo los ayeayes encuentran los insectos que comen. Las pruebas de Erickson, para explicarlo llanamente, consistían en dar a los ayeayes un leño con diversos agujeros, algunos vacíos, otros rellenos con pasta de gusano y otros con gusanos vivos. Todos los agujeros eran distintos. Algunos estaban hechos de forma que el animal no pudiera utilizar sus sentidos de la vista y el olfato para detectar la pasta de gusano. Además, tenían distintas profundidades. Veamos las conclusiones de Erickson sobre el experimento:

«Aunque las pistas visuales y olfativas contribuyen a la localización y extracción de las larvas de insectos de fuentes leñosas, nuestras investigaciones sugieren que para detectar las galerías de estas larvas los ayeayes dependen mucho de los pequeños golpecitos que dan […] Los pabellones auditivos de este animal son proporcionalmente más grandes que los de otros prosimios y posiblemente tenga una capacidad auditiva superior a la media para los sonidos de los movimientos de las larvas de los insectos y a los varios tonos emitidos como respuesta a sus golpecillos […] Los estudios que presentamos sugieren en gran medida que, al igual que ciertas especies de murciélagos, este primate se sirve de la ecolocalización para la captura de sus presas. Sin embargo, la práctica del golpeteo quizá sirva para el proceso de búsqueda de comida aportando otras pistas además de las auditivas. Como explicó Sandwith, sus golpecillos son extremadamente suaves. Posiblemente tenga una excepcional sensibilidad en el tacto del tercer dedo que le permite gozar de facultades de detección y discriminación entre las vibraciones de la superficie. Es posible que la escasa masa del dedo medio le permita registrar con gran fiabilidad la vibración de la superficie. Los golpecitos también pueden fomentar movimientos audibles en la presa.»

Erickson dio al comportamiento del golpeteo del ayeaye el encantador nombre de «búsqueda por percusión».

Tenemos tanto que aprender sobre este fantástico animal que no sabemos qué secretos extraordinarios nos desvelará en el futuro su dedo mágico. Posiblemente tenga poderes más mágicos de lo que piensan los brujos, y tanto si se trata de una localización por el eco como de un sentido del tacto excepcional, el ayeaye demuestra que, una vez más, la naturaleza está mucho más adelantada que el ser humano.

A la mañana siguiente, Quentin, John y Julian salieron a buscar otro nido y volvieron en un lapso de tiempo asombrosamente breve con un gran ayeaye macho con pinta de púgil. Como es lógico, estaba furioso por haberle interrumpido la siesta. Y entró en su jaula con grandes resoplidos de irritación y menosprecio hacia la raza humana. Lo bautizamos Patrice por el nombre de nuestro segundo cazador, pero su comportamiento pronto le valió el sobrenombre de «el Camorrista».

Esa misma tarde, incluso antes de que le diéramos de comer, procedió al examen minucioso de la jaula y puso a prueba la solidez de todo cuanto encontraba a su alcance, al tiempo que no paraba de soltar terribles resoplidos. Mordisqueó cada barrote de alambre de su jaula para comprobar su sabor e investigó la calidad de la madera de su nido con mucha profesionalidad y grandes mordiscos. Después de comer, examinó minuciosamente los boles y los lanzó contra las paredes de la jaula para ver si eran de buena calidad. El ruido que hacía al comer, sobre todo la caña de azúcar y los cocos, le hubiesen valido la expulsión del Claridge o del Ritz. Llegamos a la conclusión de que si hacía tanto ruido no era precisamente porque quisiera escapar sino porque era igual que esas personas que no creen comunicarse bien si no es pegando puñetazos sobre la mesa y gritando. Como todo este alboroto más bien alarmaba a sus compañeros, tuvimos que llevarlo al otro extremo de la casa de los animales, donde su comportamiento inquieto molestaba menos al resto. Me preguntaba si habría nacido así, o habría empeorado con la edad. Hacía tantos esfuerzos por llamar la atención que me sorprendía que nadie le hubiese asestado un certero golpe de coup-coups. En un mundo en que el silencio es indispensable para sobrevivir, había elegido ser ruidoso, una actitud decididamente suicida.

Ya teníamos cinco de los seis ayeayes que se nos permitía capturar; sólo nos faltaba otro macho adulto y nuestra misión habría terminado. No podía creer que casi habíamos alcanzado nuestro objetivo, y, además, en el tiempo previsto. Llegados a este punto, era hora de celebrar un consejo de guerra.

Después del viaje desde Tana hasta Mananara que nos había dejado los huesos molidos, habíamos decidido por unanimidad que si capturábamos algún ayeaye tendríamos problemas si los transportábamos hasta Tana por tan horrible carretera. La única alternativa era el avión. Mananara tiene una minúscula pista de aterrizaje y un avión que volaba a Tana tres veces por semana, con un poco de suerte. Bueno, digo «avión» por llamarle algo, ya que parecía una reliquia de la primera guerra mundial y era un milagro que todavía pudiesen volar sin estar pilotado por el Barón Rojo.

Los lectores que tenéis el placer de ver todo tipo de animales salvajes saltando en las jaulas de los zoos, pensad un poco en todos los problemas que conlleva el llevarlos hasta ahí. Sólo por citar un ejemplo, cuando partimos de Jersey, nada ni nadie nos podía asegurar que no volveríamos con las manos vacías. Pero por si acaso conseguíamos ayeayes, habíamos reforzado las jaulas de la zona de cuarentena para acomodar a un animal del que se decía que era capaz de escapar del mismísimo Sing-Sing a dentelladas. Había que hacerlo, porque si teníamos éxito y capturábamos algún ayeaye, queríamos llevarlo a Jersey lo antes posible sin tener que esperar a que las jaulas estuvieran listas.

Así pues, lo primero que teníamos que hacer era llevar los ayeayes de Mananara a Tana y avisar a Jersey de nuestro éxito. Como desgraciadamente nuestras jaulas de transporte no cabían en los aviones tipo Barón Rojo y tampoco queríamos fiarnos de los horarios aleatorios de los vuelos comerciales, se decidió que Lee y yo tomáramos el primer vuelo a Tana para avisar a Jersey y alquilar un avión.

Llegó la hora de la partida. Lee y yo estábamos muy tristes ante la idea de dejar el campamento; sobre todo yo, pues le había tomado mucho cariño a ese hermoso lugar, donde lo único que me molestaba era mi inmovilidad. Ambos echaríamos de menos la vida cotidiana que habíamos llevado en él: la escandalizada o histérica recepción de las noticias orales del barquero; la chiquilla con el cubo y sus canciones; las mujeres que lavaban tranquilamente y que se acercaban cada vez más a los componentes del equipo cuando se bañaban desnudos, seguramente para asegurarse de que sus hombres estaban tan bien dotados, anatómicamente hablando, como los vazaha; los aterciopelados trinos de los cucúes que se propagaban durante el día; los chiquillos que, con caras solemnes, nos traían larvas para nuestros preciados animales y a los que recompensábamos con pequeñas monedas o caramelos. Jamás olvidaremos al niño que nos mostró, junto a su hermana de cuatro años, una larva microscópica envuelta con gran cuidado en una hoja. Le dimos un gran caramelo de color inquietante, que rompió delicadamente con los dientes para darle la mitad a su hermana. El grupito de niños al que dimos media botella de limonada y que compartieron, dando cada uno un pequeño sorbito hasta terminarla. Todo esto había pasado a formar parte de nuestras vidas, e incluso el gallo y sus gallinas y los malditos patitos adorables se habían convertido en nuestros amigos y habían alegrado nuestros días, aunque sólo hubiese sido por un breve espacio de tiempo.

Nuestro fiel Marc lloraba, y también nuestras dos adorables criadas. Su pena no tenía consuelo, pese al montón de latas, botellas y cajas que iban a heredar y que podrían distribuir entre sus familiares y amigos. Atravesamos el pueblo por última vez; todo el mundo nos saludaba y les respondimos con grandes señales con las manos, mientras llenábamos nuestros pulmones de una rica mezcla de olores exóticos, el olor almizclado de los clavos, los efluvios dulzones de la vainilla, el olor acogedor de los fuegos de leña y el aroma indefinible de las hojas calentadas por sol. Bajo un lichi repleto de frutos maduros tres cebúes tomaban, usando una expresión del capitán Bob, un baño de sombra. Echado en el tibio y sedoso lomo de uno de ellos dormitaba un pequeño pastor de seis años, cuyo bastón, su Excalibur, reposaba sobre su mano relajada.

Una vez en la ciudad, nos dirigimos al hotely para tomar una copa y despedirnos de Madame. Se oía el continuo repiqueteo de los martillos sobre el cristal y, en el momento de marchar, tomé unos cuantos como recuerdo. Aquella misma la mañana, cual doncella victoriana enferma de amor (a la que nada me parezco), había recogido unas hojas de formas extrañas que crecían junto a nuestra tienda y las había metido entre las páginas de mi un tanto desordenado diario. El hecho de que todas cayeran y se perdieran en el viaje de regreso a Jersey es otra historia.

Llegamos al borde de la pista para ver aterrizar el avión. Cuando embarqué, tuve la clara impresión, tal vez en un momento de aberración mental, de que había sido diseñado por Blancanieves para los siete enanitos. Los asientos eran minúsculos, y estaban tan juntos que había que clavar las rodillas en el respaldo del asiento de delante, posición de lo más incómoda. Estaba previsto para dieciséis pasajeros colocados como sardinas en lata, no exagero.

Leí el folleto de la compañía para entretenerme mientras esperaba el despegue del avión. Llevaba el fascinante título de Fepetra Rahatra Doza (para su seguridad). Había un dibujo del avión con todas las salidas de emergencia señalizadas, pero, dado lo estrujados que íbamos, no me parecía que ninguna fuese accesible. También se podía ver una sugestiva imagen de lo que se debía hacer en caso de emergencia: echarse hacia delante y poner la cabeza entre las rodillas, una proeza que desafío a realizar a cualquiera que no sea un contorsionista profesional.

Pero lo peor estaba todavía por llegar. El folleto informaba que había un chaleco salvavidas debajo de cada asiento. Escruté el espacio debajo de todos los que se encontraban dentro de mi campo visual, y ni rastro de un solo chaleco. Buscando mejor, llegué a encontrar uno detrás del respaldo de la persona delante de mí, completamente redoblado en un paquete de plástico tan coriáceo que hubiese sido necesario usar un pico para sacarlo de ahí. La bella, delgada y sonriente joven del folleto parecía haber logrado hacerlo sin el menor problema, ponérselo en un tiempo récord y saltar haciendo el salto del ángel mientras el avión caía en el océano índico.

Recapitulé minuciosamente el escenario propuesto y llegué a la conclusión de que no era lógico. Si había una emergencia, todos cumpliríamos con las instrucciones de colocar la cabeza entre las rodillas, que quedaría fuertemente atrapada por el respaldo del asiento de delante. Las dimensiones del cráneo jugarían un papel decisivo en la operación, y por los gritos de dolor de los pasajeros se podría adivinar qué pasajeros tenían mayor capacidad cerebral (los más neandertales lo conseguirían con meros quejidos de angustia).

¿Qué pasaría si, una vez situada la cabeza en la posición correcta, el piloto anunciara que el avión va a amerizar en lugar de aterrizar? Supongo que habría pánico a bordo. Uno debería desplegarse rápidamente de aquella postura fetal para ponerse el chaleco salvavidas. Evidentemente, los viajeros menos observadores no lograrían encontrar los suyos debajo de sus asientos, lo que no mejoraría la atmósfera general. Suponiendo que los encontraran, y se pasaran una navaja suiza unos a otros para despedazar el plástico del embalaje, no habría espacio para colocárselos todos al mismo tiempo. Nos los tendríamos que poner uno después de otro, y, naturalmente, las mujeres y los niños primero.

En realidad, me temo que cuando lo lográramos el avión ya estaría a diez metros bajo el agua, y estaríamos nadando entre hambrientos tiburones sin haber podido pronunciar Fepetra Rahatra Doza. Mientras el avión despegaba tan inseguro como una mariposa, cerré les ojos y traté de concentrarme en otra cosa que no fuera la larga lista de posibles problemas mecánicos.