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Aprendices de adivinos

Madagascar está lleno de todo tipo de brujos, magos y adivinos, por lo que Frank estimó indispensable que en nuestra película figurara alguno. Marc fue debidamente informado de nuestro deseo de consultar a un adivino: queríamos saber, por una módica cantidad de dinero, cuáles eran nuestras posibilidades de capturar un ayeaye o si, como mínimo, íbamos por buen camino. Marc dijo que conocía un excelente adivino y se comprometió a ponerse en contacto con él lo antes posible. Insistí en que no queríamos un adivino cualquiera, sino una persona que verdaderamente pudiera leer el futuro, alguien en el estilo del trío brujas de Macbeth. Marc afirmó que el hombre tenía una hoja de servicios impecable y que era reclamado desde las cuatro esquinas del país. Así que Marc envió varios mensajes a aquel adivino modélico que, como es lógico, no obtuvieron respuesta.

A pesar de que Quentin y John parecían estar cada vez más cansados y deprimidos, la búsqueda prosiguió día y noche. El tiempo jugaba en nuestra contra. Hacía ya casi cuatro semanas que los buscábamos, y pronto llegaría la hora de que el equipo de televisión tuviera que regresar a Jersey. Es cierto que teníamos a Verity, pero significaba que no podríamos incluir en la película el momento tan especialmente intenso de la captura, y era precisamente por este motivo por lo que habían venido de tan lejos (sin hablar del coste del viaje). Les repetí hasta la saciedad que podían contratarnos a Lee y a mí, y que seguiríamos todas sus instrucciones, pero que no podían hacer lo mismo con los ayeayes. Aunque esta afirmación era obviamente cierta, en nada mejoraba la situación. Todos empezábamos a estar un poco nerviosos y no sólo por la película, y sabe Dios cuanto nos importaba, sino porque capturar ayeayes era el motivo principal de una expedición en la que tanto yo como la Fundación habíamos invertido una suma considerable de dinero. Las comidas se habían convertido en verdaderamente lúgubres.

—¿Hay noticias del adivino? —preguntó Frank.

—Sí —respondió Lee—, bueno, no, no se sabe nada, pero seguro que Marc no nos va a dejar en la estacada.

—Pínchale un poco —le dije—. Como mínimo podremos filmar al adivino.

—¿Y si me pintase con un poco de negro y lo hiciera yo mismo? —sugirió Frank.

—Excelente idea —aprobé calurosamente—. ¿Has hecho avances en malgache? Podríamos convertir la cosa en algo muy misterioso, sólo tendrías que aprender algunas palabras de memoria como Ambatondrazaka o misaotra tompoko. ¿Qué aspecto tendrías con un taparrabos?

Tras unos segundos de reflexión, Frank suspiró:

—El de un experto.

Por suerte no nos vimos obligados a recurrir a estos extremos, ya que a la mañana siguiente, Marc nos anunció triunfalmente que el adivino se iba a presentar aquella misma tarde.

Llegó cuando caía la noche. Era un hombre fornido, alto para ser malgache y con un rostro interesante, bastante imponente. Nos quedamos estupefactos al ver que le acompañaban su madre, su mujer y su hijo de cuatro meses a quienes nos presentó como sus ayudantes. ¿Y el bebé también?, preguntamos. No, sólo la madre y la mujer. El bebé es un simple espectador. Supusimos que, incluso a esa tierna edad, ya empezaba a impregnarse de la profesión paterna.

Se sentaron todos en el suelo sonriendo y hablando bajito. La mujer entregó el niño a la abuela en cuyos brazos se quedó sin protestar ni moverse, como un muñeco Michelin color chocolate. La mujer cambió de posición y se sentó detrás del adivino con las piernas cruzadas. Este se echó hacia atrás y se cubrió de pies a cabeza con un gran lamba blanco. Se produjo una pausa melodramática, una honda aspiración y luego todo su cuerpo empezó a temblar, sobre todo las piernas, como si estuviera recibiendo una terrible descarga eléctrica. Eso significaba, como se nos había explicado, que ya no era un hombre como los demás sino que se había convertido en el portavoz de sus antepasados. Apartó la sábana, se sentó y muy amablemente pidió que le trajéramos una cerveza y un cigarrillo. Su mujer nos informó que el adivino ni fumaba ni bebía, pero que el ancestro que nos iba a servir de consejero tenía ambos hábitos. Era de suponer que allí donde se encontraba actualmente dicho ancestro no podía satisfacer estos deliciosos vicios, pero tras haber ingerido el primer sorbo intoxicante y dado una profunda y voluptuosa calada, el ancestro en cuestión declaró estar dispuesto a entrar en materia.

Naturalmente, la primera pregunta que le hicimos fue si le parecía que la suerte nos iba a acompañar en nuestra búsqueda. El antepasado tomó otro trago de cerveza, dio una buena calada y, con la sonoridad del actor sir Henry Irving interpretando The Bells, nos dijo que éramos bienvenidos a condición de que nuestras intenciones fuesen puras y no camuflasen ambiciones de conquista colonial.

En ese momento pensé que la idea era irrisoria y que teníamos todas las bazas para que nos soltara un discurso político. De todos modos, se nos había informado con toda seriedad que las gentes del campo siempre vivían con el temor de que volvieran los vazaha y les quitaran sus tierras una vez más. Así pues, aseguramos al ancestro que no teníamos la menor intención de apoderarnos de Madagascar y que sólo queríamos capturar algunos ejemplares de su fabulosa fauna para llevarlos a nuestro país y mostrarles a otros vazaha lo maravilloso que era Madagascar y qué hermosas criaturas lo habitaban.

Al ancestro pareció satisfacerle la respuesta y se produjo una breve pausa mientras se refrescaba con otro trago de cerveza y daba voluptuosas caladas al cigarrillo. Seguidamente anunció que, como nuestras intenciones eran puras, acabaríamos por tener éxito. Tardó bastante en soltar esta sencilla predicción, en primer lugar porque fue pronunciada con gran énfasis en malgache y a los malgaches les encantan las peroratas largas y enfáticas acompañadas de gesticulaciones teatrales, y, evidentemente, porque se producían las consabidas pausas para refrescarse.

Finalmente, cuando se terminaron la cerveza y el cigarrillo, el ancestro volvió bajo su lamba y reapareció como adivino. Le dimos la minúscula cantidad que nos pidió por sus servicios y, ante nuestra estupefacción, insistió en pagar su cerveza, tras lo cual desapareció en la noche con sus acompañantes.

No hay forma de saber si el éxito final de nuestra empresa se debió a la intervención del ancestro, pero lo cierto es que, poco después de la visita del adivino, nuestros esfuerzos se vieron recompensados. Quisiera precisar que no cuento todo esto para burlarme, pues los malgaches toman muy en serio sus relaciones con los antepasados. Si hay quienes creen en Jesús, Mahoma o Buda, ¿por qué no en los ancestros? Desde mi punto de vista, las religiones en general son demasiado dogmáticas. Predican una filosofía de «vive y deja vivir», pero pocas veces la practican.

La tarde siguiente vino a visitarnos el maestro del pueblo y tras algunas cervezas, nos contó todo tipo de historias fascinantes sobre la legendaria fauna con que los malgaches habían poblado su hermoso paisaje. Con la sobreabundancia de criaturas extraordinarias que la naturaleza les ha regalado, uno se pregunta qué necesidad tienen de inventarse otras. En fin, el maestro nos contó fábulas que parecían estar directamente sacadas de un bestiario medieval. Sólo por contar algún ejemplo, uno de estos monstruos tenía aspecto de gato gigante que, no contento con ser terrorífico y poder matar con la mirada, hacía gala de un singular atributo: tenía siete hígados. Dada su hostilidad, no entiendo cómo alguien pudo percatarse de ello. Sin embargo, poseía siete hígados. Por supuesto que todos hemos oído decir que los gatos tienen siete vidas, pero siete hígados parecía demasiado. Me preguntaba si la plétora de hígados no significaba que este animal de fábula tenía hábitos etílicos, en cuyo caso, ¿por qué no darle el número de teléfono de Alcohólicos Anónimos?

Otra criatura mágica era un bicho parecido a una enorme rata que al acercarte a ella se ponía inmediatamente a masturbarse. Uno debía evitar echarse a reír, no hacer caso de este extraño comportamiento y continuar el camino como si nada ocurriera. Si por desgracia uno suelta una carcajada, y supongo que una rata masturbándose puede parecer motivo de hilaridad, el animal monta en cólera y provoca una tormenta tan enorme que pone el bosque patas arriba y uno pierde el camino o incluso la vida.

Otra de las historias tenía por héroe a un animal real, un tipo de fina y bella mangosta que lleva el nombre de galidia. Estos animalitos sienten predilección por el pollo y, para desgracia de los granjeros, los matan siempre que se les presenta la ocasión. Por otra parte, la galidia posee una pérfida característica. Si encuentra un gallinero de sólidos muros poblado de suculentas gallinas, hará todo lo posible por penetrar en él. Pero si fracasa en sus mortíferos planes, se venga de manera inmunda y revela la cara oculta de su naturaleza. Se pone de espaldas contra los barrotes del gallinero y, con los dientes rechinando de rabia, empieza a soltar ventosidades. A la mañana siguiente, el granjero encuentra todas sus aves asfixiadas. De este modo, hay dos perdedores, el propietario de los animales y la galidia. No pregunté al maestro si sería posible poner aire acondicionado en los gallineros para evitar hechos tan traumáticos.

El tiempo transcurría con rapidez desconcertante y cada día se acercaba más la fecha de partida del equipo de televisión. Evidentemente, no habíamos parado de filmar, sobre todo cuando Lee daba de comer a Verity. Como trabajaban en vídeo y habíamos traído un pequeño televisor para poder ir visionando el trabajo, pensamos que sería una buena idea ir a mostrar a los niños de la escuela algunas de las escenas con Verity. Esperábamos que la iniciativa tendría tres ventajas. En primer lugar, sería divertido filmar la reacción de los niños, ya que la mayoría de ellos nunca habían visto televisión. En segundo lugar, verían cómo Verity estaba domesticado y lo dócil que era. Y, en tercer lugar, esperábamos que lo que les contaran después a sus padres induciría a éstos a ayudarnos a cazar ayeayes. Pero las cosas no salieron como las habíamos planificado.

Para llegar a la escuela, situada a unos dos kilómetros, había que tomar un pequeño sendero de laterita roja muy inclinado y desgastado por las lluvias. Ya resultaba bastante difícil bajar por él cuando no llovía y nos preguntábamos cómo se las arreglaban los niños durante la estación lluviosa, en que el camino se convertía en algo parecido a una de las más difíciles y peligrosas pistas de esquí.

Los edificios de la escuela eran bastantes grandes y estaban construidos en madera y ladrillo. Nuestro auditorio estaba formado por unos ciento cincuenta chiquillos de seis a diez años sentados en filas, la imagen perfecta de la obediencia. Todo el alboroto que creó nuestra llegada fueron algunos tímidos cuchicheos, una tos o dos y el roce de pies descalzos sobre la madera. Nos miraban fascinados con sus enormes ojos negros. He aquí a los famosos vazaha que, si se enfadaban, se comían a los niños malgaches para desayunar, almorzar y cenar, así que lo mejor que podían hacer era estar callados y quietos, y contemplar los milagros que íbamos a hacer.

Instalamos el televisor de forma que todos pudieran verlo, y pronuncié un breve y sencillo discurso diciendo que el ayeaye no era un animal malvado y que si comía la caña de azúcar y los cocos era porque el bosque donde solía vivir había sido talado —algo tan malo para los malgaches como para el ayeaye—, obligándolo a robar las cosechas. Luego empezó la película y, al instante, los niños quedaron cautivados. Hubo un respingo general cuando en la pequeña pantalla apareció Verity y se acercó a los barrotes de la jaula, y un estallido de voces atónitas, rápidamente aplacado cuando surgió la mano de Lee sosteniendo una bolita de miel y la oyeron hablar quedamente con Verity. Este aceptó la comida, y cuando hubo terminado, la mano de Lee volvió a aparecer con una de las gordas larvas de escarabajo. Otro murmullo de asombro. ¡Para eso habían estado recogiendo tantas larvas, para dárselas de comer a un ayeaye! Y a cambio les habíamos dado verdaderas monedas y sabrosos caramelos de sabores tan extraños como exquisitos. ¡Para alimentar un ayeaye! ¡Era increíble! Sus ojos brillaban, sus dientes rutilaban. Se partían de risa al ver como Verity decapitaba la larva, mordisqueaba la cabeza y se servía de su dedo mágico como cuchara, recogiendo el contenido del animal que se retorcía como un pobre diablo.

La película terminó, pero viendo las caras de los niños parecía que podían haberse quedado el resto del día mirándola sin aburrirse. El maestro les pidió que entonasen una canción de agradecimiento por nuestra visita, lo que hicieron con gran entusiasmo. Pero las sorpresas no habían terminado. Les habíamos estado filmando todo el rato, desde que encendimos el televisor y vieron a Lee dando de comer a Verity hasta que hubieron terminado de entonar la última nota de su canción, y ésta fue la película que les pasamos a continuación.

Hubo unos momentos de tenso silencio hasta que alguien reconoció a un compañero. La noticia se extendió como la pólvora entre las filas y, de repente, empezaron a soltar carcajadas identificando y señalando con el dedo a sus amigos y, maravilla de las maravillas, a ellos mismos. Aquello resultaba mil veces más emocionante que observar los consabidos y aburridos ayeayes. No fue un éxito, fue un triunfo. Una combinación entre Sonrisas y lágrimas, Mary Poppins y Blancanieves y los siete enanitos no habría tenido un recibimiento tan delirante. Era el tipo de éxito con el que sueñan los magnates de Hollywood. Naturalmente, hubo una reposición, y luego otra. Empezamos a creer que podría mantenerse en cartel más tiempo que La ratonera en los teatros de Londres.

Después de esta demostración, intentamos otra actividad. Enfocamos la clase con la cámara, y los niños podían verse en la pantalla del televisor, a veces en primeros planos, otras con grupos de compañeros. Saludaban con la mano a la cámara y se retorcían de risa cuando su imagen les devolvía el saludo. Con gusto, nos habrían tenido toda la jornada con ellos, incluso un mes entero. Pero desgraciadamente, tuvimos que dejarlos y regresar al campamento con nuestras cajas encantadas y nuestros divertidos juegos de magia.

Me había preguntado muchas veces por qué nuestro hotely junto al lago Alaotra dejaba el televisor encendido cuando no había nadie en el bar, hasta que descubrí una cincuentena de personas del mercado boquiabiertas al otro lado de las ventanas que daban frente al televisor con los ojos fijos en la pantalla, mirando las explícitas y multicolores imágenes de una telenovela francesa. La televisión, sin lugar a dudas, tiene mucho que ofrecer, pero al mismo tiempo puede ser muy nociva. Después de nuestra partida, el maestro seguramente tuvo más problemas en mantener la disciplina de la clase que los que habría tenido intentando controlar un gato con siete hígados.

A la vuelta al campamento nos cruzamos con un rebaño de cebúes, unos enormes animales de aspecto plácido, piel aterciopelada y pequeñas jorobas de camello. Son un espectáculo corriente en Madagascar, ya que se trata de animales reverenciados como símbolo de prestigio social. En los funerales de un hombre rico se sacrifican varias cabezas de su rebaño y se decora su tumba con las cornamentas. Lo que nos llamó la atención del rebaño con que nos cruzamos fue que se componía de unas diez cabezas y que lo controlaba un chiquillo de ojos ansiosos que no podía tener más de seis años y que sólo llevaba una vara tan larga como él. No exagero si digo que los cebúes hacían como si el pastor no estuviese ahí. Estos animales tienen la convicción de que no sólo las carreteras, sino todo a su alrededor se ha hecho para su único uso y disfrute.

Deambulaban sin dirección fija, suspiraban, se frotaban mutuamente la cabeza, se paraban para rumiar un momento o comer un poco de hierba del borde del camino. De vez en cuando, uno de ellos volvía lentamente sobre sus pasos mostrándose asombrado y ofendido cuando el chiquillo se ponía a bailar ante él y le daba con la vara en el hocico. En cuanto el zagal se daba la vuelta, descubría que otro animal había abandonado el camino y que, con las mismas ansias con que un gourmet se enfrenta a los primeros espárragos de la temporada, había penetrado en una modesta granja dispuesto a arrasarla hasta que el muchachito lo obligaba a regresar al camino, cosa que, evidentemente, no le hacía ninguna gracia.

El zagal danzaba alrededor de su rebaño como una pequeña mariposa nocturna alrededor de la llama de una vela grande, indolente y perezosa pero potencialmente peligrosa. En cuanto el muchacho y los cebúes vieron acercarse los Toyota mostraron signos que anunciaban una crisis nerviosa colectiva. Nos paramos, pero los cuadrúpedos no cesaban de dar vueltas en redondo de forma alarmante y teníamos miedo que uno de ellos pisoteara al niño, que lo aplastasen sin ni siquiera darse cuenta de ello. Por suerte, el padre del muchacho, que se había parado para charlar, llegó corriendo con un gran bastón, como un sargento mayor enfurecido cayendo violentamente sobre una banda de reclutas desaliñados, y logró, a base de bastantes golpes y gritos, poner un poco de orden en el rebaño, haciéndolo marchar junto a nuestros coches, mientras se quitaba el sombrero y nos saludaba con una amplia sonrisa. El niño parecía contrariado, pero como acababa de verle escapar de la muerte varias veces, no podía evitar pensar que debería de haberse alegrado de la inesperada intervención paterna.

Creo que fue en esta época cuando los dichosos patitos de John entraron en nuestra vida. Supongo que hasta entonces debían haber permanecido en el pueblo junto a su madre porque eran demasiado pequeños para abandonarla. Ahora eran ya casi adultos, o al menos suficientemente mayores como para buscarse la comida por su cuenta. El primer día, oímos sus cuacuás mucho antes de verles descender por el sendero en fila india, tan excitados que parecían niños yendo a la playa. Eran tres: el mayor y el mediano de color marrón, el pequeño, banco. Correteaban con los típicos andares patosos de esos animales, graznando al mismo tiempo sin parar. Bajaron por el camino y desaparecieron tras las dunas en dirección al río.

—Demasiado pequeños para asarlos —suspiró Frank con tristeza—. Quizás harían una buena sopa.

John se quedó petrificado.

—¡Quieres decir que te los comerías! —exclamó indignado—. Estas cositas adorables. Me encantan los patos.

—A mí también, pero desde la perspectiva culinaria —replicó Frank.

Una media hora más tarde, remontaron las dunas tras su baño y se pusieron a deliberar. Era evidente que nuestro campamento les interesaba mucho, y tras una corta discusión sobre cuál era la mejor manera de abordarlo, se pusieron en fila y descendieron por la duna a toda velocidad, con sus típicos andares y soltando estridentes cuacuás hasta llegar entre nosotros, haciendo tropezar a Tim que le llevaba una taza de té a Mickey, confinado en la tienda porque se encontraba mal. Faltó poco para que Tim cayese, pero el té saltó por los aires.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Como si no tuviéramos bastante con los gallos que cacarean a las cuatro de la madrugada, ahora tenemos una invasión de patos.

—Adorables criaturas —dijo John enternecido.

—¡Santo Dios! —suspiró Frank—. Vuelvo a mi tienda. Avisadme cuando Shirley Temple haya terminado su número. ¿De acuerdo?

Mientras tanto, los adorables patitos observaban nuestro refugio con grandes ojos de sorpresa, como lo habían hecho los niños malgaches cuando llegamos. Lo que más les llamó la atención fue el montón de latas vacías, cuidadosamente lavadas y amontonadas en una esquina. Se acercaron lentamente, lanzándose pequeños sonidos inquisitivos entre sí. Luego, uno de ellos alargó el cuello e intentó, con valentía, comerse una lata vacía de sardinas.

—Pobrecillos, tienen hambre —dijo John, mientras se levantaba a toda prisa a buscar pan duro para desmigajar.

—No deberías animarlos —le sugerí.

Demasiado tarde. Las adorables cositas no habían probado el pan en su vida y lo encontraron delicioso. Uno de ellos estaba tan encantado con esta nueva golosina que cuando hubo terminado el pan se lanzó amorosamente sobre una colilla que se le pegó en la esquina del pico. Parecía un pato Donald con pinta canalla.

—No, no, el tío John dice no —le regañó con cariño cogiendo al pato para retirarle la ofensiva colilla.

—Tienes razón —aprobé yo—. Son demasiado jóvenes para fumar.

—El tío John os va a dar un poco más de sabroso pan —dijo éste.

Era inútil mantener las esperanzas, ya estábamos condenados. A partir de entonces, los patitos aparecían cada día, se daban un breve remojón en el río y luego descendían por las dunas galopando hacia nosotros como un regimiento de caballería de los Estados Unidos atacando un poblado de indios recalcitrantes. Se metían por todos los rincones e intentaban comer todo cuanto encontraban a su paso con absoluta determinación. Tropezábamos con ellos o los pisábamos constantemente. Fue un milagro que no acabáramos con alguno. Estaban tan integrados en nuestra vida que cuando dormíamos la siesta, ellos lo hacían a la misma hora que nosotros. Pero como compañeros de campamento eran tan ruidosos y tan desesperantes como una carnada indisciplinada de perritos recién destetados. Luego vino el fatídico día en que tuvo lugar la Batalla de la Caja de los Truenos.

Mientras estábamos alojados en el hotely en Mananara, nos vinieron a visitar dos viejos amigos, Renée y David Winn. Cuando vivía en París, Renée había ayudado a cuidar y estudiar el primer trío de ayeayes, y fue ella quien me presentó a Humphrey, la cría de ayeaye que había originado la presente expedición. Cuando se marchó, Renée me hizo un regalo de gran utilidad: un saco de plástico negro con un brazo de ducha. Se llena el saco de agua y se deja al sol aproximadamente una hora, o hasta que el agua alcanza una temperatura agradable. Luego se cuelga de la rama de un árbol y se puede tomar una ducha caliente.

Habíamos despejado una zona de arbustos que pomposamente bautizamos como «cuarto de baño». En un rincón había una pequeña cabaña de hojas de palmera en la que se había excavado un gran agujero sobre el cual se colocó la Caja de los Truenos o de Bloxam. Nuestro sistema de ducha colgaba de una rama y debajo pusimos un trozo de plástico para poner los pies. Inmediatamente tuvimos un problema con la ducha. Si la situábamos a suficiente altura para que yo pudiera colocarme debajo, Lee ni siquiera llegaba a la manecilla del agua. Estuvimos dándole vueltas al tema durante varios días, hasta que Lee tuvo una brillante idea.

—La Caja de Bloxam —exclamó con voz triunfal—. La ponemos debajo de la ducha cuando la utilices tú y no tendrás más que sentarte en ella.

Me agradaba la idea de probar esta nueva experiencia, pero no debería de haber sido tan entusiasta de haber sabido el final de la historia.

A la mañana siguiente trasladamos la Caja de Bloxam a su nuevo emplazamiento. Me senté encima y me puse a enjabonarme con energía el cuerpo y el pelo. En ese preciso momento llegaron al campamento los adorables patitos tras su baño matutino y descubrieron estupefactos que no había nadie. Todos aquellos simpáticos seres humanos que se pasaban el día tropezando con ellos, pisándolos, increpándolos y dándoles de comer de vez en cuando habían desaparecido. En cuanto a mí, estimulado por el jabón y el agua, me puse a cantar a voz en grito.

Los patos se sintieron espoleados de inmediato. Llegaron corriendo desde la tienda, tropezando entre sí y cayendo al suelo, locos de alegría de haber encontrado al menos a uno de esos maravillosos seres humanos. Al entrar en la «cuarto de baño» se quedaron inmóviles y miraron atónitos a su alrededor. Nunca habían entrado allí, y mira por donde, uno de esos encantadores humanos estaba sentado en medio de un charco de agua como un pato, salvo dos diferencias: estaba sentado sobre una caja y el agua estaba cubierta de espuma blanca.

—¡Hola, patos! —les saludé amablemente, interrumpiendo mi Rule Britannia—. Venid a nadar conmigo.

Los patos se consultaron la propuesta en voz baja. Esa cosa blanca que flotaba sobre el agua debía ser comestible, quizás algún tipo de pan esponjoso. Finalmente, decidieron que valía la pena probar. Se acercaron con sus típicos andares y sumergieron el pico en el agua jabonosa. Mientras, se observaban intentando mordisquear las burbujas. Como habían supuesto, era comestible, una especie de sorbete con sabor a lavanda, y se pusieron glotonamente a sorber. Me alarmé al verlo, pensando que la espuma podía contener algún producto tóxico que les perjudicara, y me puse a buscar mi bastón, pero me di cuenta de que, estúpidamente, lo había dejado colgado de un árbol a cinco o seis metros de donde me encontraba. Así pues no podía impedir que los animalillos hundieran sus picos bajo la Caja de Bloxam.

Al cabo de unos minutos, ya no era su salud lo que me preocupaba sino la mía. La Caja de Bloxam tenía un agujero en su parte superior, agujero por el que uno estaba obligado a exhibir (discretamente, por supuesto) esas partes de la anatomía que normalmente no se exponen a los ojos del resto del mundo. El mayor de los patos levantó la cabeza y graznó interesado. Los otros dos le imitaron. ¿Serían también comestibles esos trozos de carne que se encontraban ante ellos? ¿Una fruta desconocida? Decidieron unánimemente comprobarlo.

Dicen que mi grito de dolor y de rabia hubiera podido oírse en Antananarivo si el viento hubiese soplado en la dirección correcta. Lee llegó corriendo, pero cuando vio qué pasaba, se quedó apoyada en un árbol muñéndose de risa. Algunas esposas vuelan a socorrer a sus maridos en caso de urgencia, y oras, sin corazón, tienen una visión de la vida que hubiese complacido al mismísimo marqués de Sade.

—¡Aleja de mí estos malditos patos! ¡No te quedes ahí parada riéndote! —vociferé—. Me van a convertir en un maldito eunuco.

Por fin Lee paró de reír e hizo salir a los patos. A partir de ese día tuve siempre cuidado de dejar mi bastón cerca cuando me duchaba. Desde entonces, miro al género Anas con aire desconfiado y cierta hostilidad. Es un pensamiento triste y humillante, pero creo que si me hubiese llamado sir Peter Scott[9] no hubiesen osado actuar de semejante forma.

Ya he hablado del intento de los adorables patitos de comerse una lata de sardinas. Lavábamos con esmero y guardábamos todas las latas consumidas, ya que en un país pobre como Madagascar, este tipo de objeto adquiere un valor inestimable. Tratan las botellas como si Shakespeare hubiese bebido de ellas; cuidan las cajas de cartón con tanta reverencia como si fueran bandejas para el té hechas en madera de sándalo con incrustaciones de ámbar y de oro, y las latas de sardinas, o mejor todavía, las latas de carne, como el más precioso de los jarrones Ming jamás creado. Se había decidido que este tesoro iría a parar a manos de nuestras dos amabilísimas y tímidas criadas, Veronique y Amandine, que veían crecer el montón de latas con ojos ansiosos.

Descubrimos que Veronique estaba a punto de cumplir los veinte años, y, en uno de nuestros viajes al mercado, buscamos desesperadamente algo para regalarle, pero, por desgracia, en el pueblo no había nada que pudiera alegrar el corazón de una muchacha de esa edad, como, por ejemplo, uno de esos pendientes o collares que parecen de oro pero que no te sacarían de ningún apuro económico. Finalmente, contra toda expectativa, logramos desenterrar una botellita de perfume, cuyo color y virulencia hubiesen transformado inmediatamente al Dr. Jekyll en Mr. Hyde a la primera aplicación, y no digamos, al primer trago. Veronique estuvo encantada, pero yo me sentí vagamente culpable, porque estaba seguro de que si se lo ponía, reduciría sus posibilidades de encontrar marido al menos a la mitad, a no ser que su pretendiente careciera del sentido olfativo.

El momento de la partida del equipo de televisión se acercaba a gran velocidad y todavía no teníamos nada. Por supuesto, todo el mundo nos hablaba de grandes hordas de ayeayes justo a la vuelta de la esquina, y cada vez que nos acerábamos a comprobarlo era para encontrarnos con habitáculos muy antiguos de incierta propiedad, cuyos verdaderos dueños, fueran quienes fuesen, nunca se encontraban en casa. Además, teníamos otra preocupación importante llamada Mickey. Hacía algún tiempo que se encontraba mal. A pesar de su estado, había mantenido tan bien su ritmo de trabajo que, con el tiempo, se parecía cada vez menos a ese Mick que conocíamos y que tanto queríamos. Llamamos al médico del pueblo, quien le dio varias inyecciones (con nuestras agujas y jeringuillas), pero no se produjo la tan esperada y ansiada recuperación. Como se había tomado religiosamente todas las píldoras y pociones prescritas a los que viajan a Madagascar, su enfermedad nos parecía un misterio. La fiebre le subía muchísimo y estábamos muy preocupados. Con suerte, salen de Mananara tres vuelos semanales y se decidió que Mick volviera a Tana, donde al menos existían instalaciones médicas adecuadas. Es difícil cuidar a un enfermo tan alto y corpulento en una tienda de apenas dos metros de largo por uno de alto. En cuanto hubimos acabado de tomar la decisión, las esclusas del cielo se abrieron. Creo que la frase que anoté en mi diario resume bastante bien nuestras impresiones:

«Grandes lluvias y tiendas inundadas. Mick peor. Mis caderas fatales por la humedad y mi sinusitis también. Apenas me puedo mover. Creo que lo mejor que puedo añadir a esta expedición es morirme.»

Mick seguía teniendo una temperatura de más de cuarenta grados y casi deliraba. Era evidente que no podía viajar solo. Con dos personas menos en el equipo, no se podría filmar, de forma que se marcharon todos. Cuando nos despedimos, el pobre Tiana estaba tan embargado por la tristeza de dejarnos que empezó a llorar y tuvimos que consolarle.

Tras la partida del equipo, el campamento parecía vacío y falto de vida. Habían sido unos excelentes compañeros de trabajo y lo que nos hubiera gustado es que la expedición hubiera tenido más éxito. De todos modos, Roland Pas de Problème nos había salvado la vida con la captura de Verity; de lo contrario, la expedición entera habría sido, desde el punto de vista económico, un fracaso total. Esa noche la cena fue lúgubre, tanto más sombría cuanto que la llama de las velas se apagaba lentamente en los boles de arena en medio de un cementerio de colillas de cigarrillos.

Siete garzas, que anidaban cerca del campamento y que se habían alejado millas y millas mar adentro para pescar, volaron río arriba hasta el árbol en que anidaban. Eran de una blancura extraordinaria y batían sus grandes alas en silencio, brillantes como estrellas sobre el oscuro fondo del río y de los árboles.