7
Verity la vespertina

A pocos pasos del hotely, en la calle principal, una casa de madera levantada sobre pilares de cemento albergaba las oficinas de la reserva. En la frescura sombreada de este edificio se encontraba una gran jaula desde la que nos miraba, atusándose los bigotes, el mayor ayeaye que había visto nunca. Nos contemplaba con moderado interés, como un gato en el alféizar de una ventana. Podría creerse que había nacido en cautividad.

—En mi opinión es vieja —declaró Roland—. Tiene pinta de vieja, y si no, casi vieja.

—Para la película, no tiene ninguna importancia —le tranquilicé—. Roland, nos has salvado la vida.

Pas de problème.

—¿Cómo vamos a llamarla? —preguntó Lee.

—Verity —dije yo con decisión.

—¿Verity? ¿Por qué Verity? —se sorprendió John.

—Primero, porque es uno de esos viejos nombres Victorianos que me encantan. Segundo, porque ¿acaso Frank no hace «cinema vérité»?

—Hummm —gruñó Frank—. No dirías eso si me hubieras visto intentar que Gene Autry montara a caballo.

—En cualquier caso la llamaremos Verity —afirmé.

Se quedó con el nombre, incluso después de haber descubierto que no era hembra sino macho.

Ahora que el profesor Pas de problème se encontraba entre nosotros, habíamos recobrado nuevos ánimos para emprender nuestra misión. Como siempre en Madagascar, lo primero que había que hacer era ir a ver al presidente de la región, en este caso la de Mananara. Era un hombre de aspecto agradable y tranquilo que, con una cortesía típicamente malgache, casi logró disimular que nos encontraba, del primero al último, una partida de excéntricos, tal vez hasta un poco perturbados. Pero como nuestra locura le parecía inofensiva, no puso ninguna traba a que invadiésemos su jurisdicción y nos dispensó una cálida acogida.

Una vez obtenido el permiso de las autoridades, tomamos la carretera asfaltada «de los antepasados» hasta llegar a Antanambaobe, el pueblo en cuyos alrededores Lee había descubierto un lugar donde eventualmente poder acampar. Naturalmente, al tomar la carretera renunciábamos a la esperanza de admirar el bosque virgen, y tuvimos que conformarnos con una naturaleza modelada por el hombre. Desprendía una gracia singular. Un paisaje inundado de verde, adornado con los grandes abanicos de los ravenala, con aquí y allá, en el fondo de pequeños barrancos donde la erosión había depositado una fina capa de barro, un sorprendente y minúsculo arrozal, cuadrado como una pastilla verde esmeralda caída de la caja de acuarelas de un niño. En los pueblos, en medio de huertos cuidados con esmero, crecían los lichis con frutos de color rojo anaranjado y los claveros cuya silueta en forma de huevo parecía haber sido creada por la varita mágica de un hada chiflada por las plantas ornamentales.

A lo largo de todo el camino, nos habían llegado los efluvios de la luz del sol calentando las hojas, el fuerte olor a plum-cake de la tierra y de la vegetación en putrefacción, cuando, de repente, al entrar en un pueblo, fuimos recibidos por un concierto de aromas penetrantes: café, clavo, vainilla. Los granos, extendidos cuidadosamente sobre esteras de juncos para secarse, llenaban el aire de la mágica mezcla de fragancias.

Aunque Antanambaobe era una gran población de unas mil almas, apenas lo parecía, ya que las casas estaban diseminadas entre las plantaciones de cocoteros y de claveros. De hecho, exceptuando la hilera de casas al borde de la carretera, parecía un lugar desértico. Allí fue donde encontramos al délégué de la región. Nombrados por el gobierno, estos funcionarios no son necesariamente originarios del país y no siempre mantienen (como no tardamos en comprobar) las mejores relaciones con los autóctonos. Desde el punto de vista de estos últimos, adolecen de dos defectos principales: no son del país y son hombres del gobierno.

Nuestro delegado se llamaba Jerome y tenía esa clase de sonrisa que te hace llevar instintivamente la mano a la cartera. Naturalmente, estaba encantado de que hubiéramos elegido «su» pueblo y contemplaba con ojos expertos y calculadores nuestros vehículos llenos hasta los topes.

Su amplia e inmutable sonrisa, como les pasa a muchos malgaches, exponía dos hileras de dientes podridos. Me imagino que para un dentista, una estancia turística en esta hermosa isla podía convertirse en una pesadilla, rodeado por todas partes de colmillos en desintegración, a menos que decidiese instalarse allí para hacerse rico. Después de los magníficos dientes africanos, blancos y derechos como piedras funerarias italianas, semejante despliegue de estalactitas y estalagmitas de todos los matices de negros, amarillos y verdes, producía una fuerte impresión. Jerome, sin embargo, no era como los demás, ya que en el frontal de la boca, cuidadosamente situado en medio de la ruina de raíces podridas y retorcidas, tenía un diente de oro que brillaba como el sol en un cielo de tormenta. El responsable de este aderezo debía de haber sido un aficionado, o haber estado tan impresionado por la fortuna que manipulaba que había implantado el objeto torcido, con la punta que asomaba tímidamente sobre el labio inferior.

Naturalmente, enseguida llamamos a nuestro hombre «Dentón», aunque sin utilizar este apodo en su presencia; siempre nos dirigíamos a él como «monsieur Jerome», con una nota de respeto que parecía desconcertarle. Deseosos de no alterar la vida del pueblo, le pedimos autorización para acampar en la orilla arenosa del río. Necesitábamos sombra, no sólo para nuestra comodidad personal, sino para permitirnos instalar (con su ayuda) un campamento autónomo. Después bajamos a inspeccionar los alrededores.

Cuando estábamos discutiendo sobre las ventajas e inconvenientes del lugar, vimos la silueta ondulante de una gran culebra reluciente que atravesaba con la suavidad y la elegancia de una bailarina balinesa los escasos metros cuadrados sobre los que todavía dudábamos en levantar el campamento. Quentin la cazó y, por turnos, dejamos que su maravilloso cuerpo caliente y seco, liso como la seda, se deslizase entre nuestras manos como agua verde y marrón con reflejos dorados. Después la soltamos deseándole buena suerte. Y como ninguno de nosotros era supersticioso, decidimos que era un buen augurio.

En cualquier caso, era un lugar magnífico. Las aguas marrones del río descendían a paso de senador entre las orillas de arena y de rocas. Al otro lado, unos árboles centenarios, que por algún milagro habían sobrevivido, creaban el efecto ilusorio de un decorado de selva virgen. Alrededor de sus troncos gigantes, una vegetación que podía alcanzar muy bien los seis metros de altura estaba suspendida sobre especies más pequeñas, como el cocotero y el inevitable ravenala.

Muy contentos, nos pusimos a tomar medidas y marcar la superficie de terreno destinada a ser nuestra cocina-comedor y la que reservábamos para la casa de los animales. Para entonces, numerosos lugareños se habían congregado alrededor de «Dentón», todos dando consejos y diciéndole lo que tenía que hacer, mientras él se irritaba cada vez más y, con el diente de oro relampagueante como un puñal al sol, trataba de imponer su autoridad en medio de lo que era el mayor cataclismo de la historia del pueblo. Que se recuerde, nunca hasta entonces se había visto a nueve vazaha establecer su residencia en Antanambaobe, por si fuera poco con cuatro coches abarrotados de tesoros inimaginables. Eso sin tener en cuenta que todos los vahaza eran tontos, como todo el mundo sabía, y el dinero caía de ellos como las hojas de los árboles, siempre que se les sacudiese adecuadamente. Un coro devoto nos aseguró que el bambú para las paredes y las hojas de palmera para el tejado estarían listos a primera hora del día siguiente, para que pudiésemos ponernos a trabajar nada más llegar. Yo insistí en estar presente desde el primer martillazo, para asegurarme que, con su entusiasmo, no fueran a construirnos una casa triangular en lugar de cuadrada, como habíamos pedido. Es el tipo de cosas que suelen pasar, y no sólo en los trópicos. He vivido la experiencia en mi propia piel. Unos amigos que se hacían construir una casa en Grecia le habían encargado la obra a un contratista. Un buen día, llegaron para ver que la casa daba la espalda a la vista sublime que justamente les había hecho tener ganas de instalarse allí. Les contestaron que «los vientos» soplaban de ese lado. Y cuando mis amigos hicieron observar al contratista que no estarían allí en invierno, y que «los vientos» les traían sin cuidado, se puso lívido y se echó a llorar. Se necesitó mucho ouzo para curar esta herida infligida a su amour prope, y yo quería evitar que ocurriera algo parecido en Antanambaobe.

También quise informarme de los trayectos seguidos por las manadas de cebúes, ya que no quería salir por la mañana de mi tienda y encontrarme con que veinte o treinta de estas imponentes bestias habían dejado tarjetas de visita del tamaño de soperas, de una consistencia que demostraba su insolente salud y el buen estado de sus vísceras. Después de lo cual, volvimos donde estaban los coches para repetir una vez más nuestras instrucciones. Jerome nos escuchó atentamente hasta el final, meneando la cabeza y hurgándose en la nariz con voluptuosidad, lo que sin duda le ayudaba a concentrarse. Cuando finalmente llegó el momento de irnos, retiró su índice de las profundas excavaciones arqueológicas y, con una amplia sonrisa de buena voluntad, nos dio a todos la mano. No fui el único en limpiarme discretamente las mías en el pantalón.

En el camino de vuelta, el azul del cielo no podía ser más claro y más puro. Luego, de repente, fue invadido por un ejército de nubarrones grises en forma de coliflor y de aire beligerante. Las nubes apagaron el sol como quien sopla una vela, se llevaron el azul del cielo y descargaron sus gruesas ubres para nutrirnos. Quienes no conocen los países cálidos no pueden imaginarse la violencia, la brutalidad de estas lluvias tropicales. Cuando llegamos al hotely, el repiqueteo sobre el tejado y las hojas de las palmeras cubría el ruido de nuestras voces. Vi una espléndida mariposa escarlata y negra que se refugiaba bajo una hoja y luego, cuando arreció la lluvia y la hoja empezó a doblarse y a temblar, decidió que había elegido un mal sitio y trató de encontrar un refugio mejor. Las gotas la arrojaron inmediatamente al suelo, y quedó hecha papilla antes de que pudiera acudir en su auxilio. Esta clase de lluvia, casi te hace daño en la cabeza y en la cara. El ruido del agua abatiéndose sobre las hojas de las palmeras era tan ensordecedor como el de una catarata. La carretera había desaparecido, de rosa bombón había pasado a escarlata, y ya no era más que un río de fango rojo. Gotas de agua del tamaño de diamantes de veintinueve quilates (pero infinitamente más hermosas) caían de los bordes del tejado de chapa ondulada. La temperatura había bajado diez grados. Después, tan aprisa como habían venido, las nubes se alejaron majestuosamente, el sol volvió a asomar con aire un poco avergonzado y todo se puso a humear tranquilamente, como una olla en la que el agua tarda en entrar en ebullición.

Aquella noche, Lee presentó a Verity el extraño menú que habíamos preparado juntos. Como entrante, larvas de escarabajo de más de diez centímetros de largo y casi treinta gramos de peso. Se paseaban como minúsculos edredones vivos o viejas matronas enfundadas en batas de seda pálida. Costaba imaginar que tarde o temprano se transformarían en esos enormes escarabajos que hemos visto, del tamaño de una caja de cerillas, de un negro y marrón brillantes, como recién lustrados, y enormes cuernos de rinoceronte en la cabeza. Estas larvas, debo confesarlo, eran bastante repulsivas, como gusanos vistos a través de un potente microscopio, pero Verity no tenía esa clase de escrúpulos y se lanzó sobre ellas como un niño al que le ofrecen un cucurucho de helado. Nuestro ayeaye también comió las bolitas de huevo crudo y miel, que le gustaron mucho. Además, para limarle los dientes, le dábamos trozos de caña de azúcar y, de vez en cuando, un coco. Nuestro huésped se adaptó tan bien a este régimen que al cabo de unos días bajaba hasta la reja para comer directamente de la mano de Lee.

A la vuelta de nuestro futuro campamento, Julian nos pidió permiso para hacer él solo una expedición nocturna, para ver si había señales de nuestro animal en los alrededores de Antanambaobe. Se lo dimos de buen grado, confiando en oírle anunciar a la mañana siguiente que íbamos a sentar nuestros reales en la mayor concentración de ayeayes conocida por la ciencia, aunque sin hacernos demasiadas ilusiones. Lo malo de los ayeayes es que son como los cíngaros y están siempre en movimiento. Encuentran un terreno favorable, lo explotan a fondo y cuando tienen la barriga llena se hacen un nido y se duermen. Sus nidos son de arquitectura rústica, hechos de hojas y de lianas, pero mullidos en su interior. Estos refugios les sirven de retiro durante la noche, mientras que de día, como los piratas, salen en busca de nuevos huertos que saquear. Para capturar un ayeaye, hay que sorprenderlo en su casa, de día. Pero resulta que los ratones de por allí fabrican refugios de una forma y tamaño muy parecidos, o sea que hay que llegar hasta ellos para comprobar si se trata de uno o de otro. Trepar veinte o treinta metros sobre el suelo (lo que de por sí ya es una proeza peligrosa) para descubrir que aquello es un nido de ratones, es muy irritante y hace perder mucho tiempo. También hay quien dice, aunque no hay pruebas, que el ayeaye hace su nido, duerme una noche y se muda al día siguiente sigilosamente. De manera que tus esfuerzos de alpinismo tienen muchas posibilidades de verse recompensados por un nido vacío. Otro factor era que habíamos llegado en la época de los apareamientos, pero, dados nuestros escasos conocimientos sobre el ayeaye, no sabíamos si la hembra seguía en el mismo nido después del nacimiento de su cría, hasta que ésta era lo bastante grande para seguirla, o si continuaba con su vida trashumante y construía cada noche un nuevo nido al que trasladar a su prole.

Nuestro desconocimiento de este increíble animal (y no sólo de él) es lamentable. Sin embargo, todavía hay esperanza. Hace algunos años, se capturaron varios ayeayes (creyendo que se trataba de los últimos ejemplares vivos) y se los trasladó a una isla llamada Nosy Mangabe, que de hecho es una reserva. Allí proliferaron. Luego llegó a la isla una dama temible, Eleanor Stirling. Lleva dos años estudiando la vida y las costumbres de los ayeayes de la isla. Su tesis promete revelar casi todos los secretos de este animal misterioso.

A la mañana siguiente, Julian volvió para anunciarnos entre grandes sonrisas que su misión había fracasado. Aunque nos lo esperábamos, nos desanimó y bajamos de muy mal humor hacia el campamento. Sin embargo, en la orilla del río nos esperaba una grata sorpresa: nuestros deseos se habían visto cumplidos, lo que no dejaba de ser un milagro en cualquier parte del mundo. Habían cortado y trasladado de una orilla a otra los bambúes gigantes, anchos como platos de postre, verdes y amarillos como marfil antiguo, estriados por manchas negras como brochazos dados al azar. Apilados unos sobre otros, parecían pirulís de dimensiones monstruosas. El bambú es una de las plantas más útiles que existen. Si se corta un entrenudo (un metro aproximadamente) y se abre en un extremo, se obtiene un recipiente irrompible muy elegante, además de multiuso, ya que también puede servir de vaso. Si se corta el entrenudo por la mitad se obtienen dos tazas de café; si se corta a lo largo, un cenicero gigante o una especie de bandeja muy cómoda para guardar pequeños objetos, clips, bolígrafos, lápices.

Ya habíamos tomado las medidas de la cocina. Así pues, la obra pudo empezar en cuanto llegamos. Yo miraba cómo la construcción iba tomando forma, era un espectáculo fascinante. Primero, con el pico, hicieron los agujeros para clavar los bambúes. Su única herramienta era el coup-coup (conocido en otras partes del mundo como machete, parang, kri o yatagan). Este hermano menor del sable, cortante como el filo de una navaja, en manos de un hombre hábil se convierte en una especie de prolongación asesina de su brazo. Un coup-coup bien afilado puede cortarle un brazo a un hombre, abrirle la cabeza, o dividir delicadamente en dos una brizna de hierba.

La rapidez y precisión con que los lugareños utilizaban aquellas armas mortíferas era impresionante. Una vez hechos los agujeros, se limpiaba el bambú de hojas y pequeñas ramas. Luego se metía en el agujero para comprobar la altura, porque no queríamos que nos hicieran una casa que podía ser fantástica para los siete enanitos (o malgaches), pero que nos hiciera tropezar con la cabeza en el techo constantemente, como si viviéramos en una casita de la época isabelina. Una vez establecida la altura de la cabaña, el extremo superior del bambú se cortaba en forma de V, se clavaba en el agujero y se apisonaba la tierra a su alrededor. Mientras tanto, se desprendía cuidadosamente la gruesa corteza de uno de los bambúes gigantes, que proporcionaba la «cuerda» necesaria para atar las vigas a los soportes. Al mismo tiempo se preparaba la techumbre. Esta consistía en hojas de palmera cuyo nervio central había sido seccionado casi hasta la mitad, de forma que las frondas de la hoja colgaran por un igual a ambos lados, como una tienda de campaña. Una vez colocadas las vigas de la casa y atadas entre sí, se izaba la techumbre de ramas, se colocaba sobre los travesaños y se ataba para mantenerla fija.

A la hora del almuerzo, la estructura básica ya estaba hecha, así como la mitad del tejado. Trabajaban a una velocidad increíble. Cuando volvimos, después de comer, ya estaba todo listo. A la hora del té, se habían levantado las tiendas, la nuestra bajo un árbol del pan, mientras que el equipo de televisión prefirió instalar sus flamantes tiendas verdes todas en fila, como en el ejército. En cuanto a Frank, insistió para sentar sus reales en el banco de arena, lo que a Lee y a mí nos estropeaba completamente la vista. ¿Pero quién se atrevía a llevarle la contraria al director? Sólo quedaban por resolver pequeños detalles: las letrinas, un hoyo para la basura, etc. Descargamos nuestros extravagantes equipajes y los amontonamos al buen tuntún en la flamante casa nueva para ordenarlos después. Por lo que se refería al pueblo, era como decir que el circo había montado su carpa.

Mientras los hombres trabajaban un poco más arriba en la futura casa de los animales, lo que parecía ser la totalidad de la chiquillería de Antanambaobe se había congregado en un círculo compacto alrededor de la casa. Eran muy guapos, muy silenciosos y disciplinados, pero a medida que se corría la voz de nuestras excentricidades, el círculo de nuestros pequeños curiosos aumentaba y nos estrechaba cada vez más. Eran todos muy bien educados, pero su proximidad nos impedía ordenar nuestros bártulos y en definitiva instalarnos. Además de la subida de cinco grados que su presencia masiva imponía al termómetro.

Aquellos niños nunca habían visto nada semejante, para ellos éramos como extraterrestres. Si hubiéramos llegado en un platillo volante, no habríamos podido sorprenderlos más. Éramos una mezcla del circo Barnum & Bailey, el desfile del alcalde de Londres, el cambio de la Guardia y varias películas de Walt Disney. Era interesante ver aquellas caras, con ojos como platos, mirándonos fijamente con la expresión alucinada de teleadictos. La mayor parte del material que desembalábamos les parecía tan extraordinario como el del agente 007 en las películas de James Bond. Pero cuando sacábamos un objeto más o menos conocido, los ojos se les salían de las órbitas mientras susurraban palabras de reconocimiento; prendas de vestir, lambas, latas de sardinas y de carne, botellas de aceite dorado, arroz, cajas de galletas. Escrutaban nuestros gestos con la misma atención que Scotland Yard en el escenario de un crimen. Nada de lo que hacíamos escapaba a sus miradas de terciopelo negro, sin duda con la intención de transmitir un relato palpitante a sus padres cuando volvieran por la noche a casa. Yo los observaba, se amontonaban unos encima de otros, a veces perdiendo el equilibrio y pisando sin querer a los más pequeños.

—No quiero aguarle la fiesta a estos niños —le dije a Lee—. Evidentemente, para ellos es el día más grande de su corta existencia. Pero si retrocedieran unos pasos para dejarnos un poco de aire, sería más práctico. Por otra parte, todavía sería mejor si quisieran irse y volver mañana. Si alguien quisiera tratar de explicarles que estaremos aquí varias semanas y que no vamos a desaparecer durante la noche… ¿No podrías ir a ver a Monsieur Jerome, quizás él encontraría argumentos? Dile que nos encantan los niños, pero que ahora no es el momento.

Estábamos bebiendo —haciendo muecas de disgusto— un té ahumado, fuerte y muy amargo, contrarrestado con leche condensada, cuando Lee regresó de su misión, muerta de risa.

—¿Qué hay? —le pregunté—. ¿Viste a Monsieur Jerome?

—Sí —dijo Lee—. Lo entendió perfectamente. Sugiere que establezcamos horas de visita.

—¿Que establezcamos qué? —exclamó John, estupefacto.

—Horas de visita.

—¿Quieres decir, como un zoo? —intervine yo.

—Pues sí, creo que sí —admitió mi mujer.

—El círculo se cierra —comentó Frank, encantado—. Sabía que acabarías en un zoo.

—Sigo sin entender nada —insistí.

—Se trataría de fijar unas horas en las que tendrían derecho a venir a mirarnos —explicó Lee—. Le dije que entre once y media y doce y media no estaría mal. Durante el almuerzo no nos molestarían mucho.

—¿Y qué te contestó?

—Que a esa hora están en la escuela. Finalmente, nos hemos puesto de acuerdo para que vengan de cuatro a cinco y media —prosiguió Lee—. Parece que es lo que le va mejor a todo el mundo.

—Es casi como la primera función de la tarde —ironizó el capitán Bob—. Yo iba mucho a las sesiones de tarde, cuando era joven.

—¿Y qué se supone que tenemos que hacer? —quise saber.

—Nada —dijo Lee—. Comportarnos con naturalidad.

—¡No se puede no hacer nada ante un público de ochocientas personas! —protesté—. Tenemos que hacer algo.

—Es verdad —aprobó Mickey, con el pelo rojo agitándose en todas direcciones, el bigote temblando de entusiasmo—. Tenemos que hacer algo. Yo puedo cantar alguna vieja canción de music-hall. Ya sabéis, Any Old Iron y ese tipo de cosas.

—Yo te puedo acompañar con el peine y un trozo de papel, si logro encontrar mi peine —dijo Tim.

—Yo puedo recitarles la escena del puñal de Macbeth —dije yo—. Hace mucho tiempo hacía un Macbeth bastante tremebundo.

—Tú eres bastante tremebundo al natural —observó Frank.

—Lee puede cantar en francés —proseguí yo, ignorando la pérfida observación—. Tiene una voz maravillosa.

—Yo también —intervino John—. Yo también sé cantar.

—No, tú no sabes cantar —dije con firmeza—. Conociéndote como te conozco desde hace treinta años, y habiéndote oído hacer eso que tú llamas cantar en montones de sitios de todo el mundo, puedo decir sin temor a equivocarme que no sabes cantar. No tienes oído y nunca te acuerdas de las letras.

—¿Ah sí? —preguntó Graham, muy interesado—. A mí me pasa igual. ¿Y si hiciésemos un dúo?

—¡Dios nos libre! Ibais a aterrorizar a esos pobres niños. En Sierra Leona, llamaban a John «el masa que da dolor de barriga».

Pero nuestras esperanzas resultaron vanas. A las cuatro en punto, empezamos a escudriñar con impaciencia la llegada de nuestro joven público, pero no vino nadie. Después supimos que los padres habían dado tal reprimenda a sus hijos que los pobres habían tenido miedo de venir a vernos. Además, subiendo por la carretera donde estaban aparcados los coches, encontramos un letrero escrito en grandes mayúsculas de trazo inseguro clavado en un poste. Decía, en malgache: «Los vazaha son nuestros huéspedes. No hay que molestarlos. Se puede ir a verlos en pequeños grupos al atardecer». Evidentemente, el pueblo tenía el propósito de respetar nuestra intimidad, y tanto peor para nuestras veleidades artísticas.

A pesar de ello, nuestro campamento estaba muy animado, ya que se encontraba entre dos senderos que iban del pueblo al río. Uno de ellos descendía hasta donde estaba amarrada una piragua de aspecto poco fiable que transportaba a la gente con sus pertenencias y sus animales al otro lado de las aguas color chocolate. El otro serpenteaba hasta la orilla donde las mujeres del pueblo peregrinaban dos veces al día para abastecerse de agua y lavar los cacharros. Como la mayor parte del tiempo me encontraba inválido y confinado en el campamento, aquellos dos senderos, antropológicamente hablando, fueron para mí una fuente de interés y de regocijo.

Pienso, por ejemplo, en aquel joven bien plantado que vivía en alguna parte al otro lado del río. Poseía un magnífico cebú, gordo, de color avellana, un bien extraordinariamente precioso para una persona tan joven; sus antepasados sin duda debían de estar muy orgullosos de él. Dos veces al día, bañaba a su hermoso animal. Y cada vez, si se encontraba en nuestra orilla, el barquero desamarraba su piragua, remaba a toda velocidad y volvía a amarrarla a una gruesa raíz de la orilla opuesta. El cebú, con el agua hasta las paletillas, se dejaba acicalar no sin voluptuosidad por su propietario que le frotaba meticulosamente con un puñado de hierbas ásperas y a veces con una piedra plana. Vigilando que cada centímetro de piel de su tesoro quedara libre de pulgas, tábanos, sanguijuelas, caspas y demás cosas molestas para los cebúes, el joven incrédulo escuchaba de boca del barquero las últimas noticias de lo que ocurría en el campamento de aquellos vazaha completamente locos. Al día siguiente de la noche en la que habíamos probado el generador e inundado de luz el campamento, el barquero, llevado de su deseo de describir con el máximo realismo la increíble escena al escéptico boyero, se abandonó a gestos tan grandilocuentes que hicieron zozobrar la piragua y acabó chapoteando en el agua. Me alegró ver que el cebú contemplaba a su nuevo compañero de abluciones con aire benévolo.

Durante aquellas sesiones de aseo bovino, el joven boyero terminaba por quedar tan cautivado por los palpitantes relatos del barquero que olvidaba por completo su labor. Cuando bombardeaba a preguntas a su amigo, el cebú se aburría mucho. Entonces sacaba su cuerpo macizo fuera del agua y se iba a pasear a lo largo de la orilla, arrastrando su ronzal. Luego desaparecía entre los árboles, y, unos minutos más tarde, se levantaba un gran clamor: un granjero acababa de descubrir a la enorme bestia ocupada en comerse su cosecha. Entonces el boyero salía disparado como una flecha a recuperar su tesoro, intercambiaba una sarta de insultos con el granjero fuera de sí, y volvía corriendo a escuchar al fascinante contador de cuentos.

El otro sendero era utilizado por las mujeres, alegres como cotorras en sus lamba, llevando en equilibrio sobre la cabeza montañas de cacharros sucios. Cuencos de hierro colado con el esmalte descascarillado o de plástico cuyos colores llamativos se habían desteñido y cuya superficie se cubría de una especie de pelusa. Esta usura no era de extrañar, dada la técnica empleada por las mujeres, aunque era ingeniosa. Sumergían un primer cacharro en el río, le echaban un generoso puñado de arena, y luego dejaban que los pies hicieran el resto. Mientras un pie sujetaba el recipiente para impedir que se lo llevara la corriente y no dejaba de darle vueltas, el otro frotaba enérgicamente el interior. Este método tenía la ventaja de dejar las manos libres para gesticular y sostener los enormes pedazos de caña de azúcar con los que estas mujeres se deleitaban diseccionándolos con una habilidad que hasta un ayeaye les habría envidiado. Cada vez que pasaban delante nuestro, nos lanzaban tímidas miradas bajo la torre de Pisa de utensilios que llevaban en la cabeza, saludándonos con voces suaves y tiernas como arrullos de paloma. Eran exquisitas y yo lamentaba no hablar el malgache, si no habría bajado renqueando hasta la orilla del río a charlar con ellas mientras hacían girar los cacharros entre sus pulgares con un extraño ruido, como una máquina de vapor liliputiense, mucho más agradable que el zumbido de una lavadora.

Había un hombre cuyo comportamiento nos tenía a todos muy intrigados. Discutíamos a menudo sobre él, pero éramos demasiado cobardes para ir a preguntarle. Atravesaba el río a bordo de la piragua, luego caminaba a través de las dunas hacia el sendero de las mujeres. Minúsculo, flaco, siempre impecablemente vestido con unos pantalones cortos y una camisa limpia. Estaba tocado con un sombrero de paja malgache y llevaba un bastón sobre el hombro del que colgaba un saquito de rafia, que sin duda contenía su almuerzo. Cuando llegaba frente al campamento, se detenía, se quitaba el sombrero, inclinaba ligeramente la cabeza y nos saludaba farfullando un buenos días que nosotros devolvíamos. Una vez terminada esta ceremonia, volvía a ponerse el sombrero y seguía su camino hasta la casa de los animales. Pasaron algunos días hasta que entendí el sentido de su maniobra. Después de saludarnos, subía a presentar sus respetos a la casa de los animales, donde, por el momento, el único inquilino era Verity. ¿Consideraba maléfico al animal, y se creía obligado a mostrarle su devoción a fin de que no le echase el mal de ojo? Es una pregunta que nunca tendrá respuesta. El caso es que cada vez que cruzaba el río, venía a saludarnos con un quite de sombrero a nosotros y a nuestro precioso huésped.

Otro personaje se convirtió enseguida en familiar, lo llamábamos «la chica del cubo». Gordita pero graciosa, con una amplia sonrisa y una mirada provocativa, esta joven bajaba dos veces al día a buscar agua al río. Para ello, llevaba un enorme cubo de plástico amarillo. Se la oía cantar con una voz rica y pura, como un mirlo, luego aparecía con un cubo encasquetado como sombrero. Dado el tamaño del cubo, le cubría completamente la cabeza, de forma que sólo veía sus pies, lo que no le impedía bajar por el sendero sembrado de piedras y raíces con la ligereza de una gamuza. El cubo, por supuesto, le hacía de amplificador y hacía resonar su voz. A la vuelta, balanceando sobre su cabeza el cubo esta vez de pie y lleno de agua, nos dirigía una deslumbrante sonrisa, nos deseaba un buen día y seguía su camino canturreando alegremente. Nosotros esperábamos siempre con ilusión sus serenatas demasiado breves y su número de circo con el cubo.

Ahora Verity ya estaba muy domesticada y cada tarde Lee iba a darle de comer en su mano. Este método no es indispensable, pero en cambio es muy útil para saber si el animal come bien. Si se les deja comer por su cuenta, tienden a desparramar la comida por todas partes y a pisotearla, por lo que al limpiar la jaula a la mañana siguiente resulta casi imposible saber cuánto han comido. Verity adoraba sus bolitas de miel, del tamaño de una pelota de ping-pong, concentrado nutritivo de miel, huevos y pan. Después, venía su regalo: las repugnantes larvas bien gordas que masticaba con delicia. Y como los largos dientes del ayeaye crecen incesantemente, es vital que el animal tenga algo duro que roer para impedir que se transformen en colmillos. La solución es procurarles muchos troncos podridos, cocos enteros, tallos de caña de azúcar. Todas esas cosas, así como las larvas, nos las proporcionaba Marc, que había sido nuestro maestro de obras, un hombrecito rechoncho y jovial, que se había entregado en cuerpo y alma a Lee, pero insistía en llamarla «Mamá», para gran irritación de ella.

La forma en que Verity comía cada uno de estos platos era un espectáculo fascinante. Como las bolitas de miel eran de consistencia blanda, utilizaba su dedo medio como un tenedor. Hacía lo mismo con las larvas, pero empezaba separando su cabeza de un mordisco, por lo que se retorcían expulsando las entrañas e hinchándose como globos bastante repulsivos. La caña de azúcar, en cambio, la mascaba entre los nudos con sus enormes dientes y la pelaba hasta que afloraba la dulce y jugosa médula. Después de este tratamiento, las cañas de azúcar parecían extraños instrumentos medievales, una especie de clarinete bajo tal vez, o una flauta primitiva.

Con el coco (casi tan grande como él), procedía por etapas. Primero había que quitarle su grueso y brillante envoltorio verde, utilizando sus dientes como un buril. Cuando le parecía suficientemente al descubierto, rebanaba el coco como con una sierra circular, abriendo un agujero de unos seis centímetros de diámetro. Naturalmente, se trataba de cocos jóvenes, todavía llenos de «leche»; una vez más, Verity utilizaba su dedo para sacar el líquido del agujero y llevárselo a la boca con una rapidez y una destreza increíbles. En esa fase de su desarrollo, la carne del coco todavía no tiene la consistencia sólida que tiene en Europa. Es una especie de gelatina blanquecina y semitransparente, ligeramente dulce y con sabor a coco. Cuando conseguía poner a punto esta golosina, Verity se servía de su dedo multiusos —su dedo mágico— para extraer la gelatina con una rapidez pasmosa. Cuando había agotado este filón, se apresuraba a ensanchar el agujero, y su dedo volvía a ponerse en acción. En realidad, este tercer dedo no es mucho más largo que un medio normal, pero da esta sensación porque es muy delgado y huesudo.

Cuando se le daba un tronco podrido, Verity lo inspeccionaba cuidadosamente haciendo tremolar los bigotes y dirigiendo las orejas en todas direcciones para captar el imperceptible ruido de las larvas royendo las profundidades de la madera. Luego atacaba el tronco con los dientes para dejar al descubierto el túnel, introducía su dedo con la delicadeza de un cirujano manejando una sonda, pinchaba la larva con su uña y la retiraba hábilmente de su morada subterránea. Madagascar, curiosamente, no tiene pájaros carpinteros, por lo que se ha sugerido que los ayeayes desempeñan este papel en el ecosistema del bosque.

El único ruido que hacía, si inopinadamente se le molestaba, era un fuerte sorbetón. Quentin lo describía perfectamente como alguien que intenta sofocar un estornudo gigante. Una noche, Mickey le oyó llamar con un sonido parecido al de un gato en celo y, fiel cumplidor de su deber, sacó su equipo y se dirigió de puntillas a la casa de los animales para grabarlo, desafiando los asaltos de millones de mosquitos felices y hambrientos. Observando a Verity y a sus congéneres, llegué a la conclusión de que eran más bien coriáceos, de la raza de los supervivientes, gracias entre otras cosas a una inteligencia superior a la de los demás lémures que había conocido.

Nuestra instalación en el campamento fue una operación tan complicada como mudarse a una nueva casa. A los frecuentes gritos angustiados de unos y otros, cuando no se conseguía dar con el paradero de cualquier cosa, desde un destornillador a una lata de sardinas, desde una brújula a una botella de cerveza, siempre respondía la voz apacible de Graham. Dotado de un sexto sentido, como esas gentes que encuentran agua por medios que la ciencia no se explica, Graham había grabado en su memoria una especie de mapa de nuestras pertenencias que consultaba como un ordenador. Un día, sin pensarlo demasiado, me pregunté en voz alta dónde podría estar Lee. Sin levantar la vista del libro que estaba leyendo, me hizo un breve resumen de sus actividades desde que se había levantado por la mañana para terminar diciéndome que acababa de irse al pueblo, sin duda para ver si encontraba caña de azúcar. Graham era una réplica exacta de Jeeves[8], sin él habríamos estado tan desorientados como el perro de Pavlov sin la campana.

Entretanto, la caza continuaba, casi cada noche John, Quentin y Julian se iban al bosque y volvían con las manos vacías. Una noche, habían visto un ayeaye y Julian, con una rapidez y una agilidad increíbles, trepó a la copa del árbol y atrapó al animal por la cola. Como es lógico, herido en su dignidad, el ayeaye se volvió y hundió sus largos dientes puntiagudos en la mano del joven. Por suerte, éste soltó la presa antes de que se la amputara. Huelga decir que a su regreso el campamento resonó con llamadas desesperadas: «Graham, ¿dónde está el esparadrapo?»; «Graham, ¿dónde está la pomada antibiótica?». Con su voz tranquila, Graham dirigía la operación como un especialista de Harley Street.

Poco a poco, sin embargo, la vida en el campamento empezó a adquirir una rutina. Marc llegaba cada día con cocos y caña de azúcar para Verity. Los niños, con sus grandes ojos muy abiertos, venían en tímidos grupos a ofrecernos obesas larvas de escarabajos. Habíamos encontrado a dos robustas muchachas del pueblo para que nos trajeran agua, nos lavaran los platos y nos hicieran la colada. Por alguna razón, la cocina se convirtió en un trabajo de equipo. El capitán Bob reveló un talento insospechado con el arroz, que preparaba al dente con maestría. También le enviábamos a Mananara a hacer las compras, ya que habíamos descubierto que no sólo era el rey del arroz, sino que era capaz de encontrar cualquier cosa en esta ciudad «de un solo caballo» que apenas sabía lo que era un almacén. Como un prestidigitador, conseguía sacar las cosas más extrañas de las tenduchas más improbables. Se marchaba alegremente con nuestra lista y en general, para nuestra gran sorpresa, volvía con todo lo que le habíamos pedido. Frank y yo pensamos un día pérfidamente en apuntar en la lista caviar o huevos de codorniz para ver qué pasaba. Pero nunca pasamos a la acción, quizá por temor, justamente, a que nos lo trajese. En cambio, le sugerimos cambiar oficialmente de nombre y pasar a llamarse Mr. Fortnum Masón, idea que, por alguna razón ridícula, rechazó de plano.

Descubrimos que Tim, antes de consagrarse al séptimo arte, había aspirado a ser cocinero y a conquistar el mundo de la gastronomía. En un momento de distracción, confesó que su punto fuerte habían sido los postres. Enseguida llovieron de todas partes peticiones de postres exóticos. Las sugerencias iban desde el pastel de melaza hasta los profiteroles. Tim, con la habilidad del torero experimentado, esquivó aquellos ataques de gula respondiendo que, por supuesto, podía hacernos lo que quisiéramos, incluidos el mantecado y el brazo de gitano, pero ¿dónde estaban los ingredientes? Replicamos que teníamos plátanos, azúcar y leche condensada, y que si no era capaz de hacer algo con aquellos humildes ingredientes, no merecía llamarse cocinero y, en realidad, veríamos confirmadas nuestras sospechas de que nunca en su vida había puesto los pies en una cocina y que probablemente ni siquiera sabía hervir agua. Picado en su amor propio, atacó los plátanos, el azúcar y la leche condensada, y, para nuestra gran satisfacción, preparó con aquella mezcla incongruente una increíble variedad de deliciosos postres.

Por una razón o por otra (probablemente porque habíamos dejado escapar sin darnos cuenta que nos gustaba cocinar), Frank y yo fuimos los encargados de hacer el primer plato. La carne en conserva y las sardinas con arroz no recibieron las ovaciones esperadas. Las tostadas con sardinas, seguidas de carne en conserva frita fueron acogidas de forma descortés. El curry de carne en conserva y sardinas no arrancó a nadie las exclamaciones de entusiasmo que nuestros guisos solían merecer. Me resigné a compartir la opinión de Frank: estábamos ante una pandilla de brutos ignorantes, incapaces de distinguir entre una semilla de zanahoria y una crêpe suzette.

Frank me traicionó yendo clandestinamente a la ciudad y trayéndose un trozo de carne de cebú fresca. Normalmente, esta vianda tiene el encanto dietético de una suela de zapato de un soldado de Napoleón, pero en este caso Frank se mostró a la altura de sus antepasados centroeuropeos y nos sirvió un suculento goulash en el que nadaba una carne deliciosamente tierna. Decidido a no ser menos, hice una visita al mercado para ver si encontraba algo susceptible de halagar el paladar de mi equipo. Tirados en el suelo en un rincón (todo en este mercado estaba en el suelo) vi unos curiosos objetos que llamaron inmediatamente mi atención. A simple vista parecían gorros de pascua Victorianos, rosas y grises, provistos de largas cintas. Cuando digo gorros de pascua, por supuesto, soy caritativo. Aquello parecían gorros de pascua que no hubieran visto nunca el agua y el jabón, aplastados varias veces bajo una apisonadora y enterrados varios meses bajo un montón de rico y fragante abono antes de ser exhumados para llevarlos al mercado como producto comestible. Después de haber examinado atentamente aquellos extraños objetos, llegué a la conclusión de que en realidad se trataba de pulpos a los que les había pasado algo terrible, ya que no se parecían en nada al pulpo reluciente de ojos tímidos de mi infancia. Suponiendo que accidentalmente se golpeara a alguien en la cabeza con aquel extraño objeto, no sólo le provocaría una fractura de cráneo, sino posiblemente una lesión cerebral irreversible. Sin embargo, como mi curiosidad se excita fácilmente, y uno de los principios que rigen mi vida es probarlo todo por lo menos una vez, compré dos de aquellos cefalópodos momificados y me los llevé al campamento.

Se los enseñé a escondidas a Frank. Dejé que se recuperase de la impresión, y luego le pedí su opinión sobre la receta a seguir.

—Hay que resucitarlos —declaró tras madura reflexión.

—Yo no —dije tajante—. No voy a hacerle el boca a boca a un pulpo que lleva doscientos años muerto.

—No, no. Me refiero que hay que ponerlos en agua —respondió Frank—. Están deshidratados. Necesitan rehidratarse.

Así pues, los metimos en un balde de agua. Todavía tenían un aspecto más macabro. Después de dejarlos en remojo unas dos horas, comprobamos estupefactos que habían absorbido mucha agua y empezaban a parecerse a los pulpos que conocíamos y que tanto nos gustaban. Al atardecer, aparecían regordetes, viscosos y simpáticos. Una vez cortados en pedacitos, los regamos de aceite, añadimos todos los condimentos que teníamos a mano, más un puñado de picante, deliciosa y aromática pimienta malgache, y lo pusimos a cocer a fuego lento esperando que nuestros compañeros, agotados y hambrientos tras una jornada de duro trabajo, se arrojarían vorazmente sobre el plato. No pasó exactamente así, pero todo el mundo estuvo de acuerdo en decir que era comestible, aunque de consistencia un poco correosa. Les repliqué que las fibras eran buenas para la digestión y que una consistencia un poco dura era excelente para los dientes.

—Sí, te atasca los intestinos y te arranca los dientes a la vez —comentó Frank.

Cual no sería nuestra alegría cuando el capitán Bob trajo de la ciudad una caja de pollos. Pero una vez desplumados, cundió la desilusión. Esas aves malgaches, parecidas a los viejos gallos de pelea ingleses, de plumas multicolores y ojos tan feroces como los del basilisco, después de quitarles su hermoso plumaje, revelaban un pecho enflaquecido y unos muslos de bailarina anoréxica. Y ya podías prepararlos de mil maneras, no había nada que hacer: seguían duros como correas.

Uno de estos enormes y tornasolados volátiles, pavoneándose como un verdulero ambulante animado de malas intenciones, bajaba cada mañana del pueblo con un harén de gallinas parduscas. Nuestra tienda estaba plantada en pleno centro de su territorio, y esto le disgustaba enormemente. Mientras se levantaba la niebla del río y los cucúes lanzaban sus primeros trinos aterciopelados, el gran gallo de ojos dorados se presentaba insolente en la entrada de la tienda, mirándonos fijamente primero con un ojo y después con el otro, encontrándonos claramente igual de despreciables en los dos casos. Después, echaba la cabeza hacia atrás y lanzaba un quiquiriquí áspero, prolongado y muy poco armonioso. Cuando nos consideraba suficientemente intimidados, entraba bajo la lona y se ponía a escarbar entre nuestras pertenencias con sus enormes patas, convencido de que la mayor parte de nuestro equipo era comestible. Un zapato bien lanzado enseguida lo desengañaba, y se iba con aire ofendido a darle una paliza a una de sus sumisas esposas para demostrar la clase de tipo que era.

La visita del gallo y su áspero quiquiriquí me desterraban del reino de los sueños. Los cucúes proseguían su concierto matutino. Las hojas del magnífico árbol del pan que daba sombra a la tienda caían arañando la lona sobre nuestras cabezas, y se deslizaban susurrantes hasta el suelo. Cuando estaban secas, estas hojas parecían gigantescas manos deformadas por la artrosis, crujían como galletas bajo mis pasos cuando bajaba a tomar mi primera taza de té del día, preguntándome si hoy, por fin, tendríamos suerte y descubriríamos al ayeaye del dedo mágico.