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En el país del cristal y más allá

Salimos al día siguiente por la mañana temprano y, aunque parecía imposible, la carretera todavía era más abominable. La caída de enormes pedruscos nos hacía precipitarnos en los baches que justamente tratábamos de evitar. La lluvia había transformado el barro en una especie de pasta rojiza, e incrustados y ocultos bajo su superficie resbaladiza nos sorprendían súbitos grupos de piedras. Las caderas y la espalda me dolían tanto que empezaba a pensar si no habría sido mejor seguir el consejo de Lee y coger el avión hasta nuestro lugar de destino, en lugar de emprender este viaje que me estaba moliendo los huesos. No obstante, el sol brillaba, el cielo era azul y el mundo estaba bañado en vapor.

Sorprendentemente se veían pocos pájaros, pero muchos otros animales. Un par de mangostas de cola anillada, cara color chocolate y andares jactanciosos, dejaron pasar prudentemente nuestro convoy antes de cruzar la carretera lentas e indolentes, mirándonos fijamente con interés desde sus ojos dorados, manteniendo la cola en el aire, tiesa como un punto de exclamación. Algo más lejos, una boa cruzó por delante de nosotros, avanzando sinuosamente en el barro a través de lentas ondulaciones. Cuando llegó al otro lado separó a descansar, aunque seguramente se había dado cuenta de nuestra presencia, antes de trepar hasta lo alto del talud y desaparecer, con su cuerpo brillante como si acabaran de untarlo de aceite. En general, me decía a mí mismo, los mamíferos y los reptiles de Madagascar eran tan mansos que constituían fáciles blancos para un machete lanzado con puntería, o incluso para la escopeta de un pésimo tirador.

Acabábamos de pasar un pueblo, tan escondido en los repliegues de las colinas que apenas era visible, cuando alcanzamos a un grupo de campesinos que caminaban por el borde de la carretera, llevando algo. Al acercarnos, comprobamos que todos eran hombres, jóvenes y menos jóvenes, con el «trilby» de paja tan popular en Madagascar. En medio del grupo, cuatro personas llevaban una litera rudimentaria sobre la que yacía el cadáver de un anciano, cubierto a medias por una lamba. El cortejo fúnebre parecía pasarlo en grande, todos iban charlando, fumando cigarrillos y diciéndonos adiós al pasar, mientras el cuerpo del anciano saltaba y brincaba sobre la litera como si estuviera vivo.

Los malgaches por regla general tienen una actitud sana y festiva ante la muerte. Numerosas tribus malgaches tienen la costumbre de exhumar de sus tumbas los huesos de sus antepasados, agasajarlos —por decirlo así— con una gran fiesta y volver a enterrarlos con toda solemnidad. Se cuenta (pero yo no lo he visto) que en Madagascar algunos taxis llevan letreros que dicen:

«Carrera en la ciudad, 7.000 francos.

Bodas, funerales, exhumaciones, precio a convenir».

Este segundo entierro se llama famadihana y a veces se hace cuando el cadáver realiza un largo viaje para incorporarse a la tumba familiar, lo que por otra parte permite llevar a cabo una limpieza a fondo, aprovechando, por ejemplo, para lavar los esqueletos de los antepasados y envolverlos en un nuevo sudario de seda. El ritual también puede tener lugar con motivo de la «apertura» de una nueva tumba, cuando se trasladan a ella los restos de los que están enterrados en tumbas provisionales. Una famadihana va acompañada de grandes festejos, se toca música, se canta y se baila (se baila incluso con los esqueletos de los antepasados). Se dice que en una ocasión una de las canciones elegidas fue Haz rodar el tonel. El cadáver puede llevarse en brazos o en una litera, y sus descendientes le hablan, y hasta pueden darle un pequeño «paseo» para mostrarle las novedades de la casa, el pueblo o la ciudad. Es en cualquier caso una ceremonia alegre, todo lo contrario de nuestros lacrimosos oficios de difuntos.

Estaba oscureciendo cuando, para nuestro profundo alivio, llegamos a Mananara, una aglomeración de casas decrépitas, la clase de lugar que debió de inspirar la expresión «one-horse town»[7] (salvo que en este caso creo que ni siquiera había un caballo). La atravesaban tres carreteras, que parecían más accidentales que planeadas y con tantos agujeros como un queso de gruyère. El ganado por otra parte daba la impresión de creer que aquella zona caliente y llena de baches le estaba reservada. Algunos cebúes tumbados en medio de la calzada rumiaban estoicamente, ignorando el tráfico. Dos enormes gallos con muslos de luchador estaban enzarzados en una divertida pelea, atacándose con sus largos y afilados espolones amarillos. Su plumaje color bronce, dorado y amarillo brillaba al sol mientras combatían. En un bache, una gallina cacareaba entre sus cinco polluelos buscando algo comestible inexistente; en otro, cuatro patos tomaban un baño de polvo sin dejar de graznar; en otro, una perra tan flaca que daba miedo se había echado de lado mientras tres robustos cachorros empujaban enérgicamente con sus cabezas, tratando de obtener un poco de líquido de sus exhaustas mamas.

Los habitantes del lugar trataban las carreteras de forma igualmente desenvuelta, cruzando con cestas en la cabeza sin mirar a derecha ni a izquierda, parándose a hablar en medio de lo que, después de todo, era la vía principal. Cuando tocábamos el claxon, a veces nos ignoraban, o miraban distraídamente a su alrededor y se hacían a un lado como a regañadientes para dejarnos paso.

Como es obligado en una «ciudad que sólo tiene un caballo», el hotely se parecía vagamente a un saloon del salvaje oeste. Una construcción de madera rodeada de una larga veranda. Dentro había un gran bar y un comedor, ya que la cocina se encontraba detrás. Un poco más abajo, en el jardín trasero, se llegaba a un grupito de minúsculos chalets. Las camas, de madera, no sabían lo que era un colchón de muelles. El cuarto de baño, un poco más grande que el ataúd de un hidrópico, estaba equipado con cubos de agua que, una vez terminadas las abluciones, se vaciaban tirando el agua sucia entre las ranuras de las tablas del suelo. Este lugar tan saludable estaba iluminado por una bombilla del tamaño de una castaña, colgando del extremo de un cable deshilachado. Como los malgaches suelen ser bajitos, la bombilla no podía estar mejor colocada para metérseme en un ojo cada vez que entraba o salía del baño. Después de haberme lavado el pelo, el cable adquirió vida propia y fue a enroscarse cariñosamente en mi cabeza mojada de forma calculada para electrocutarme al instante, si el voltaje que le proporcionaba el generador hubiese sido un poco más alto. Las pequeñas casitas se comunicaban entre sí por estrechos senderos construidos con conchas marinas que crujían agradablemente bajo los pies, despertando a todo el hotely cuando volvíamos tarde.

El propietario de este hotely era un malgache delgado pero de aspecto curiosamente pugilístico, que en una encarnación anterior podía haber sido un feroz pirata mongol. Pero el hotely estaba regentado por su mujer, una señora china muy alta, esbelta, suntuosamente hermosa, de ojos tan negros e impenetrables como aceitunas y tez transparente, color crema. Siempre muy bien vestida, dirigía el enjambre de sus jóvenes empleadas con mano férrea. El bar, aparentemente abierto las veinticuatro horas del día, contenía un gran surtido de bebidas, desde cerveza a ron del país, que haría arder la sangre al más femenino de los modelos de Rubens. Bajo la mirada de halcón de Madame, nos servían sin problemas comidas tan sabrosas como copiosas a cualquier hora del día y de la noche, lo que era perfecto para nuestras costumbres un poco bohemias.

Nuestro hotely era el centro del comercio del cristal y además me ayudó a desvelar un misterio. Madagascar y Brasil son los mayores productores de cristal, el primero con una ligera ventaja sobre el Nuevo Mundo. En mi ignorancia, pensaba que en algún lugar de la isla había minas de cristal donde musculosos mineros armados de picos extraían las piedras preciosas de las entrañas de la tierra, algo así como los siete enanitos de Blanca Nieves. Nada podía estar más lejos de la verdad. Los cristales, burdamente disfrazados de piedras, cubren el suelo del bosque y los campesinos emprendedores van a recogerlos para vendérselos a los exportadores locales, entre los que se contaba el propietario del hotely.

Este descubrimiento lo hice por la mañana temprano, al oír un ruido curioso. Parecido al grito monótono del barbudo africano, sonaba como si alguien batiese el estaño sobre un minúsculo yunque, produciendo un tintineo y un campanilleo muy agradables, como un pantano lleno de ranas cantando a coro. Guiándome por el oído, caí sobre un grupo de muchachas sentadas a la sombra de un toldo de esteras, cada una pertrechada de un pequeño martillo, con el que golpeaban grandes cristales reduciéndolos a pedazos del tamaño de un anacardo o poco más. Primero separaban un trozo grande, luego le quitaban todas las impurezas. Cuando el cristal brillaba, como un cubito de hielo blanco y gris, lo arrojaban sobre una montaña que iba creciendo a ojos vista. Se embalaban y luego se enviaban a Europa, donde se utilizaban, entre otras cosas, para fabricar láser.

Mi descubrimiento tuvo la virtud de animar a Frank, pues resultó que coleccionaba cristales, y haber llegado inesperadamente a su fuente le había emocionado. Tras un largo tira y afloja con el propietario del hotely (no olvidéis que era también negociante), Frank compró un cristal oscuro casi del tamaño de un ladrillo y algo más grueso. Un cristal negro, que así es como se llama esta piedra, equivocadamente, porque era más bien de color gris humo, como un gato persa. Un poco después, volví con un gran cristal que personalmente encontraba mucho más bonito. De un delicado tono malva rosado, como un vino tinto aguado, era precioso, aunque no estaba pulido, como un enorme pétalo de rosa ajada.

Seguíamos en el hotely bastante frustrados, y ello por varias razones. En primer lugar, no sabíamos cuál era la mejor zona para instalar nuestro campamento. Una vez tomada esta decisión, habría que ceñirse a ella, ya que allí se dirigirían todas nuestras capturas, después de habernos repartido los territorios de caza. En segundo lugar, era imposible saber exactamente qué lugares podíamos explorar sin consultar al profesor Roland Albignac, asesor de la Reserva del Hombre y de la Biosfera, que debía reunirse con nosotros por el camino y cuya presencia empezaba a ser una necesidad urgente.

El concepto global de la reserva es fascinante y muy importante para un país como Madagascar, donde queda tan poco bosque. Se empieza por elegir un vasto territorio que se divide en círculos concéntricos, como una diana. El centro corresponde a una zona de bosque intacta y que debe seguir inviolada. Ni siquiera los científicos están autorizados a entrar, a menos que sea por excelentes razones, y, evidentemente, no se puede cazar ni abatir árboles. El círculo siguiente también es bosque virgen, pero puede ser explotado dentro de unos límites bien definidos. Se recurre a métodos suaves y razonables, al servicio del hombre y respetuosos con las otras formas de vida que pululan en el bosque. Y para que la gente pueda vivir, la tercera y última zona está dedicada a la agricultura, pero sin agredir el suelo. Este sistema inteligente, si funciona, va a ayudar mucho a Madagascar. Por eso nos era indispensable conocer dónde empezaban o acababan esas diferentes zonas para saber dónde podíamos empezar la caza del huidizo ayeaye. Para nosotros era vital dar con Albignac.

Yo me encontraba en una situación personal irritante, mis caderas habían decidido castigarme por el viaje en coche. Renqueaba de tal forma, que parecía un octogenario en una carrera de sacos. Mi impotencia se me apareció en todo su esplendor cuando me encontraba en el servicio del hotely. Después de arrastrarme por el sendero de conchas como una tortuga sonámbula saliendo de mala gana de una hibernación, me había encerrado en la caseta de plancha ondulada que contenía por todo mobiliario dos «huellas de pies» de cemento y un agujero tan grande, que bien podría haber sido un intento abortado del Canal de la Mancha. El inconveniente de este sistema, al menos bajo mi punto de vista, era que una vez agachado, no había nada en qué apoyarse para volver a levantarse. Después de este primer intento fallido, por suerte Lee se encontraba cerca y vino a rescatarme, estábamos condenados a ir al servicio en pareja, para que Lee pudiera sacarme de allí. No sé qué pensarían los demás habitantes del hotely de nuestras escapadas, ya que era un lugar poco apropiado para un interludio romántico.

Expuse mi problema a Quentin, que en aquel momento estaba aterrorizando a un carpintero local para que le hiciera unas jaulas que, esperábamos, albergarían muy pronto a los ayeayes.

—¿Tu carpintero trabaja bien? —pregunté a mi compañero.

—Sí, muy bien, siempre que estés todo el tiempo encima de él —respondió Quentin.

—¿No deja las puntas de los clavos al aire? Sé por experiencia que los carpinteros suelen tener esta mala costumbre.

—No, es muy cuidadoso. ¿Por qué?

—Cuando acabe con las jaulas quiero que me haga lo que, en mi juventud, llamábamos una «caja de truenos» —expliqué.

—¡Una caja de truenos! ¿Qué es eso? —preguntó Quentin, desconcertado por mi petición.

—Una caja sin fondo con un agujero arriba. Se coloca sobre un agujero en el suelo, y ¡voilà! Tienes tu caja de truenos. Es cómoda para sentarse y no ofende a la vista. La que hice construir en Paraguay era de palo de rosa, pero supongo que aquí no se pueden pedir estos refinamientos.

—Te lo hará en un momento —me aseguró Quentin—. Pero por qué se les llama… Ah, claro, ya veo…

—Me alegro, dije yo secamente. No tenía ningunas ganas de entrar en detalles etimológicos a propósito del mueble.

A su debido tiempo, Quentin me trajo la caja que le había pedido. Se veía sólida, bien construida, y la bauticé la «caja Bloxam» inmediatamente. Gracias a ella, mi comunicación con la naturaleza era mucho más llevadera.

Mientras nos dirigíamos a Mananara, como es natural, nos habíamos parado en cada pueblo donde quedaba un poco de bosque, para preguntar si había ayeayes. Los resultados de la encuesta habían sido descorazonadores. Por regla general, los lugareños interrogados no los habían visto nunca. Incluso el más viejo, que debía de tener ochenta años, negó con vehemencia la presencia de un animal tan feroz en su vecindario. En un pueblo, alguien nos confesó que un ayeaye había atacado su huerto hacía diez años, y dijo que lo habían matado inmediatamente. En fin, no parecía existir la plétora esperada de ayeayes y nuestra moral estaba baja.

Para aprovechar los días de espera (Roland Albignac seguía sin aparecer), decidimos explorar la región y buscar un posible lugar para establecer el campamento sin dejar de preguntar a los lugareños si habían visto al animal. John, optimista, cogió uno de los Toyota y salió hacia el norte, mientras Quentin iría a investigar los alrededores de Mananara. Salimos relativamente esperanzados, ya que muchos de los animales del dedo mágico habían sido capturados aquí varios años antes por el zoo de Vincennes de París y la Duke University de Estados Unidos, para iniciar sus programas de reproducción en cautividad, que hasta el momento no habían dado resultado. El más joven de los animales capturados, llamado curiosamente Humphrey, había sido el primer ayeaye de mi vida, y de hecho el que había motivado esta expedición.

Habíamos incorporado a nuestro equipo un miembro suplementario en la persona de Julian, un mozalbete un poco simplón, que alardeaba de ser el cazador de ayeayes par excellence, al haber capturado algunos ejemplares para diferentes zoológicos. Tenía el valor de trepar a los árboles y cogerlos con la mano: una hazaña considerable teniendo en cuenta el tamaño de los dientes del ayeaye capaces de rebanar un coco (cáscara y corteza) de dos o tres mordiscos. Huelga decir que Julian exhibía en manos y brazos impresionantes cicatrices para mostrar el vigor de la mandíbula del animal. Se decidió que acompañaría a Quentin en las exploraciones nocturnas del bosque cerca de Mananara. Yo me quedé en el hotely, cada vez más irritado por mis achaques que me impedían participar en estas cacerías nocturnas, como habría querido, mientras Lee exploraba los alrededores de la ciudad.

Durante una de estas salidas, Lee había descubierto un río en las afueras de la ciudad, cruzado por un robusto puente de hierro. Ya partir de aquel puente, empezaba una carretera asfaltada y en perfecto estado. La carretera avanzaba a lo largo de unos cincuenta kilómetros hasta detenerse, incomprensiblemente, en un pequeño pueblo llamado Sandrakatsy. Una breve encuesta nos informó sobre la razón de este trozo de carretera construido en medio del desierto, que nada en apariencia parecía justificar. La esposa de un antiguo presidente había nacido en Sandrakatsy, y todos sus antepasados habían sido enterrados allí. Si quería visitar las tumbas de sus antepasados (como todo buen malgache), tenía que hacer un viaje atroz. Su esposo (como todo buen esposo) se mostró comprensivo e hizo asfaltar la carretera. Naturalmente, su mujer estuvo encantada, así como los campesinos que vivían a lo largo de aquel trayecto, ya que ahora podían ir mucho más fácilmente al mercado a vender sus productos. Explorando esta carretera, Lee había encontrado un pueblo, a orillas del río Mananara, con grandes bancos de arena, un lugar ideal para acampar. Pero no podíamos tomar ninguna decisión antes de hablar con Roland.

Mientras tanto, John había regresado de su viaje de exploración diciendo haber encontrado una zona del bosque donde, según los lugareños, había ayeayes y se podía acampar fácilmente. Lo malo era que la carretera que llevaba hasta allí era espantosa y el estado de los puentes, digno de un servicio de gerontología. Si alguno de aquellos puentes se hundía, todos nosotros (más los ayeayes eventualmente capturados) nos quedaríamos bloqueados, ya que la única vía de acceso era la carretera. En fin, todo lo que podíamos hacer, una vez más, era esperar a Roland.

Quentin había vuelto de varias exploraciones nocturnas en compañía de Julian sin haber visto nada. Luego, una mañana, mientras me encontraba desayunando en la veranda, llegó Quentin con paso vacilante.

—No te lo vas a creer —dijo jadeante, dejándose caer en una silla.

—¿Qué es lo que no me voy a creer? —dije.

—Ayeayes, ayeayes por todas partes. Saltando entre los árboles, corriendo en todas direcciones. Era lo más… bueno, no sé cómo explicarlo. Era lo más fantástico… bueno, era… increíble. Sabes… ayeayes por todas partes.

—Vamos, vamos, respira hondo y habla despacio, utilizando tu diafragma —le aconsejé sirviéndole una taza de café.

Quentin se bebió de un trago el brebaje estimulante, luego nos contó su historia.

Hacia las siete y media de la tarde, él y Julian se habían adentrado en una zona virgen del bosque, cuando, de repente, se vieron rodeados por ayeayes. Habían visto ocho o diez con sus propios ojos. Según Quentin, era una reunión nupcial. Es sabido que las hembras atraen a varios machos a la vez cuando están en celo. Quentin dijo que se oía mucho ruido, como si los machos se pelearan, mientras las hembras los excitaban. El grito de los machos era un prolongado «ahahah», parecido al de los lémures de cola anillada, mientras que las hembras emitían unos «ijiji» agudos. También se oían sonidos agresivos, gruñidos y silbidos, quizá de los machos que efectivamente se peleaban entre sí. Los había visto subir y bajar de las lianas como ardillas, lamer la base de las flores recién abiertas del ravenala, sin duda para chupar su néctar, y masticar las cortezas que arrancaban de los árboles. Luego las escupían, seguramente contenían larvas o sabrosos insectos. Quentin también dijo que se movían con gran destreza y habilidad entre los árboles: bajaban con la cabeza por delante, trepaban al revés y comían colgados de las patas traseras.

Evidentemente, era una noticia formidable. Significaba que no nos habíamos equivocado de lugar y que habíamos localizado una bolsa de aquellas tímidas criaturas. Ahora, bastaba capturarlas, cosa más fácil de decir que de hacer. Mientras tanto, teníamos que esparcir la noticia por la región, ya que dos días antes nos habíamos enterado de algo preocupante sobre un pueblo vecino.

Cuando se tiene cierta experiencia en la captura de animales, se sabe que pueden ocurrir las cosas más inesperadas. Se hace un largo e incómodo viaje en busca de algún animal, y cuando finalmente llegas a tu destino, todo el mundo te dice:

—Ya no hay, que lástima, tendría que haber venido la semana pasada, yo vi veinte y mi amigo Charlie… Charlie, ¿cuántos viste tú? Cuarenta. Pero ahora ya no es la temporada. Debería haber venido la semana pasada…

Después de unas cuantas semanas con este tipo de cosas, un hombre que no tenga una moral de acero puede acabar encerrado en una celda acolchada. Lo que nos pasó fue todavía peor. En uno de los pueblos nos habían dicho que habían visto un nido de ayeayes y fuimos a verlo. Cuando llegamos allí nos encontramos con un nido de ratones, pero nuestros informadores eran categóricos, había ayeayes en la zona, declararon orgullosamente, ya que habían cazado uno hacía diez días. ¿Qué habían hecho con él? A esta pregunta respondieron que lo habían matado porque se comía sus cocos. ¿No sabían que era un animal protegido?, preguntamos. Se miraron unos a otros con aire incómodo. Sí, algo de eso habían oído, pero no se lo habían creído, porque en un pueblo vecino habían cogido un ayeaye para matarlo y comérselo. Sentimos que se nos encogía el corazón, no hacía mucho tiempo el ayeaye era fady, y aunque lo mataran no se lo comían. Si se había convertido en un manjar gastronómico, el ayeaye no tardaría en desaparecer de esta zona. Más tarde se confirmó que los dos pueblos en cuestión se encontraban en el interior de la Reserva de la Biosfera, lo que no nos animó demasiado.

Aquel día era el cumpleaños de Madame y, al atardecer, dio una pequeña fiesta para todos nosotros. Nos pusimos camisas y pantalones cortos limpios, y yo le dibujé una tarjeta de felicitación con un ayeaye, cosa que lamenté poco después, diciéndome que tal vez compartía las creencias locales sobre los poderes maléficos de este animal. Pero ella pareció contenta. Se había vestido de forma exquisita, y llevaba el pelo negro como ala de cuervo, muy bien peinado. A decir verdad, era una de esas mujeres chic en todo momento, desprendía elegancia como otras podían oler bien.

La comida fue magnífica, regada, milagrosamente, con champagne. Comer tan bien, paladear un vino tan bueno en un lugar parecido, era una experiencia curiosa. Al final de la velada, Madame anunció que al día siguiente nos llevaría de picnic a una isla en medio de un río. Fue allí, donde el infatigable Roland había soltado uno de los ayeayes que había cazado, y ella creía que teníamos alguna posibilidad de verlo. Como no podíamos hacer nada hasta que apareciese el errático Roland, la idea de un picnic en el río nos gustó a todos, sobre todo si se añadía la esperanza de ver un ayeaye.

Al día siguiente por la mañana, Madame salió antes que nosotros en una pequeña camioneta llena hasta los topes de vituallas. Llevaba también a la casi totalidad de su personal. Nosotros la seguimos una hora después. Frente a la isla, el río, más bien estrecho y de color café, se deslizaba perezosamente entre las riberas. Lo cruzamos a bordo de una gran piragua de aspecto matriarcal y poco marinero. Cuando llegamos a la isla, resultó ser una extensión de unas quince hectáreas invadidas por juncos y papiros y un batiburrillo botánico de cafetos, claveros, cocoteros y plátanos; también era el reino de los cerdos y las gallinas.

Bajo uno de los cocoteros había algunas cabañas minúsculas. Los malgaches, como es sabido, son bajitos y hacen sus casas a su medida, por lo que sus construcciones parecen casitas de muñecas. Cerca de las casitas, había algunas de esas cómodas sillas malgaches parecidas a sillitas «de tonel», sólo que hechas con juncos. Son de lo más hospitalario, te reciben con un blando abrazo, pero una vez aposentado el trasero, ojo con los movimientos bruscos. Era un poco como estar metido en una barquilla de cuero monoplaza (me ocurrió una vez) donde al menor cambio de posición, al menor gesto grandilocuente mal calculado, te veías proyectado de lado, o peor aún, hacia atrás, con el asiento pegado al cuerpo como una lapa. Sin embargo, siempre y cuando permanecieras quieto y levantaras tu tenedor y tu vaso con suma precaución hacia tu boca, pasabas un momento delicioso.

Cuando todo el mundo estuvo instalado, Madame impartió sus órdenes, como una Cleopatra asiática, y empezó la fiesta. Hubo pollo con una salsa espesa de tomate, pescado asado y acompañado de verduras, y luego la pièce de résistence, enormes fuentes de manitas de cerdo, gelatinosas y suculentas. Apenas habíamos acabado de dar cuenta de este suntuoso desfile de manjares, cuando vimos aparecer desde la orilla, con aire despreocupado y bonachón, al hombre invisible, a Roland en persona, con sus grandes ojos azules brillantes, la cara y parte de la cabeza calva del color de una semilla secada al sol, los pantalones cortos y la camisa inmaculados.

Allo, Gerrie! —exclamó alegremente—. Ya estoy aquí, como ves. ¿Qué tal van las cosas?

Después de haber estrechado todas las manos y besado a todo el mundo en las dos mejillas, se sentó en una de aquellas sillas peligrosas y alguien le tendió un vaso.

—¿Dónde diablos te habías metido? —pregunté mientras él me sonreía—. Por los rumores que he oído, tanto podías estar en Nosy Be como en Fort Dauphin.

—Estaba en todas partes a la vez —respondió—. Desde que soy asesor de las Reservas de la Biosfera, estoy aquí, estoy allá, estoy en todos sitios a la vez. Es horrible. Estoy agotado.

Rezumando salud y bienestar por todos sus poros, se sirvió otra copa.

—Bueno, siguió diciendo. ¿Qué tal os ha ido a vosotros?

—Hasta ahora, no demasiado mal —respondí—. Encontramos los lémures en el lago Alaotra, y en Morandava las tortugas y los ratones saltadores. Todos están a salvo en Tsimbazaza. Sólo nos faltan los malditos ayeayes.

Pas de problème —dijo Roland sorbiendo su vino.

Mi corazón se reanimó al oír aquella frase, la frase favorita de Roland. En un viaje anterior, cuando habíamos requerido su ayuda, «pas de problème» era su respuesta a los problemas que parecían más insolubles y que él siempre resolvía. Usaba aquella frase con tanta frecuencia, que le habíamos puesto el apodo de «Professeur Pas de Problème» y con este nombre le dediqué el libro que escribí a la vuelta de aquel viaje. Su vibrante personalidad te hacía sentir que, por grandes que fueran las dificultades, Roland las apartaría con un gesto de la mano acompañado del sempiterno «pas de problème».

—Nuestro principal problema es encontrar un lugar para establecer nuestro campamento base —le dije.

—Aquí —dijo Roland, lacónico.

—¿En esta isla? —pregunté, atónito.

—No, no —respondió Roland con impaciencia—. Quiero decir aquí, en Mananara. Podríais operar en la periferia de la Reserva de la Biosfera. Si no encontráis nada, prometo conseguiros una autorización para cazar en la reserva. Sé que hay ayeayes y que la gente los mata, aunque saben de sobras que está prohibido.

—Y se los comen —añadí con tono lúgubre.

—¿Se los comen? —dijo Roland, escandalizado—. Mal asunto. Una cosa es matarlos si atacan los cocos y otra es cazarlos para comérselos, es terrible.

—Habíamos pensado instalar las tiendas en uno de los pueblos al borde de la carretera asfaltada, dije. Al menos podremos ir a hacer las compras a la ciudad.

—Muy bien —dijo Roland—. Excelente idea.

—El problema es que el equipo de televisión no tiene mucho tiempo —añadí—. Tenemos que encontrar un ayeaye para filmarlo antes de que se vayan.

Pas de problème —dijo Roland—. Ya te he encontrado uno.

—¿Que has qué? —grité sobresaltándome imprudentemente.

La silla se fue hacia atrás, y yo con ella, y allí me quedé con las piernas al aire.

—Gerrie, tienes que tener más cuidado con tus caderas —me amonestó Roland ayudándome a levantar.

—¿Tienes de verdad un ayeaye? —pregunté, tan excitado que ignoré las protestas de mis caderas.

—Sí, sí, tengo uno. Puedes llevártelo para la película. Después me lo devuelves para que lo suelte aquí, en esta isla, con el otro.

Anuncié la buena noticia al equipo. Se mostraron encantados, pues viniendo de tan lejos y con un gasto considerable, no haber conseguido filmar un ayeaye habría significado perder mucho dinero, sin hablar de nuestra propia decepción por no tener ni un metro de película sobre la criatura más rara y extraña del planeta.

—Vamos —dije—. Regresemos. Estoy ansioso por verlo.

—No es nada dócil —me previno Roland—. No tiene la tranquilidad natural de Humphrey.

—Por mí como si es antropófago —dije—. Lo importante es que podamos filmarlo.

—No estoy asegurado contra los ayeayes antropófagos —dijo pensativamente Frank.

—No tiene importancia —observé—. Él tampoco está asegurado contra ti.

—No me quiero hacer el difícil —continuó Frank—. Pero le he prometido a mi nueva mujer que volvería hecho un tigre, no un pobre inválido.

—Tigre o inválido, nos da lo mismo, siempre que tengamos nuestro metraje —intervino Bob Evans, el productor, a quien, por alguna razón misteriosa, Frank había bautizado como «capitán Bob», un apelativo que hacía juego con su carácter alegre y simpático.

—Bueno, dejemos de chismorrear sobre la vida sexual de Frank, y volvamos a la ciudad a ver a nuestro animal —protesté.

—Es grande —dijo Roland.

—Perfecto —dije yo—. Así, al cámara no se le podrá escapar.

Tim me miró con aire mortificado.

—Y dicen que las mujeres son unas malas lenguas —suspiró Lee. Por el amor del cielo, vámonos.

Así que nos metimos en la piragua y nos fuimos.