5
Empieza la caza

Nuestra búsqueda del animal del dedo mágico se inició con una discusión donde, desgraciadamente, yo tuve la última palabra. Estábamos sentados en el bar del hotel Colbert, esperando al equipo de la Jersey Channel Televisión que debía filmarnos, mirando mapas y hablando sobre el itinerario a seguir, ya que nuestro destino se encontraba a unos seiscientos kilómetros de Antananarivo. Primero había que ir directamente hacia el este, en la dirección de Tamatave, en la costa. Sabíamos que la carretera estaba bien porque Tamatave era un puerto importante y los malgaches necesitaban tenerla en buenas condiciones. A partir de ahí, empezaban nuestros problemas, teníamos que desviaros hacia el norte por una carretera llena de baches, cruzada por numerosos ríos que sólo se podían atravesar alquilando imprevisibles transbordadores. Como la carretera bordeaba el mar, no sólo había que tener en cuenta las corrientes caprichosas de los ríos, sino las mareas. El viaje en todo caso prometía ser interesante.

—Deberías ser sensato y tomar el avión —dijo Lee—. Podrían recogerte en Mananara y llevarte donde John y Quentin hayan decidido instalar el campamento. Un viaje tan largo en coche destrozará tus caderas.

Mis caderas, esas valientes compañeras durante sesenta y tantos años, recientemente me habían jugado una mala pasada, atacándome con un golpe bajo llamado artritis, por lo que hubo que amputarlas, desalojarlas y sustituirlas por acero y plástico. Las radiografías de mis caderas después de la intervención podían confundirse perfectamente con las marañas de alambre de espino de la primera guerra mundial. Se habían portado cobardemente durante el rodaje de la serie televisiva sobre Rusia y se hundieron definitivamente en la tundra, a sólo mil cuatrocientos cuarenta kilómetros del Polo Norte. El realizador había descubierto un pequeño campo de flores silvestres a unos quinientos metros del campamento, y quería que yo hablase ante la cámara sentado sobre aquella bonita y colorida alfombra. Como la tundra no es más que hielo macizo cubierto de musgo y matorrales enanos, resulta tan resbaladiza como una pista de patinaje. Le dije al realizador que estaba demasiado dolorido para recorrer a pie aquella distancia. Él se alejó, contrariado, y hubo una larga deliberación con los rusos. Entonces hicieron despegar al helicóptero que nos había trasladado a aquel rincón olvidado del mundo y me llevaron al campo en cuestión, apenas quinientos metros más allá. Fui extraído delicadamente del helicóptero y depositado en medio de las flores para hacer mi numerito, luego con la misma delicadeza fui devuelto al campamento. Es la única vez en mi vida que me he sentido como Elizabeth Taylor.

Con mis nuevas caderas podía andar sin ver las estrellas, siempre que no las sometiera a excesivos esfuerzos, pues de lo contrario protestaban enérgicamente. Eran un recordatorio perenne e irritante de que no rejuvenecía, con independencia de cómo me sintiera por dentro.

—Mira —le dije a Lee—, todo el mundo nos ha dicho que esta carretera está bien. Después de todo, sigue la costa y es plana, ¡por amor del cielo!

—Todo el mundo dice que es horrible —dijo Lee, obstinada—, estoy segura de que tus caderas no lo soportarán.

John y Quentin, los muy cobardes, parecían fascinados por lo que pasaba en el fondo de sus vasos vacíos y esperaban no tener que intervenir en la disputa.

—¿Qué opinas tú, John? —preguntó Lee.

John hizo una profunda inspiración y soltó una de aquellas magistrales y ambiguas parrafadas que le habrían hecho ganar un escaño en la Cámara de los comunes, de haberse dedicado a la política.

—Bueno, hay quien dice que la carretera es buena, otros dicen que es mala. No veo cómo podemos estar seguros si no es haciendo el viaje. Por otro lado, si Gerry quiere coger el avión, será más cómodo, pero si quiere correr el riesgo de ir por carretera, pues… pues, creo que la decisión sólo la puede tomar él —añadió sin convicción.

Lee le lanzó una de esas miradas que fríen huevos.

—Pues bien, asunto concluido. Os invito a otra ronda —dije yo alegremente.

—Te arrepentirás —dijo ella y, para mi desgracia, tenía razón.

Al día siguiente llegó el equipo de televisión y vivimos unas horas de caos, mientras arrancábamos sus extravagantes y variopintos equipajes de las manos ávidas de los aduaneros, para llevarlos al hotely y amontonarlos en una habitación contigua a la nuestra. Algo más tarde, cuando cada elemento de su material fue sometido a un minucioso examen a fin de comprobar que no se había roto nada durante el vuelo de Jersey, bajamos todos al bar para recuperarnos de las emociones y empezar a hacer planes. Por supuesto, teníamos mil cosas que hacer: visitar los ministerios, hacer las compras de última hora en el zoma, tomar las últimas copas con los amigos cuyas historias sobre las carreteras (la nuestra en particular) adquirían un tinte cada vez más siniestro a medida que aumentaba la ingestión de alcohol.

Los miembros del equipo eran prácticamente todos viejos conocidos, venían a menudo al zoo a filmar un nacimiento o la llegada de un nuevo huésped y habían hecho una excelente serie de documentales sobre nuestro trabajo. Estaba allí Bob Evans, el productor, bajito, impecablemente vestido, de chispeantes ojos castaños, vivaracho como un petirrojo en primavera. El cámara, Tim Ringsdore, tenía el pelo rizado, una figura esbelta y un elegante bigote muy cuidado posado sobre el labio superior como una polilla de una especie rara. Si hubiera llevado un sombrero de paja, un blazer a rayas y un pantalón de franela blanca con pliegue muy marcado, podría haber sido vino de aquellos señoritos de la época eduardiana que llevaban en barca a su enamorada por las aguas del Támesis y, en un rincón discreto y sombreado, le cantaban una serenata con el ukelele.

El encargado del sonido, Mickey Tostevin, era tan corpulento que a su lado Quentin parecía salido de un sanatorio de tuberculosos. Su pelo color zanahoria crecía en diecisiete direcciones diferentes, y sólo los mostachos le habrían asegurado el éxito en los viejos tiempos del music-hall. Graham Tidy era una especie de chico para todo, tenía fama de saber reparar todo lo que se rompiera y encontrar cualquier cosa en cualquier momento. Parecía más joven de lo que era, con su cara redonda de querubín y su sonrisa tímida, como uno de aquellos alumnos modélicos y prometedores, el que se lleva el primer premio a final de curso, generalmente un volumen de Himnos Antiguos y Modernos encuadernado en piel.

El realizador, Frank Cvitanovitch, me recordaba, por algún oscuro motivo, a un buey almizclero, ese animal robusto y flemático que raramente profiere un sonido. No quiero decir con eso que Frank fuese taciturno, pero no era amigo de hablar por hablar, como nosotros, de manera que su conversación se reducía a gruñidos interrogativos, suspiros episódicos y ocasionales «O.K.». Pero cuando por casualidad se decidía a hablar, me divertía enormemente con las anécdotas de sus primeros años en Hollywood, cuando dirigía a Gene Autry, el cantante de western. Cuando le pregunté cómo era Autry, Frank se lo pensó durante un minuto más o menos y después lo describió con pocas y certeras palabras, que me aclararon perfectamente que no había disfrutado en absoluto con el rodaje. Frank era un hombre robusto, con una incipiente calvicie que había dejado sobre su frente un pequeño caracol, como una ola al retirarse deja una concha sobre la arena de la playa. Sus ojos meditabundos tenían el mismo tono de azul (si puedo permitirme la comparación) que la arañuela de los campos en el momento de su máximo esplendor. Le habían puesto tres by-pass, fumaba como una chimenea y acababa de casarse por quinta vez. Estábamos pues ante un hombre que tenía agallas, voluntad y fuerza de carácter, en fin, un hombre de cuyo pecho brotaba una eterna esperanza.

El material de la expedición —ya no hablemos de nuestro equipaje personal— había adquirido proporciones tan monumentales que no tuvimos más remedio que alquilar dos vehículos suplementarios con chofer. El mayor, Bruno, podría haber sido vendedor ambulante en Pitticoat Lane[6] y trilero en sus ratos libres. Con sus pantalones cortos abigarrados y su viejo sombrero calado sobre sus ojos brillantes de urraca, parecía el manitas que era. Su adjunto, Tiana, era un chico guapo y amable que daba la impresión de haber venido al mundo únicamente para facilitarte la vida y convertir tus deseos en órdenes. Los dos estuvieron encantados de vernos decorar sus vehículos, para uniformarlos con nuestros Toyota, con el emblema de la Fundación, un dronte blanco sobre fondo escarlata.

—Ya tenemos cuatro 4 × 4 de patos desplumados —dijo John—. Es impresionante.

—Ya verás como no repites eso después de algunas cervezas —observé.

—¿Qué es eso de los patos desplumados? —preguntó Bob Evans.

—Uno de los jóvenes biólogos que trabaja en nuestro proyecto de Brasil nos preguntó que por qué habíamos adoptado un pato desplumado como emblema. Nunca había oído hablar del dronte —explicó John.

—Por eso ahora tenemos cuatro 4 × 4 de patos desplumados —dije yo, vocalizando con la mayor claridad posible.

—Ah, ya entiendo —dijo Bob con aire soñador—. Después de unas cuantas copas tendremos dificultades para pronunciar eso.

Nuestra paciencia finalmente se vio recompensada. Ya no teníamos nada que hacer en Tana y había llegado el momento de partir. Una vez cargados nuestros 4 × 4 de patos desplumados, todo el mundo abrazó a todo el mundo y, abriéndonos paso entre una nube de mendigos itinerantes, nos apretujamos en el interior de nuestros vehículos y nos pusimos en marcha.

El comienzo de un viaje siempre es excitante, pero éste lo era por partida doble, ya que no sólo íbamos a visitar rincones de Madagascar desconocidos para nosotros, sino que además íbamos en busca del animal más extraño del planeta. ¿Qué más se podía pedir?

Durante un tiempo, atravesamos las colinas erosionadas que circundan Tana en la meseta central. La única vegetación visible consistía en palmeras ravenala y en arrozales agrupados en torno a los pueblos. No se veía un solo bosque natural ni a un lado ni a otro y las colinas estaban cubiertas de una hierba amarilla, seca como la yesca, con espectaculares heridas rojas debidas a la erosión, como tajos de sable. En cambio, me alegró comprobar que los campesinos utilizaban arados de madera tirados por bueyes, procedimiento doblemente ventajoso, ya que por una parte los cebúes ayudan al trabajo del instrumento con sus pezuñas, y por otra parte abonan el suelo mientras lo labran. Si más granjeros volvieran a los bueyes, a los caballos de tiro y al arado de madera, el suelo estaría mucho mejor, pues es la forma más inofensiva de remover la tierra, en lugar de las feroces cuchillas de los modernos arados que contribuyen a la muerte de los suelos.

La carretera dejó atrás la meseta para descender en meandros hacia el mar. Era una carretera excelente, ya que acababa de ser reparada por los chinos. Hecho curioso y a la vez deplorable, los peones camineros de ese gran país han enseñado a los malgaches a comer serpiente, un plato que hasta ahora no figuraba en su repertorio gastronómico. El descenso de la población de las inofensivas constrictors desencadenará necesariamente una explosión demográfica de los roedores, con las consiguientes depredaciones en los arrozales. Sin embargo, nadie mira tan lejos, en términos biológicos, y ésa es una de las razones por las que la humanidad se encuentra en apuros.

Este viaje fue uno de los más deprimentes que hice a Madagascar. La carretera discurría a lo largo de kilómetros y kilómetros entre hermosas colinas, que deberían haber estado cubiertas de bosque para retener las aguas, pero todas sus laderas estaban desnudas. Sólo hierba, hierba y las profundas cicatrices rojas de la erosión en marcha. En el fondo de los valles, en torno a las aldeas, se veían ravenala, cocoteros, algunos mangos y lichis. Muy de vez en cuando, se divisaba en lo alto de una colina un pobre jirón de bosque, como esos cuatro pelos en el mentón de un hombre mal afeitado. Aquellos restos mostraban que las colinas habían estado pobladas de árboles antes de la destrucción. En algunos lugares, la tierra cruda y roja había sido recortada con pendientes tan abruptas que el suelo, sin vegetación para retenerlo, se había deslizado hasta el valle, formando torrenteras.

A ojos de un profano, estas pendientes suaves y verdegueantes son una maravilla, pero dentro de veinte años serán un desastre irreparable para los que vivan en esta región y traten de ganarse la vida con un suelo cada vez más pobre. Sin estos pulmones que son los bosques, donde los árboles sujetan la tierra entre sus raíces, el suelo se escurre como los granos de un reloj de arena. ¿Pero cómo convencer a estas gentes tan encantadoras, y tan pobres, de que a fuerza de cortar y de quemar su bosque, avanzan, ellos, sus hijos y sus nietos, hacia la hambruna? Incluso con millones de dólares, de libras, de marcos, de yenes, harían falta varios cientos de años para contrarrestar los estragos que se han cometido contra la tierra y reforestar el bosque. Es un problema terrible y aparentemente sin solución.

Mientras nos acercábamos a Tamatave, atravesamos inmensas y espléndidas plantaciones de palmeras africanas. Se trata de un hermoso árbol de unos doce metros de altura, tronco ancho, robusto, coronado de ramas delicadas que surgen en ramo, como el agua de una fuente. Cada tronco está protegido por una gruesa capa de fibras y en algunos crecía una gran abundancia de helechos, epifitas y orquídeas que hacían que cada palmera pareciera llevar un lujoso abrigo de piel verde. Este «traje» constituía sin duda una mini jungla para una multitud de gecos, ciempiés, ranas, arañas, etc. Sentí no tener tiempo para pararme a diseccionar una o dos de aquellas palmeras y trabar conocimiento con sus pequeños moradores. Recuerdo haber inspeccionado así una gran epífita del tamaño de un arbusto en la Guayana y haber encontrado, para mi sorpresa y regocijo, no menos de diez vertebrados, desde la rana arborícola hasta la serpiente arborícola, y un montón de invertebrados. Aquella magnífica planta era en realidad una pequeña ciudad pululante de gente. Como estas epifitas son más bien numerosas, es fácil imaginar que la tala de un árbol elimina a un universo apabullante de seres vivos.

Por fin llegamos a Tamatave. Una enorme playa de arena blanca y aguas más bien oscuras se extendía a lo largo de la ciudad, y, a lo lejos, como montando la guardia, sobresalía un largo arrecife de encaje blanco. A primera vista era una playa de ensueño, pero, al parecer, el arrecife tenía brechas en numerosos puntos, permitiendo la entrada de tiburones. Todos los países, como es sabido, se precian de poseer los tiburones más peligrosos del mundo, aunque no hayan visto ninguno desde hace cincuenta años, pero se dice que en Tamatave estos animales seguían a los barcos hasta el puerto y que los que habían cometido la imprudencia de bañarse en sus cálidas aguas habían perdido brazos y piernas, y a veces la vida.

A lo largo de la playa se alineaban grandes mansiones de estilo colonial con hermosas verandas, lejos de la carretera, rodeadas de jardines exuberantes. En muchos sentidos, una especie de Dauville tropical. Nos instalamos en un hotel muy elegante a orillas del mar. La veranda era tan espaciosa como una sala de baile, el servicio irreprochable, y la vista sobre el jardín, el mar y el arrecife cerrando el horizonte, de una calma absoluta.

Cuál no sería mi alegría al encontrar en esta ciudad uno de mis medios de transporte preferidos, el push-push o, como se conoce en otras partes del mundo, rickshaw. Nunca he entendido por qué le llaman «empuja-empuja» en Madagascar, y en cualquier caso me parece un nombre equivocado, ya que funciona más como un «tira-tira». Imaginaos una butaca de respaldo recto provista de una capota (con flecos, si tienes un día de suerte), encaramada sobre dos grandes ruedas de bicicleta y provista de dos pequeñas varillas, como un carrito de poneys, y tendréis un push-push. Una vez sentado en la butaca, el chofer agarra las varillas y emprende un trote ligero hacia tu destino. Es un medio de transporte ideal: tranquilo en su avance suave y armonioso, casi silencioso, desplazándose a una velocidad prudente o, en cualquier caso, a una velocidad que no pone en peligro la vida de nadie. Sólo se oye el débil murmullo de las ruedas y el sordo chasquido de los pies desnudos del chofer. No contamina la atmósfera con ruidos ni malos olores. En esos maravillosos inventos puede verse a elegantes damas con montones de paquetes, o a orondos hombres de negocios con maletines brillantes como caparazones de escarabajo y ceños preocupados, yendo de un lado para otro, protegidos del sol y del calor y refrescados por la corriente de aire que ellos mismos crean a su paso. Algunos sólo transportan equipajes. Un día, vi a un chiquillo de cuatro años, impecablemente vestido, con el trilby de paja sobre la cabeza lustrosa, intercambiar con el chofer chanzas tan obscenas que los dos fueron sacudidos por violentos ataques de risa y casi los atropella un enorme camión ruidoso y maloliente. La tentación de alquilar nueve ejemplares de estos deliciosos vehículos para que la expedición pudiese acercarse al frente de mar era casi irresistible, pero tuve que reconocer muy a mi pesar que eso introduciría una falsa nota en el perfil altamente científico que intentábamos, contra todas las probabilidades, mantener.

Durante la cena, nos sirvieron un enorme bogavante de un rojo escarlata realmente magnífico, pero al hincarle el diente era como morder cuero o goma espuma. Ya en la cama, nos llegó el susurro admonitorio del mar, acompañado de los gritos de numerosos chotacabras, un ruido extraño, como una pelotita de celuloide que rebotase sobre una mesa produciendo un rosario de minúsculos «plop». Contrariamente a lo que podría creerse, estos sonidos no son nada irritantes, al contrario, te tranquilizan.

Para nuestro disgusto, al día siguiente llovía, lo que no nos impidió tomar la carretera, aquella famosa carretera de la que tanto habíamos oído hablar. Al principio desplegó una cinta de arena lisa a lo largo de inmensas playas desiertas, sin un hotel, sin una casa, sin un turista, sin ni siquiera una sombrilla en el horizonte. Me preguntaba cuánto tiempo se mantendría así, ya que raramente había visto playas tan maravillosas, verdaderos dulces para los promotores.

Los pueblos que atravesábamos estaban muy limpios, con casas de bambú bien construidas y techos de paja o chapa ondulada. Cada una de ellas tenía un pequeño terreno vallado del que se barría cuidadosamente la arena. Algunas de estas cercas consistían en setos de arbustos frondosos que, junto a la presencia de parterres de flores, daban a estos pueblos un aspecto luminoso, alegre y cuidado. En muchos de estos jardines, con los pesados racimos rosa anaranjados de sus deliciosos frutos, se erguían grandes lichis, cuyo follaje verde y brillante dispensaba una tupida sombra. También estaba, naturalmente, el inevitable cocotero de hojas susurrantes al menor soplo de viento y cocos de color verde jade, redondos y brillantes. Nuestra caravana se detuvo en un pueblo para comprar una docena de aquellos enormes cocos. El propietario trepó a uno de los árboles, cortó los cocos con ayuda de un afilado machete y luego los trepanó uno por uno para que pudiéramos saciar nuestra sed con el delicioso líquido que llevan en su interior. Una vez vacíos, recuperó los cocos, cortó un trozo para que sirviera de cuchara, y los partió por la mitad, dejando al descubierto su pulpa, como una jalea de un blanco lechoso, que consumimos con avidez.

Al entrar en numerosos pueblos, nos cruzábamos con grupos de niños transportando pescado, probablemente capturado por sus padres con las canoas en el arrecife. Algunos llevaban cestas de morralla deslumbrante de colores: escarlatas, azules intensos, naranjas brillantes, verdes luminosos. Una niña llevaba un pescado casi tan grande como ella. Era un pez aguja plateado, uno de esos peces con una larga boca en forma de pico que sobresale como el cuerno de un unicornio. Existen diferentes especies y su subespecie recibe el nombre de scomberesocoidei, que suena como el nombre de un pueblo malgache. Es un pez inquietante, con el que ya me había tropezado en mis exploraciones submarinas en la isla Mauricio. De repente te dabas la vuelta y te encontrabas en medio de un banco de estos peces de metro y medio de largo y cara patibularia, con sus ojos enormes y su boca en forma de lanza. Sin embargo, son totalmente inofensivos, limitándose a permanecer inmóviles en el agua y a mirarte con aire lúgubre.

Otro niño llevaba una cría de pez martillo, negro como el ébano, de casi un metro de largo. Sin duda el más curioso de todos los peces de la creación. Lo vi por primera vez mientras estaba nadando en la magnífica bahía de Trincomalee en Ceilán (hoy Sri Lanka). Había una zona protegida por una red a fin de desanimar cualquier veleidad de intimidad de los tiburones, y yo me hallaba flotando cerca de la red para observar mejor los negros erizos de mar del tamaño de balones de fútbol, con púas tan largas como cuchillos de cocina, cuando sentí como una corriente detrás de mi espalda. Me di la vuelta lo más aprisa que pude y me encontré cara a cara con un pez martillo de al menos tres metros y medio, que examinaba la red con la esperanza de encontrar alguna brecha y cogerme por sorpresa. Esta confrontación brutal y tan próxima con esta cabeza enorme, increíble, de ojos inquisidores, me produjo una impresión terrible. Naturalmente, conocía su fisonomía, pero jamás había visto ninguno en carne y hueso, y era una visión macabra que ninguna película de terror hollywoodiense podrá emular jamás. Confieso que me dio tanto miedo, que nadé rápidamente hacia la orilla, aunque sabía que estaba a salvo detrás de la red. Creo que lo que inspira tanta alarma es el aspecto grotesco de esta criatura, así como su reputación de feroz y rápido devorador de hombres.

Si se lo mira con la cabeza fría y de forma racional, el pez martillo es un asombroso fenómeno zoológico. Su cuerpo en forma de torpedo representa el mango del «martillo», y su extraordinaria cabeza está unida al cuerpo en ángulo recto formando la cabeza del martillo. En cada una de sus extensiones laterales lleva incorporado un ojo, y debajo, una boca en forma de arco, como una puerta de iglesia medieval, con una mueca cínica a lo Somerset Maugham.

De regreso a Jersey, intenté saber un poco más sobre esta cabeza prodigiosa. Al parecer, la forma dorsoventral y aplanada de la cabeza reduce al mínimo la resistencia cuando persigue a su presa. Los peces martillo se alimentan esencialmente de calamares, que son muy rápidos, y algunas especies también incluyen en su menú las rayas, todavía más veloces. Además, en las «alas» de esta cabeza se ocultan órganos olfativos y electrorreceptivos de una gran sensibilidad, y la posición de los ojos les permite disfrutar de un formidable campo visual. Otra cosa interesante es que la posición de los ojos protege al tiburón de los tentáculos rabiosos de los calamares. O sea, que con esta cabeza de película de terror, se tiene un excelente campo visual, unos excelentes órganos sensoriales y una especie de radar. ¿Qué más puede pedir un tiburón?

Ahora la carretera subía serpenteando entre las colinas y era cada vez peor. Llegó un momento en que ya no se podía hablar de carretera y era más bien el lecho seco de un río, donde el agua al retirarse hubiera dejado al descubierto caparazones de roca del tamaño de una bañera y formado socavones a su alrededor que parecían hechos por cucharillas de helado gigantes. Éramos zarandeados como muñecos de trapo y mis caderas empezaron a protestar de una forma que no admitía dudas. Por muy buen conductor que fuese Frank, era imposible evitar los baches, era como si la carretera hubiera sido bombardeada implacablemente por un ejército invasor, y sencillamente no había ningún tramo plano que nos sacara de los monótonos traqueteos, tumbos y sacudidas.

Los puentes que salvaban barrancos y ríos no mejoraban mucho las cosas. En general, la obra consistía en dos grandes vigas de madera tendidas entre las orillas y varios tablones atravesados. Ni las vigas ni los tablones eran nuevos, algunos incluso parecían algo carcomidos. Los tablones casi nunca estaban fijos, se levantaban, oscilaban y se sacudían bajo las ruedas del vehículo, con un ruido parecido al de un gigantesco xilofón. Después de cruzar el puente, había que pararse y bajar a arreglar los tablones para los siguientes. Naturalmente, que dos vehículos pasaran al mismo tiempo sobre uno de aquellos puentes habría sido una catástrofe.

En uno de los puentes tuvimos un accidente que habría podido acabar muy mal. Habíamos llegado a un río bastante ancho, dorado como un león y cruzado por un puente imponente de hierro. Al menos las vigas laterales eran de hierro, ya que el suelo era de tablones, tan podridos como en los otros puentes. Abría la boca para decirle a Frank, a costa de pasar por un viejo chocheante, que si cedían los tablones había que evitar sobre todo atascar las ruedas entre las vigas, cuando eso fue precisamente lo que ocurrió. De repente, la madera se desintegró y el Toyota se tambaleó como un borracho. Empezaron a desprenderse trozos de la viga de acero y el coche se iba hundiendo cada vez más.

—Creo que Lee y yo deberíamos bajar —dije pensativo abriendo la puerta.

—Cobarde —apostilló Frank.

—No me importa lo que hayas podido hacerle a aquel pobre desgraciado de Gene Autry —señalé—, pero yo no soy un cantante de western, y tengo la intención de aferrarme a la vida todo el tiempo posible.

—Tú escurres el bulto frente al enemigo. Eres un canalla —replicó Frank—. Y en todo caso ¿qué va a ser de ?

—Tú no eres imprescindible —contesté con dureza, bajándome del coche a la relativa seguridad del puente.

—Es verdad —dijo la adorable Lee—, seguramente la película se hará mejor sin ti.

—Las ratas abandonan el Toyota —suspiró Frank, mientras el puente emitía un gruñido y el vehículo se hundía algunos centímetros. Abrió su portezuela y salió.

—¡Que me aspen si soy el único en hundirme con el barco!

Al examinarlas, las enormes vigas de metal se revelaron tan oxidadas que parecían una extraña variedad de puntillas. En algunos tramos, se podía hundir el dedo más de un centímetro. El problema era que si otro vehículo intentaba entrar en el puente para rescatamos, lo más probable era que éste cediese y que los dos coches con todo nuestro precioso material cayeran veinte metros en picado hasta las aguas mansas del río. Por suerte, los coches más ligeros, y sobre todo el segundo Toyota, ya habían pasado a la otra orilla. Atamos una cuerda al otro Toyota y muy despacio y con mucho cuidado pudo remolcar a su hermano gemelo y sacarlo del puente.

Teniendo en cuenta las incomodidades y los peligros de la carretera, el trasbordador representaba siempre un alivio, aunque hiciera más lento nuestro viaje. Los trasbordadores estaban hechos con pontones de acero de la última guerra mundial, atados unos a otros como gigantescas canoas y cubiertos de tablas, que un hombre fornido hace avanzar mediante una pértiga de bambú inmensamente larga y gruesa. Subir y bajar de esas barcazas no era una empresa fácil. El trasbordador simplemente se acercaba a la orilla o al embarcadero y ajustaba cuatro tablones en ángulo agudo. Después había que colocar las ruedas de los vehículos sobre los tablones, pisar fuerte el acelerador y aterrizar bruscamente sobre el trasbordador, que se ponía a cabecear y a girar, bailando una especie de vals sobre las aguas marrones. Si el trasbordador no se encontraba en tu lado del río, había que tocar una campana colgada de una palmera; si no había campana (el caso más frecuente) tenías que desgañitarte hasta que el barquero te oía, dejaba de perder el tiempo con alguna atractiva muchacha del pueblo y venía lentamente, como a regañadientes, a buscarte.

Una vez a bordo del trasbordador, sin embargo, reinaba la paz. El movimiento era suave y lento, el calor del sol era agradable, y el único ruido era el silbido acompasado de la pértiga de bambú gigante cuando el brazo musculoso del barquero la hundía en el agua. A veces se veían pasar bandadas de garzas, blancas como las estrellas, que volaban en formación hacia nuevos bancos de pesca, o los vivos colores azul y naranja de un martín pescador pigmeo remontando el curso del río como una flecha, y en el cielo sobre nuestras cabezas los milanos volaban en círculo como cruces negras. De vez en cuando nos cruzábamos con minúsculas piraguas o canoas que hendían el agua tan suavemente que no levantaban olas, como hojas muertas o vainas de semillas flotando en silencio sobre la corriente.

Después la carretera empeoraba cada vez más, lo que nos obligaba a avanzar a paso de caracol, pero ni aún así podíamos evitar los socavones que me destrozaban los huesos, ni las enormes rocas. A fuerza de ir subiendo, nos encontrábamos a unos cientos de metros sobre el nivel del mar, con casi un precipicio salpicado de cocoteros y ravenala a un lado, y la pared casi vertical de la colina al otro lado. Aquella parte había sido desbrozada para ser cultivada, luego abandonada, y hoy estaba invadida por la maleza, entre la que surgía de vez en cuando una palmera o un ravenala desplegando sus hojas como una cola de pavo real verde. En la costa se sucedían, a cuál más espléndida, enormes bahías con hermosas playas de arena dorada y algunos escollos. El mar era de un azul intenso y cuando las olas rompían sobre la arena marrón dejaban cenefas de espuma que parecían collares de coral blanco.

Finalmente, hicimos una parada en un pueblo donde teníamos una supuesta cita con el profesor Roland Albignac, un viejo amigo nuestro, fundador de la Reserva del Hombre y de la Biosfera en la región a la que nos llevaba nuestra misión. Pero como ocurre a menudo en Madagascar, el encuentro no tuvo lugar. Las gentes del pueblo se mostraron, como siempre, llenas de buena voluntad y de informaciones sobre nuestro amigo. Iba a llegar en avión, en coche, en barco, ya estaba aquí, o allí, se encontraba en París y no iba a venir en absoluto.

Perplejos ante semejante laxitud en materia de información, decidimos comer en el hotely local con la esperanza de ver aparecer a Pimpinela Albignac. En caso contrario, decidimos que nos iríamos enseguida, temiendo perder el último trasbordador antes de la marea, cuyos horarios nos fueron prodigados con la misma fantasía.

Reanimados por una comida sencilla pero excelente de pescado fresco y pollo, acompañados del tradicional bol de arroz sin el cual, para los malgaches, una comida no es una comida, volvimos a la carretera. Todavía nos quedaba un buen trecho por recorrer y, para nuestra alarma, la carretera seguía empeorando por lo que cada vez avanzábamos más despacio. Cuando finalmente apareció el río, el cielo se estaba tiñendo de un verde claro y las sombras se alargaban de forma amenazadora.

Con gran alivio, vimos que el trasbordador se encontraba en nuestro lado del río, pero el barquero estaba preocupado porque el reflujo ya había empezado y el nivel del agua en el río ya estaba bajando. Si bajaba demasiado no podríamos desembarcar en la otra orilla y nos arriesgábamos a quedar aislados en el lecho del río hasta la próxima marea, una perspectiva muy poco alegre, ya que almohadas, lambas y esteras estaban empaquetadas en el lugar más recóndito de los coches y habríamos tenido que destripar los vehículos, por no hablar de la comida. Hicimos subir a toda prisa nuestros vehículos a la barcaza, que afortunadamente era lo bastante grande para transportar a dos a la vez, y el barquero nos trasladó con rapidez a la otra orilla del río mientras oscurecía. Pero al llegar al otro lado comprobamos que el agua se había retirado más deprisa de lo previsto, y resultaba imposible desembarcar, ya que el trasbordador se hallaba a más de un metro por debajo del atracadero. Sin inmutarse, el barquero nos dijo que nos dejaría en una playita unos cincuenta metros más abajo.

Para acabarlo de arreglar, la lluvia había hecho acto de presencia, una de esas lluvias finas que se mete en todas partes como las sanguijuelas. Pero una vez a la altura de la pequeña playa de arena, todo ocurrió impecablemente y el desembarco se efectuó sin tropiezos. A toda prisa, el trasbordador dio media vuelta para ir a buscar a los demás. Les enviamos un mensaje dándoles cita en un pueblo a seis o siete kilómetros de allí, donde les esperaríamos con una buena comida. Para animarlos más, añadimos que íbamos a desempaquetar la cerveza. Así que volvimos a ponernos de nuevo en camino bajo la llovizna, traqueteados todavía más severamente ahora que había caído la noche. Los faros proyectaban toda clase de sombras inquietantes sobre la carretera y era imposible discernir una roca de un hoyo, como tampoco la ilusión de la realidad.

Cuando llegamos, el pueblo estaba sumido en la oscuridad y sus habitantes dormían profundamente. Algunos perros ladraron sin convicción, luego volvieron a acostarse. El hotely, una larga casa baja de madera y bambú y tejado de cañas, no tenía un aspecto demasiado acogedor. Pero la corpulenta esposa del patrón y su familia no mostraron el menor signo de enfado ni de miedo ante nuestra llegada, sino que se levantaron de buen humor. Explicamos a Madame que íbamos a ser once y que, al no haber comido nada desde el mediodía, estábamos dispuestos a practicar el canibalismo si no nos servía al instante con qué saciar a un batallón. La mujer nos dirigió una amplia y plácida sonrisa, esa clase de sonrisa que se reserva a los niños precoces pero divertidos, y se retiró con paso indolente hacia la cocina empujando a su pequeño rebaño de niños delante de ella.

El salón comedor era grande, con gruesas pértigas a guisa de vigas que dejaban ver la techumbre de bambú. Estaba amueblado con largas y viejas mesas hechas de grandes tablones de madera rústica, en medio de una gran profusión de taburetes del mismo estilo. En cada esquina, dos minúsculas lámparas de aceite arrojaban una débil aureola de luz, iluminando menos, si es posible, que un modesto fuego. Flotaba un olor a moho y a hollín y toda la carpintería estaba ligeramente grasienta al tacto. En la pared se habían clavado algunos carteles para darle un aire «civilizado» al lugar: dos rubias de busto generoso que anunciaban un producto inverosímil y sin duda fatal, y una foto incongruente de los rascacielos de Nueva York. Aparte de esto, podríamos haber estado en una granja medieval en Inglaterra, bajo uno de aquellos reyes sajones de nombres improbables como Knut o Ethelred.

De la puerta de la cocina salía una pequeña humareda, y con ella un reconfortante olor a comida. Sobre las mesas, reposaban dos gatos enroscados como alfileteros, esa postura extraordinaria propia de los gatos. Bajo las mesas, varios perros dormitaban o se rascaban las pulgas con voluptuosidad, y en un rincón de la estancia dos gallinas soñolientas y un pato nos observaban inexpresivos. Detrás de la puerta de la cocina, un grupo de niños pequeños y llenos de rizos, vestidos de harapos, nos observaba con ojos negros del tamaño de hueveras, impresionados por esta invasión de extraños vazaha incomprensiblemente equipados. Debíamos de parecerles visitantes llegados directamente de Marte.

Decidimos esperar a los demás para cenar y enviamos a Bruno al trasbordador con mensajes alentadores sobre la comida y algunas cervezas para apagar su sed. Volvió una hora más tarde para anunciarnos que el trasbordador había intentado traer el último coche y el Toyota, pero la marea se lo había impedido. Se habían quedado bloqueados en medio del río hasta la próxima marea.

Dimos de cenar a Bruno y volvimos a mandarle al río por si los demás necesitaban ayuda, y para hacer de enlace. También decidimos, en vista de las jugarretas que todavía nos podía hacer la marea, que lo más sensato era ponerse a cenar sin más dilación. No esperábamos una comida digna de Lúculo, pero Madame nos había preparado una suculenta cazuela de varios mariscos y cangrejo, un gran bol de «cacahuetes camuflados» con salsa picante y, por supuesto, suficiente arroz para poder rellenar media docena de almohadas. Estábamos rebañando nuestros platos con trozos de pan, cuando apareció Bruno con cara descompuesta. El barquero había intentado sacar el Toyota a la playita demasiado pronto. Había caído de morro del trasbordador a la arena y se había quedado clavado en la playa, mientras la marea parecía disfrutar subiendo lo más deprisa posible. Si no hacíamos algo enseguida, el Toyota no tardaría mucho en desaparecer completamente debajo del agua, llevándose la mitad de nuestro valioso equipo. Por suerte, el Toyota estaba equipado con un cabestrante en la parte delantera, exactamente lo que necesitábamos. Bruno cogió nuestro Toyota y salió corriendo a rescatarlo.

Llegaron agotados: sacar el vehículo de la arena blanda, cargado hasta los topes de material pesado, no fue una tarea fácil, a pesar del cabestrante. Sin embargo, sin él, probablemente todavía estarían allí. Se abalanzaron sobre la comida y después se pusieron a descargar el Toyota y a comprobar la extensión de los daños causados por la pequeña inmersión. Con gran sorpresa general, los estropicios fueron relativamente pequeños, y en todo caso podían haber sido mil veces peor. Lo que más había sufrido eran las pilas, pero después de retirarlas una por una y secarlas cuidadosamente, sólo setenta de trescientas habían pasado demasiado tiempo en el agua para poder servir. Afortunadamente, teníamos de sobras para nuestras necesidades.

Al día siguiente seguía diluviando, lo que no facilitaba nuestra operación de secado. Habíamos montado un tendedero bajo el alero del tejado para secar nuestras tiendas, que colgaban como pieles de ballena. Se llevó todo el material a la gran sala del hotely para inspeccionar minuciosamente si se había mojado, en cuyo caso había que lavar con agua dulce las más pequeñas manchas de agua de mar. Con aquella lluvia torrencial, el proceso de secado era lento.

John descubrió dos puertas más en la sala, y cuando las abrimos tuvimos mucha más luz para examinar el equipo. Estas tres puertas hacían un poco de pantallas de televisión verticales, por lo que, sentado en mi taburete, no me perdía detalle del espectáculo que me ofrecía la calle principal del pueblo. Miraba pasar la silueta desgarbada de John llevando un aparato con mil precauciones, como si fuera de cristal. Después era Quentin el que atravesaba mi campo visual, en dirección opuesta, pero haciendo lo mismo. Luego le llegaba el turno a Bob, desplazándose a pasitos cortos como un juguete mecánico, las manos llenas de papeles, los labios moviéndose en silencio y el ceño fruncido por la concentración. Así, uno tras otro, iban apareciendo todos los miembros del equipo, cargados con una dinamo o una caja de irremplazables pilas. Al margen de toda aquella actividad, grupos de niños permanecían inmóviles bajo la lluvia y, fascinados, miraban lo que a sus ojos bien podía parecer un número de circo.

Un perrito blanco de vientre hinchado y aire de pocos amigos, cuando tenía todo Madagascar a su disposición y después de pensárselo un rato, fue a orinar copiosamente sobre una rueda del Toyota. Un grupo de gallinas mojadas y desaliñadas había ido a refugiarse debajo del coche, mientras varios patos y un cerdo parecían disfrutar de lo lindo de la inclemencia del tiempo, el cerdo revolcándose en el barro con pequeños gruñidos y chillidos de placer y los patos, en una solemne flotilla, meneando la cola y contoneándose, corrían calle abajo como si fueran a una cita urgente. Apareció un hombre con una pequeña recua de cebúes y, aunque era evidente que tanto los cebúes como su propietario tenían ganas de pararse a mirar, pasaron de largo.

En un momento dado, dejó de llover y el sol hizo un valiente intento de abrirse paso entre la gasa gris de las nubes. Frank sacó su caña de pescar y se fue con Lee hasta la orilla del mar, a unos cientos de metros del hotely, con la esperanza de traernos la comida, que se demostró vana. John y Quentin se fueron a cazar y trajeron un typhlops, una serpiente excavadora inofensiva, ciega y de un negro brillante, como una barra de regaliz. En realidad, estas pequeñas serpientes no son totalmente ciegas, pero sus ojos están cubiertos de escamas transparentes, por lo que sólo pueden distinguir luces y sombras. Llevan existencias tranquilas y sedentarias, escondidas bajo tierra, y se alimentan de minúsculos insectos y termitas. Es tal su discreción que no se sabe apenas nada de su vida privada.

El sol brillaba de nuevo en todo su esplendor y la montaña de nuestro material humeaba apaciblemente. Con un poco de suerte, mañana todo estaría seco y podríamos continuar el viaje a Mananara.