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Ratones saltadores y kapidolos

Cuando bajamos del avión en Morandava, fue como sumergirse brutalmente en una esponja hirviendo. Después del agradable clima mediterráneo de Tana, el contraste era como un shock. Los pulmones protestaron desde la primera bocanada de aire húmedo y ardiente, y enseguida quedamos empapados en sudor. El sol nos ametrallaba con sus rayos desde lo alto de un cielo descolorido a fuerza de azul claro. Ni una sola nube prometedora de sombra en el horizonte, ni un soplo de brisa para refrescarnos. El suelo seco estaba tan caliente que se podían haber frito huevos, cada paso representaba un laborioso esfuerzo. Era un día para soñar con aquellos grandes ventiladores que hacen girar las hélices como molinos de viento sobre las cabezas, con el agua fría y verde de los ríos, con los dulces tintineos de los cubitos de hielo en un vaso empañado, en fin, con todas las cosas refrescantes que necesitábamos con urgencia y que seguramente no íbamos a ver en un futuro próximo.

Nos vinieron a buscar John Harley, su mujer Sylvia, nuevo miembro de nuestra expedición, y Quentin Bloxam, por el que resbalaban gruesas gotas de sudor aunque mantenía —como siempre— su aire grave y decidido.

—¿Qué tal van las cosas? —pregunté mientras nos apretujábamos en el Toyota—. ¿Habéis tenido suerte?

—Tenemos dos ratones y algunos kapidolos —respondió Quentin, triunfante.

—¡Formidable! —exclamé yo, entusiasmado—. Me muero de ganas de verlos.

—¿Cómo es el campamento? —preguntó a su vez Lee.

—Caliente —dijo John, lacónico—. Muy caliente.

—Muy caliente y con muchas moscas —añadió Sylvia.

Con su aire travieso, su impecable peinado y sus grandes ojos azules, Sylvia más que salida de un campamento infestado de moscas en medio del bosque, parecía venir de hacer compras en Bond Street.

—Es la capital mundial de las moscas —dijo Quentin, convencido.

—De todos modos, no puede ser peor que Australia —protesté—. Los australianos dicen que si se ve a alguien por la calle que agita continuamente las manos, no es porque conozca a todo el mundo en el barrio, sino porque trata de abrirse camino entre las moscas.

—Espera a verlo —suspiró Sylvia con aire siniestro.

—Antes de volver a la metrópolis de las moscas, hemos decidido disfrutar de un poco de civilización —nos informó John—. ¿Os gustan las gambas, espero?

—Si me ponen delante una gamba preparada con arte, por pura cortesía, considero que mi deber es comérmela —repliqué prudentemente.

—Bien —dijo John—, vamos a llevaros a un hotelito donde se come en la playa, siempre corre un poco de aire. Tienen unas gambas increíbles.

—Realmente soberbias —recalcó Sylvia.

—Verdaderos paquidermos —suspiró Quentin, perdido en sus reminiscencias.

Un camino lleno de agujeros nos llevó hasta el hotel, atravesamos a pie un jardín cubierto de un manto de buganvillas y setos de hibiscos. El amplio comedor de madera, abierto por tres de sus lados, daba a una gran playa donde rompían con un suave murmullo pequeñas olas con crestas de espuma. La sombra combinada con la ligera brisa que venía del mar enseguida tuvo el efecto de secarnos. La maîtresse d’hotel era una corpulenta y morena malgache de cara redonda y una sonrisa tan deslumbrante como un proyector. La buena mujer se apresuró en hacer llegar a nuestra mesa un batallón de botellas de cerveza, empañadas por el hielo del congelador, seguidas por bandejas de gambas gigantescas, rojas como una puesta de sol, gordas y suculentas, acompañadas de un bol de arroz pantagruélico y unos extraños y deliciosos platos malgaches, entre ellos, para mi alegría, lo que yo llamo —a falta de un término más científico— cacahuetes camuflados. Son unos granos redondos, lisos, marrones o rojos, del tamaño de una avellana. Cocinados en una salsa picante de tomate y cebolla, los vonja bory, para llamarlos por su nombre malgache, son crujientes y firmes, y su sabor recuerda al de las empanadillas chinas. Constituyen por sí solos una comida, de manera que después de dar cuenta de las gambas, el arroz y los vonja bory, estábamos tan ahítos como cabía esperar, deliciosamente al fresco, acunados por el susurro del mar, y dispuestos a enfrentarnos al mundo con todos sus problemas y estupideces. Por otra parte, como señaló justamente Quentin, una buena siesta seguida de un bañito en el mar tampoco habría estado mal, pero, aunque de mala gana, decidimos que el deber nos llamaba: no podíamos demorarnos más tiempo en las delicias de Morandava.

El lugar que habían elegido para levantar nuestras tiendas se hallaba a cincuenta kilómetros de Morandava en el bosque Kirindy, que los suizos habían alquilado al gobierno. Las experiencias que se realizaban allí eran muy interesantes, y, en caso de éxito, serían muy provechosas para el bosque malgache. La sabiduría tradicional en materia de silvicultura manda que se practiquen «talas selectivas», dicho de otra forma, sólo se cortan y se transportan los árboles de un cierto tamaño. Pero este método, independientemente del cuidado con el que se lleve a cabo, altera la ecología del bosque. El árbol, al caer, crea un claro artificial al aplastar muchos árboles jóvenes. Y no hablemos de los estragos que provoca su transporte a través del bosque. Para simplificar este último, se divide el bosque en casillas mediante largas pistas despejadas, bautizadas como «caminos forestales». El conjunto de la operación trastorna profundamente, y de forma perjudicial, un ecosistema frágil. Y si además se piensa que a nadie se le ocurre reemplazar los gigantes abatidos por árboles jóvenes, ¿cómo se atreven a hablar de «racionalización» de la explotación de los recursos renovables?

Los suizos están allí justamente para estudiar las posibilidades de sustituir los árboles talados por ejemplares jóvenes de la misma especie y reducir la amplitud de las pistas gracias a nuevas carretas de cebúes para el transporte de la madera. Uno de los principales problemas, naturalmente, es la extrema lentitud con la que crecen las especies tropicales, de forma que a la hora de hacer planes para el futuro, hay que prever plazos sumamente largos. A Madagascar no le queda mucho tiempo. Un noventa por ciento de su superficie forestal ya ha desaparecido.

Los bosques tropicales, a pesar del gran tamaño de sus árboles, no son los bastiones que creemos. Los árboles se desarrollan sobre una delgada capa de humus, en gran parte alimentada por ellos mismos, en forma de hojas y ramas muertas. El bosque se alimenta de sus propios desechos. Si se quitan los árboles, el sol aliado con el viento y la lluvia dispersará la tierra con la misma facilidad con la que se sopla el polvo de un libro. El bosque, entonces, queda reducido a una tierra compacta o pedregosa en la que no puede crecer nada.

Con el plan suizo, se pondrán en práctica métodos racionales de explotación del bosque, utilizando estrategias inteligentes de tala y repoblación. Si consiguen aplicarlo, hay posibilidades de que el bosque malgache pueda sobrevivir y, gracias a una planificación razonable, convertirse en un recurso vital para el futuro, en lugar de una zona de tala implacable para obtener beneficios a corto plazo.

El bosque occidental donde nos encontrábamos es diferente, por supuesto, de la vegetación húmeda, tupida y exuberante de las regiones orientales de la Isla. Aquí no hay árboles gigantes, parece más bien un bosque de hoja caduca de Inglaterra. Los troncos y las ramas son de un gris antracita o plateado. Todavía no habían llegado las lluvias, pero pequeñas lloviznas habían cubierto las ramas de una pelusilla verde y vaporosa; al acercarse, se veían minúsculos brotes, como pequeñas puntas de flecha verdes tratando de atravesar la corteza.

Estos bosques secos de Madagascar son el genuino hogar del baobab, el árbol panzudo. Había algunos enormes que bordeaban la carretera y sacaban hacia nosotros sus barrigas de canónigo. Sus siluetas surgían en medio de las otras especies como un ejército de botellas de Chianti, con sus veinticinco metros de altura, y un vientre en cuya circunferencia cabe una habitación. Sus ramitas ridículas y retorcidas hacen pensar en alguien que se ha lavado el pelo y no se ha puesto rulos. ¿Qué horrible crimen ha cometido este árbol, me preguntaba, para que el Todopoderoso le haya infligido semejante castigo? Según la leyenda, lo arrancó de la tierra recién creada para darle la vuelta —raíces al aire y ramas hundidas en el suelo—, condenándole a ser eternamente el árbol boca abajo.

Hay un árbol precioso en Paraguay y Argentina, llamado palo borracho, cuya corpulencia es digna de verse, pero su barriga carece de la magnificencia falstaffiana, de la rotunda hinchazón anti-régimen del baobab. De día, naturalmente, permanecen inmóviles, pero no cuesta nada imaginarse que de noche, a la luz blanca y cristalina de la luna, sacan pesadamente sus raíces del suelo y echan a andar hacia algún jardín secreto donde, bajo el influjo de un buen ron negro y dulce, cuchichean entre ellos por borborigmos. Pocas veces he visto un espectáculo tan triste como el día en que, en el sur de Madagascar desolado por la sequía, en un intento desesperado de salvar sus rebaños, la gente había abatido los baobab gigantes y arrancado su corteza plateada para que los cebúes pudiesen alcanzar sus entrañas fibrosas y húmedas. Cada árbol tenía por lo menos cien años, nadie había pensado en ello antes de transformarlo en un vulgar abrevadero. Hasta al morir, el último gesto del baobab había sido generoso.

Circulábamos por una carretera de polvo rojo, mientras el viento caliente provocado por la velocidad nos proporcionaba más molestia que alivio, cuando, de repente, desembocamos en un pequeño lago escondido entre los baobab, bordeado de cañas, hierbas altas y papiros, sus brillantes aguas color de azabache cuajadas de hojas de lirios como grandes sellos verdes. Qué alegría ver varias jacanas, o —para darles un nombre que las favorece más y es más apropiado— lily-trotters. Estas aristocráticas aves confieren elegancia y belleza a cualquier extensión de agua, vasta o reducida, siempre que tengan algo donde apoyar los pies. Con sus artísticos dedos largos y finos avanzan delicadamente sobre las plataformas de los lirios color verde jade, haciendo una pausa de vez en cuando para atrapar de un picotazo rápido y certero a un escarabajo o un minúsculo molusco que ha tenido la imprudencia de abandonar la seguridad del agua. En la orilla pacía una bandada de ocas de Egipto, rechonchas, flemáticas y ataviadas con una especie de tweed marrón. Sobre la superficie de las aguas, pasaban escuadrillas de abejarucos con plumajes de un verde brillante, sus cortos picos negros reluciendo en cada ataque aéreo contra las numerosas libélulas que arremetían en sentido contrario, con sus alas rumorosas y resplandecientes. Encaramados en las ridículas ramas de cada baobab, un grupo de vasa, de un marrón verde oliva muy poco espectacular para ser loros, pero no sé por qué, este sobrio y delicado plumaje tiene un efecto calmante, totalmente distinto del brillo llamativo —como de bisutería de tienda barata— de un guacamayo o de algunos loros de Australia.

En la otra punta del lago, en los árboles casi desnudos, se divisaban colonias de tejedores que iban y venían en su poblado de nidos en forma de cestos. Siempre me ha sorprendido el talento de este pequeño pájaro regordete capaz de fabricar, con la única ayuda de las garras y del pico, esos nidos mágicos que cuelgan de los árboles como frutos extraños. Algo más lejos en la carretera, molestamos a dos abubillas, esas espléndidas aves de color rosa salmón y negro, con un peinado a la Hiawatha[5] y un pico largo y curvo como una cimitarra. Con un batir de alas, se alejaron unos cincuenta metros para reposar sobre el polvo rojo, desplegando su cresta como un ilusionista sujetando un mazo de cartas en abanico.

No tardamos en dejar la carretera para descender por un camino forestal. Su estrechez nos permitía ver más de cerca lo que pasaba en el bosque. Nos salían al paso enormes iguanas oplurus, de más de veinticinco centímetros de largo, recubiertas de escamas brillantes de color caramelo y marrón dorado, sus colas erizadas de puntas aceradas, como una colección de guerreros medievales. Una de ellas estaba tan ocupada en cavar un agujero en la tierra roja, que en lugar de huir como las demás, continuó su tarea como si nada. Nos detuvimos a observarla, preguntándonos si buscaba insectos y larvas o si, ya que era la temporada, preparaba una madriguera para poner sus huevos. En ese caso, había elegido mal el lugar, ya que, aunque la pista no era muy transitada, pasaban bastantes camiones cargados de troncos y era más que probable que aplastaran el nido con los huevos dentro. Pero pasados unos minutos, se desinteresó bruscamente de esta ocupación y, sin dignarse mirar al Toyota, a un metro escaso de distancia, se marchó con la cabeza alta y desapareció en la maleza.

Nuestro coche se desvió hacia un claro de tamaño considerable ocupado por unas cuantas cabañas de junco y bambú para los guardas forestales, una zona cubierta de ramas con hamacas para los trabajadores y una gran cabaña de bambú con veranda donde dejamos nuestro equipaje y que iba a servirnos también de cocina, comedor y sala de lectura. Al lado, John y Quentin habían montado sus tiendas y la nuestra, flamantemente nueva y de un lujo desconocido, ya que comprendía una habitación para dos personas (pero podían caber cuatro) y una especie de porche que utilizábamos para guardar las maletas. También había letrinas y un cuarto de baño siempre en bambú y juncos. Un cuarto de baño es una gran palabra, evocadora de griferías de brillantes cromados y montones de inmensas toallas blancas y afelpadas como osos polares para secarse. A decir verdad, consistía en un antediluviano barreño de estaño y una vieja lata de conserva para echarse el agua. Como, además, había que subir el agua del río, que estaba situado varios kilómetros más abajo, había que utilizarla con mucha parsimonia. Sin embargo, ninguno de nosotros llegó a oler mal.

El sol se abatía sobre el bosque con una crueldad digna de la Inquisición. El menor soplo de brisa era estrangulado a través de los árboles y moría antes de llegar al claro. Una vez instalados, nos lavamos con agua tibia, lo que no hizo más que excitar nuestras glándulas sudatorias. Siguió una pequeña reunión en la veranda comunitaria, donde el resplandor de los faroles de petróleo y las llamas del fuego sobre el que se cocinaba la cena proyectaban sombras vacilantes, ofreciendo un cuadro tembloroso y danzante entre la humareda.

Agachado junto al fuego y obteniendo de su esfuerzo unos olores de lo más estimulantes, estaba Monsieur Edmond, un guarda forestal del gobierno, cuyo conocimiento del bosque y de sus usos y costumbres nos resultó muy útil, así como sus dotes de cocinero. Era un hombre tranquilo, sólo hablaba cuando alguien se dirigía a él y siempre parecía moverse sin rumbo fijo, al estilo malgache, aunque lograba hacerlo todo perfectamente con la mayor tranquilidad. Esa noche nos preparó un delicioso estofado de pollo seguido de una papaya rosada como una puesta de sol, que debió de conseguir por arte de magia en el bosque sin frutales. La luna llena, como una gigantesca medalla de plata, recorría el cielo de terciopelo negro, y brillaba tanto que se podía leer: no exagero porque fue lo que hice.

Acurrucados bajo la tienda, sólo tapados con lambas multicolores, escuchábamos el concierto nocturno. Los vasa —lo que no forma parte de las costumbres de los loros— pueden pasar buena parte de las horas nocturnas cantándose canciones unos a otros y aquella primera noche sus efusiones vocales duraron una hora más o menos. Sus voces eran tan penetrantes que sofocaban los demás gritos del bosque. Pero cuando se callaban, oíamos la suave música de fondo de los insectos detonando, trompeteando, zumbando, taladrando, tintineando, trinando y eructando. Y sobre esta trama sonora más bien sibilante se destacaba claramente la voz del Microcebus, el lémur ratón, el más pequeño de los lémures: dos de ellos cabrían holgadamente en una taza. Son frágiles criaturas de piel gris verdosa, grandes ojos dorados y manos, pies y orejas teñidos de rosa, tan suaves como los pétalos de la flor del mismo nombre. Emiten gruñidos y trinos penetrantes y cuando se encuentran con uno de los suyos —sin duda algún intruso— prorrumpen en una cascada de invectivas liliputienses mientras regañan en las ramas iluminadas por la luna.

También se oía al lepilemur, que claramente no tenía miedo de acercarse. Había dos que cantaban en los árboles sobre nuestra tienda: unos alaridos estridentes de lo más desagradables. Nos alegramos cuando decidieron ir a desgañitarse a otra parte. Por una razón sólo conocida por los zoólogos, fueron bautizados en inglés como «sportive lemurs», tal vez (simple suposición) porque saltan de árbol en árbol manteniendo la posición vertical. Existen seis subespecies, entre ellas la de los lepilémures deportivos de Milne Edwards, uno de esos nombres dignos de figurar en el Quién es quién de la nobleza. Como se alimentan exclusivamente de vegetales, un régimen de débil aportación energética, se cree que digieren su alimento por fermentación y luego comen sus excrementos, asimilando así los nutrientes «reciclados». Estos animales son un poco felinos, nocturnos y arborícolas, tienen un grueso pelaje marrón, grandes ojos y grandes orejas. Pasan el día hechos un ovillo en los árboles huecos. Cuando cae la noche, trepan hasta las ramas altas para hacer honor a su nombre de «deportivos» y armar un escándalo infernal con sus cantos macabros.

Al día siguiente por la mañana, Quentin estaba consternado por la evasión nocturna de los dos ratones saltadores gigantes recién capturados. Parecía imposible que unos animales tan grandes, con unas cabezas tan voluminosas, hubieran podido deslizarse a través de las jaulas plegables, pero eso era lo que había ocurrido. Cuando se hace una expedición en busca de capturas, se comprueba incesantemente que los animales —que no han abierto nunca un libro— pueden sorprendernos y maravillarnos haciendo las cosas más insospechadas. Una vez uno (después de haber desaparecido durante varias horas) había vuelto al campamento para meterse en su jaula de la que acababa de escapar. Huelga decir que el desayuno no fue alegre, en vista de lo cual, antes de que se despertaran las moscas, salimos a hacer la ronda de las trampas.

El camino en el que se habían puesto las trampas era ancho y relativamente liso, y constituía una zona ideal para docenas de oplurus que podían cazar y tomar el sol. Algunas, enormes, viejas y achaparradas, tenían la cola tan erizada de púas que daban la impresión de ir arrastrando alfileteros Victorianos. También era una zona de abubillas, y vimos varias; con su plumaje rosa salmón, blanco y negro, sus crestas en abanico, parecían camino de la guerra contra toda clase de insectos. Caminando a través del bosque, molestamos a un pequeño grupo de sifaka acróbatas que se dio a la fuga cuando nos acercamos, deteniéndose de vez en cuando para mirarnos con curiosidad y una cierta alarma, como los habitantes de un lugar idílico al ver llegar un autocar de turistas.

Las madrigueras de los ratones saltadores gigantes eran bastante grandes y muy visibles, flanqueadas por montículos de tierra cuyo tamaño parecía indicar que nos hallábamos ante vastas habitaciones. John y Quentin nos explicaron que al principio habían puesto las trampas atravesadas en la entrada de las madrigueras, pero los ratones se las arreglaban cada vez cavando un túnel a su alrededor o por debajo. El nuevo método, que había demostrado su eficacia, consistía en hundir ligeramente el dispositivo y rodearlo de un entramado de ramas clavado en el suelo para que los ratones, frente a esta pared leñosa, no tuvieran más remedio que entrar en la trampa al salir de su casa. Extrañamente, no parecía ocurrírseles que podían cavar una segunda madriguera detrás de su puerta de entrada.

Por regla general, este tipo de reconocimiento es lo más aburrido del mundo, y lo único que te mantiene en vilo es la esperanza de que tal vez haya algo en la próxima trampa. Con el sol más alto que las copas de los árboles, el calor ahora era sofocante. Ni un solo ruido, ni el menor soplo de aire agitando las ramas; era como si estuviéramos en un cuadro. Llegamos a la primera trampa, bajo un arbolito, y cuál no sería nuestra sorpresa, y nuestra alegría, cuando encontramos, sentado con una expresión algo atónita, a un ratón saltador gigante. Levantamos la trampa quitándole las ramas. Nuestra presa, a pesar de una cierta inquietud, se tomaba el asunto con considerable flema. Trasladamos cuidadosamente al ratón hasta el Toyota, y dejando a los demás continuar la inspección, me quedé contemplándolo.

Tenía el tamaño de un gatito, una cola muy larga, gruesa y pelada, grandes pies delicados de color rosa y enormes orejas de un gris sonrosado, como los lirios. Una cara que a primera vista no parecía la de un ratón, más bien cuadrada, como esas cabezas de caballo inexpresivas de la escultura romana. Sus bigotes estaban tan bien surtidos de pelos blancos y tiesos, que te miraba como a través de una cortina de encaje. Intenté sellar nuestra amistad ofreciéndole un trocito de caña de azúcar. Me contempló con aire horrorizado, como un célebre gastrónomo a quien el chef acaba de presentarle un bogavante vivo.

Al igual que gran parte de la fauna malgache, estos enormes ratones no se encuentran en ninguna parte del mundo salvo en esta isla y en este pequeño rincón del bosque. Constituyen un género ellos solos, y dada la exigüidad de su territorio y la amplitud de la destrucción del bosque, su futuro es como mínimo incierto.

Que yo sepa, el único estudio que se ha realizado sobre la vida privada de este extraño roedor se debe a una expedición de diez semanas emprendida por James Cook en 1988. Entre otras cosas, descubrieron que la madriguera del vositse, para darle su precioso nombre malgache, comprendía en general varias entradas, la mayoría bloqueadas por residuos. Cuando el vositse está en casa pero no recibe, el túnel en funcionamiento está taponado con un poco de barro. No es raro que dos o tres familias compartan una madriguera. El animal es estrictamente nocturno, sólo sale a la luz de la luna en busca de frutos, flores y corteza tierna de árboles jóvenes. Según Cook, sale de la madriguera dando un salto espectacular, impulsándose con sus vigorosas patas traseras. Después se sienta y procede a asearse concienzudamente. Un comportamiento muy curioso, ya que supongamos que su salto inicial ha tenido como objetivo desconcertar a un eventual predador esperando la salida de su presa, entonces ¿por qué se sienta cerca de la madriguera y se entrega a una tarea que exige tanta concentración? En mi opinión, como la mayoría de los mamíferos de la fauna malgache no tienen demasiadas luces, no hay que buscar ninguna explicación.

Mis compañeros volvieron diciendo que todas las demás trampas estaban vacías, por lo que decidimos llevar a nuestro vositse al campamento, donde le esperaba una gran jaula de viaje amarrada con tanto alambre que parecía igual de inexpugnable que la Bastilla. En el camino de vuelta, mientras nos consolábamos diciendo que un solo y único vositse siempre era mejor que nada, Quentin de repente lanzó un grito, un alarido que podía competir con la llamada del brontosaurio en celo, y pisó el pedal del freno, sacudiéndonos como guiñoles sorprendidos por un huracán. Mi primer pensamiento fue que le había picado uno de los insectos más maléficos del bosque, pero me equivocaba.

—Creo —dijo con voz angustiada, como quien acaba de darse cuenta de haber encendido el fuego con un manuscrito original de Shakespeare—, creo que he aplastado un kapidolo.

Un estremecimiento de horror recorrió a todos los presentes.

—¿Cómo has podido hacer una cosa así? —exclamó Lee—. Pobrecito…

—Estamos aquí para capturarlos, no para matarlos —observé con tono agrio.

—No he podido evitarlo —se defendió Quentin, nervioso—. ¡Pero a quién se le ocurre cruzar la carretera!

—Sin utilizar el paso de peatones —añadió John sotto voce.

—Más vale que vayas a echar un vistazo —sugerí.

Quentin bajó del Toyota y deshizo lentamente el camino, cabizbajo, como si siguiera un cortejo fúnebre. Un instante después, oímos un grito de alegría y volvió hacia nosotros a grandes zancadas llevando un kapidolo indemne en las manos. Cuando son jóvenes, probablemente estas tortugas son las más bonitas del mundo, pero al envejecer, su caparazón se comprime y se vuelve ovalado y su color tira a gris. En cambio, sus crías son multicolores, con conchas de color avellana, negro y amarillo intenso. En la cabeza, entre los ojos brillantes y el labio superior, tienen una banda de un amarillo aterciopelado, como uno de aquellos largos bigotes que estuvieron de moda en la época de nuestros bisabuelos. Este kapidolo debía de tener unos dos años de edad y todavía conservaba su radiante concha circular infantil.

El kapidolo, o tortuga de cola plana, es una extraña y encantadora criatura de la que se sabe muy poco. Su territorio se limita a una minúscula zona del bosque seco occidental, que tiene dos estaciones: una estación lluviosa y caliente en que la temperatura puede alcanzar los 45 ºC y que dura de tres a cinco meses, y una estación seca que se prolonga siete u ocho meses. Los kapidolos parecen ser más activos durante y después de las lluvias, mientras que durante la estación seca (y por la noche) se esconden bajo la espesa capa de hojas que cubre el suelo del bosque. Se cree que sólo ponen un huevo, de buen tamaño, pero nadie sabe cuantas veces desovan al año. También se supone, aunque nadie pueda asegurarlo, que permanecen en letargo durante los largos meses de sequedad, y que salen de su madriguera para aparearse en la estación de las lluvias. Como muchas criaturas, no sólo de Madagascar sino en todo el mundo, no sabemos prácticamente nada de sus costumbres y los estamos matando antes de conocerlos. El bosque en que nos encontramos ve disminuir su superficie cada día, porque la gente lo tala para obtener leña y ampliar las tierras de pastos. Y cuando el bosque desaparezca, la gente sufrirá las consecuencias y el kapidolo y el vositse desaparecerán, al no haber podido encontrar otro alojamiento.

De nuevo en el campamento, después de haber instalado a nuestros nuevos pupilos en sus jaulas, decidimos que nos habíamos merecido una cervecita. Las moscas también. Yo, que había considerado las quejas de mis compañeros algo exageradas, tuve que admitir horrorizado que, si acaso, se habían quedado cortas.

Para empezar, estaban las moscas domésticas. Al menos, creo que lo eran. Después de servirme la cerveza y volver a tapar la botella, para descubrir en mi vaso el suicidio colectivo de una docena de ellas, estaba demasiado desanimado para intentar identificarlas. Eran bastante gordas, casi el doble de grandes que los insectos que tanto revuelo causan en las cocinas de Europa. Se creían en la obligación de seguirnos de sol a sol. La velocidad con la que se metían en un vaso de cerveza o en un plato de comida era increíble. Los palos de nuestra tienda estaban negros de moscas, un mantel negro y movedizo cubría la mesa. Cuando no estaban de guardia, venían en grupo a cantarte al oído la última canción de moda entre las moscas, cuyas palabras y melodía eran tan incomprensibles como la mayoría de las canciones modernas. Y esta serenata iba acompañada de un número de alpinismo sobre piernas, caras y otras partes desnudas de nuestra anatomía. Sobre todo lo pasaban en grande cuando encontraban una víctima indefensa en el cuarto de baño o en las letrinas.

Como si no tuviéramos bastante con esto, cuando el sol estaba en su apogeo y calentaba como un horno, llegaron las abejas del sudor como refuerzo. Estas minúsculas abejas negras, redondas y brillantes, de alas de gasa semitransparentes, eran todavía más irritantes, si cabe, que las moscas. Surgían a centenares, silenciosas como sombras, para abatirse literalmente sobre nosotros. Bajo aquel sol abrasador, como es lógico, sudábamos continuamente y tanto nosotros como nuestra ropa empapada representaban un maná caído del cielo para aquellos animalitos ávidos de humedad. Grandes nubes se posaban sobre nosotros, cubriendo nuestros brazos, piernas y rostros de una infinidad de pústulas, como si hubiéramos sido atacados por unas viruelas locas. Su avidez por la humedad que exudábamos las llevaba a meterse dentro de las orejas, de la nariz y, lo que era peor, de los ojos. Matarlas no procuraba ninguna satisfacción. Estaban tan borrachas y drogadas al haber encontrado semejante oasis, que se arrastraban sobre nosotros aturdidas. Podías matar a cincuenta de un solo golpe, pero eran sustituidas inmediatamente por el mismo número de congéneres, y aquella exasperante sensación de cosquilleo volvía a comenzar. He pensado muchas veces que si se atara a un espía desnudo al sol, en un lugar infestado de abejas del sudor, se conseguiría hacerle confesar en un momento, evitando la vulgaridad del derramamiento de sangre.

Un poco después, a primera hora de la tarde, cuando las moscas domésticas y las abejas del sudor ya habían conseguido volvernos locos, les llegó el turno a los tábanos. Rápidos, silenciosos, se posaban con tal delicadeza que se reparaba en su llegada. Sin embargo, parecían estar equipados con una sierra eléctrica en lugar de mandíbula, por lo que no se tardaba mucho en advertir su presencia. El dolor que se siente cuando te taladraban la piel era como si un millonario mal intencionado aplastara uno de esos gordos y caros habanos en tus partes vulnerables.

Lo más irritante de estos pestíferos insectos es que son fascinantes. Mirad bajo la lente de un microscopio una mosca o un mosquito desmembrado, y os sentiréis cautivados por su belleza arquitectónica. El complejo ojo de la mosca doméstica, por ejemplo, es una verdadera obra maestra de diseño. La delicadeza de sus alas hace parecer groseras, en comparación, las vidrieras de la catedral de Chartres. A decir verdad, cuando has admirado por separado las piezas de estas criaturas y examinado su increíble complejidad, te sientes vagamente culpable cada vez que matas una, y con ella uno de los milagros de la naturaleza. La familia de las moscas es gigantesca y se halla esparcida por todo el mundo. Cualquier lugar donde viva el hombre es bueno para ella, y también viven y se reproducen en lugares donde el hombre no puede sobrevivir, y mucho menos criar a sus hijos. Las moscas de las riberas viven y se reproducen en una salmuera tan concentrada que no se entiende cómo pueden sobrevivir las crías. Otras especies, por razones que sólo ellas conocen, habitan en manantiales calientes en Islandia, Japón y Nueva Zelanda, y sus crías retozan alegremente en aguas cuya temperatura puede alcanzar los 55 ºC. En California —¿dónde podría ser, si no?—, existe una mosca que vive en las mareas de petróleo crudo, cuya larva respira mediante un tubo, como un submarinista. Cuando se alimenta de carroñas de insectos, introduce petróleo en su organismo junto con la comida, pero gracias a una ingeniosa disposición de su aparato digestivo, sólo digiere lo que es comestible.

La lista de lo que puede servir de alimento a las moscas y a sus crías no es sólo apabullante, sino infinita, ya que va desde la boñiga de vaca, la carne putrefacta, el pus, la savia de los árboles enfermos hasta cosas más sabrosas como bulbos de narcisos y de cebollas, espárragos y zanahorias. La cantidad de criaturas a las que comen o parasitan es extraordinaria. Las larvas de las moscas de Cluster se alojan en las lombrices de tierra, otras especies se instalan en los abejarrones y otras, en las orugas. Como parásitos, cualquier ser vivo les va bien, desde el hombre hacia abajo. La mosca de los frutos es la causa de una enfermedad desagradable llamada pián y, dada su atracción por la humedad de los ojos, de la conjuntivitis. La mosca de los quesos, el gourmet más fino de la familia, tiene una debilidad por los buenos quesos, como el gorgonzola o el stilton, donde pone sus huevos. Algunos de nuestros gastrónomos más audaces repiten con insistencia que un queso no es comestible si no hormiguea de pequeñas cresas. No insistirían tanto si supieran que esas cresas son inmunes a los jugos gástricos del ser humano y pueden seguir viviendo en el estómago hasta que su incesante actividad provoca una inflamación de las mucosas.

Comer parásitos no es sólo una costumbre de la civilizada Europa. En América del Norte, una clase de mosca, cuyos miembros se congregan bajo los puentes para depositar sus larvas antes de morir, es muy buscada por una tribu india que hace con ellas una especie de rosquillas en versión piel roja. Una horrorosa mosca parásita del grupo de la mosca doméstica pone sus huevos sobre un pobre sapo, sin duda cuando está distraído. Cuando las larvas se desarrollan, se alojan en los orificios nasales del batracio y, no contentas con devorar sus mucosas, roen el interior de la parte delantera de la cabeza del pobre anfibio. (Otra especie de América del Norte, llamada mosca de la carne, ataca a los humanos de la misma manera y con los mismos desastrosos y horribles efectos, si no se cura).

Las moscas, aunque cueste creerlo, también tienen su lado encantador, fantástico y útil: no hay que contemplar sólo su lado macabro. Por ejemplo, una de las moscas del género drosophila fue la que permitió conocer y comprender los mecanismos de la genética, que han sido y siguen siendo fundamentales para la humanidad.

La mosca de las termitas no sólo tiene una vida extraordinaria, sino que compensa al ser al que explota. Al principio todas son machos, pero, por una alquimia propia de los insectos, cambian de sexo. Estas hembras ponen todas a la vez un gran huevo, y es entonces cuando se produce un segundo fenómeno inexplicable. La larva sale del huevo y en el transcurso de algunos minutos, se metamorfosea en pupa, sin duda uno de los desarrollos más rápidos del reino animal. Por supuesto, esta mosca habita en el termitero y se alimenta de los huevos de las termitas, pero estas últimas adoptan una política de «vivir y dejar vivir» porque la mosca las recompensa. En el extremo de su cuerpo pesado aparecen a veces unas pilosidades amarillas que producen una secreción por la que se pirran las termitas. De esta forma, conforme al principio bíblico según el cual «no le pondrás el bozal al buey que trilla el grano», las termitas toleran a su extraño huésped y sus pequeñas depredaciones entre sus huevos.

Algunos émpidos tienen un delicioso ritual para seducir a la hembra. El pretendiente atrapa al vuelo un insecto envolviéndolo en una especie de velo de novia de seda, de fabricación propia. Luego coge este regalo y se va a bailar con él delante de la elegida de su corazón, la cual, subyugada por tanta prodigalidad y atenciones, se siente receptiva inmediatamente. Mientras ella se come el regalo, el macho se aparea. En otra especie, los machos, brutos calculadores con el corazón de piedra, han descubierto que podían seducir a las hembras mucho más fácilmente. Nada de ir por ahí cazando insectos para regalar a la hembra, simplemente cogen el velo y bailan con él. La hembra, sensible a las implicaciones del velo, es conquistada enseguida por la fiebre amorosa. Entonces el macho aparta el velo y se muestra en todo su esplendor: ella cae víctima de su lujuria. Así, la vida de las moscas puede ser tan complicada y tan irreal como cualquier serial de la televisión.

Pasamos los días siguientes aumentando nuestra colección de kapidolos. La fina lluvia que había precedido nuestra llegada les había hecho salir de su escondite y se paseaban por el sotobosque poniendo en peligro sus vidas al cruzar al ralentí los múltiples caminos que surcaban la zona. La suerte también nos sonrió por el lado de los ratones saltadores y enseguida conseguimos el cupo de tres parejas, y todo este pequeño universo se adaptaba estupendamente a su nueva casa y a su nueva dieta. Dicho sea de paso, me parece curioso que la escasa literatura sobre este interesante animal no mencione siquiera sus talentos vocales: sus gruñidos, silbidos, ladridos y profundos jadeos no tardaron en añadirse al coro salvaje que nos rodeaba tan pronto como se ponía el sol.

La mañana del último día habíamos salido un poco tarde y cuando llegamos a la zona de las trampas el sol ya había salido, feroz e implacable, convirtiendo el bosque en una yesca. Anuncié que no iría a ver las trampas y que los esperaría al borde del camino, dedicándome a observar a los pájaros.

Apenas se habían acallado las voces de mis compañeros, cuando los lazos de lianas que adornaban los árboles encima de mi cabeza recibieron la visita de una bandada de nectarinas o souimanga, un pajarito de pico negro y curvado como una cimitarra. Su cabeza, su mentón y su cuello eran de un verde vivo y llamativo con reflejos metálicos, su espalda de un verde oscuro con manchas moradas metalizadas, su pecho de un azul resplandeciente, ribeteado de rojo y amarillo brillante, y su cola verde. Tan variopintos y alegres como una caravana de cíngaros, iluminaban las arcadas despojadas de verdor que estaban explorando. Estas diminutas avecillas son una especie de pájaros-mosca africanos, y algunos son tan bonitos como sus parientes de América del Sur. Aquellos cazaban seguramente insectos, ya que no había ninguna flor a la vista de la que pudieran aspirar el néctar. Volaban como flechas, tan rápidos que el ojo se revelaba incapaz de seguirlos, trazando extraños dibujos geométricos entre las ramas. Luego, de repente, se inmovilizaban, alas borrosas, pico hacia delante, y atrapaban un insecto tan minúsculo que habría sido necesaria una lupa para verlo. La pequeña bandada se comunicaba entre sí con una serie de pequeñas notas agudas y silbantes. Después de limpiar las lianas de todos sus habitantes microscópicos, desaparecieron en el bosque como un diminuto fuego de artificio.

Mis siguientes visitantes fueron ocho loros vasa, hermosas aves de cola redondeada y pico de color marfil claro. Llegaron cantando, bastante melodiosamente por cierto para ser loros, y planeando suavemente hasta las ramas de un árbol bastante grande a unos cincuenta metros de donde yo estaba. Como el árbol no tenía frutos ni nada comestible, supuse que lo usaban como una especie de gimnasio natural, para saltar de rama en rama, colgarse boca abajo y remedar combates cuerpo a cuerpo. Toda esta actividad iba acompañada de gritos roncos y cloqueantes o de melodiosos silbidos. Ver a aquellos pájaros ruidosos, alegres y divertidos era todo un espectáculo.

Acababa de refugiarme en el interior al rojo vivo del Toyota para protegerme de las abejas del sudor cuando tuve otra visita, que nunca habría creído llegar a ver. A algo más de dos metros del vehículo distinguí un resplandor leonado entre los matorrales y, de repente, la vegetación se abrió para dejar paso a un fosa, silencioso como una sombra de nube, que avanzó con languidez hasta el medio del camino y se sentó en el suelo. No había confusión posible: era el paso felino e indolente del mayor mamífero carnívoro de Madagascar, muy parecido a un joven puma y con idéntico contoneo. Allí sentado, a tres metros del Toyota al que no hizo el menor caso, permaneció inmóvil durante un par de minutos. Relajado, perfectamente a gusto (ninguna mirada furtiva por encima del hombro, ni orejas aguzadas, ni la menor tensión muscular), como si hubiese sido invitado. Como él parecía estar a sus anchas, yo también me relajé y cambié mis piernas de posición para estar un poco más cómodo.

El fosa tenía un cuerpo largo y atlético y una cola extraordinariamente larga. Su cabeza, pequeña respecto al resto, me recordó las tallas de los gatos sagrados del antiguo Egipto. Su piel, gruesa y lisa, le envolvía en una soberbia librea color de miel. Después de todo, pertenecía al mismo grupo que el león, el tigre y el jaguar, por citar sólo algunos de los magníficos carniceros que habitan el planeta, y, para estar a la altura de sus compañeros, tenía que hacer un poco su papel. Permaneció silencioso e inmóvil durante unos minutos, y entonces empezó a asearse con el mismo esmero que un gato, acercó a su boca las zarpas regordetas para lamerlas y comisquear los eventuales cuerpos extraños, después levantó las patas traseras para darles unos lametazos, sin dejar de sacudir concienzudamente su cola robusta. Toda la operación le llevó cinco o seis minutos, y fue maravilloso poder observar a mis anchas a un animal que no se percataba de mi presencia, o, si se daba cuenta, no daba muestras de ello, ignorándome voluntariamente como un aristócrata ignora la presencia de un plebeyo.

Cuando hubo eliminado la minúscula mancha que él era el único en distinguir sobre su pelaje inmaculado, volvió a ponerse de pie, suspiró, abrió la boca en un prodigioso bostezo que puso al descubierto una dentadura de un blanco deslumbrante, olfateó el viento y, lenta y majestuosamente, cruzó la carretera y se perdió en el bosque, con la inmensa cola en forma de hoz balanceándose de lado a lado como una cuerda de campana detrás de él. Dejé escapar un suspiro de satisfacción. Haber pasado diez minutos junto a una criatura tan rara y tan hermosa era un privilegio. Sin embargo, los malgaches no tienen ninguna simpatía por el fosa, al que por otra parte temen, pues según ellos no le tiene miedo a nada y ataca a las crías de los cebúes e incluso a los hombres si se lo provoca. Tal vez sea cierto, pero mi fosa particular tenía un aire inofensivo y noble y parecía que, tratado con el debido respeto, habría de ir a acurrucarse junto a la chimenea, como un objeto de adorno grande y hermoso color de miel.

Ya no espera nada más de la suerte, cuando se confirmó que este último día todavía me tenía reservadas muchas felices sorpresas. En el camino de vuelta tropezamos con una pandilla de ocho sifakas que descansaban a la sombra salpicada de luz de los grandes árboles situados a menos de diez metros de la carretera. Estaban tan perfectamente agrupados y exhibían tal variedad de comportamientos, que parecía que acabasen de firmar un lucrativo contrato con la B.B.C. y que los hubiéramos sorprendido en medio de una toma. Uno de ellos estaba acostado cuan largo era sobre una rama, y dejaba colgar desmayadamente brazos y piernas. De vez en cuando abría los ojos para mirarnos sin ningún interés. En un momento dado, hizo un letárgico intento de atrapar una gran mariposa azul, que iba y venía con ese estilo indeciso que tienen las mariposas, pero no lo consiguió. Dos de sus camaradas mimaban un combate mortal, fundiéndose en un abrazo, mordisqueándose levemente y luego apartándose de un salto hacia atrás. Un poco más arriba, cuatro miembros del grupo tomaban el sol con la cabeza echada hacia atrás y los brazos en cruz, como una parodia de una compañía de ópera itinerante cantando uno de los fragmentos más difíciles del Anillo de los Nibelungos. Sentada en un charco de sombra, con su lanosa cría en las rodillas, una hembra la examinaba atentamente en busca de chinches o garrapatas o cualquier otra cosa que pudiera perturbar su bienestar. Pero como todas las criaturas, la cría estaba mucho más interesada en subirse a la cabeza de su madre para unirse a los dos mayores que se peleaban. Pasamos un buen rato con este delicioso grupo, haciendo fotos y contemplando sus juegos. Ellos no nos concedieron mayor atención que si hubiéramos sido una manada de cebúes. Finalmente, y sintiéndolo mucho, los dejamos y ellos nos miraron irnos sin ningún atisbo de curiosidad en sus ojos dorados. Era bueno saber que ellos nos interesaban mucho más que nosotros a ellos.

Al día siguiente, abandonamos Morandava con su bosque que se consumía lentamente y sus legiones de moscas. Nuestra misión se había conseguido con creces, habíamos capturado casi todo lo que nos habíamos propuesto. Ahora quedaba por hacer lo más difícil: llevar a todos los animales sanos y salvos a Jersey. Era una lástima que no hubiera llovido más antes de nuestra llegada para que reverdeciera el bosque, pensaba que podía haber sido un lugar agradable, acogedor y lleno de animales fascinantes, simplemente si los árboles hubieran tenido algunas hojas. Es verdad que la desnudez permitía ver mejor lo que pasaba en las ramas, pero no habría sido desagradable que un manto de follaje nos protegiera del sol. Mientras avanzábamos por la carretera roja y polvorienta entre un ejército de vigorosos baobab, un grupo de loros vasa voló sobre nosotros gritando adiós desde la bóveda azul genciana del cielo.