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Un interludio con yniphora

En Madagascar viven cinco tipos de tortugas, pero la mayor, la más espectacular es sin duda la angonoka o tortuga de «reja de arado» (Geochelone yniphora). Este pesado animal, a veces de casi medio metro de largo y veinticinco kilos de peso, sólo existe en la bahía de Baly, al noroeste de la isla. Hubo un tiempo en que esta especie estaba más extendida y era más prolífica que ahora, pero tanto su población como su hábitat se hallan en franca retirada, y ello por varias razones. La más mortífera es la costumbre de los campesinos de quemar cada año el sotobosque que las cobija, privándolas de su hábitat, y en el mejor de los casos alterándolo. Debido a su lentitud estos grandes animales no tienen tiempo de escapar del incendio y mueren abrasados.

La segunda amenaza, hay que buscarla en la introducción del cerdo africano. Estos animales voraces y omnívoros abren surcos en los terrenos sin cultivar, y gracias al delicado olfato que a sus parientes domesticados de Europa les permite descubrir la deliciosa trufa, parece que buscan el también delicioso (para ellos) nido de tortugas de reja de arado, que destruyen para comerse los huevos y las crías de caparazón blando con el entusiasmo de un gourmet atacando un plato de ostras.

La tercera fuente de problemas procede de los seres humanos. Todavía es una suerte que la tortuga no figure en el menú de las tribus de la región. Pero curiosamente, gusta como animal de compañía, que por lo general se tiene encerrado en el gallinero, esperando que la presencia del reptil o sus cagarrutas sirvan de protección contra una especie de cólera de los pollos. Como es lógico, no hay ninguna prueba de la eficacia de este procedimiento. Todo esto para decir que la tortuga de reja de arado puede elegir entre quemarse viva en los incendios forestales, ver a sus hijos devorados por los cerdos, o ser encerrada en un gallinero como método profiláctico de una pandilla de aves descarnadas.

Cuando sólo quedan doscientos o cuatrocientos ejemplares de tortugas de reja de arado, se comprende que la supervivencia de la especie está amenazada por todas estas razones, sin contar con un último peligro: cuanto más disminuya el número de tortugas, más dificultades tendrán los machos en encontrar hembras para aparearse. Y como el deseo de apareamiento sólo se desencadena a través de los combates entre rivales machos, también es posible que a medida que mengua su población, sea más difícil no sólo encontrar una hembra, sino suficientes rivales para despertar su libido.

En 1985, la Fundación fue contactada por el grupo de especialistas en tortugas de la comisión para la supervivencia de las especies de la I.U.C.N (Unión internacional para la conservación de la naturaleza). Nos preguntaron si aceptaríamos lanzarnos a una operación de salvamento de la tortuga de reja de arado. Aceptamos y el proyecto fue confiado a Lee, debido a su interés por Madagascar y a sus amplios conocimientos en la materia. Lo primero que hizo fue contratar los servicios de David Curl, autor de un estudio sobre las tortugas en Madagascar y de un artículo muy bien documentado sobre su situación actual. Indicaba entre otras cosas que el departamento de Aguas y Bosques del gobierno tenía siete tortugas de reja de arado en cautividad en una estación forestal de la costa este. No era un lugar para ellas, por una sola y simple razón: el clima no les convenía, era poco probable que llegasen a reproducirse. Después de discutir con las autoridades, se acordó que los animales serían trasladados a lugares más propicios para la creación de una colonia de reproducción. David fue el encargado de encontrar ese lugar al que poder trasladar las tortugas.

Tras madura reflexión, David recomendó la estación forestal de Ampijoroa cerca de la ciudad de Mahanjanga, ya que el clima era bueno y se podía aprovechar la presencia de un grupo de barracones para el proyecto. La compañía aérea Air Madagascar nos regaló billetes para nuestro precioso cargamento, y las siete tortugas volaron desde la costa oriental hacia una nueva vida, geográficamente más próxima a su hábitat natural.

En ese momento, David tuvo que abandonar el proyecto para seguir sus investigaciones y como en Madagascar no había nadie lo bastante cualificado en el campo de la cría de reptiles, Lee no tenía más remedio que buscar a alguien en Inglaterra dispuesto a enterrarse en un rincón salvaje de Madagascar con un sueldo miserable durante un tiempo indeterminado (a las tortugas no se les puede dar prisa, sobre todo en lo que concierne a su vida sexual). Lee ya desesperaba de descubrir jamás semejante perla herpetológica, cuando Don Reid irrumpió en nuestras vidas. Físicamente, se parecía al actor de cine americano Melvyn Douglas y sentía verdadera pasión por todos los animales, en particular por los reptiles, desde las tortugas hasta las ranas arborícolas. Dicho de otra forma, con el fichaje de Don, el proyecto podía ponerse en marcha.

Éste fue el primer proyecto de Lee, que no tardó mucho en comprender que una cosa era planificar un proyecto, y otra encontrar dinero suficiente para iniciarlo y hacerlo funcionar. Su teléfono sonaba día y noche como un concierto tropical de ranas y grillos, y el grueso de nuestro correo consistía en cartas relacionadas con el proyecto. A veces me daba por pensar en las tortugas de reja de arado, recorriendo a paso lento su territorio cada vez más reducido, sin la menor idea de los esfuerzos frenéticos desplegados para salvarlas. Por otra parte, era mejor que las pobres criaturas ignorasen la fatiga y las dificultades que causaban, ya que podrían haber caído en una depresión nerviosa colectiva, que a su vez podría haber llevado a la extinción de la especie.

Por fin se encontró el dinero necesario y Don zarpó para Madagascar. Las tortugas se adaptaron muy bien a su nuevo hogar, tan bien que empezaron a reproducirse al cabo de un año de estar en Ampijoroa. Si seguían reproduciéndose con éxito, la próxima etapa sería establecer una reserva para la yniphora en algún lugar de su hábitat natural. Lo que significaba crear un nuevo proyecto, con las inevitables implicaciones financieras y las complicaciones de todo tipo, empezando por las discusiones interminables sobre cuál era la mejor ubicación, la más segura para los animales siempre amenazados por cerdos, perros, bestias y seres humanos. Pero eso sería más adelante. De momento estábamos satisfechos con este excelente comienzo.

Como la búsqueda del ayeaye nos había llevado hasta Madagascar, Lee naturalmente tenía ganas de ver cómo iba su proyecto de las tortugas. Así que, después de dejar a los lémures mansos en las manos competentes de Joseph, volamos a Mahajanga, donde Don vino a recogernos al aeropuerto para llevarnos a ciento trece kilómetros de allí, a Ampijoroa, donde estaban los cuarteles generales de la reserva de Ankarafantsika, una de las más importantes de la isla. Conocimos así al ayudante malgache de Don, Germain. Era un hombre menudo y flaco, que siempre se reía cuando Don le hablaba, salvo cuando se trataba de tortugas, en cuyo caso su rostro adquiría una gravedad impresionante y escuchaba con gran atención. Nunca había que decirle las cosas dos veces, conocía de memoria la rutina cotidiana que necesitaban las tortugas y había seguido brillantemente nuestro curso de formación en Jersey. Todavía no estaba en condiciones de extraer sangre ni de realizar otras manipulaciones científicas delicadas, necesarias para mantener a la yniphora en buenas condiciones, pero dada su rapidez en aprenderlo todo, muy pronto podría hacerse cargo de toda la operación.

A la sombra de los grandes árboles y en el linde de la reserva, Don había construido una especie de nueva urbanización para tortugas de reja de arado. La arquitectura de los cercados era muy sencilla: gruesos troncos como postes de telégrafos colocados horizontalmente constituían la valla, que no necesitaba ser alta ya que, por definición, las tortugas no trepan. Cada recinto tenía una zona cubierta con hojas de palmera para que los reptiles pudiesen estar al fresco cuando quisieran. Junto a los cercados se extendía un cobertizo mucho más amplio donde se preparaba la comida de las tortugas en grandes recipientes de acero inoxidable llenos de hierbas y verduras, a veces mezcladas con huevos crudos por su contenido en proteínas.

Los cercados eran muy espaciosos y, para ayudar al apareamiento, podían juntarse varios mediante el simple procedimiento de quitar algunos troncos. La curiosa protuberancia de la concha bajo la cabeza del animal (al que se debe su nombre de tortuga de reja de arado), llamada ampondo, es su arma de combate. Al parecer, los machos tienen que luchar para excitar su deseo, y sólo entonces, dominados por la emoción, pueden aparearse con las hembras. Un macho solitario colocado en presencia de un grupo de hembras a cuál más seductora, descocada y voluptuosa (desde el punto de vista tortuguesco), errará cabizbajo, insensible a sus estratagemas y múltiples encantos, simplemente porque no tiene a nadie con quien pelearse. A priori, rodeado de tantas hembras tan atractivas como consentidoras, cualquier tortuga macho digna de este nombre debería sentirse como donjuán, pero la angonoka necesita su combate como afrodisíaco. Sin embargo, cuando se han dado cita todos los ingredientes y comienza la batalla, es un espectáculo fascinante.

Los dos machos, tan orondos como Tweedledum y Tweedledee[3] en sus trajes marciales, se acercan uno a otro a un paso que, para las tortugas, podría considerarse como un trote ligero. Luego los caparazones chocan y es entonces cuando el ampondo de la tortuga de reja de arado revela su utilidad. Cada uno de los protagonistas intenta deslizar este espolón bajo el cuerpo de su adversario para poder voltearle y declararse vencedor de este duelo sin derramamiento de sangre. Avanzan y retroceden como dos luchadores de sumo vestidos de escamas levantando pequeñas nubes de polvo, mientras que el objeto de su adoración contempla sus esfuerzos apasionados casi con el mismo entusiasmo y admiración que una tarta de ciruela. Finalmente, uno de los dos pretendientes coloca su arma en el lugar exacto y haciendo cuña consigue voltear al rival. A continuación, se arrastra hasta la hembra para reclamar la justa recompensa, mientras que el vencido, tras mucho patalear, consigue recuperar la posición normal y se aleja con aire decepcionado. Como muchos combates en la naturaleza, éste sólo ha sido un estimulante, una prueba de fuerza en la que no se ha derramado ni una sola gota de sangre.

Nuestra visita no coincidía con la época del apareamiento, pero habíamos asistido a aquel espectáculo en otras ocasiones. En cambio, esta vez teníamos la suerte de poder ver algo muy especial: el resultado de aquellas justas de reptiles. Don nos llevó hasta un pequeño cercado diferente de los demás, cuidadosamente construido para mantener alejados a los halcones, serpientes y perros, sin hablar del voraz fosa, un carnívoro parecido a un gato gigante de cuerpo alargado, que habita en los bosques de Madagascar.

—Aquí está nuestra última carnada —declaró Don con una voz que traicionaba un orgullo mal disimulado.

Se agachó y depositó en la palma de Lee, que tendía ávidamente la mano, un cuarteto de minúsculas tortugas de reja de arado.

—¡Oh! —exclamó Lee—. ¿No son preciosas?

Evidentemente lo eran. Daba la impresión de tener en la mano cuatro diminutos guijarros recalentados por el sol, magníficamente erosionados y esculpidos por el viento y las olas. Lee estaba entusiasmada, admiraba el resplandor de sus ojos, como dos perlas de ónice engastadas en sus caritas inteligentes, la perfecta manicura de sus uñas afiladas, como diminutas medias lunas doradas, y sus sólidas patitas provistas de escamas meticulosamente esculpidas como las hojas fósiles de un árbol enano. La descripción más exhaustiva del responsable de un proyecto nunca podrá compararse con el hecho de ver y tocar el fruto de tu trabajo. Sentir palpitar en la palma de la mano la vida de estas suaves, redondas y cálidas criaturas nos hacía olvidar los meses y meses de luchas para conseguir dinero, convencer a los burócratas, preparar y organizar el proyecto. Aquellas graciosas y minúsculas criaturas que teníamos en la mano representaban el futuro de su raza. Sabíamos que al estar protegidas crecerían hasta convertirse en aquellos enormes adultos que, pesados y toscos como antiguos guerreros con armadura, combatirían por sus damas en cada estación, de forma que estas extraordinarias criaturas antediluvianas sigan reproduciéndose y deambulando a lo largo de los siglos para recordarnos cómo comenzó el mundo y deleitarnos con su belleza y su comportamiento únicos. Lee, Don y Germain tenían motivos para estar orgullosos.

—Vámonos —le dije a Lee—. Ya les has hecho bastantes carantoñas. Acabarás malcriándolas a fuerza de tantos mimos.

De mala gana, volvió a dejar a las crías de tortuga en su fortaleza. Luego, a la sombra fresca de las grandes tecas, en vasos agrietados y tazas desconchadas bebimos whisky tibio a la salud de las crías.

Detrás de los barracones de los guardas forestales, Don había intentado hacer un huerto en el que esperaba que pudieran crecer algunas hortalizas para sus pupilos. Había levantado una empalizada de ramas para protegerlo de eventuales ataques de hambre de los cebúes que solían pasar por allí. Serví una segunda ronda de whisky tibio y declaré alzando mi vaso:

—¡Tortugas de todos los países, uníos! No tenéis nada que perder salvo vuestros caparazones…

En ese momento, por el rabillo del ojo, advertí algo blanco que se movía. Al darme la vuelta, vi con alborozo que estábamos a punto de ser invadidos por uno de los lémures que más me gustan: el fabuloso, soberbio acróbata de los bosques, el sifaka de Cocquerel. Su tupido pelaje, de un blanco cremoso, tiene estrías color chocolate en los hombros y en los muslos, mientras que en la coronilla luce una mancha de color avellana que parece un bonete. Unos ojos dorados muy redondos y abiertos de par en par le dan un aire ligeramente alucinado. Pero son sobre todo sus movimientos, su agilidad y su ligereza, los que son extraordinarios. Mientras mirábamos al grupo, que consistía en seis adultos, algunos de ellos hembras con sus crías parecidas a diablillos, se reunieron en los árboles al final de la empalizada. Unos se entregaron a su aseo personal, otros se instalaron a la luz de la puesta de sol, la cabeza hacia atrás, los brazos en cruz a fin de aprovechar al máximo los rayos benéficos. Al cabo de un rato, el más temerario de todos se presentó como voluntario para salir de exploración. Bajó el tronco del árbol reculando, exactamente como un hombre, luego saltó sobre la empalizada, donde permaneció un tiempo sentado, con los grandes ojos muy abiertos, al acecho del menor peligro. Después, mediante una serie de saltos que habrían sido la envidia de un canguro, recorrió la barrera de punta a punta. Cada salto le hacía avanzar unos dos metros, de manera que enseguida llegó al otro extremo de la empalizada y desde allí, con un salto prodigioso de seis metros, se instaló en la seguridad de los árboles. El resto del grupo, al ver que su compañero no había sido despellejado por nosotros ni por ningún otro predador de aquellos parajes, se reunió con él por el mismo camino. Se desplazaron a lo largo de las ramas hasta detenerse exactamente sobre nosotros, y allí nos ofrecieron el más espectacular de los ballets. Hacían piruetas en la copa de los árboles, recorriendo una decena de metros o más, luego se lanzaban en dirección a la rama que colgaba sobre nuestras cabezas, aparentemente sin apuntar ni valorar la distancia que los separaba de ella, pero siempre daban en el blanco. Pasaron su buen cuarto de hora retozando por los aires, regalándonos un número de acrobacia que hubiera hecho sacar en el acto su talonario de cheques y un contrato en toda regla al primer empresario de circo que hubiera pasado por allí. Luego, de repente, nuestros acróbatas decidieron que ese rincón de su territorio había perdido su encanto y, de común acuerdo, se marcharon saltando por el bosque como un tornado blanco.

Con un profundo suspiro de satisfacción, me dirigí a Don.

—Nunca había visto un ballet acrobático tan hermoso —le confesé—. Hasta los rusos se lo pensarían dos veces antes de hacer esos virtuosismos. Gracias por haber organizado esta pequeña representación como aperitivo.

—De nada —replicó modestamente Don—. Los hombres de los bosques vivimos tan compenetrados con los animales que nos obedecen siempre.

—Basta de bromas —dije yo en tono severo—. ¿Y ese baño que nos habías prometido, dónde está?

Bajamos a pie a través del bosque hasta una laguna de aguas tranquilas y marrones bordeada de astracán verde. El baño resultó refrescante, aunque el agua estaba tibia y suave como la leche recién ordeñada.

—¿Hay cocodrilos? —pregunté mientras flotábamos dulcemente entre aquellas aguas de color café con leche.

—Algunos —respondió Don—. Pero no se los ve a menudo.

—Entonces tú y Germain podríais nadar delante —propuse—, así, si uno de los dos desaparece, sabremos que ha llegado el momento de salir disparados hacia la orilla.

—Son inofensivos —dijo Don—. La verdad es que nos tienen más miedo ellos a nosotros, que nosotros a ellos.

—Yo a pesar de todo no me fiaría. Creo que el reverendo Sibree fue bastante elocuente sobre este tema.

Sibree, en efecto, no había escatimado su elocuencia en lo tocante al cocodrilo. Hay que decir que en su época —finales del siglo XIX—, el número de estos reptiles probablemente era más elevado que el de hoy, con todos los zapatos, bolsos y maletas que han proporcionado a los hombres y mujeres elegantes de Europa. Es pues comprensible que le haya dedicado algunas líneas.

Estos reptiles abundan tanto en algunos lugares que se les considera una plaga; no es raro que se lleven cabras o vacas, a veces incluso mujeres y niños que tienen la imprudencia de meterse en el agua, o de acercarse demasiado.

Un poco más lejos en esta excelente obra se lee lo siguiente:

No tardamos en trabar conocimiento con los cocodrilos, había uno que tomaba el sol en un banco de arena justo enfrente de nuestro punto de partida. Vimos a un buen número de ellos durante la jornada, aunque no tantos como en los relatos de otros viajeros, a lo mejor veinte, a lo mejor treinta, algunos lo bastante cerca para permitirnos estudiarlos en detalle. En su mayoría eran de color gris claro, pero otros eran oscuros como la pizarra, otros moteados de negro. Su longitud variaba entre dos y cuatro metros. Pudimos observar la pequeñez de su cabeza, así como su espalda y su cola dentadas como una sierra gigante. Generalmente se les veía tumbados con la gran boca abierta y a veces les salpicábamos con los remos al pasar por su lado.

Nuestro baño prosiguió sin embargo sin verse turbado por el reptil gigante. Chapoteamos en el agua hablando de todo y de nada.

—Lo malo de Germain es que encuentra gracioso a Shakespeare —se quejó Don señalando con el pulgar la cabeza risueña del malgache.

—¿A quién encuentra gracioso? —dije yo, perplejo.

—A Shakespeare. Cada vez que me pongo a recitar uno de mis fragmentos preferidos de Enrique V o El mercader de Venecia, se ríe tanto que casi se ahoga.

—¿Es que entiende algo? —pregunté, intrigado.

—Ni una palabra —me informó Don con aire sombrío—. ¡Te das cuenta, morir sin conocer al Bardo!

—¡Qué horror! —convine, mientras Germain me gratificaba con una enorme sonrisa y desaparecía bajo el agua entre una nube de burbujas.

Aquella noche Don había organizado una pequeña fiesta en nuestro honor. Gran emoción en las aldeas de los alrededores, ya que todo el mundo tenía intenciones de asistir. Delante de uno de los barracones, un terreno relativamente grande había sido iluminado con velas y el inevitable e indispensable farol de petróleo o quinqué.

¿Qué haríamos en estos lugares apartados del mundo, me dije, sin este sencillo y sin embargo inestimable invento? Su luz amarillenta, como un pequeño croco esférico, te da la bienvenida al regresar al campamento después de una dura jornada. Bajo su resplandor he visto a mujeres realizar delicados bordados y a hombres tallar admirables figurillas. A su alrededor he visto a grandes sapos formar amistosos y voraces cónclaves, esperando la abundancia de insectos que dispensa su suave claridad. Con esta misma luz, he practicado operaciones que harían estremecer a Harley Street[4]: he sacado grandes y supurantes piojos de los pies de montones de niños; he tratado de extraer, con la habilidad de un carterista, la tierra y la gravilla del lanoso cuero cabelludo de mi lavandera, que se había caído por un talud de diez metros y había aterrizado de cabeza a orillas del río; he tratado de hacerle un torniquete a un borracho que acababa de cortarse tres dedos de cuajo con un machete bajo los efectos del vino de palma. Su amistosa luz me había visto arrastrarme desde la cama medio dormido para dar el biberón a toda clase de criaturas, desde duiqueros hasta gálagos, desde osos hormigueros hasta armadillos. Debería erigirse una estatua en algún lugar al inventor anónimo de este objeto inestimable para los que viven donde la electricidad sólo existe bajo la forma del rayo, donde la luna y el farol de petróleo son las únicas fuentes de alumbrado fiables.

Don se marchó al volante de una camioneta prestada para recoger a los invitados de las localidades vecinas, mientras continuaban los preparativos para la fiesta, es decir, whisky para nosotros, ron local (que hace arder el estómago y mover los pies espasmódicamente en la pista de baile) y coca-cola para los que prefieren rebajar el ron y para los pequeños invitados que no estaban en edad de soportar sus efectos electrizantes. Los invitados empezaron a llegar poco a poco. Sus pies desnudos restregaban el polvo caliente con un murmullo sibilante, sus caras oscuras formaron muy pronto una especie de friso en torno al charco de luz, relucían dentaduras blancas, brillaban lambas de abigarrados colores, se oían sordos cuchicheos de colmena de abejas soñolientas, se respiraba un clima de expectación, como cuando los niños esperan a los Reyes Magos. Poco a poco, mientras Don multiplicaba sus idas y venidas, la concurrencia aumentó, el ruido subió de tono. Tintinearon los vasos, estallaron las risas, las voces, y de vez en cuando, algunos acordes de valiha, ese instrumento sin el que ninguna fiesta malgache parece poder comenzar. Pariente lejano de la extensa familia de los instrumentos de cuerda —la cítara, la balalaika, el ukelele, el banjo, la guitarra—, el valiha consiste en un tubo de bambú, cuya longitud puede alcanzar más de un metro, que hace de caja de resonancia. Las «cuerdas» son en realidad minúsculas tiras recortadas con gran precisión de la misma corteza del bambú, luego alzadas y apoyadas sobre un caballete de madera. Estas cuerdas siguen unidas por sus dos extremos al bambú. Cuando los dedos pasan sobre ellas, producen unos sonidos melodiosos y curiosamente melancólicos que son maravillosos y que se oyen por todas partes en Madagascar. Un valiha es un producto del bosque transformado en un instrumento musical de gran pureza, de manera que, con ayuda de un trozo de bambú y de un cuchillo, cualquiera puede ser dueño de un Stradivarius.

Ya habían llegado todos los habitantes de los cuatro minúsculos pueblos y la atmósfera se iba animando sensiblemente. Cuatro valihas, un tambor y varias flautas hicieron resonar una música un poco repetitiva, pero bonita. El ron empezó a circular libremente, la gente se puso a bailar. Ver evolucionar todos aquellos lambas de colores, llevados tanto por hombres como por mujeres, en nuestra pequeña pista de baile, era como contemplar un parterre de flores a través de un calidoscopio.

La fiesta fue un éxito: todo el mundo se lo pasaba en grande cantando y bailando, mientras los músicos tocaban cada vez más fuerte, cada vez más deprisa. A las dos de la mañana, Lee y yo optamos por irnos a dormir, pero los lugareños parecían tan frescos y dispuestos como cuando habían llegado. Un poco más tarde, ya en la cama, seguíamos oyendo el ruido de sus voces felices, la melodía melancólica de la orquesta, el tintineo de las botellas, el repiqueteo sofocado de sus pies sobre la pista de baile.

Sentados ante un desayuno compuesto de café negro con azúcar, galletas y exquisitos plátanos del tamaño de un dedo, vimos aparecer a Don con un aspecto cadavérico.

—¿A qué hora te acostaste? —le preguntó Lee.

—No me he acostado —respondió Don, que se bebió el café de un trago, tiritando.

—¿Quieres decir que te quedaste hasta el final? —exclamé, estupefacto.

—No tenía más remedio —dijo Don—. Si no ¿cómo regresaban a casa?

—Oh, claro. Había olvidado que hacías de taxista —me disculpé.

—¡Si sólo hubiera sido eso! —suspiró Don—. Pero no me di cuenta de que cada vez que llevaba a diez, cinco se quedaban en la camioneta por el gusto de ir en coche. Hice el doble de los viajes necesarios, hasta que descubrí el truco. Me habrían dejado seguir paseándolos hasta el amanecer si no les paro los pies.

—No importa —le dije para consolarle—, ven con nosotros a hacer una visita a los cocodrilos. Dicen que no hay nada mejor para pasar la resaca que una buena pelea de judo con un cocodrilo.

Bajamos pues hacia las aguas tranquilas del lago color chocolate. El bosque, vestido con todos los matices de verde, estaba constelado de rocío. Invisibles en sus profundidades, los cucos saludaban al nuevo día con su canto tan parecido a su nombre, que termina en una cascada burbujeante de notas que hacen vibrar el bosque, un canto tan puro, pleno y seductor como el reclamo del cucú.

Relajados y refrescados por el baño, regresamos a los cuarteles generales del proyecto, donde Lee fue a rendir un último tributo a sus bichitos antediluvianos que iban y venían en sus corrales como juguetes mecánicos.

—¿O sea que ya tenemos treinta y una hasta ahora? —dije a Don sosteniendo uno de aquellos fenómenos entre el pulgar y el índice, y sorprendiéndome de la suavidad de su caparazón, como de papel secante húmedo. El animal se contorsionaba, indignado por verse tratado de forma tan ultrajante y en cuanto lo dejé en el suelo, corrió a esconderse bajo una hoja.

—Ahora que ya sabemos lo que necesitan —declaró Don—, creo que todavía lo haremos mejor en el futuro.

—¡Vamos a estar inundados de yniphoras! —exclamó Lee, depositando alegremente un beso en la nariz de una de las crías, que mostró un aire atónito y ligeramente irritado.