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Una invasión de lémures

A la mañana siguiente, mientras desayunaba antibióticos y huevos fritos a partes iguales, me dediqué a observar la calle por la ventana del restaurante. Romulus nos había mandado decir que su coche había tenido una avería —lo que no era de extrañar— y que iba a llegar con retraso. Esto me dejaba una hora para disfrutar con el espectáculo del mercado, en pie desde las cuatro y ahora en su punto álgido. En cuanto a Lee, había desaparecido entre la muchedumbre en busca de cestos con tapa para nuestros futuros lémures. Mientras esperaba, me entretenía haciendo algunos dibujos y así pude observar los numerosos usos de esa prenda llamada lamba.

El lamba consiste en una pieza de algodón de un metro veinte por dos metros cincuenta cuyos motivos multicolores se entrelazan en un complicado diseño. En mi juventud, a eso se le llamaba un «sarong» y la única que lo llevaba era Dorothy Lamour, y sólo para resaltar sus múltiples encantos. En el mercado de Ambatondrazaka comprobé que tenía funciones más prácticas. Para empezar, puede enrollarse de tal manera que sirve para llevar a los niños pequeños a la espalda, como en una especie de bolsa marsupial. Si no se tienen niños pequeños, se pueden llevar de la misma manera pequeños sacos de arroz, pollos, patos, o incuso la comida. O se puede usar como vestido, capa o capucha para protegerse del sol, o como taparrabos. Hace de sábana ligera y cálida durante el sueño, y por último y sobre todo, favorece mucho.

La mujer malgache es pequeña, de figura grácil, y se mueve con más elegancia que una bailarina de ballet, al menos de las que he visto. La costumbre de llevar cosas sobre la cabeza desde su más tierna infancia le ha dado este porte magnífico. En Ambatondrazaka, drapeadas en sus lambas que moldean cada curva de su cuerpo, bajo sus esplendorosos sombreros de paja blancos inclinados coquetamente a un lado, eran de una belleza que cortaba la respiración. El peso de los objetos que algunas llevaban sobre la cabeza era asombroso, me preguntaba cómo aquellos cuellos largos y finos podían soportarlos sin romperse como el tallo de una flor. Observaba a una mujer junto a un enorme cesto lleno de batatas. Necesitó la ayuda de dos amigas para ponérselo en la cabeza, pero una vez bien asentado y equilibrado, bajó la calle con la misma suavidad y ligereza que una piedra deslizándose sobre el hielo. Otra mujer ofrecía un espectáculo curioso: su cesto contenía dos ocas de las que sólo se veía de cuello para arriba, como si por arte de magia hubieran salido del cesto dos cabezas chillonas.

En el bar-restaurante donde me había sentado a una mesa, había un continuo desfile de vendedores que venían a proponerle su mercancía a la mujer del dueño, que oficiaba detrás del mostrador. A veces era un gran bocal de estaño lleno de peces, o unos pollos escandalosos agarrados por las patas, o una pierna de cebú, o una docena de huevos. Tras someter cada nuevo ofrecimiento a una inspección en toda regla, Madame o le hacía entrar en la cocina, o se deshacía del vendedor ambulante con un gesto de la mano.

Estaba inmerso en la contemplación de este pintoresco desfile, cuando Araminta y Edward vinieron a sentarse a mi mesa. Estos amigos, que habían decidido pasar sus vacaciones con nosotros, son unos de nuestros más fieles apoyos y tenían curiosidad por ver de cerca cómo se capturan los animales. El tío abuelo de Edward, Herbert Whitley, había fundado y construido los jardines zoológicos de Paignton, en el Devon. En otros tiempos yo le había proporcionado numerosos ejemplares destinados a aumentar su colección. Era uno de esos maravillosos y excéntricos naturalistas que sólo parecen darse en Inglaterra, tenía un don especial con los animales y en su zoo criaba algunos que nadie había podido mantener vivos. Físicamente, Edward se parecía en muchos aspectos a su tío abuelo. Era alto y atlético, con una peculiar inclinación de la cabeza y un irresistible aire de candor e inocencia desmentido por la línea voluntariosa de su mandíbula. Araminta, con su belleza morena y vaporosa, su mirada penetrante, era la mujer ideal para este extrovertido, y además me gustaba que llevara uno de esos magníficos nombres victorianos que, con gran dolor de mi corazón, parecen haber caído en desuso.

Habían llegado dos días antes, agotados por el desfase horario, y yo me había apresurado a transmitirle a Araminta el brote del maldito microbio que me tenía frito. Sólo consentía en perdonarme este gesto tan poco amistoso si bautizábamos a nuestros dos primeros lémures Araminta y Edward, condición que acepté, naturalmente. Mientras tanto, ella y yo nos pasamos la mayor parte del tiempo yendo y viniendo de los servicios, como esas dos figuritas que entran y salen alternativamente de los chalets suizos en miniatura que se compran para saber el tiempo que hará.

—¿Qué tal estáis hoy? —pregunté.

—¡Fantástico! ¡Fantástico! —exclamó Edward, con esa insultante exuberancia de las personas jóvenes y sanas a la hora del desayuno.

Araminta, en cambio, se limitó a dirigirme una mirada glacial.

—Lo que necesitas, es un buen desayuno —dijo Edward mirándola inquisitivamente—. Un poco de chop suey con tres o cuatro huevos fritos. Es delicioso.

—No, gracias —replicó Araminta, que se había puesto pálida—. Tomaré un poco de té.

—A ver, ¿cuál es el programa de hoy? —preguntó Edward engullendo el chop suey como un herbívoro de la especie más corpulenta y más voraz.

Le expliqué que el coche de Romulus estaba averiado.

—¿Averiado? —repitió Edward—. A mí lo que me extraña es que ese viejo cacharro funcione.

—Estará listo dentro de una hora más o menos —precisé—. ¿Qué pensáis hacer?

—Nuestras compras de Navidad —anunció Edward.

—¿Compras de Navidad? ¿Aquí? —dije yo.

—Compréndelo, no tendremos tiempo cuando volvamos a Inglaterra. Iremos a ver qué hay en el mercado —dijo Araminta.

—Los pollos y las ocas están bastante bien —dije yo con prudencia—. ¿O preferís cochinillos? Acabo de ver pasar cuatro cerditos, cada uno de un color diferente y bastante pequeños para caber en vuestras mochilas.

—Gracias, pero estaba pensando más bien en cestos o lambas —respondió ella con aire digno.

Así, abandonándome a la contemplación del mercado, mis dos amigos se fueron a hacer sus compras de Navidad en el más incongruente de los lugares. Volvieron poco después cargados con una colección de lambas abigarrados y de cestos de todas las formas imaginables: redondos con tapa, otros cuadrados, otros altos como torreones —en las orillas del lago se fabrica la más bella cestería de Madagascar—, finos, apretados, brillantes, con intrincados diseños de colores llamativos. Mientras examinábamos aquellos trofeos, Lee volvió con su propio botín, no tan refinado como el de Araminta, pero también muy bonito.

Finalmente llegaron Romulus y Mihanta, deshaciéndose en excusas, y volvimos a salir, esta vez en dirección a la orilla oriental del lago. La carretera se reveló mucho menos deprimente que la anterior. En algunos lugares, las granjas estaban rodeadas de grandes extensiones boscosas, mientras que en la orilla occidental la simple visión de un árbol era como volver a encontrar a un viejo amigo largo tiempo desaparecido. La suerte nos sonrió desde la primera parada. Cuando el coche se detuvo en la plaza del pueblo, Mihanta se volatizó como un duende para reaparecer diez minutos más tarde con una cría de lémur manso en un cesto. Rara vez me he encontrado con una criatura tan enternecedora: tenía una cabeza enorme, manos y pies desproporcionados, todo él podía caber en una taza de café. En principio, sólo debíamos recoger ejemplares jóvenes adultos o adultos, pero para abandonar a aquel microbio a su suerte, habría que tener un valor que nosotros no poseíamos. En aquel cesto no había más que un trozo de plátano demasiado maduro, mientras que yo estaba convencido —pese a las protestas de su actual propietario— de que todavía no había sido destetado: y a esta edad un régimen de frutos medio podridos sólo podía serle fatal. Lo compramos por un precio modesto, y aprovechamos para dar una lección a los habitantes del pueblo sobre lo que era legal e ilegal. ¿Sabían que la ley prohibía matar y capturar a estos animales? Oh, sí, estaban al corriente, pero como nadie se molestaba en vigilar su aplicación, ¿por qué iban a obedecerla? Es exactamente la clase de actitud que se encuentra en las cuatro partes del globo, y que hace tan frustrantes nuestros esfuerzos por la conservación.

Nos disponíamos a salir del pueblo, cuando alguien nos hizo señas para que nos parásemos y nos presentaron otras tres crías de lémures. Eran un poco mayores que el primero, y, en mi opinión, más o menos destetados. Como con su predecesor, no tuvimos corazón para abandonarlos a una muerte cierta, así que los compramos y, después de otro pequeño sermón sobre la ley, reemprendimos la marcha con nuestros cuatro pupilos.

Las cantidades que dábamos a título de compensación eran, naturalmente, irrisorias: no queríamos estimular de ningún modo un comercio de esta naturaleza. En cada transacción, nos tomábamos el tiempo de explicar bien a la gente la finalidad de la legislación y les enseñábamos los papeles donde el gobierno malgache nos autorizaba a capturar lémures, con el objetivo de establecer colonias de reproducción. Ignoro si les convencía lo que les contábamos, pero nosotros cumplíamos concienzudamente con nuestro deber.

Luego fuimos a otro pueblo, donde había un pequeño dispensario y esperaba encontrar una jeringa hipodérmica para dar leche al pequeñín sin destetar. Las cuatro crías estaban aterradas por el estrépito que hacía el coche de Romulus (y no eran los únicos), o sea que cuando llegamos a Andreba, buscamos un poco de leche y una jeringa, y hicimos una parada de una hora para darles de comer. Bebieron glotonamente, y los mayores comieron un poco de plátano, lo que era muy buena señal. Mihanta se volatizó de nuevo durante la operación, y volvió a aparecer con una hembra adulta con una correa en torno a la cintura. Evidentemente, llevaba cierto tiempo en cautividad y estaba relativamente domesticada. A pesar de su pelaje mortecino, sus dientes gastados y su aspecto apagado, la compramos. (Más adelante demostró ser un gran acierto). Para entonces las cuatro crías habían comido y descansado lo suficiente para afrontar de nuevo los horrores del ingenio de Romulus. Sugerí ir directamente al hotely, no sólo a causa de nuestros minúsculos invitados, sino porque ninguno de los antibióticos que había tomado parecía surtir efecto.

¿Qué íbamos a hacer ahora? Teníamos a un adulto, un joven adulto y cuatro crías lémures, y era imposible ocultar la pequeña familia a la dirección del hotel. Como soy un cobarde, envié a Lee a anunciar a M. Le Patron y a su esposa la invasión de lémures. Para nuestra sorpresa, se alegraron mucho, se declararon amigos de los animales y nos alquilaron inmediatamente una habitación contigua a la nuestra, donde pudimos instalar a nuestros minúsculos huéspedes. Una habitación pequeña amueblada con un lavabo, una mesa y una cama de dos plazas gigantesca. Después de quitarle las sábanas, cubrimos el colchón con un plástico. La mesa se destinó a la preparación de las comidas y el lavabo, a fregadero. Colocamos a los animales en la cama, y las frutas y verduras en cestos debajo de la mesa. No me había divertido tanto desde que en Corfú, durante un rodaje, y por consejo del director (un apasionado de la herpetología), había metido a unas cuantas tortugas de agua dulce en la bañera. El grito que lanzó la camarera griega al ver aquel chapoteo de reptiles fue tan penetrante como el de la llorada Maria Callas al pisar un escorpión (aunque no tan armonioso).

A la mañana siguiente, creo que si alguien hubiera venido a verme discretamente ofreciéndome comprar por cinco céntimos la totalidad de mis vísceras, habría aceptado su proposición sin vacilar. Anuncié pues a Lee que aquel día no la acompañaría a buscar lémures por el lago, sino que me quedaría en el hotely, o mejor dicho, amarrado al lavabo, y aprovecharía para ocuparme de nuestros nuevos huéspedes. Ya que aparte de mis molestias, los pequeños lémures —sobre todo el más joven— parecían tener necesidad de alimentarse a intervalos regulares. Una vez realizada esta tarea, bajé mi diario al bar y me concentré en mis notas, mientras me atendía una pequeña sirvienta que sólo hablaba malgache. En un rincón de la estancia había un gran televisor en color con el sonido muy alto, ante el que iba a apostarse la joven en cuanto tenía un momento, cautivada por una de esas telenovelas francesas explícitas, donde casi todo pasa en la cama en medio de una serenata de gemidos y jadeos.

Justo antes del almuerzo, subí a dar de comer a las crías. Los mayores lamían con buen apetito la leche del plato, pero el pequeñín todavía tenía que ser alimentado con la jeringa. Sin embargo, bebía hasta que su pequeño vientre quedaba tirante, sin soltar ni un segundo mi mano, que tenía apretada entre sus dedos como en una llave, sus grandes ojos dorados clavados en mi rostro. Cuando son pequeños, la cabeza, las manos y los pies de los lémures son desproporcionados en relación con el cuerpo delgado, y cuando se desplazan sobre una superficie plana, tienen unos andares muy cómicos, como Charlot. Sin embargo, cuando se les ve columpiarse entre las ramas, se comprende enseguida para qué sirven sus enormes extremidades. Había modificado la disposición de las jaulas sobre la cama para permitir al más joven ver a la hembra adulta (a la que habíamos bautizado como Araminta), y celebré oírlos intercambiarse cuchicheos y ruidos de tapón que salta.

Volví a bajar al bar, donde las actividades sexuales del melodrama proseguían a buen ritmo, y pedí un bol de sopa con mucho arroz, esperando calmar las furias que se habían instalado en mi vientre, además de algunos mangos que pensaba cortar en trocitos para los lémures. El bar y el restaurante entretanto se habían llenado, y la cacofonía de las voces sumada a los gemidos y jadeos del televisor, formaban tal algarabía que decidí retirarme a mi habitación. Ante la imposibilidad de llevar a la vez mi cuaderno y los mangos, hice señas a la pequeña sirvienta de que necesitaba su ayuda. Con la punta de la lengua fuera y un aire solemne, cogió mi cuaderno como si recogiese el santo sacramento, y lo subió con mil precauciones a la habitación. Yo la seguí haciendo malabares con los mangos. Depositó cuidadosamente el cuaderno sobre la mesita de noche, bajó la cabeza, me dirigió una sonrisa deslumbrante a cambio de mi misaotra (gracias) y desapareció. No me di cuenta enseguida de que al salir, había hecho girar la llave y me había dejado encerrado en la habitación.

Decir que me encontraba en un aprieto, sería quedarme corto. Las puertas y los muebles de Madagascar están hechos con una madera tan pesada, tan compacta, que parece granito, por lo que era imposible jugar a James Bond y echar la puerta abajo —no habría conseguido más que dislocarme un hombro. Inútil pedir auxilio, visto el nivel de decibelios emitidos por los clientes de la planta baja, sin hablar de los gemidos y jadeos catódicos. Miraba en derredor en busca de un objeto contundente con el que derribar la puerta; en vano, no había nada. Me aposté detrás de los barrotes de la ventana, con la vaga esperanza de que algún transeúnte notase mi presencia. Grité. Varias personas levantaron los ojos y me hicieron gestos amistosos con la mano pasando de largo. La gran mayoría me presentaba la palma de la mano, como si fuera a arrojar algunas monedas. Me senté en el borde de la cama para reflexionar. Los pequeños lémures tenían hambre y, sobre todo, el cuarto de baño estaba al final del pasillo.

De pronto recordé que alguien me había contado que ninguna cerradura, ni siquiera la más sofisticada, se resiste a las tarjetas de crédito. Muy contento, saqué de mi cartera mi tarjeta American Express y me puse manos a la obra. No sé por qué la llevo, ya que me la han rechazado en todas las tiendas y en todos los hoteles alrededor del mundo. La puerta no iba a ser una excepción: también me la rechazó. En descargo de American Express, debo decir que las cerraduras malgaches son singulares. De formas aparatosas y alambicadas, se decían regaladas por Mao Tse-tung, y de hecho tenían muchas peculiaridades chinas, como por ejemplo tener que meter la llave al revés, y girarla de izquierda a derecha para cerrar y de derecha a izquierda para abrir. En Madagascar, para aprender a entrar y salir con facilidad de la habitación de hotel se necesitan varias semanas. Pasé la hora siguiente dando zancadas por la habitación y tratando de encontrar alguna solución a mi problema. En cuanto a mi vientre, me informaba en términos que no podían ser más claros de que, si no salía de allí a toda prisa, no respondía de las consecuencias. Habría desmontado de buena gana la cerradura, si hubiera tenido algo que pudiera servirme de destornillador.

Estaba examinando la cerradura y resignándome a permanecer cautivo hasta que llegara Lee por la tarde, cuando, bruscamente, la puerta se abrió y vi a la sirvienta malgache. Me dirigió una amplia y cálida sonrisa, y luego, sin la menor explicación, desapareció. Me apresuré a sacar la llave de la cerradura para evitar el riesgo de un nuevo cautiverio y salí disparado al lavabo. Había sido liberado justo a tiempo.

Cuando fui a dar de comer a las crías, me encontré a los mayores muy excitados, saltaban en las jaulas de rama en rama, a veces al suelo, y en aquel momento sobre el más pequeño, que parecía muy desdichado. No es que sus intenciones fuesen malas, pero lo trataban como un objeto inanimado, un pedazo de madera o un trozo de plátano, lo que evidentemente no le gustaba nada. Me miró con aire lúgubre. Habría podido trasladarlo a uno de los preciosos cestos de Lee, pero temía que se aburriese si se quedaba solo. Entonces se me ocurrió una idea. Los lémures mansos grises son animales muy sociables, y poco dados a las peleas familiares. Teníamos una hembra vieja (en mi opinión demasiado vieja para procrear). ¿Por qué no proponerle que adoptase al pequeñín? Más lo pensaba, y mejor me parecía la idea. Ignoraba si la vieja hembra iba a ser de la misma opinión, pero estaba bastante domesticada, lo que facilitaría las cosas. Levanté la puerta de su jaula, y metí a la cría en su interior, dispuesto a rescatarla inmediatamente si la cosa se ponía mal. Nada más verla, el pequeño corrió al otro extremo de la jaula para arrojarse sobre ella, con tal entusiasmo que trepó hasta su cabeza y su cara antes de encontrar la posición habitual de un pequeño lémur: estirado, piernas y brazos separados, contra el vientre de la madre. Vi a mi noble matrona brevemente desconcertada por esta brusca invasión de su intimidad, luego, para mi gran alivio, estrechó entre sus brazos al pequeño que se pegaba a su mullida y cálida piel. Estaba claro que ella no tenía leche. ¿Aceptaría el pequeñín abandonarla para que le diésemos de comer? Era la pregunta siguiente. En realidad, no tenía por qué preocuparme. Una vez intentó sacar leche de sus tetillas, y recibió un mordisco a cambio. Después de lo cual, cuando veía abrirse la puerta de la jaula para dejar pasar la mano de Lee con la jeringa llena de leche, se apresuraba a bajarse de su madre adoptiva, atravesaba la jaula con paso tambaleante, como un moribundo que divisa un oasis en el desierto, y se lanzaba sobre la mano de Lee para beber con avidez. No podía haberse encontrado mejor solución: nosotros le dábamos de comer y ella le procuraba calor y afecto.

Hacia el atardecer, los cazadores intrépidos regresaron de su expedición cansados y sedientos, pero triunfantes: traían dos lémures jóvenes adultos, un macho y una hembra, ambos en plena forma. Después de dar de comer y dejar durmiendo a los recién llegados, celebramos el acontecimiento. Araminta y yo, con antibióticos y whisky, los demás, solamente con whisky.

Pasé una mala noche, con treinta y nueve de fiebre, sudando como si saliese de un baño turco, pero por la mañana me encontraba un poco mejor, por lo que decidimos acercarnos a algunos pueblos que todavía no habíamos visitado. En uno de ellos, Mihanta insistió para desviarnos un par de kilómetros por un camino lleno de baches. El cual acabó llevándonos a lo alto de un montículo sobre el que se levantaba un teodolito. Desde allí se tenía una vista en picado sobre el lago, rodeado de cañaverales y arrozales. El tamaño del lago no era impresionante, pero se adivinaba que en la época en que todavía no había sido obstruido por los residuos de la erosión de las colinas circundantes, había sido gigantesco. Mihanta nos explicó que cuando llovía mucho el nivel del agua subía, inundando los cañaverales. Entonces bastaba cortar los juncos para obtener arrozales. Cuando se retiraba, el agua dejaba estanques detrás suyo que eran trampas naturales para los peces. No sólo se cosechaba el arroz que crecía donde antes se extendían los cañaverales, sino que se obtenía una fresquera llena de pescado. A pesar de todo, la aparición del cieno rojo había hecho descender la producción de Alaotra, que ya no merecía el apelativo de granero de arroz. Basta comparar la curva del crecimiento demográfico con la que muestra el descenso de la producción de arroz a lo largo de los últimos años, para comprobar la gravedad de la situación.

Otro cambio, tan interesante como deprimente, en la vida del lago era la desaparición de los peces autóctonos. El hombre, que se cree tan listo que se pasa la vida manipulando la naturaleza, ha introducido varias especies exógenas como la tilapia y la carpa, cuyas formas de vida eran tan hostiles que la especie local se extinguió enseguida. Nadie conoce el número de las especies malgaches desaparecidas, ya que no existe ningún estudio a fondo sobre la fauna del lago, pero el hecho es que se extinguieron, algunas incluso sin haber tenido el dudoso privilegio de recibir un nombre científico.

En un pueblo de los alrededores, Mihanta volvió a desaparecer como el gato de Cheshire, dejándonos (como a Alicia) con el único recuerdo de su irresistible sonrisa de oreja a oreja, pero volvió al cabo de un rato muy satisfecho con tres cestos de rafia y un joven lémur en cada uno. Lo cual representaba un problema, ya que ahora habíamos excedido el cupo y teníamos diez ejemplares en lugar de seis. Sin embargo era imposible abandonar a algunos lémures, sabiéndolos destinados a figurar aquella misma noche en el menú de una u otra de las chozas del pueblo.

Una vez de regreso al hotely, mantuvimos un consejo de guerra. Habíamos cumplido nuestra misión con creces, pues yo al principio creía que con un poco de suerte encontraríamos una pareja de lémures, y en cambio teníamos diez de estas bellas criaturas. El plan inicial era volver en tren a Antananarivo con nuestro preciado cargamento de pieles. Pero Araminta y yo nos encontrábamos tan mal que decidimos —antes que ser baqueteados en el tren durante doce horas seguidas— meter a los miembros masculinos sanos de nuestra expedición, es decir Edward y Mihanta, en el tren con los lémures adultos, mientras los demás iríamos en avión con los pequeños.

Lee llevaba a las crías en cestos individuales envueltos en lambas, y Araminta, cargada con sus regalos de Navidad, parecía un mercado ambulante. Por suerte los malgaches suelen ser gente apacible, y sus equipajes a menudo también son extraños, de manera que contemplaron la excentricidad de los nuestros con ecuanimidad. Una vez dentro de nuestro minúsculo avión, me sumergí en la lectura de un diccionario inglés-malgache que acababa de comprar esperando distraerme de mi dolor de vientre y ampliar mi vocabulario en esta lengua, que hasta el presente se limitaba a «buenos días» y «gracias», lo que no me parecía suficiente para mantener una conversación intelectual. Pero nada más abrir el libro me di cuenta, con desasosiego, de que era una de esas cosas más fáciles de decir que de hacer.

El malgache es una lengua sonora y musical, que suena como si alguien vaciase un cubo lleno de canicas de vidrio sobre una escalera de mármol. Al parecer, pero podría no ser cierto, los primeros en escribir el malgache habían sido unos misioneros galeses hace mucho tiempo. Estos debieron de ponerse a la tarea con todo el entusiasmo de un pueblo que bautizó sus ciudades y pueblos natales con nombres que contienen todas las letras del alfabeto. En efecto, el mapa del país de Gales está sembrado de nombres que parecen trabalenguas, como Llanaelhairarn, Llanfairfechan, Llanerchymedd, Penrhyndeudraech, sin hablar, claro está, de Llanfairpwllgwyngyllgogerynchwyrindroblantyssiliogogogoch. Los señores misioneros, que debieron de alegrarse ante la perspectiva de transformar toda una lengua en una sola cascada gigante, se superaron a sí mismos en la longitud y complejidad de su traducción. Así, cuando mi diccionario se abrió en «busto» y me informó de que en malgache esta palabra se pronunciaba: ny tra tra seriolana voaokitra hatramin ny tratra no ho miakatra, no me sorprendió en absoluto. Nada, naturalmente, precisaba si se trataba de la parte superior del cuerpo humano, del pecho femenino o del retrato esculpido. Pero si se trataba del busto de una mujer, me dije que haría falta un tiempo interminable para llegar a otras partes de su anatomía, tiempo al cabo del cual ella sin duda habría llegado a la conclusión de que tenías una fijación mamaria y dejaría de interesarse por ti. Una lengua tan interminable tiende a ralentizar el ritmo de la conversación, sobre todo la de naturaleza sentimental.

Nuestra llegada a Tana se hizo sin tropiezos, después de lo cual metimos clandestinamente a nuestros pequeños lémures en el hotel. Esta vez habíamos tomado la precaución de reservar una suite de dos grandes habitaciones más un cuarto de baño. La segunda habitación nos serviría de trastero para nuestro material de transporte (jaulas plegables, etc.). De todas formas, la íbamos a necesitar para el equipo de televisión del Jersey Channel. Estos últimos filmaban nuestras hazañas en el zoo de la isla de Jersey desde hacía varios años. Ahora les habíamos propuesto filmar una expedición real en busca de ayeayes, lo que les había entusiasmado, y no tardarían en llegar con todo su complicado equipo, desde las películas hasta los generadores. Los lémures adultos del lago Alaotra habían llegado sanos y salvos gracias a las atenciones de Edward y Mihanta y enseguida los dejamos cómodamente instalados en el zoo de Tsimbazaza. En cuanto a los pequeños, era más prudente que permaneciesen con nosotros en el hotel mientras tuviesen necesidad de comer a intervalos regulares.

A la mañana siguiente de nuestra llegada, estaba en la cama pensando vagamente en levantarme para dar de comer a los pequeños lémures, cuando me llegó un coro de ruidos de tapones que saltan de la habitación vecina, donde habíamos instalado a las crías en cestas redondas. Los ruidos de tapón se hicieron cada vez más fuertes e intensos. Luego llegó el silencio. ¿Qué podían prepararnos nuestros minúsculos huéspedes? De repente, se me ocurrió pensar que un gato o una rata podían haberse colado en la habitación y tal vez en ese mismo momento estaba devorando a nuestros preciosos animalitos. Ante este horrible pensamiento, salté de la cama justo a tiempo para ver llegar a Edward (el más pequeño del cuarteto) con sus andares charlotescos y sus grandes ojos Cándidos. Dios sabe cómo, había encontrado la manera de levantar la tapa de su cesta y escaparse. Había oído ruido de voces en la habitación contigua, y como nosotros representábamos la comida y estaba más que listo para el desayuno, había venido a buscarnos. Cuando me incliné para recogerlo, lanzó un grito de terror y corrió a refugiarse detrás de la puerta. Supongo que, desde su punto de vista, era tan terrorífico como ser bruscamente atacado por la torre Eiffel o el monte Everest. Cerré la puerta para cogerlo y enseguida se puso a la defensiva, erguido sobre las patas traseras, los brazos en cruz, la espalda contra la pared, desafiándome con furiosos ladridos. Lo cogí en mis manos y cuando se encontró a la altura de mi cara, se puso a jugar con mi barba y a ronronear como un garito.

Lo dejé en mi cama junto a un trozo de plátano y él, después de agarrar aquel húmedo trofeo, pasó por encima de la cara de Lee para comérselo cómodamente sobre la almohada. Abrí la puerta y eché un vistazo a la habitación contigua, para ver cómo les iba a los compañeros de Edward. Me encontré con algo que se parecía mucho a un maremoto de pequeños lémures. Debieron de observar atentamente la manera en que Edward se había fugado y le habían imitado. Necesité cierto tiempo para recogerlos a todos y reunirlos en torno a un platito de leche sobre la cama. Por suerte, no se les había ocurrido explorar nuestro equipo, porque si se hubieran metido entre las mochilas y demás equipajes, la tarea de encontrarlos habría sido tan difícil como sacarlos del laberinto de Hampton Court.

—Son una preciosidad —dijo Lee limpiando un poco de plátano masticado de su almohada mientras yo secaba un pequeño charco de leche sobre la colcha (los modales de las crías en la mesa dejaban mucho que desear)—, pero no los voy a echar de menos cuando los dejemos en el zoo para que se ocupen de ellos.

—Ni yo —dije volando en ayuda de Edward que había decidido ser el primer alpinista lémur en escalar cortinas. Con sus ruidos de tapones que saltan, aquello parecía un cóctel permanente.

Algo más tarde aquella misma mañana, el zoo nos telefoneó para anunciarnos que ya estaban preparados para recibir a las crías y que Joseph Randrianaivoravelona se encargaría de ellos personalmente. Joseph había sido uno de los primeros estudiantes malgaches que había seguido nuestra formación en Jersey. Estábamos seguros de que con él nuestra ruidosa tribu estaría en buenas manos.

Hace muchos años que tengo perfectamente claro que la reproducción en cautividad de los animales en peligro de extinción debería hacerse en su país de origen. Pero en la mayoría de esos países nadie ha sido instruido en este arte delicado, por lo que nadie puede hacerlo. Por eso fundamos en Jersey nuestro International Training Center, en una propiedad cercana a nuestro zoo. Allí los estudiantes aprenden la práctica diaria de la cría de animales, así como los principios elementales de la conservación y la ecología. Algunos gracias a las becas de sus gobiernos, otros gracias a nosotros mismos. Después de su formación en el centro, vuelven a sus países con nuevos conocimientos y, con nuestra ayuda, crean colonias de reproducción de su fauna amenazada. Este proyecto ha superado nuestras expectativas, ya que en el momento de escribir estas líneas doscientos ochenta y dos estudiantes originarios de sesenta y cinco países han recibido nuestra formación. De hecho, una de las ventajas que ofrece el centro es reunir a jóvenes de diferentes nacionalidades, y hacerles tomar conciencia de que su país no es el único que padece, por ejemplo, una falta de recursos, una burocracia implacable, un gobierno hostil o una población que cree que el único animal bueno es el animal muerto, o el único árbol valioso, el árbol abatido. Esta toma de conciencia los une, y la especie de cadena que forman alrededor del mundo hace que no se sientan aislados. Para animarlos a permanecer en contacto, publicamos un boletín informativo especialmente dedicado a ellos, llamado Solitaire (otra ave extinguida como el dronte), que los mantiene al corriente de los problemas y progresos de los demás estudiantes. Parecía muy apropiado que Joseph, uno de nuestros primeros estudiantes malgaches, fuese el que se encargase de nuestra rara colección.

Nuestro programa de formación era el primer paso en la buena dirección, pero todavía quedaba mucho por hacer. ¿Dónde, en qué lugar, íbamos a instalar las colonias de reproducción en los países de origen? A primera vista, la respuesta obvia parecían los zoos locales. La mayoría de zoos del mundo estaban en un estado bastante ruinoso y deplorable, por falta de dinero y a veces por falta de expertos. Si se conseguía volver a poner en pie esos establecimientos, no había ninguna razón para que no pudiesen ser eslabones esenciales de la cadena de la reproducción en cautividad a escala planetaria. Pero ¿de dónde iba a salir el dinero indispensable para las obras de renovación?

Pensando en esto, durante un viaje anterior a Madagascar, me dije que había muchos zoos ricos y bien organizados en el mundo interesados en la extraordinaria fauna malgache, que podían estar dispuestos a participar en su conservación y que tenían medios más que suficientes para echar una mano a sus colegas menos afortunados. Con ayuda de Lee y de mi fiel y clarividente equipo de Jersey, hice un plan a priori infalible. Primero crearíamos una asociación y cada zoo que quisiera participar debería abonar una cotización anual. Los fondos así recogidos se invertirían en la reforma del pequeño zoo local, el asesoramiento de expertos, la formación del personal y la reconstrucción o la renovación de sus jaulas.

Después, pasados unos años, cuando el zoo marchara por su propio pie y funcionara bien, los miembros de la asociación lanzarían programas de reproducción conjuntos de los animales amenazados de extinción en Madagascar. Con una única condición: los ejemplares y sus descendientes criados en los zoos de fuera del país serían propiedad del gobierno malgache, que los podría reclamar cuando quisiera. Esta cláusula, que habíamos añadido al acuerdo firmado con las autoridades malgaches, tenía como objetivo demostrar nuestra buena fe, dejando claro que no entraba en nuestros planes robarles la fauna. Asumíamos sus intereses de corazón y no aspirábamos en absoluto a explotar el rico patrimonio zoológico de la isla.

Naturalmente, en el momento de su lanzamiento nuestro proyecto interesó a muchos zoos, pero en otros nos encontramos a directores histéricos, con mentalidad de coleccionista de sellos, que no quisieron ni oír hablar de adquirir animales que no fuesen de su propiedad. No obstante, conseguimos un quórum de directores razonables y zoos lo bastante inteligentes que comprendieron y valoraron nuestra idea, y así fue como nació el Madagascar Fauna Group.

El zoo principal de Antananarivo, en el parque Tsimbazaza, fue el primer establecimiento elegido por la M.F.G., por la simple razón de que era relativamente fácil crear colonias de reproducción en la capital. No sólo se beneficiarían los animales ya existentes en Tsimbazaza, sino el conjunto del sistema educativo. Cuando Madagascar era una colonia francesa, el sistema escolar se basaba en la educación francesa, por lo que los niños malgaches sabían quién era Renard el zorro, los conejos, las liebres y otros animalitos inexistentes en los bosques de su isla, mientras que el tenrec, el lémur, el camaleón y la tortuga eran ignorados. En mi primer viaje a Madagascar, en los años setenta, toda la información disponible, tanto para adultos como para niños, consistía en una serie de dibujos borrosos impresos detrás de las cajas de una marca local de cerillas. Era evidente que una colección representativa de la fauna malgache en el propio centro de la capital podía tener un inmenso potencial educativo, ya que además el parque albergaba una rica y variada colección de plantas y de árboles indígenas. Estaba dirigido por un viejo amigo nuestro, Voara Randrianasolo, y por su mujer Bodo; los dos amaban apasionadamente su parque y estaban decididos a convertirlo en un establecimiento modelo.

Antes de lanzarnos a esta aventura, habíamos trabajado varios años con la pareja Randrianasolo tratando de mejorar el funcionamiento de Tsimbazaza. Dos miembros de su equipo (entre ellos el citado Joseph) vinieron a formarse con nosotros en Jersey, volviendo con nuevas experiencias de gestión zoológica, más los mil y un conocimientos necesarios para crear colonias de reproducción de una gran variedad de especies. Varios miembros de nuestro propio equipo de Jersey habían efectuado breves estancias en Tsimbazaza, pero, como siempre, teníamos poco dinero y progresábamos con lentitud.

El M.F.G. tuvo la suerte de contratar los servicios de Fran Woods, una americana con gran experiencia en materia de zoos. Enviamos a Fran a aconsejar y ayudar a nuestro amigo Voara y a su equipo durante un año en todas las fases del desarrollo, y le encargamos redactar los informes de los progresos realizados y de las necesidades futuras del parque zoológico. Habíamos tenido interesantes conversaciones con Voara y Fran a nuestra llegada a Madagascar al principio de esta expedición, y estábamos seguros de que dentro de algunos años Madagascar podría enorgullecerse de poseer un parque zoológico y botánico comparable a cualquiera de los grandes establecimientos del mundo.

Pero hasta entonces, ¿qué iba a pasar con nuestros pobres y perseguidos lémures mansos del lago que desaparece? Evidentemente, por lo que habíamos podido comprobar mucha gente ignoraba por completo que esta especie amenazada estaba protegida, mientras que otros lo sabían pero no hacían caso, ya que la infraestructura era tan insuficiente que resultaba casi imposible aplicar la ley. Haría falta una especie de campaña, pero ¿de qué naturaleza, y financiada cómo? Nos hallábamos en este punto crucial, cuando, bruscamente, el rostro de Mihanta se iluminó y nos comunicó su brillante idea. Había que dirigirse a los niños, los padres escuchaban a sus hijos aunque no hiciesen caso de la ley. Según Mihanta, habría que reunir periódicamente a los alumnos más aventajados de las escuelas de orillas del lago y llevarlos en tren a la capital, donde asistirían a una especie de charlas y visitarían el parque de Tsimbazaza para ver los animales, las plantas y el museo. Simultáneamente nosotros, en Jersey, editaríamos un magnífico cartel en colores explicando que había que proteger al inofensivo lémur, que no se encontraba en ninguna otra parte del mundo (habíamos observado que este detalle impresionaba mucho a la gente). Este cartel decoraría las paredes de todas las escuelas y establecimientos públicos, y sería distribuido entre los alumnos para que se lo llevasen a sus casas. Al fin y al cabo, las autoridades gubernamentales ya no sabían qué hacer para evitar la desaparición del lago Alaotra y encontrar una solución a los problemas de la región. Con un poco de buena voluntad por su parte, se tenía una oportunidad de salvarlo todo a la vez, el lago y los lémures.

Ahora mismo tenemos a salvo en Jersey al único grupo de lémures mansos en cautividad. Confiamos en que se reproduzcan y queremos repartir a sus descendientes (con la autorización del gobierno malgache) entre otros zoos, para no ser los únicos en tener lémures. Les deseamos larga vida y prosperidad, no sólo para dar al mundo entero una lección de conservación, sino para ellos mismos, para su futuro como especie.