Una vez comparé Madagascar con una tortilla mal hecha, que descansara sobre el océano índico, frente a la costa oriental de África, de donde fue arrancada hace millones de años. Como cualquier tortilla, bien o mal hecha, está rellena de cosas deliciosas. En esta isla, la cuarta del mundo en superficie, el noventa por cien de la flora y de la fauna son únicos. En el continente africano sólo crece una especie de baobab panzudo, en Madagascar hay siete. Alberga las dos terceras partes de camaleones del planeta, desde los que no son más grandes que una cerilla hasta los monstruos gruesos como mi brazo. Semejante abundancia biológica sólo puede dejar estupefacto. Es un cofre lleno de tesoros, y a condición de mantenerse intactos y de ser explorados con el mayor cuidado, estos bosques misteriosos todavía pueden depararnos muchas especies nuevas y maravillosas. Habitado por gente encantadora y amable, es un país precioso, que extiende lánguidamente sus mil seiscientos kilómetros de longitud sobre aguas azules atestadas de peces y de corales multicolores. Sus bosques abarcan desde la selva ecuatorial al monte bajo, pasando por el bosque seco de hoja caduca, el bosque de espinos con tantos pinchos como un erizo, o el bosque pigmeo de sólo quince centímetros de alto. Tiene lémures del tamaño de un niño de cuatro años, y otros tan pequeños que caben en una taza de café. Tiene cochinillas del tamaño de pelotas de golf, mariposas nocturnas que parecen abanicos Regency. Cuando se emprende una expedición como la nuestra, conviene tener muy presentes los objetivos, para no distraerse y dejarse llevar por las maravillas que surgen a cada paso.
En realidad, más que una isla, Madagascar es un mini continente. El clima varía desde el tropical húmedo en el este, el mediterráneo en las altas mesetas, hasta el calor tórrido del semidesierto del sur donde crecen los bosques de espinos. Para los antropólogos sigue siendo un misterio en qué momento hizo su aparición el hombre: los malgaches tienen el pelo liso y su lengua está emparentada con el malayo-polinesio. Se sigue discutiendo sobre cómo aparecieron en Madagascar. ¿Llegaron en barcas o en balsas como la Kon Tiki, procedentes de Malasia, o de la costa continental de África? Nadie sabe nada con certeza, pero el tema alimenta las fascinantes controversias científicas de los antropólogos, cuyas pistas proceden de campos tan diversos como el lenguaje, los tejidos y los telares, la música y los instrumentos musicales, la exhumación de los muertos y otras muchas cosas. Se cree que la primera colonización del homo sapiens en Madagascar se habría producido 500 años a.C. y, como suele ocurrir, ese fue un período funesto para la fauna.
Los antepasados de los lémures vivían en la isla hace cincuenta millones de años. Por un capricho de la evolución, uno de ellos había alcanzado la estatura de un ternero. También había un pájaro de dimensiones monstruosas: el aepyornis, una especie de avestruz, que habría dado origen a la leyenda del Ave Roc de Simbad, un pájaro que se lanzaba en picado sobre los elefantes y se los llevaba en sus garras para comérselos. Pero a pesar de su gigantismo, el aepyornis hubiese sido incapaz de tratar a esos mastodontes, incluso en la cuna, de forma tan poco caballeresca. Por la simple razón de que, como el avestruz, no sabía volar. Esta profusión de animales, sin duda tan mansos como cualquier criatura que no hubiera estado en contacto con el hombre, fue arrasada por una cacería despiadada, sin contar con la destrucción del hábitat animal en provecho de los pastos y las zonas de cultivo. En un tiempo relativamente breve, todos los lémures gigantes y el aepyornis desaparecieron. En el caso del pájaro, los hombres no supieron ver más allá de su nariz: de haberlo domesticado, uno solo de sus huevos gigantes habría bastado para hacer una tortilla a las finas hierbas para toda una aldea.
Los árabes, naturalmente, ya lo sabían todo sobre Madagascar, donde fundaron colonias desde el siglo XII. Después, en 1500, esos infatigables exploradores que eran los portugueses, en este caso representados por Diego Dias, «descubrieron» Madagascar (como si se escondiese) en la ruta de las especias, aunque sin lograr establecerse en la isla. El siglo XV asistió a la aparición de las coaliciones entre tribus; al oeste, se constituía el reino de Sakalava. A principios del siglo XVI, la costa oriental de la isla era un refugio de piratas a gran escala, con las típicas escabechinas, paseos por la tabla y otras fanfarronadas, donde las violaciones y el pillaje constituían la máxima diversión (hoy, basta encender la televisión). Lo que no impidió unirse a las poblaciones orientales bajo el mando del hijo de un pirata. A finales del siglo XVI, en las altas mesetas del centro, nació el reino de Merina, cuyo primer rey llevaba el nombre, créase o no, de Andrianampoinimerina: en la corte de este soberano, más de un súbdito debió de desencajarse la mandíbula.
Más tarde empezaron a llegar los misioneros. Vivieron altos y bajos bajo una sucesión de reyes y reinas de nombres tan largos como colas de cometa, hasta el bautismo de la reina Ranavalona II, en 1869. En 1895, los franceses convirtieron la isla en un protectorado e introdujeron la costumbre (entre otras) de estrecharse la mano, besarse en las dos mejillas y hablar sin ton ni son. Un año más tarde, Madagascar pasó a ser una colonia francesa, y, en un gesto de gratitud muy colonial, la reina Ranavalona II fue desterrada a Argel, donde acabó sus días. La monarquía se había disuelto, pero los restos de la soberana fueron devueltos a la isla en 1938.
En 1960, el país obtuvo la plena independencia. Aunque en la década de los setenta el gobierno fue antioccidental, en los últimos tiempos ha mostrado una actitud mucho más benévola con los países ricos que los marxistas-leninistas.
Antananarivo presentaba un aspecto inmejorable: sus pintorescas casas malgaches —ladrillo rojo y balcones de madera— se codeaban con edificios de oficinas modernas, formando un soberbio batiburrillo jalonado por calles llenas de agujeros. En el corazón de la ciudad, el lago Anosy, de un negro azabache, estaba rodeado de cientos de jacarandás en flor cuya alfombra azul sofocaba los ruidos del tráfico. Automóviles y peatones corrían presurosos por la ribera del lago, decorados de pétalos. Al fondo del paisaje, grandes árboles verdes se veían cuajados de lo que parecían inmensas flores blancas, hasta que lenta y graciosamente, aquellas «flores» levantaban el vuelo: en realidad, se trataba de picabueyes y de garzas. Un millar de pájaros se disponía a sobrevolar la ciudad en dirección a los arrozales, en busca de peces y de ranas.
Como sucede siempre en este tipo de expediciones, estábamos abrumados por la cantidad de informaciones contradictorias que buenas gentes se complacían en verter en nuestros confusos oídos, en este caso en una mezcla de malgache, francés y una lengua lejanamente parecida al inglés.
—¿En qué estado se encuentran las carreteras desde el punto A al punto B? —preguntábamos.
—Mon Dieu! ¡Ni lo intenten! —gritaba nuestro informador, echándose hacia atrás horrorizado sólo de pensarlo—. Baches del tamaño de un tonel de vino, eso cuando la carretera no desaparecía completamente.
Gracias a otras gentes bien intencionadas, supimos que la misma carretera era lisa como la seda, abrupta como la piel del cocodrilo, hermosa como la rué de Rivoli, pero mejor.
—¿Y los transbordadores? —insistíamos, llenos de esperanza.
—¿Los transbordadores, dicen? Ma foi, nunca llegan a la hora, y si baja la marea pueden tener que esperar veinticuatro horas o más.
—¿Los transbordadores? No se preocupe: un servicio formidable, de una puntualidad perfecta.
Y así sucesivamente: «lleven arroz; sobre todo no lleven arroz»; «gasolina; sobre todo nada de gasolina»; «conservas; no carguen con cajas inútiles». La ciudad de Anamatarateviolala —un nombre que se pronuncia en un soplo— nos era descrita en términos tan fastuosos que esperábamos ver sucursales de Harrod’s y de Fortnum’s. Naturalmente, otros la calificaban de desierto gastronómico.
—Pregunten por Pierre —nos aconsejaban—. Es una mina de informaciones.
—¿Y dónde se encuentra esta perla?
—Oh, allí todo el mundo conoce a Pierre. Ese tipo le soluciona cualquier cosa. Le encontraría un dinosaurio en lo alto de la torre Eiffel, o un congelador en el polo norte.
Desde entonces estás en ascuas por conocer a este prodigio, mentalmente ya cuentas con él, le pasas el fardo de tus preocupaciones. Sin embargo, una vez en Anamatarateviolala, no ves ni Harrod’s ni Fortnum’s, y nadie ha oído hablar nunca del tal Pierre.
La escena se desarrolla en el bar del hotel Colbert. Han juntado varias mesas para que puedan caber nuestros simpáticos informadores. La mesa está cubierta por un bosque de botellas de cerveza y de coca-cola, y el montón de tickets de las consumiciones es tan grueso que parece las pruebas de la Biblia de Gutemberg. En medio de las botellas hay mapas, papeles con direcciones y notas garabateadas frenéticamente, que exigirían la competencia de un grafólogo de Scotland Yard para descifrarlas. Ante nosotros desfila un calidoscopio de rostros, blancos, café au lait, chocolate, amarillos como piel de gamuza.
Por fin, ebrios de fatiga, nos dejamos caer sobre nuestras camas. Es el momento elegido por los mosquitos para cernirse sobre nosotros y atacar en coro una ópera de insectos digna de Mozart. El agua del baño es marrón oscuro y huele a vainilla. El mismo color, el mismo olor que el té que nos sirve a la mañana siguiente una amable malgache. Quién sabe, me digo al alba de nuestro segundo día en la isla, si no meten la tetera directamente debajo del grifo. Sin embargo, un cóctel de mango, ananás, lichis y jugo de fresas recién hecho, nos deja como nuevos.
Para evitar a la hueste de informadores que nos espera con impaciencia en el bar, nos las arreglamos para salir del hotel por la puerta trasera y fuimos a refrescarnos las ideas visitando el zoma, uno de los mercados más fascinantes del mundo.
Aquí, bajo las innumerables sombrillas blancas que, desde lejos, hacen parecer el mercado un inmenso bosque de champiñones, es donde se abastece la ciudad. Al pie de las pirámides de vainas rojas, verdes y ocres, montones de hierbas de todos los tonos de verde dejan escapar hojas recortadas de forma tan extraña que se dirían destinadas al pesebre de un semental de hechicero; montañas de lechugas y berros rutilantes de agua brillan como recién pintados en medio de la profusión de las especias, esos polvos salidos directamente de la paleta de un Tiziano o de un Rembrandt malgache, donde se codean el ocre, el rosa, los verdes, los azules, los rojos más intensos, amarillos tan delicados como un botón de azafrán, todo ello a la espera de un simple chorro de aceite para mezclarse y estallar en una sinfonía de sabores en la boca; grandes sacos rebosantes de legumbres de formas y colores singulares, a veces redondas, a veces cuadradas, algunas tan pequeñas como una cabeza de alfiler. Junto a ellas, las ramas de regaliz y las vainas de vainilla desprendían un fuerte aroma que se te metía en la nariz; al lado, pirámides de huevos de pato de color verde jade, de huevos de gallina de un blanco de tiza, o dorados como la castaña; bajo aquellas cúpulas estaban los pollos con las patas atadas, pequeñas bolas indignadas como plumeros vivientes, y los patos que graznaban débilmente mientras contemplaban con aire inquieto el interminable desfile de piernas color chocolate.
Al apartar la vista de este espectáculo, nos encontramos con gigantescos bocales llenos de minúsculos peces centelleantes como monedas de plata, y otros más grandes, de un negro carbón, dispuestos en hileras superpuestas. A pocos pasos, comprimidas en la cota de mallas de sus anchas escamas ribeteadas de oro o de plata, se alineaban grandes carpas de cara enfurruñada. Muy cerca, los puestos de los carniceros, último lugar de reposo de esta extraña vaca jorobada que se llama cebú, exponían horripilantes carcasas palpitantes en medio de una nube de moscas. Al lado, un cuenco lleno de morros de cebú, despellejados y cocidos hasta la transparencia, gelatinosos, temblorosos, como esas algas verdes que cubren las aguas estancadas, a veces con un resto de pelos. Encorvada sobre este recipiente, en cuclillas, una mujer muy vieja de rostro arrugado como una nuez, vestida de harapos, engullía esos horribles pedazos en su boca desdentada con ayuda de un tenedor de hojalata. Mientras que a escasos metros se veían deliciosos manteles y telas bordadas, y enormes cantidades de flores recién cortadas de colores resplandecientes. Era como encontrar un arco iris en una morgue. Junto a ellas, montones de cestos de rafia se tambaleaban como galletas de brandy, con un aspecto tan crujiente que daban ganas de comérselos.
Reanimados por las visiones, los olores y los ruidos del zoma, volvimos a nuestra habitación del hotel para celebrar una conferencia en la cumbre, evitando cuidadosamente el bar lleno de informadores ansiosos y rebosantes de desinformación.
Éramos cuatro: mi mujer Lee; yo mismo; el desgarbado, el imperturbable John Hartley, mi brazo derecho desde hace lustros, y Quentin Bloxam, nuestro conservador de reptiles —un coloso de expresión decidida que siempre me hace pensar en «Bulldog» Drummond salvando a su amada Phyllis de las garras del horrible Carl Peterson. Alrededor de una jarra de cerveza, discutimos el modus operandi del viaje. Teníamos que ir a tres sitios diferentes: la región de Mananara al este, donde esperábamos capturar al esquivo ayeaye, los bosques cercanos a Morandava al oeste, donde viven respectivamente la tortuga de cola plana y el ratón saltador gigante, y el lago de Alaotra, cuyos cañaverales cobijan al minúsculo y tímido lémur manso.
Finalmente decidimos que, para ganar tiempo, lo mejor era separarnos. John y Quentin conducirían nuestros dos Toyota Land Cruiser (el primero nos lo había regalado nuestra organización hermana, la Wildlife Preservation Trust International, el otro la munificente compañía Toyota) hasta Morondava para levantar un campamento. Entretanto, Lee y yo iríamos hacia el nordeste hasta el lago Alaotra, para intentar encontrar lémures mansos. En caso de éxito, volveríamos con ellos y los alojaríamos en el zoo de Tsimbazaza, en Antananarivo, antes de coger el avión para reunimos con los demás en Morondava. Un plan de campaña a priori excelente. Muy contentos, bajamos a celebrar el acontecimiento regalándonos dos docenas de pequeñas y suculentas ostras malgaches.
Para aumentar nuestras posibilidades de éxito en la expedición al lago de Alaotra, habíamos enrolado a Olivier Langrand (su guía de las aves de Madagascar acababa de colmar un gran vacío) y a Lucienne, su bella y extraordinariamente eficaz esposa. Esta ya había trabajado anteriormente en Alaotra investigando dos especies de aves (el porrón común y un somormujo), las dos autóctonas y aparentemente desaparecidas. Según Lucienne, era imposible desplazarse por esta región sin Mihanta. Sentí una punzada en el corazón. ¿Se trataría de otro Pierre? ¿Uno de esos personajes que se desvanecen nada más acercarse a ellos? Pero no, Lucienne había estado a la altura de su fama: a la mañana siguiente, derrochando un encanto sólo comparable a su eficiencia, llegó con un simpático malgache de rostro sonriente y ojos chispeantes de malicia. Estudiante de cuarto curso de medicina, había nacido en uno de los innumerables pueblecitos que bordean Alaotra, y tenía una multitud de primos, tíos, tías, sobrinos y sobrinas en cada comunidad o casi. Inmediatamente se puso a organizar nuestra empresa. Estaba previsto que cogeríamos el avión hasta el lago para regresar en tren con los animales que habríamos capturado. Él, por su lado, nos precedería en tren, con las jaulas, para reservarnos una habitación en un hotely[2] y organizar nuestras visitas a los diferentes pueblos de orillas del lago donde teníamos alguna posibilidad de encontrar un lémur manso (Hapalemur griseus alaotrensis) en cautividad. Según él, no podíamos haber llegado en mejor momento para capturar lémures: en esta época, los campesinos queman grandes extensiones de marismas para plantar más arrozales. Ventaja no despreciable, ya que los animales que huían del fuego, o bien eran apaleados hasta la muerte y vendidos como comida, o bien eran capturados y vendidos como animal de compañía. Huelga decir que ambas cosas están estrictamente prohibidas por la ley, pero siguen practicándose impunemente.
La historia del lago de Alaotra, como ocurre demasiado a menudo en Madagascar, es lamentable. Este lago —el más importante de la isla— era el granero de arroz de Madagascar. Su producción bastaba para responder a la demanda del país. (Los malgaches son los mayores consumidores de arroz del mundo). El lago está engastado en un paisaje de suaves colinas, tiempo atrás alfombradas de bosques. Pero con el paso de los años, aquellos bastiones naturales se habían ido talando en beneficio de los cultivos. El escudo de vegetación destruido había dejado un suelo pelado, donde desde hacía algunos años ya no crecía nada. Luego las propias colinas habían empezado a pulverizarse lentamente. Sin los árboles para retenerla, la tierra se deslizaba hacia Alaotra como un inmenso glaciar rojo, atascando imperceptiblemente las aguas del lago, borrándolo poco a poco de la superficie de la tierra. Hoy, el lago ya no es el granero de arroz de Madagascar. El país tiene que importar su alimento básico, que ha de pagar en divisas con una economía débil.
No podemos echarle la culpa al pueblo malgache, sino a quienes gobernaron en el pasado. Para el campesino, desbrozar un trocito de bosque tiene poco que ver con el suicidio ecológico, es simplemente una manera de ganar un poco de tierra que le dará una cosecha durante algunos años. En cuanto a los árboles, le sirven para alimentar el fuego bajo su marmita. Es lo que hacían sus antepasados, entonces ¿por qué no lo va a hacer él? No sabe que su país tiene cinco veces más habitantes que en época de su abuelo. No se da cuenta de que abusando de la riqueza de la naturaleza, condenará a sus hijos a la hambruna.
El vuelo hasta Ambatondrazaka, la ciudad más grande a orillas del lago Alaotra, fue una experiencia de las más deprimentes. A través de kilómetros y kilómetros se extendía un paisaje ondulado, tiempo atrás recubierto de bosques, hoy pelado y surcado por millones de grietas escarlata, signos precursores de la erosión, de la desintegración del suelo. Durante tres cuartos de hora, no hubo nada más a la vista que este espectáculo horripilante. Le dije a Lee:
—Parece el Sáhara.
—Así fue cómo empezó el Sáhara —me contestó.
Después de aterrizar en una pista cubierta de vegetación, el avión rodó hasta un modesto edificio que hacía las veces de torre de control, bar y sala de equipajes, ninguna de cuyas funciones de momento parecía desempeñar. No había ninguna señal del famoso Mihanta que debía venir a recibirnos y empecé a temer que fuera otro mito. Cuando conseguimos retirar nuestras maletas de la terminal aérea (si podía llamarse así), nos encontramos frente a una larga carretera de barro rojo, surcada por roderas y charcos brillantes: señal de que por la noche había llovido mucho. La carretera desaparecía entre los árboles, y Mihanta seguía sin dar señales de vida. Había un viejo taxi, donde estaba instalándose una señora malgache muy voluminosa, con su hija, también voluminosa, y un niño.
—Vayamos a la ciudad, desde allí enviaremos a alguien a buscarle —le dije a Lee—. A ver si nos quieren llevar.
Nos hicieron un sitio en el taxi con amplias sonrisas y un brillo amistoso en la mirada. Nos pusimos en marcha por la carretera llena de socavones, cada bache provocaba patéticos quejidos de protesta de la suspensión, el agua enfangada corría como chorros de sangre bajo las ruedas. Apenas habíamos recorrido cuatrocientos metros sobre este trampolín, el tiempo para que la voluminosa señora nos contase su vida y milagros, cuando un segundo coche se acercó en sentido contrario, con un Mihanta gesticulante al volante. Así, en medio de los espejos rotos y rojos de los charcos de agua, intercambiamos coches y cumplidos, luego Mihanta, deshaciéndose en excusas, nos llevó a nuestro hotely.
Según los criterios malgaches, este último era un establecimiento de primer orden, regentado por un chino y su esposa malgache, y maravillosamente bien situado, frente al mercado al aire libre de Ambatondrazaka. Un espectáculo fascinante, absorbente. En la planta baja, las tres ventanas del salón-bar daban a la calle donde se desarrollaba el mercado de sol a sol.
Todas las mujeres llevaban sombrero, un detalle que enseguida me llamó la atención. Hay que decir que me encantan las mujeres con sombrero, o sea que estaba en mi elemento. Las elegantes señoras malgaches desfilaban ante mi ventana envueltas en sus lambas multicolores (en los que llevaban a los niños sujetos a la espalda), mirándome con curiosidad bajo las anchas alas de sus sombreros de paja maravillosamente trenzados. Las más jóvenes, por supuesto, no llevaban niños. Se deslizaban sobre la acera, moldeadas en tejidos que se adherían con impertinencia a cada una de las curvas de su cuerpo y te miraban con unos ojos como moras negras. En fin, un espectáculo encantador, salvo que no era eso exactamente lo que había venido a buscar a este país.
Nuestra habitación era grande, atestada de muebles inútiles, y una cama que parecía haber sido fabricada para san Agustín, a fin de desalentar tanto el sueño como el amor. Había barrotes en las ventanas, lo que daba al conjunto cierto aire de Alcatraz. No obstante, suponiendo que existiese una guía Michelin malgache, el hotel ciertamente habría estado clasificado entre los de tres estrellas.
Desde que llegamos había tenido molestias intestinales, de esa clase que es frecuente en los trópicos. Pueden ser de carácter leve, o demoledoras y muy dolorosas. En mi caso, se trataba de estas últimas. Me tragué cantidades astronómicas de medicamentos, esperando lo mejor, ya que Mihanta nos había dicho que lo primero que teníamos que hacer era presentarnos a los dos presidentes de la región —que controlaban respectivamente las orillas opuestas del lago— en cuyo territorio íbamos a trabajar.
Nuestro guía había contratado a un malgache, alto y robusto, que respondía al nombre inverosímil de Romulus, y era el encargado de llevarnos de un sitio a otro en su viejo cacharro, que parecía haber sido rescatado de un cementerio de automóviles. Todos los cristales estaban bajados y no había ninguna manecilla para subirlos. Una de las puertas traseras estaba bloqueada, los dos limpiaparabrisas habían desaparecido, tanto el capó como el maletero habían visto muy de cerca una pared de ladrillos al menos una vez en su vida, los neumáticos estaban pelados como los buitres y el tubo de escape colgaba peligrosamente y emitía horribles chirridos nada más arrancar. Sin embargo, el motor estaba en forma, por decirlo así, teniendo en cuenta sus estertores de agonía y sus gruñidos, sin hablar de las ocasionales paradas respiratorias que regularmente nos inmovilizaban.
A bordo de este montón de chatarra llegamos a los arrabales de la ciudad para rendir visita al presidente número uno. Un hombre de una gran inteligencia y lleno de energía, desde el primer apretón de manos comprendimos por qué había alcanzado su posición. Lee le expuso los pormenores de nuestra misión. Él estaba claramente impresionado tanto por su dominio del francés como por su personalidad. Me dirigió un par de guiños amistosos, pero el resto del tiempo mantuvo su mirada clavada en ella. Finalmente, declaró que estaba a nuestra completa disposición. Me daba la impresión que si ése hubiese sido el deseo de Lee, le habría regalado con mucho gusto el lago de Alaotra. Nos despedimos en un concierto de amabilidades, antes de enfilar la orilla occidental del lago para ir a conocer al presidente número dos.
Otro trayecto desmoralizador. Las colinas redondeadas que bordeaban el lago estaban totalmente peladas, mientras que las extensiones de terreno llano, en otros tiempos inundadas de agua y de arrozales fértiles, no eran más que llanuras secas y estériles. Sólo crecía algo de hierba que mordisqueaban sin convicción algunos raros rebaños de cebúes y ocas. Era desolador. En la lejanía, se distinguía vagamente el lago y sus cañaverales, donde se esconde el lémur que habíamos ido a buscar, cuyo territorio era cada vez más reducido.
El pueblo de Amparafaravolo era grande y de aspecto próspero: casas de adobe con techos de caña, edificios públicos de ladrillo. En uno de estos últimos, hicimos antesala para ver al presidente. Lamentablemente, nos anunciaron, el presidente estaba retenido por una reunión y le era imposible recibirnos, pero su adjunto vendría a las dos y media. Para entonces, el efecto de los antibióticos empezaba a ser sólo un recuerdo. Era como si en mi vientre se hubiera instalado un cocodrilo extraordinariamente turbulento. Por ello la proximidad de un lavabo se convertía para mí en una necesidad imperiosa. Nos encaminamos al hotely más próximo, donde nos sirvieron una comida poco interesante pero adecuada.
A las dos y media en punto nos introdujeron en la oficina del vicepresidente. Alto para ser malgache, delgado, de pelo blanco rizado, llevaba un traje de lino blanco inmaculado, y un pañuelo de colores vivos, rojo y amarillo, se esponjaba en su cuello como un ramo de orquídeas. El pliegue de su pantalón hubiera hecho sonrojar de placer a Monsieur Guillotin. Escuchó cortésmente la descripción que le hizo Lee de nuestros objetivos, pero era evidente que no le interesaba nada salvo su propia persona. Era un burócrata que había medrado. Mientras Lee hablaba, bajo la ventana, un gallo joven desbordante de agresividad pregonaba: ¡cuidado!, ¡éste es mi territorio!, mientras que en la casa de al lado alguien tocaba Noche de paz al acordeón sin conseguir pasar de la primera estrofa. Nuestro amigo del traje blanco declaró que estaría encantado de escribirnos una carta que, nos dio a entender, nos abriría todas las puertas. Luego llamó a su secretaria, y mientras ella se armaba de paciencia, escribió una larga carta a mano, tomándose todo su tiempo antes de dársela para que la pasase a máquina. La secretaria desapareció. Enseguida se oyó a alguien teclear con un solo dedo.
Mis retortijones intestinales resultaban insoportables: no podía mantener la menor distancia entre el lavabo y yo. Como esta carta iba a llevar tanto tiempo como el Libro del Catastro, pedí que me indicaran el camino de lo que los americanos llaman eufemísticamente «comfort station». Me hicieron salir por detrás —el gallo de voz chillona me miró pasar desdeñoso— para conducirme hasta una construcción de cemento del tamaño de un pequeño armario. Nada más abrir la puerta me di cuenta de que se trataba de esa clase de comodidades que hasta un tabernero griego consideraría antihigiénica. La cosa se resumía en dos escalones de cemento completados por un agujero. El ruido inmundo, voraz y estridente que salía del agujero en cuestión me indicó que compartía este retrete maloliente con decenas de millares de gusanos blancos. Además de estos compañeros, el lugar era el domicilio de algunas de las cucarachas más grandes que he visto en mi vida. Mucho más largas que mi pulgar, de color chocolate y bronce, circulaban en silencio, tan resplandecientes como Rolls Royce recién salidos de la fábrica. Fuera, el acordeonista seguía empeñado en tocar Noche de paz acompañado por los quiquiriquís agresivos del gallo. Ninguno de los dos conseguía superar la primera estrofa.
Regresé a la oficina y, por fin, llegó la carta. El vicepresidente la rubricó y nosotros nos levantamos como un solo hombre, pero entonces su ojo de burócrata descubrió un defecto en el documento. Nuestro apellido había sido escrito con una sola «r». La secretaria, reprendida y confusa, se llevó la carta para volver a mecanografiarla y nosotros nos volvimos a sentar. Después de lo que nos pareció un siglo, durante el cual el acordeonista no hizo ningún progreso, la carta fue presentada, sometida a una atenta lectura, firmada, y finalmente pudimos despedirnos. El asunto había durado una hora y media largas, y jamás tuvimos necesidad de aquella carta.
Mihanta, mientras tanto, no había perdido el tiempo. Por misteriosas vías había llegado a sus oídos que una de sus primas, que vivía en un pueblo a unos cinco kilómetros de allí, tenía en su poder un lémur manso. Quedaba por comprobar la veracidad de estos rumores. Nada más llegar al pueblo en cuestión, Mihanta se bajó del coche y se evaporó sin hacer ruido —esa manía que tienen los malgaches— para reaparecer poco después con aire de triunfo llevando en la mano un saco de rafia, en cuyo interior estaba agazapado un lémur joven, totalmente aterrado. Resultó que la prima de Mihanta había ido aquella mañana al mercado donde cuatro o cinco lémures vivos estaban a la venta como producto alimenticio. Ella había comprado uno por el precio considerable de nueve francos y setenta y cinco céntimos, con la idea de hacerle un buen estofado a su marido. Le reembolsamos el precio de su compra y le explicamos que la ley prohíbe matar, capturar y comerse a este animal —cosa que desconocía y que la dejó perpleja.
Tenemos ahí un ejemplo perfecto de lo que yo llamo la «protección de papel». Y este tipo de cosas no pasan solamente en Madagascar, ocurren en todo el mundo. Se vota una ley a favor de la protección de una determinada especie, pero nadie informa a los habitantes del país y no se dispone de fondos para financiar la infraestructura necesaria para hacer aplicar la ley. En resumidas cuentas, en la práctica, esa ley no sirve para nada.
El pobre animalito estaba tan aterrorizado que decidí no someterle a un ulterior estrés trasladándole de su saco de rafia a nuestra jaula de viaje. Lee llevaba el saco sobre sus rodillas, sujetando con fuerza la boca del mismo para que el lémur no intentase fugarse. De todas maneras, en vista del precario estado de mi salud, era mejor volver enseguida al hotely, donde habría tenido acceso a comodidades casi civilizadas. Cuando avanzábamos por la carretera principal, entre dos luces, un hombre nos salió bruscamente al paso haciendo grandes aspavientos con los brazos. Por suerte, una de las pocas cosas que funcionaban en el coche de Romulus eran los frenos. Aun así, el hombre estuvo más cerca de la muerte de lo que me hubiera gustado. Nos informó de que a menos de quinientos metros, en un pueblo, se hallaban tres lémures cautivos.
Hice oídos sordos a la voz de la razón y abandonamos la carretera principal, sacudidos por los violentos baches de un abominable camino que se acabó en la plaza de un pueblo bastante grande. Cuando nos paramos, sugerí que dada su facilidad para expresarse en francés, Lee era la persona indicada para ir a echar un vistazo a los famosos lémures; yo esperaría sus conclusiones en el coche. Ella entonces dejó sobre mis rodillas el saco de rafia donde estaba encerrada nuestra primera captura y salió del coche, enseguida imitada por los demás. Todos desaparecieron, como los ayudantes en un número de prestidigitación.
Yo me quedé sentado, apretando contra mí a un lémur manso dentro de un saco que estaba obligado a mantener cuidadosamente cerrado. Y de repente, en el espacio de pocos segundos, como por arte de magia, el coche se encontró rodeado por doscientos pequeños malgaches y una treintena de ocas. En ese instante, pasaron dos cosas al mismo tiempo: el lémur se despertó y decidió que había llegado el momento de recuperar su libertad, y mis retortijones de vientre se reanudaron con inusitada virulencia. Necesitaba urgentemente un rincón tranquilo para contemplar la inminencia de mi tránsito. También tenía que encontrar deprisa un medio de retener al lémur. Si aflojaba la presión de mis manos alrededor de la boca del saco, el animalito saltaría sobre los asientos, y como todas las ventanillas estaban abiertas y no había forma de cerrarlas, en menos que canta un gallo estaría en el bosque. No tenía a quién explicar mi problema, porque los doscientos niños que contemplaban a aquel extraño vazaha (hombre blanco en malgache) barbudo que era yo con ojos desorbitados, como harían con una criatura llegada de Marte, sólo hablaban malgache, una lengua que no figura en mi repertorio. Las ocas también me miraban con interés, graznando suavemente, pero su utilidad se terminaba ahí.
Rodeado por aquel mar encantador de rostros sombríos y ojos redondos como platos sobre el fondo coral de las ocas, me reproché una vez más ser tan idiota. Mientras el lémur hacía todo lo posible para marcharse por las buenas y mis retortijones intestinales se iban haciendo más y más fuertes, pasé revista a mi vida.
¿Por qué, me dije a mí mismo, torturarte así? A tu edad, deberías tener más conocimiento y dejar de comportarte como si tuvieras veinte años. ¿Por qué no te jubilas, como hacen tus compañeros, y te dedicas a jugar al golf, a la petanca, a hacer esculturas de jabón? ¿Por qué te flagelas? ¿Por qué te has casado con una mujer mucho más joven que te incita a hacer cosas ridículas? ¿Por qué no te suicidas?
Pero si lo hago, el lémur se escapará. Me encontraba de nuevo en el punto de partida. Mi meditación había llegado a esta cuestión altamente filosófica, cuando distinguí la silueta de Romulus en la otra punta del pueblo. Sin pensar en las consecuencias que podía tener, saqué la cabeza por la ventanilla y grité:
—¡Romulus, ici, très vite!
Bruscamente, mis pequeños espectadores inmóviles y fascinados se transformaron en una muchedumbre aterrorizada. Gritando, huyeron en todas direcciones, echando a correr por las callejuelas, escondiéndose detrás de las puertas de sus chozas, creyendo que el gran diablo vazaha blanco en persona los perseguía. Las ocas, hasta entonces plácidas, levantaron las alas como ángeles de cementerio, y haciendo sonar la bocina como viejos carruajes, presas del pánico, siguieron a los niños hasta las cabañas, de donde fueron expulsadas instantes después, sin mayor protocolo. Jamás de los jamases había provocado una desbandada tan total, tan radical entre un grupo de mamíferos y de aves. Romulus vino corriendo, con la inquietud pintada en el rostro.
—Monsieur —dijo, jadeante—. Qu’est-ce que vous désirez?
—Deseo ma femme, tout de suite —repliqué.
Romulus desapareció para regresar un segundo después en compañía de una Lee con cara alarmada.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—Es más de lo que puedo soportar. Este dolor de vientre atroz, más la cólera de un lémur, es inaguantable —dije—. Dejemos el saco en la jaula de viaje. No entiendo cómo no se nos ha ocurrido antes.
Enseguida lo hicimos así, pero temo que harán falta muchos años para borrar del recuerdo de aquellos pobres niños la imagen terrorífica, vociferante y barbuda del vazaha. Lo siento, merecerían guardar un recuerdo mejor de la raza blanca del que yo, muy a mi pesar, pude dejarles.
El siguiente paso consistió en introducir clandestinamente a nuestro lémur en el hotely. La experiencia del mundo me ha enseñado una cosa: algunos hoteles ven con muy malos ojos al facoquero que ocupa tu habitación, o se enfadan porque metes serpientes en la bañera. En mi opinión, esta política corta de miras, a la larga, les privará de clientela. Mientras tanto, no hay más remedio que jugar a vulgares contrabandistas; son necesarias mil tretas para introducir a un animalito en tu habitación sin que se entere el personal del hotel. Empresa, por lo demás, peligrosa. Recuerdo en particular a una encantadora camarera sudamericana que casi se muere del susto al descubrir que compartía mi cama no con mi mujer, ni con mi amante (lo cual hubiera sido aceptable), sino con un cachorro de oso hormiguero.
El lémur, ahora que podíamos examinarlo bien, era del tamaño de un gatito, con un pelaje de color bronce tirando a verdoso, enormes ojos dorados, manos y pies desproporcionados. Habíamos hecho un pequeño alto en el camino de vuelta para que Mihanta pudiera recoger algunos suculentos juncos y algunos papiros. Lee los mezcló con rodajas de zanahoria y plátano. Cuando antes se acostumbra a un nuevo pupilo a variar su menú, mejor. En la isla de Jersey, era imposible procurarnos esta clase de junco, y con mayor razón el papiro. Así, si no queríamos complicarnos terriblemente la vida, más valía acostumbrarle enseguida a comidas menos exóticas. Cuando Lee abrió la puerta de la jaula para dejar el plato ante el animal, éste retrocedió hasta un rincón, se levantó sobre sus patas traseras con los ojos relampagueantes, los largos brazos abiertos como si quisiera abrazarla.
—No parece que este lémur sea muy manso —observé mientras esta especie de perro de peluche ladraba furiosamente a la cara de Lee.
—Pobrecito, te comprendemos —dijo Lee—. ¿Cómo te sentirías tú, si te hubieras escapado por los pelos de ir a la cazuela?
Tuve que admitir que tenía razón.
Después de dejarme sentado en nuestra cama de faquir, atracándome de antibióticos que hacía bajar por mi garganta gracias a cantidades igualmente honorables de whisky, Lee se fue al mercado para ver si encontraba otras clases de frutas y verduras a fin de ampliar el menú de nuestro nuevo recluta. Cuando se hizo el silencio en la habitación, le oí escarbar en la jaula, luego mascar con apetito, un ruido que me ensanchó el corazón. Hay que decir que a veces, un animal recién capturado puede infligirse un ayuno de veinticuatro horas, y a veces más, debido únicamente al estrés. Si deja de alimentarse durante mucho tiempo, corre peligro de morirse, y a veces hay que ponerlo en libertad. A la inversa, cuando un animal empieza a comer enseguida, ya se tiene ganada la mitad de la batalla.
Con la barriga llena, el lémur se puso a explorar su nueva vivienda emitiendo pequeños maullidos interrogativos casi inaudibles, como los de un gatito, entrecortados por largos silencios. Luego, de repente, emitió el más extraordinario de los sonidos, que sólo puedo transcribir como «yurp». Era como un tapón que saltaba, un tapón minúsculo. La primera vez, llegué a sospechar que Lee, que tenía un corazón de oro, había metido en la jaula una botella de champagne en miniatura. Sin embargo, como el animal seguía haciendo saltar tapones a intervalos regulares, deduje que se trataba de una señal. En las profundidades de los cañaverales donde habitaba, estos ruidos secos tal vez llegaban más lejos que los otros, permitiendo al grupo mantenerse en contacto sin verse.
Durante el tiempo que tuvimos a este lémur y a otros de su especie, siempre me intrigó la extensión de su vocabulario: no sólo hacen ruidos de tapón que salta, sino que maúllan y ronronean como los gatos, ladran como los perros y rugen como unos tigres en miniatura. A la mañana siguiente, con gran alegría comprobamos que se había comido la totalidad de los vegetales que habíamos dejado en la jaula, así como un poco de zanahoria y medio plátano. Cuando Lee le daba de comer, siempre se levantaba sobre las patas traseras, los brazos en cruz y la boca abierta en señal de advertencia, pero ya no ladraba, lo que era otra buena señal.
Mihanta nos comunicó que al día siguiente Romulus nos llevaría a la orilla oriental del lago, donde se concentraban numerosos pueblos. Allí, estaba seguro, encontraríamos una pareja para nuestro lémur y a lo mejor otros ejemplares.