UNAS PALABRAS DE INTRODUCCIÓN
Ésta es la crónica de un viaje de seis meses que mi esposa y yo hicimos a Bafut, un reino de praderas montañosas situado en el Camerún británico, en África Occidental. Sin ánimo de exagerar, nuestro motivo para ir allí era un poco inusitado: queríamos reunir nuestro propio zoológico.
Desde el fin de la guerra yo había financiado y organizado varias expediciones a distintas partes del mundo para coleccionar animales salvajes destinados a diversos parques zoológicos. Con el correr de los años, la amarga experiencia me había enseñado que la parte peor y más desgarradora de cualquier viaje de esta índole llegaba al final, cuando era preciso separarse de los animales después de consagrar meses enteros a su atención y cuidado. Cuando uno hace las veces de madre, padre, procurador de alimentos y protector de un animal, medio año es suficiente para trabar con él una auténtica amistad. Él deposita su confianza en ti y, lo que es más importante, se comporta con naturalidad en tu presencia. Entonces, justo cuando esta relación comenzaría a dar sus frutos, cuando uno estaría en una posición única para estudiar sus hábitos y conducta, llega el momento de la separación.
Para mí este problema sólo tenía una solución: poseer un zoológico propio. Entonces podría regresar con mis animales sabiendo qué tipo de jaulas iban a habitar y qué clase de tratamiento y comida recibirían, de lo cual, por desgracia, no se puede estar seguro con otros zoológicos, y teniendo además la certeza de que podría continuar estudiándolos a mis anchas. Como es natural, el zoológico debería estar abierto al público, así que, desde mi punto de vista, sería una especie de laboratorio autosuficiente en el que podría conservar y observar a mis animales.
A mi juicio, existía otra razón más urgente para crear un zoológico. Como a muchos otros, me preocupa seriamente el hecho de que año tras año diversas especies de animales sean exterminadas por todo el globo en su estado salvaje, gracias a la intervención directa o indirecta del hombre. Aunque numerosas sociedades dignas de todo encomio hacen lo posible para solucionar este problema, conozco una gran cantidad de especies de animales que, por ser pequeños y carecer en general de todo valor comercial o turístico, no reciben la atención adecuada. Para mí, la exterminación de una especie animal es un delito grave, comparable a la destrucción de algo que no podemos recrear o reemplazar, como puede ser un Rembrandt o la Acrópolis ateniense. En mi opinión, los parques zoológicos de todo el mundo deberían tener entre sus objetivos prioritarios el establecimiento de colonias para la reproducción de estas especies raras y amenazadas. Entonces, si es inevitable que el animal se extinga en su estado salvaje, por lo menos no lo habremos perdido completamente. Durante muchos años había querido reunir un zoológico con este propósito determinado y ahora parecía haber llegado el momento ideal para iniciarlo.
Cualquier persona razonable dominada por una ambición de esta índole se habría asegurado primero el parque y obtenido los animales después. Pero en mi vida rara vez he conseguido lo que quería actuando de una manera lógica, de modo que fue natural en mí procurarme antes los animales y afrontar después la tarea de encontrar el parque.
Esto no fue tan fácil como parece a primera vista y al pensar ahora en ello me quedo estupefacto ante la audacia que supone abordar el asunto tal como yo lo hice.
Ésta es, por consiguiente, la historia de mi búsqueda de un parque zoológico y explica por qué llevé durante un período bastante largo un zoo en mi equipaje.