Capítulo 8
UN ZOOLÓGICO EN LOS SUBURBIOS
La mayoría de las personas que vivían en aquel suburbio de Bournemouth podían contemplar con orgullo sus jardines traseros, porque todos se parecían al del vecino. Claro está que existían pequeñas diferencias: algunos preferían los pensamientos a los guisantes de olor, o los jacintos al altramuz, pero en esencia todos eran iguales. En cambio, cualquiera que mirase el jardín posterior de mi hermana se veía obligado a admitir que, como mínimo, era muy poco convencional. En una esquina se levantaba una gran tienda del interior de la cual salía un curioso coro de silbidos, chillidos y gruñidos. Frente a ella había una hilera de jaulas habitadas por águilas, buitres, búhos y halcones, y al lado una gran jaula que contenía a Minnie, el chimpancé hembra. Sobre los restos de lo que había sido un prado corrían y jugaban catorce monos atados a largas cuerdas, mientras en el garaje croaban ranas, turacos emitían roncos sonidos y ardillas masticaban ruidosamente cáscaras de avellana. A todas horas del día, los fascinados y horrorizados vecinos contemplaban, desde detrás de sus visillos de encaje, cómo mi hermana, mi madre, Sophie, Jacquie y yo corríamos de un extremo a otro del destrozado jardín, llevando pequeños cuencos de pan y leche, platos de fruta picada o, lo que era peor, grandes pedazos de carne sanguinolenta o ratas muertas. En opinión de los vecinos, estábamos abusando de su buena fe. Si hubiera sido cuestión de un gallo joven y sus cacareos, o un perro aficionado a ladrar, o que nuestra gata pariera gatitos en su mejor arriate, podrían haber aceptado la situación, pero el hecho de instalar de repente un zoológico de considerables proporciones al lado de su casa era tan insólito y exasperante que no se podía tolerar. Sin embargo, tardaron algún tiempo en unir sus fuerzas y empezar a quejarse.
Mientras tanto, yo inicié la búsqueda de un lugar en el que instalar a mis animales. Se me ocurrió que lo más sencillo era acudir al ayuntamiento, informarles de que poseía los inquilinos suficientes para un pequeño zoológico y pedirles que me alquilaran o vendieran un solar apropiado para su instalación. Pensaba, en mi inocencia, que como ya tenía los animales, estarían encantados de ayudarme. No les costaría nada y a cambio obtendrían lo que no dejaba de ser otro jardín público para la ciudad. Pero las autoridades tenían otras ideas; Bournemouth siempre se ha distinguido por su conservadurismo. Jamás había habido un zoológico en la ciudad y no veían por qué tenía que haber uno ahora. Esto es lo que los ayuntamientos llaman progreso. En primer lugar, dijeron, los animales serían peligrosos, en segundo lugar, olerían mal y, por último, tras devanarse los sesos en busca de ideas, añadieron que en cualquier caso, no disponían de ningún solar.
Empecé a sentirme algo irritado. Nunca muestro mi mejor faceta cuando trato con la mente pomposa e ilógica de los funcionarios. Además, me preocupaba aquella falta total de cooperación. Los animales esperaban en el jardín posterior, comiendo como lobos y costándome una pequeña fortuna en frutas y carne. Los vecinos, ahora francamente indignados ante nuestra conducta tan poco ortodoxa, agobiaban a las autoridades sanitarias locales a fuerza de denuncias, obligando al pobre inspector a desplazarse a mi casa dos veces por semana como término medio, tanto si quería como si no. El hecho de que no pudiera encontrar absolutamente nada que justificara las descabelladas acusaciones de los vecinos no importaba; si recibía una denuncia, tenía que ir a investigar. Siempre le invitábamos a una taza de té y se encariñó mucho con algunos de los animales, hasta el punto de traer a su hijita para que los viera. Sin embargo, me inquietaba sobre todo la inminencia del invierno, pues los animales no podrían sobrevivir a sus rigores en una tienda sin calefacción. Entonces Jacquie tuvo una idea brillante.
—¿Por qué no los ofrecemos a uno de los grandes almacenes para una exhibición navideña? —sugirió.
Así que llamé por teléfono a todas las tiendas importantes de la ciudad. En todas me atendieron con cortesía, pero sin ayudarme; carecían del espacio suficiente para una exhibición de esta índole, por muy atractiva que fuera. Entonces llamé al último de mi lista: al enorme emporio propiedad de J. J. Allen donde, para mi gran alegría, expresaron mucho interés y me pidieron que fuera a discutir la cuestión con ellos. Así nació el «Jardín zoológico Durrell».
Habilitaron gran parte de sus sótanos, construyeron espaciosas jaulas, pintaron artísticos murales en las paredes, representando una lujuriante vegetación tropical, y los animales fueron trasladados del frío y la humedad ya incipiente al lujo de la brillante luz eléctrica y una temperatura estable. El precio de la entrada cubría justo las facturas de la comida y los animales estaban calientes, cómodos y bien alimentados sin ser una carga para mi bolsillo. Una vez eliminada esta preocupación, pude dedicarme otra vez al problema de conseguir mi parque zoológico.
Resultaría tedioso enumerar todos los frustrantes detalles de este período o hacer un catálogo del número de alcaldes, concejales, superintendentes de parques y funcionarios de sanidad con quienes hablé y discutí. Baste decir que en algunas ocasiones temí que me estallara el cerebro por el esfuerzo de intentar convencer a personas supuestamente inteligentes de que un zoológico debe considerarse una atracción más para cualquier ciudad. A juzgar por sus reacciones, se habría dicho que les proponía lanzar una bomba atómica sobre uno de los muelles.
Mientras tanto los animales, ignorantes de que su destino pendía de un hilo, hacían lo posible por amenizar nuestra vida. Hubo el día, por ejemplo, en que Georgina, el babuino hembra, decidió ver algo más de Bournemouth que el sótano de J. J. Allen. Por suerte, era una mañana de domingo y no había nadie en los almacenes; de lo contrario, me asusta pensar en las posibles consecuencias.
Me hallaba bebiendo una taza de té, a punto de bajar a los almacenes para limpiar y alimentar a los animales, cuando sonó el teléfono. Tranquilo y feliz, lo descolgué.
—¿Hablo con el señor Durrell? —inquirió una voz profunda y lúgubre.
—Sí, soy yo.
—Aquí la policía, señor. Uno de sus monos se ha escapado y he creído conveniente que usted lo supiera.
—¡Dios mío! ¿Cuál de ellos es? —pregunté.
—Lo ignoro, señor, no tengo idea. Es grande y marrón, pero como parece bastante fiero, he preferido avisarle.
—Sí, muchas gracias. ¿Dónde está?
—Bueno, de momento, en un escaparate, pero me temo que no se quedará allí mucho tiempo. ¿Es capaz de morder, señor?
—Pues sí, tal vez lo haga. No se acerquen a él. Vengo en seguida —dije, colgando bruscamente.
Cogí un taxi y nos precipitamos hacia el centro, rebasando todos los límites de velocidad. Pensé que, después de todo, era una especie de misión policíaca.
Mientras pagaba el taxi, lo primero que vi fue el caos en uno de los grandes escaparates de Allens, que estaba decorado cuidadosamente como un lujoso dormitorio. Había una cama de matrimonio, hecha, una lámpara junto a la cabecera y varios edredones dispuestos muy artísticamente sobre el suelo. Por lo menos, así era cuando el escaparatista lo dio por terminado, porque ahora parecía que acababa de pasar un ciclón. La lámpara se había caído al suelo y quemado uno de los edredones, que tenía un gran agujero; el cubrecama, la almohada y las sábanas eran un revoltijo y estaban marcados por un caprichoso dibujo de huellas oscuras. Georgina, encima de la cama, saltaba arriba y abajo, sumamente feliz, y hacía feroces muecas a una multitud de escandalizados feligreses domingueros que se habían apiñado en la acera, ante el escaparate. Entré en la tienda y encontré a dos corpulentos agentes agazapados tras una barricada de esponjosas toallas.
—¡Ah! —exclamó con alivio uno de ellos—. Menos mal que ha llegado, señor. No queríamos tratar de cogerlo porque no nos conoce y posiblemente habríamos empeorado las cosas.
—No creo que nada pueda empeorar a este animal —dije, consternado—. En realidad, es inofensivo, pero hace mucho ruido y parece fiero… De hecho, sólo pretende amedrentarnos.
—¿Ah, sí? —preguntó uno de los agentes, cortés pero escéptico.
—Intentaré acorralarla en el escaparate, pero si se me escapa, quiero que ustedes dos le corten el paso. No permitan, por el amor de Alá, que entre en el departamento de porcelana.
—Ya ha pasado por allí —dijo uno de los policías con sádica satisfacción.
—¿Ha roto algo? —pregunté con un hilo de voz.
—Por suerte, no, señor; lo ha cruzado al galope. Como Bill y yo la perseguíamos, no se ha detenido.
—Pues procuremos que no vuelva a entrar; quizá la próxima vez no tendríamos tanta suerte.
En esto llegaron Jacquie y mi hermana Margo en otro taxi, con lo cual nuestras filas aumentaron hasta cinco. Pensé que entre todos podríamos reducir a Georgina. Aposté a los dos agentes, mi hermana y mi mujer en puntos estratégicos frente a la entrada del departamento de porcelana y luego entré en el escaparate donde Georgina seguía saltando sobre la desordenada cama, haciendo muecas obscenas a los espectadores.
—Georgina —llamé en voz baja y tranquilizadora—, vamos, ven aquí, ven con papá.
Georgina miró por encima del hombro, sorprendida. Estudió mi cara mientras me acercaba a ella y decidió que mi expresión contradecía la dulzura de mi acento. Se preparó, dio un gran salto en el aire, por encima del edredón todavía humeante, y aterrizó sobre el gran baluarte de toallas que constituía el telón de fondo del escaparate y que, al no haber sido construido para soportar el peso de un gran babuino lanzado desde el aire, se desmoronó inmediatamente y Georgina fue a parar al suelo bajo una cascada de toallas multicolores. Luchó con toda su energía para liberarse, lo cual logró justo cuando yo me abalanzaba sobre ella con intención de inmovilizarla. Profirió un grito histérico y salió del interior del escaparate en dirección a la tienda. Me quité las tollas de encima y la seguí. Un grito penetrante de mi hermana me reveló el paradero de Georgina; mi hermana en momentos de crisis siempre tiene tendencia a ser ruidosa como una locomotora. Georgina había pasado por su lado y ahora estaba encaramada en un mostrador, observándonos con ojos brillantes y gozando inmensamente del juego. Nos acercamos a ella todos a la vez, con caras de pocos amigos. Sobre un extremo del mostrador pendía, colgado del techo, un adorno navideño hecho con acebo, hilos dorados y estrellas de cartón. Tenía la forma de un candelabro y a Georgina le debió de parecer ideal para columpiarse. Se enderezó en el extremo del mostrador y, cuando nosotros nos precipitamos hacia ella, saltó y se agarró al adorno de un modo que me recordó vagamente a Douglas Fairbanks, padre. El decorativo colgante se desprendió en el acto y Georgina cayó al suelo, se enderezó de un salto y salió corriendo con un trozo de hilo dorado colgando de la oreja.
Durante la media hora siguiente corrimos de un lado a otro de la desierta planta, con Georgina siempre fuera de nuestro alcance. En el departamento de papelería tiró un montón de libros de contabilidad, se detuvo para comprobar si unos manteles individuales de encaje eran comestibles y dejó un charco grande y decorativo al pie de la escalera principal. Entonces, justo cuando los agentes empezaban a respirar a estertores y yo casi desesperaba de atrapar alguna vez al dichoso animal, Georgina cometió un error de cálculo. En un momento en que nos llevaba bastante ventaja, encontró algo que se le antojó el escondite perfecto, una hilera de rollos de linóleo colocados verticalmente. Se metió entre ellos y esto fue su perdición, porque los rollos formaban un cuadrilátero, una trampa de la que no había escapatoria. La acorralamos rápidamente, bloqueando la entrada al escondite de linóleo. Avancé hacia ella, muy serio, y ella permaneció sentada y prorrumpió en gritos estentóreos, pidiendo clemencia. Cuando me precipité hacia ella para agarrarla, se agachó bajo mi mano y al dar yo media vuelta para evitar que se escapara, choqué contra uno de los pesados rollos de linóleo que, sin darme tiempo a sujetarlo, se inclinó como una porra gigantesca y fue a caer precisamente sobre el casco de uno de los agentes. El pobre hombre se tambaleó hacia atrás y Georgina, tras echar una ojeada a mi cara, decidió que necesitaba protección policial y corrió hacia el agente, que aún se tambaleaba, y se abrazó con fuerza a sus piernas, mirándome por encima del hombro y gritando. Di un salto, la agarré por las peludas piernas y por el cogote y la arrastré hasta que soltó al agente.
—¡Córcholis! —exclamó éste, con la voz muy alterada—. Por poco me hace picadillo.
—Oh, no tenía intención de morderle —expliqué, levantando la voz para que me oyera por encima de los estridentes gritos de Georgina—. Buscaba protección contra mí.
—¡Córcholis! —repitió el agente—. Me alegro de que todo haya terminado.
Devolvimos a Georgina a su jaula, dimos las gracias a los policías, pusimos algo de orden, limpiamos y alimentamos a los animales y nos fuimos a casa a gozar de un bien merecido descanso. No obstante, durante todo aquel día tuve un sobresalto cada vez que sonó el teléfono.
Otro animal que hizo lo posible para mantenernos ocupados fue, naturalmente, Cholmondely St. John, el chimpancé. Para empezar, después de instalarle en la casa y poner a mi madre y mi hermana bajo su absoluto control, atrapó un fuerte resfriado que degeneró rápidamente en bronquitis. Una vez restablecido, continuó respirando con dificultad, por lo que decreté que usara ropa, por lo menos el primer invierno. Como vivía en la casa con nosotros, ya llevaba bombachos de plástico y pañales de papel, así que ya estaba acostumbrado a la idea de ir vestido.
En cuanto adopté esta decisión, mi madre se puso a trabajar con un destello de felicidad en los ojos y en un tiempo récord, sin dar descanso a las agujas de hacer punto, equipó al simio con gran variedad de pantalones y jerseys de lana en los colores más vivos y los dibujos más complicados típicos de Shetland. Cholmondely St. John se reclinaba con indolencia en el alféizar de la ventana del salón, comiendo una manzana en actitud indiferente y luciendo un traje distinto cada día de la semana, sin hacer el menor caso de los fascinados grupos de niños encaramados a nuestra verja, absortos en su contemplación.
Encontré muy interesante la actitud de la gente hacia Cholmondely. Los niños, por ejemplo, no esperaban que fuese otra cosa que un animal curiosamente parecido al hombre y dotado de la facultad de hacerles reír. Lamento decir que los adultos eran menos inteligentes; personas en apariencia cultas me preguntaron en numerosas ocasiones si sabía hablar. Yo solía responder que los chimpancés tienen, por supuesto, un limitado lenguaje propio, pero mis interlocutores no se referían a esto; querían decir si sabía hablar como un ser humano, discutir sobre la situación política o la guerra fría o cualquier otro tema igualmente ameno.
Sin embargo, la pregunta más extraordinaria acerca de Cholmondely me la formuló una mujer de mediana edad en el campo de golf. Solía llevar allí a Cholmondely cuando hacía buen tiempo y le dejaba retozar y trepar a los pinos mientras yo me sentaba en el suelo a leer o escribir. Aquel día Cholmondely, después de jugar media hora entre las ramas, se aburrió y bajó a sentarse en mi falda para ver si podía inducirme a hacerle cosquillas. Justo en aquel momento aquella mujer desconocida surgió de entre los arbustos de tojo y, al verme con Cholmondely, se detuvo en seco a mirarnos. No evidenció en absoluto la sorpresa demostrada por la mayoría de personas al encontrar en un campo de golf a un chimpancé vestido con un pullover de las islas Shetland. Se acercó y examinó atentamente a Cholmondely, que estaba sentado en mi falda. De pronto se volvió hacia mí y me clavó una penetrante mirada.
—¿Tienen alma? —preguntó.
—Lo ignoro, señora —respondí—. Si no puedo asegurarlo de mí mismo no esperará que lo asegure de un chimpancé.
—Hum —rezongó, alejándose.
Cholmondely producía esta clase de efecto en las personas.
Vivir en la casa con Cholmondely era, por supuesto, una experiencia fascinadora. Su personalidad e inteligencia hacían de él uno de los animales más interesantes que he conocido en mi vida. Entre sus facultades más insólitas figuraba su memoria, que se me antojaba fenomenal.
En aquella época yo poseía una Lambretta con sidecar y un día decidí que si Cholmondely permanecía quieto en el sidecar y no intentaba saltar en marcha, podría llevarlo conmigo de excursión por el campo. La primera vez que lo probamos, fuimos sólo a dar una vuelta a los terrenos del golf con objeto de ver cómo se portaba. Viajó sentado con el máximo decoro, contemplando el paisaje con aire regio. Aparte de cierta tendencia a inclinarse hacia afuera para agarrar a cualquier ciclista con quien nos cruzábamos, su conducta fue ejemplar. De regreso, llevé la Lambretta al garaje del pueblo para llenar el depósito de gasolina. A Cholmondely le fascinó el garaje y el dueño de éste quedó fascinado por Cholmondely. El simio se inclinó hacia fuera del sidecar y observó con atención cómo desenroscaban el tapón del depósito de gasolina; la introducción de la manguera y el gorgoteo de la gasolina le hicieron proferir en voz baja una serie de asombrados «Oooohs».
Las Lambrettas pueden recorrer distancias increíbles con muy poca cantidad de gasolina y, como no la usaba mucho, pasaron por lo menos quince días antes de que necesitara volver a repostar. Veníamos de un molino de agua donde habíamos visitado a un amigo de Cholmondely, el molinero. Este hombre bondadoso, gran admirador de Cholmondely, tenía siempre té preparado para nosotros y los tres nos sentábamos en hilera sobre la presa y contemplábamos el paso de los patos mientras sorbíamos el té y meditábamos. Cuando regresábamos a casa aquel día me di cuenta de que nos quedaba poca gasolina, así que fuimos al garaje.
Mientras charlaba con el dueño, me percaté de que miraba por encima de mi hombro con una expresión atónita en el rostro. Di una rápida media vuelta para ver qué travesura habría inventado esta vez el simio y vi que había abandonado el sidecar y, sentado en el sillín de la moto, intentaba desenroscar el tapón del depósito. No cabe duda de que esta acción era prueba de una memoria prodigiosa. En primer lugar, sólo había presenciado una vez el proceso de llenado y habían transcurrido dos semanas desde entonces. Y en segundo lugar recordaba, entre los numerosos accesorias de la Lambretta, el que convenía utilizar en aquellas circunstancias. Me quedé casi tan impresionado como el dueño del garaje.
Pero cuando Cholmondely me impresionó más, no sólo por su memoria, sino también por sus dotes de observación, fue en las ocasiones en que tuve que llevarlo a Londres, una vez para aparecer en televisión y más adelante para una conferencia. Mi hermana conducía el coche y Cholmondely, sentado en mi falda, contemplaba el paisaje con interés. Más o menos en mitad del viaje sugerí que nos detuviéramos a tomar un trago. Había que elegir muy bien los pubs cuando se iba con Cholmondely, porque no todos los taberneros sabían apreciar la presencia de un chimpancé en su bar. Al cabo de un rato encontramos un pub de aspecto acogedor y nos detuvimos. Para nuestro alivio, y gran alegría de Cholmondely, resultó que la propietaria era una gran amante de los animales y fue un caso de amor a primera vista entre ella y Cholmondely. Le permitió jugar al escondite entre las mesas del bar, le atiborró de patatas fritas y zumo de naranja e incluso le dio permiso para ponerse de pie en la barra y ejecutar una danza guerrera, pisando fuerte y gritando: «Ju… ju… ju». De hecho, la propietaria del pub y él se avenían tanto, que fue muy difícil hacerle abandonar el lugar. Si hubiera sido un inspector del RAC, habría concedido al pub doce estrellas.
Tres meses después tuve que llevar a Cholmondely a una conferencia y para entonces ya me había olvidado del pub donde se había divertido tanto, porque desde aquella ocasión habíamos estado en muchos establecimientos con licencia donde le habían dispensado una cálida acogida. Mientras viajábamos, Cholmondely, que iba sentado en mi regazo como de costumbre, empezó de pronto a saltar con mucha excitación. Al principio pensé que habría visto un rebaño de vacas o un caballo, animales por los que sentía un profundo interés, pero no se veía ninguno. Cholmondely continuó brincando, cada vez más de prisa, y luego se puso a exclamar «Oooooh». Yo seguía sin conocer la causa de tanta emoción hasta que de repente sus gritos fueron in crescendo, sus saltos adquirieron más velocidad y, al doblar la esquina, a cien metros de distancia, vi su pub favorito. Esto significaba que había reconocido el paisaje por el que pasábamos y lo había relacionado con su diversión en el pub, un proceso mental que yo no había descubierto nunca en ningún otro animal. Tanto mi hermana como yo nos impresionamos tanto, que hicimos un alto para tomar una copa y dejar que Cholmondely volviera a ver a su amiga, que estuvo encantada de mimarlo de nuevo.
Mientras tanto, yo proseguía mi búsqueda de un jardín zoológico, pero las posibilidades de éxito parecían cada vez más lejanas. Como es natural, la colección tuvo que ser desalojada de J. J. Allen, y entonces el Paignton Zoo acudió en mi ayuda. Con gran bondad se ofrecieron a cobijar a mis animales temporalmente, hasta que encontrara un lugar adecuado, lo cual, como ya he dicho, parecía cada vez más improbable. Se trataba de la historia de siempre. En la fase inicial de un proyecto, cuando más se necesita la ayuda ajena, ésta brilla por su ausencia. La única solución, si es factible, estriba en seguir adelante y espabilarse solo. Y después, cuando se ha conseguido el éxito, todos los que no quisieron ayudar acuden en masa a darle a uno palmaditas en la espalda y ofrecer su colaboración.
—Tiene que haber un ayuntamiento inteligente en alguna parte —dijo Jacquie una tarde, mientras examinábamos un mapa de las islas Británicas.
—Lo dudo —observé con acento sombrío—, y, en cualquier caso, dudo de que tenga la fuerza mental necesaria para tratar con otra ronda de alcaldes y funcionarios municipales. No, más vale buscar un sitio y apañarnos solos.
—Pero necesitarás su sanción —indicó Jacquie— y contar además con Planificación Urbana y Rural y todo eso.
Me estremecí.
—Lo que en realidad deberíamos hacer es ir a cualquier isla remota de las Antillas u otro lugar parecido —dije—, donde son lo bastante sensatos para no amargarse la vida con toda esta absurda burocracia.
Jacquie apartó a Cholmondely St. John de la parte del mapa sobre la que estaba en cuclillas.
—¿Y las islas del Canal? —preguntó de repente.
—¿Qué pasa con ellas?
—Pues que son un popular centro turístico y tienen un clima maravilloso.
—Sí, sería un lugar excelente, pero no conocemos a nadie allí —objeté— y necesitamos a algún residente que pueda aconsejarnos sobre este tipo de aventura.
—Sí —concedió Jacquie, de mala gana—, supongo que tienes razón.
Así, pues, muy a pesar nuestro (porque la idea de instalar mi parque zoológico en una isla me atraía mucho), olvidamos las islas del Canal de la Mancha. Hasta varias semanas después, cuando me encontraba por casualidad en Londres y discutí mi proyecto de un zoológico con Rupert Hart-Davis, no empezó a brillar un destello de esperanza. Confesé a Rupert que mis posibilidades de tener un zoológico propio parecían tan remotas, que estaba a punto de renunciar definitivamente a la idea. Añadí que habíamos pensado en las islas del Canal, pero que no había en ellas ningún conocido que pudiera prestarnos ayuda. Rupert se incorporó en la silla y, con el aire de un mago en el acto de realizar un pequeño milagro, dijo que él tenía un contacto óptimo en dichas islas (a mi disposición); un hombre, además, que había pasado toda su vida en el archipiélago y estaría encantado de ayudarnos en todo lo que hiciera falta. Su nombre era comandante Fraser y le telefoneé aquella misma tarde. No pareció encontrar nada insólito en el hecho de que un perfecto desconocido le llamara para pedirle consejo sobre cómo instalar un zoológico, lo cual ya me conquistó desde el principio. Sugirió que Jacquie y yo voláramos a Jersey, donde nos llevaría de excursión y facilitaría toda la información de que dispusiera. Y así lo convinimos.
Volamos a Jersey y cuando el avión se disponía a aterrizar, la isla nos pareció un continente de juguete, un cuadriculado de campos minúsculos rodeado de un resplandeciente mar azul. El litoral, rocoso y salpicado de agradables carúnculas, se interrumpía de vez en cuando para formar suaves extensiones de playa a lo largo de la cual el mar se rizaba mansamente. Cuando pisamos la pista, el aire nos pareció más cálido y el sol un poco más brillante. Me sentí muy animado.
Hugh Fraser nos esperaba en la zona de aparcamiento. Era un hombre alto y delgado, tocado con un sombrero de paño de ala estrecha que llevaba tan inclinado sobre la frente que el borde casi rozaba su nariz aquilina. Sus azules ojos lanzaban destellos de buen humor mientras nos acompañaba hasta su coche y nos alejábamos del aeropuerto. Atravesamos St. Helier, la capital de la isla, que me recordó una ciudad media inglesa y me sorprendió un poco ver en un cruce a un policía con uniforme y casco blanco, dirigiendo el tráfico y prestando de improviso al lugar cierto ambiente tropical. Después de cruzar la ciudad nos metimos por unas carreteras estrechas, con terraplenes a ambos lados y árboles cuyas ramas se entrelazaban entre sí, formando un túnel de verdor. El paisaje, de tierra roja y hierba muy verde, me recordaba mucho el de Devon, pero éste era en miniatura, con campos minúsculos, angostos valles cubiertos de árboles y pequeñas granjas construidas con el bello granito de Jersey, que contiene un millón de tonos otoñales en su superficie cuando el sol lo acaricia. Luego nos desviamos hacia una larga avenida y de repente, ante nosotros, se irguió la casa de Hugh, Les Augres Manor.
La casona estaba construida en forma de E, sin la raya central; el edificio principal formaba la vertical de la E, mientras las dos rayas horizontales eran las alas de la casa, que terminaban en dos macizos arcos de piedra construidos alrededor de 1660 y que, como el resto del edificio, eran del bello granito local. Hugh nos enseñó la casa con evidente orgullo, la vieja prensa para sidra, también de granito, así como el establo para vacas, el enorme jardín amurallado, el pequeño lago con su despeinado fleco de juncos y las praderas inundadas, con los riachuelos serpenteando por doquier. Regresamos lentamente, pasamos bajo los hermosos arcos y entramos en el patio iluminado por el sol.
—Tiene una finca maravillosa, Hugh —comenté.
—Sí, es bonita… creo que una de las fincas más bellas de la isla —asintió Hugh.
Me volví hacia Jacquie.
—¿No sería un lugar magnífico para nuestro zoológico? —observé.
—Sí que lo sería —convino Jacquie.
Hugh me miró un momento.
—¿Habla en serio? —preguntó.
—Bueno, lo he dicho en broma, pero es cierto que sería un lugar magnífico para un zoológico. ¿Por qué?
—Pues, verá —contestó Hugh, con expresión pensativa—, el mantenimiento me está resultando excesivo para mis recursos y quiero trasladarme al continente. ¿Le interesaría alquilar la finca?
—¿Que si me interesaría? —respondí—. Pregúntemelo otra vez.
—Entre, querido muchacho, y discutiremos el asunto —dijo Hugh, precediéndonos por el patio para enseñarnos el camino.
Así fue cómo, tras un año de frustraciones y luchas con ayuntamientos y otras autoridades locales, fui a Jersey y al cabo de una hora de haber aterrizado en el aeropuerto ya había encontrado mi parque zoológico.