Queridos amigos:
… Entre las vivencias importantes, cortadas a mi medida, que me ha deparado el destino figuran, además de las humanas y espirituales, también las del paisaje. Aparte de los que fueron mi patria y que pertenecen a los elementos formadores de mi vida: la Selva Negra, Basilea, el lago Constanza, Berna, Tesino, me he ido apropiando en viajes, excursiones, ensayos pictóricos y otros estudios de algunos otros paisajes característicos, no muchos, y los he vivido como algo fundamental y orientador, por ejemplo la alta Italia y sobre todo Toscana, el mar Mediterráneo, algunas partes de Alemania y otros. He visto muchos paisajes y casi todos me han gustado, pero que estuvieran como reservados por el destino, que me impresionaran profundamente y persistentemente y se convirtieran con el tiempo en segunda patria chica, hay muy pocos; seguramente el más hermoso, el que ha actuado sobre mí con más fuerza, es el alto Engadin.
Habré estado en este alto valle aproximadamente diez veces, en algunas ocasiones sólo unos días, pero a menudo durante semanas enteras. Lo vi por primera vez hace casi cincuenta años. Era joven y pasaba unas vacaciones en Preda por encima de Bergün, con mi mujer y mi amigo de la infancia Finckh, y cuando llegó el momento de volver a casa decidimos hacer aún una buena excursión a pie. Abajo en Bergün me puso el zapatero clavos nuevos en las suelas y los tres caminamos con mochilas por la Albula, por la larga y hermosa carretera de montaña, y luego por la aún mucho más larga del calle, desde Ponte a St. Moritz, una carretera sin automóviles, pero con muchísimos cochecitos de uno o dos caballos, envueltos en una interminable nube de polvo. Después, en St. Moritz, se despidió mi mujer y volvió en tres a casa. Mientras mi compañero, que soportaba mal la altura y no dormía por la noche, se iba cerrando en mutismo y malhumor, a mí, pese al polvo y al calor, me parecía el valle superior de Inn un paraíso soñado. Sentía que estas montañas y estos lagos, aquel mundo de árboles y flores querían decirme más de lo que me era posible captar y asimilar en aquella primera contemplación, que alguna vez me vería atraído de nuevo a aquel lugar, que aquel alto valle, tan austero como rico de formas, tan grave como armónico, me interesaba, me tenía que dar algo valioso o tenía que exigir algo de mí. Después de pasar la noche en Sils Maria (donde escribo ahora estas notas) nos encontramos ante el último de los lagos de Engadin; en vano invité a mi cansado amigo que abriera los ojos y mirase por encima del lago hacia Maloja y el Bergell y viese los increíblemente sublime y hermoso que era aquel panorama; era inútil, e irritado dijo con el brazo extendido hacia la grandiosa profundidad del espacio: «Bah, no es más que un vulgar efecto escenográfico». Tras lo cual propuse que él tomara la carretera a Maloja, yendo yo por el sendero del otro lado del lago. Por la noche estuvimos sentados lejos el uno del otro, cada uno cenando en su mesa en la terraza de la Osteria Vecchia; hasta la mañana siguiente no nos reconciliamos, y bajamos saltando alegremente por los atajos de la carretera de Bergell.
La segunda vez estuve en Sils pocos años más tarde para reunirme con mi editor berlinés S. Fischer, sólo dos o tres días, y viviendo como invitado suyo en el mismo hotel, al que acudo todos los veranos en los últimos años. Esta segunda estancia dejó pocas impresiones, aunque recuerdo un hermoso atardecer con Arthur Holitscher y su mujer; por aquel entonces teníamos muchos que decirnos.
Y luego hay otra vivencia, una imagen que desde entonces vuelve a serme querida e importante y me conmueve el corazón cada vez que la vuelvo a ver: la casa, apretada a la pendiente rocosa y algo lúgubre, donde Nietzsche tenía su residencia engadina. En medio del ruidoso y colorido mundo del deporte, los turistas y los grandes hoteles, se alza obstinada y mira algo contrariada, como asqueada, despertando respeto y compasión y recordando imperiosamente el alto ideal humano que el anacoreta ha erigido, incluso en sus herejías.
Pasaron años sin que volviese a ver el Engadin. Fueron mis años de Berna, los tristes años de la guerra. Luego, a principios del año 1917, cuando mi médico me mandó fuera con urgencia, enfermo de mi trabajo durante la guerra y aún más por la miseria de la guerra en general, un amigo suabo que pasaba una temporada en una estación de invierno por encima de St. Moritz me invitó a pasar unos días allí. Era en pleno invierno, el tercer invierno amargo de la guerra, y aprendí a conocer desde una nueva perspectiva el valle, sus bellezas, sus asperezas y sus poderes curativos y consoladores; aprendí de nuevo a dormir, a comer con apetito, y me pasaba los días esquiando y patinando; después de algún tiempo podía soportar otra vez la conversación y la música e incluso trabajar un poco; a veces subía solo con mis esquís hasta el refugio de Corviglia, al que todavía no conocía un funicular, y solía ser la única persona. Y allí viví en febrero de 1917 una mañana inolvidable en St. Moritz. Tenía que hacer unos recados, y cuando entré en la plaza que hay delante de la oficina de correos salió del edificio, delante del cual se había reunido un número extraordinario de personas, un hombre con gorra de piel que seguidamente empezó a leer en voz alta el número extraordinario del diario que acaba de llegar. La gente se apiñaba a su alrededor y yo también corrí hasta donde estaba; la primera frase pude oír fue: «Le czar démissionna». Era la noticia de la revolución rusa de febrero. Desde entonces he pasado o paseado cien veces por St. Moritz, pero pocas sin recordar aquel momento de la mañana de febrero de 1917, a mis amigos y anfitriones, de los que hace tiempo ya no vive ninguno, y aquella sacudida y conmoción que sentí en el alma cuando, después de una brece existencia de paciente y convaleciente en la paz de Chantarella, la voz amenazadora y exhortadora de aquel hombre me devolvió al presente y a la historia del mundo…
(1953)