A nuestros hermanos prisioneros
Cuando usted pide a un poeta que dé noticias de sí mismo, no espera de él un informe. Verdaderamente yo no tengo nada que informar. Mis líneas podrían venir de Sirio o de Berna o de alguna lejana isla perdida.
En estas islas vivimos nosotros ahora, los poetas. No todo el mundo es capaz de hacer oír sus poemas y pensamientos entre cañones y partes de guerra.
A esto se añade la experiencia que casi toda persona decente ha hecho durante la guerra: no hay rectitud de ideas y de carácter que valga nada, que a la más ligera manifestación no sea combatida en los editoriales, ridiculizada y arrastrada por el fango por los héroes de la pluma, en nombre del amor a la patria y otros ideales. Durante algún tiempo parecía que el odio era la fórmula prescrita, y el salvaje fanatismo el comportamiento actualmente prescrito; quien no era capaz de ambos estaba excluido.
Sé que las cosas ya no son así, y si recuerdo aquellos tiempos de inaudita falta de libertad de expresión y de pensamiento no es por razones sentimentales. Por el contrario, lo poco que entonces arrojaron sobre mi persona no sólo hace tiempo que ya no duele, sino que incluso fue saludable y dio frutos.
Entre ellos, que me deshabitué de la necesidad de hablar. Entre nosotros estaba en boga sobreestimar a los poetas, en el sentido de que se les pedía en todo tipo de ocasiones su apreciada opinión y se creía necesario leer de cuando en cuando sus estimados nombres en los periódicos. Hasta qué punto esta amabilidad correspondía por otra parte a un completo desconocimiento y desprecio de la poesía por parte de la mayoría de nuestros círculos cultos, lo sospechábamos todos un poco, pero ninguno quería admitirlo. En vez de vivir en buhardillas, comer cortezas de pan y escupir sobre las cabezas de los burgueses, los poetas nos habíamos convertido en señores agradables que casi podían aparecer en sociedad y que formulaban frases ingeniosas sobre las cuestiones del día, algún chiste y alguna leve y graciosa ironía.
Si algo me hubiese podido inducir jamás a participar durante un solo instante en el ridículo y blasfemo sermoneo de los pedantes de biblioteca sobre la grandeza de los tiempos de guerra, sería este despertar, estos remordimientos, esta súbita escisión respecto al mundo de los pedantes, con los que en general me había entendido pasablemente. Esto valía la pena, era vital y profunda experiencia: reconocer que no habíamos sabido donde estábamos, que habíamos desempeñado un papel, que con toda inocencia nos habíamos puesto al servicio de una «cultura» que en el fondo nos resultaba despreciable y negrera. Por ejemplo, nos dejamos decir por críticos y redactores lo importante que era nuestra misión de predicar al mundo de los lectores de la naturaleza, y al hacerlo apenas notábamos que no sólo éramos engañados, sino que también estábamos a punto de engañar.
En suma, también en nosotros se notaba la «paz podrida». Pero ahora todo eso está destruido. Cuando contemplo la poesía y la espiritualidad de hoy no me asusta en absoluto su bajo nivel, porque sé: los mejores están callados. Viven en islas perdidas, separados de las masas y del tono del día por las distancias de siglos de desarrollo. Intuyen que no tiene ningún valor intervenir escribiendo y chillando o siquiera defender sus bienes. Siguen los acontecimientos con el interés que exige a diario su triste grandeza; pero la mayoría no tiene ya la ilusión que un poeta de pronto politizado vaya a mejorar esencialmente los asuntos públicos. La politización de los poetas no vale nada. Al contrario, estamos más ávidos que nunca de islas lejanísimas de Robinson, donde florezcan nuestro sueños y pueda desplegarse nuestro amor a los hombres, en vez de ser maltratado, en vez de trabajar a medias en otros terrenos, en vez de digerir para el querido lector las experiencias del día apenas vividas. No interesa el querido lector. No interesan los poetas como charlistas amablemente tolerados o como figuras paternales que aleccionan notablemente: son una invención del público. Un poeta no ha de amar al público sino a la humanidad (cuya parte mejor no lee sus obras, pero las necesita). Un poeta no debe convertirse en periodista o en hombre de partido por amor a la patria; ni debe mezclarse con los abastecedores de material de guerra por muy seductor que pueda ser comercialmente. El poeta debe vivir su época, no intentar explotarla sin haberla vivido aún; ni por él mismo ni por su pueblo está obligado a hacer cosas a las que nadie le obliga.
Mientras fuera se suceden las ofensivas, en los países neutrales se celebran un certamen implacable, pero pacífico, cuya meta consiste en ganar simpatías y demostrar la superioridad de la patria. Orquestas y compañías de teatro, directores de orquesta y actores alemanes y franceses, «ballets» rusos, exposiciones de pintura y de artesanía son utilizados para impresionar al extranjero. Si la música alemana que dirige Strauss y los textos que monta Reinhardt en el extranjero no se encontraran muy por encima del nivel de la guerra y de la época, podrían volverse a casa, cubiertos de ridículo. Las cosas buenas que podemos mostrar en el arte y la poesía no han nacido de una capacidad de adaptación barata, ni de un feliz sentido de la oportunidad, sino del carácter y de la necesidad, en su mayor parte en la resistencia y la guerra contra el presente y sus exigencias niveladoras.
Ustedes quizá me escuchen asombrados y por fin pregunten: «Bueno, muy bien, pero ¿por qué decir todo eso? ¿Para qué escribir un artículo literario? ¿Por qué no callar?».
Tienen ustedes razón. Sin embargo, estamos en guerra, y si hoy emprendo alguna cosa pública, siempre estará relacionada con la guerra. Si como poeta rechazo someterme a las exigencias de una época con escasos vuelos intelectuales puedo a pesar de todo hacer mi trabajo como persona, como número y como soldado. Y este trabajo me importa mucho, no sólo porque es patriótico, sino porque es necesario y vital.
Así como un predicador ambulante, en cada ocasión que reúne gente a su alrededor, repite sus sermones y pasa su hucha, así tengo que recordar, en cada ocasión que se me ofrece, el trabajo que me ha impuesto la guerra. Es un trabajo muy pequeño, como la última rama en un gran árbol. Pero es necesario, hace bien y ayuda a salvar hombres.
Tenemos en Berna un Instituto que provee a nuestros hermanos prisioneros en Francia todo lo que parece necesario para su subsistencia intelectual y moral, sobre todo libros y la posibilidad de empezar o reanudar estudios profesionales. Nosotros enviamos al muchacho de Mecklemburgo, prisionero en el sur de Francia, el diccionario francés que nos pide impacientemente, al estudiante su tratado de anatomía o ingeniería, al puñado de labradores suabos que trabaja en un astillero o en una cantera pirenaica le enviamos según su deseo un juego de ajedrez y un par de revistar con buena lectura. De otro campo nos llega la petición urgente de partituras, porque hay un piano o existe un cuarteto de cuerda. Otro pide encarecidamente un bloc de dibujo y algunos lápices de colores.
Todo ello no suena demasiado importante. Pero el que tenga una ligera idea de lo que es el cautiverio, el cautiverio durante años, intuirá que precisamente esas cosas son importantes y de la más profunda necesidad. Aparte de la comida y de la ropa, ninguna necesidad, ninguna penuria es tan grande para el prisionero como la intelectual, como el aburrimiento y el desaliento, la nostalgia y la duda sobre el futuro. Ahí están estudiantes, colegiales, jóvenes funcionarios prisioneros, separados por completo de sus estudios y profesiones durante uno, dos y más años. Ahí están miles de hombres a los que una lesión de guerra les impide reanudar su antiguo oficio y desean aprender algo nuevo. Y todos, persigan o no objetivos prácticos, quieren y necesitan tener algo en qué trabajar, en qué pensar, a qué dedicar su atención, una tarea y un estímulo, porque si no perderán sus facultades y regresarán un día como inútiles.
¡Ayudadnos en esta tarea! Dadnos dinero, dadnos buenos libros. Aún estoy esperando, a pesar de otros llamamientos semejantes, al fabricante que me conceda un crédito para lápices y utensilios de pintura, al hombre que haga donación de los Lieder de Schubert para los campos de prisioneros en Francia. Hace poco vino uno que me ha permitido, de la noche a la mañana, realizar un viejo deseo mío. Cada campo de oficiales recibe ahora una bella obra de astronomía.
Día a día nos llegan deseos acuciantes de prisioneros, a los que no podemos hacer frente con nuestros medios. No todos tienen que ser satisfechos, alguno es exagerado. Pero con el tiempo se adquiere una idea de lo que es importante y de lo que no lo es. ¿Quién va a permitirme, por medio de un crédito de determinada cuantía, satisfacer un cierto número de estos deseos que nosotros consideramos dignos de ser satisfechos?
Muchos han colaborado y a muchos les estamos agradecidos. También a aquél que sólo mete un par de buenos libros en un paquete y nos lo manda. Pero tienen que colaborar aún más, la necesidad crece. Los envíos de libros para estos fines están libres de porte por tren, libres de franqueo por correo, cuando van en paquetes de cinco kilos y como envío a prisioneros de guerra a las señas siguientes: «Asistencia de prisioneros de la Legación Imperial Alemana (Prof. Woltereck). Berna (Suiza)». Dirigir ofertas y propuestas al autor, H. H., a la misma dirección.
Si este ruego logra atraer nueva participación activa, mi saludo desde Berna no habrá sido escrito en vano. No me propongo conseguir más. El poeta movilizado para el servicio de prisioneros intenta movilizar en la patria nuevos corazones, nuevas bolsas de dinero a sus protegidos. Y así el poeta ha vuelto a establecer una relación intachable con la opinión pública.
(1917)