Recordaba la última visita a mi padre; cómo en seguida, después del saludo, nuestra conversación había discurrido llena de comprensión, de luz y de confianza. Aunque él probablemente me conocía mucho mejor que yo a él y tenía sobradas razones para desconfiar de mí, o al menos para hacerme reproches y desear que fuera distinto, y aunque yo en comparación con su delicada religiosidad era un hombre rudo y mundano, flotaba sobre nosotros, como cálido cielo, un sentimiento de unión y de no querer perderse mutuamente; sin duda la tolerancia y las concesiones eran mayores por su parte que por la mía. Porque aunque no era un santo, estaba hecho de la rara materia de la que se hacen los santos. En aquella ocasión, cuando estuve por última vez sentado junto a él en su pacífico cuartito —para mí un refugio y un escondrijo de paz, alejado del mundo; para él cárcel y jaula—, él que desde hacía algún tiempo había quedado ciego, me contó los pequeños métodos con los que salvaba sus largas noches de insomnio. Solía recordar entonces proverbios y refranes latinos por orden alfabético, lo cual, además de tener la virtud de disciplinar la inteligencia, servía para demostrar la riqueza de los tesoros de su memoria. Me animó a hacer el juego con él, empezando por la letra A. Yo tardé mucho en juntar dos o tres sentencias. «Alea iacta est» fue lo primero que se me ocurrió y «Ars longa, vita brevis». Sin embargo él, con los párpados cerrados sobre los ojos ciegos, pensativo, como un mago fue sacando cuidadosamente una frase tras otra, exactamente en orden alfabético —recuerdo que la última fue «Aut Caesar aut nihil»—, y cada una la pronunciaba con un alegre respeto ante el bello, conciso y sonoro lenguaje, con claridad y cuidado como un coleccionista que toma sus piezas con dedos cariñosos y educados.
Ahora lo volvía a ver en su totalidad, el caballeroso rostro bajo el largo cabello peinado hacia atrás, la alta y noble frente con sus bellas superficies, la alta curva de los párpados cerrados sobre los ojos ciegos, y por primera vez desde que me había enterado de su muerte sentí con un escalofrío en lo más profundo de mi alma que había perdido irremediablemente todas estas cosas queridas, delicadas y valiosas. Comprendí de pronto lo terrible que era no volver a sentir su mano suave, buscando mi cabeza para bendecirla, ni volver a oír nunca más su voz. Por un momento, junto a la ventana del tren en marcha no sentí más que el dolor del desposeído y algo como resentimiento contra todos los hombres que no lo habían perdido, que no lo habían conocido, que no sabían qué hombre tan cabal vivido y había muerto.
E inmediatamente recordé algo mucho más grave, más terrible, ¡cómo no había pensado hasta ahora en ello! Se trataba de mi última misiva a él, quizá la recibió en sus últimas horas, una postal breve, precipitada y sin cariño, con saludos superficiales, ¡quejándome de no tener ni un momento para escribir cartas! ¡Dios mío, qué lamentable, qué feo, qué vergonzoso, pero que si no hubiera escrito! Los sufrimientos que causé a mi padre en mis años de juventud no eran nada, eran amargos pero naturales y necesarios. ¡Pero esta indiferencia, esta entrega a actividades y obligaciones vacías, por las que había faltado a los primeros deberes del amor, eran ruines e imperdonables! La culpa se me venía encima como un oscuro torrente de barro…
El tren paró en la estación de la capital, un amigo vino a recogerme y me llevó a su casa, hasta que pudiera proseguir mi viaje. Luego el lento tren comarcal salió hacia los pueblos y por fin se detuvo en la pequeña estación. Allí había personas, vi de pronto a mi hermano entre ellas y lo abracé, y también a mi hermana; de nuevo pertenecíamos los unos a los otros, éramos una misma sangre como en la infancia. El país perdido de los niños, los recuerdos de inocente comunión, los cálidos ojos marrones de nuestra madre, muerta hacía tanto tiempo, todo estaba de pronto presente y daba calor y amparo, olía a tierra natal, hablaba como los niños, fluía tranquilizante por la sangre. ¡Oh qué pobres andamos por nuestros polvorientos caminos pudiendo respirar tanto amor! ¡Oh qué pobres, qué pobres! Pero ahora todo estaba bien, yo había vuelto a casa.
Paseo pacífico por el pueblo y por las praderas en la incipiente primavera, por todas partes aún restos de nieve. ¡Oh qué bien, qué bien haber venido, estar allí, sostener el brazo de mi hermana y apretar el hombro de mi hermano! Y qué triste y maravilloso subir la pequeña cuesta hacia la casa, en la que yacía y nos esperaba nuestro padre. De nuevo ver la ventana desde la que él solía despedir a sus hijos en cada viaje. Subir la escalera y ver junto a la puerta de cristal el gancho donde siempre estaba colgado su sombrero de fieltro. Y respirar en el zaguán y en la sala la atmósfera de limpieza sencilla y perfumada, de delicada pulcritud que siempre le había rodeado.
Primero conversamos; las hermanas habían hecho café. Sí, nuestro padre había expirado suave y rápidamente, se había escabullido casi con picardía, sin ruido y sin gestos. Sabíamos que él, que tanto había sufrido, tenía cierto temor a la muerte, aunque la deseara muchas veces de todo corazón. Ahora todo estaba en orden, su anhelo cumplido, no había nada más que desear. Encontré recordatorios impresos; en ellos se indicaba un pasaje de los salmos, que según su deseo debía grabarse en su tumba. Pregunté a las hermanas cuál era la frase; ambas sonrieron y dijeron: «¡La atadura se ha roto, el pájaro es libre!».
Entonces me aparté, fui a su habitación abrí la puerta. La ventana estaba abierta, el frío de la nieve se mezclaba con el olor de las flores. Nuestro padre yacía entre flores, las manos una encima de la otra. Su cabeza estaba echada hacia atrás, como en un profundo suspiro, la frente alta y majestuosa, los ojos cerrados en calma. ¡Con qué profunda serenidad respiraba su rostro la paz alcanzada! ¡Qué descanso, qué liberación y qué íntimo contento sobre sus amados rasgos! Él, que toda su vida había sido perseguido por los dolores y el desasosiego y se había convertido gracias a ellos en luchador y paladín, parecía escuchar con profundo y concentrado asombro el infinito silencio que le rodeaba. ¡Oh padre, padre! Cuando besé llorando sus manos y toqué con las mías vivas y calientes su frente pétrea, me acordé de cuanto éramos niños y mi padre nos pedía a menudo en invierno, al llegar uno de nosotros a casa con las manos frías, que las colocáramos un poco sobre su frente; porque le aquejaban con frecuencia fuertes dolores de cabeza durante días. Ahora mis manos quietas y calientes estaban sobre su frente y tomaban frescura de él. Y toda la caballerosidad y la nobleza que había tenido su carácter estaban escritas con claridad diáfana en su rostro, como la dignidad sobre una silenciosa cumbre nevada. ¡Oh padre, padre!
Por la noche una de mis hermanas me dio un anillo de boda de oro. Mi padre lo mandó hacer para su primer novio, al principio de los años sesenta; por dentro llevaba grabada una inscripción. Al casarse mi madre se lo dio a mi padre.
Di vueltas al fino anillo de oro, leí la antigua inscripción y me lo puse en el dedo. Me venía justo; cuando contemplé el dedo con el anillo que había visto mil veces en la mano de mi padre y que de niño tantas veces había tenido en la mano, también mi hermana mayor se volvió a mirar y ambos vimos el gran parecido que había entre mi dedo y mi mano y las manos de mi padre. Por la noche me desperté dos veces a causa del anillo extraño, pues hasta entonces nunca había llevado ninguno. Y allí echado intuí que el anillo no era más que una débil alegoría de cien imperativos que unían mi ser y mi destino a mi padre.
Al día siguiente volví a estar un rato solo con él y aún parecía escuchar concentrado y asombrado la inmensa paz y estar completamente fundido en ella; volví a refrescar la frente y manos en la fuente sagrada y todos los dolores no eran nada ante aquella frescura bienhechora. Y aunque yo fuera un mal hijo e indigno de aquel padre, alguna vez se calmaría también así mi alma y se refrescaría mi inquieto pulso. Y si no pudiese hallar ningún otro consuelo en el sufrimiento, al menos encontraría siempre éste: también estará un día así de fría y mi sentido habrá trascendido a lo esencial.
Desde las hermosas y plenas horas que pasé en la fría y clara habitacioncita de mi padre el conocimiento de la muerte se ha convertido para mí en algo importante y precioso. Hasta entonces había pensado poco sobre la muerte, nunca la había temido, a menudo la había deseado con impaciencia desesperada. Ahora veía toda su realidad y grandeza, veía que es el polo opuesto, situado más allá, que nos espera para que se cumpla un destino y se cierre un ciclo. Hasta ahora mi vida había siso un camino, en cuyos comienzos disfruté de mucho amor junto a la madre, en la niñez, un camino que recorrí a veces cantando, a veces desanimado y a veces maldiciéndolo, pero nunca había vislumbrado con claridad el final de ese camino. Todo impulso, toda fuerza que alimentaba mi existencia me parecía partir exclusivamente del oscuro principio, del nacimiento y del seno materno, la muerte me parecía ser únicamente el punto accidental donde esa fuerza, ese ímpetu y ese impulso decaerían y se extinguirían un día. Ahora veía por fin la grandeza y necesidad de ese «accidente» y sentía mi vida atada y determinada en sus dos extremos, veía que mi camino y mi misión consistían en ir hacia el fin como la consumación de todas las cosas, en madurar y acercarme a él como a la grave fiesta de todas las fiestas.
Hablamos mucho; el que recordaba determinados relatos de nuestro padre sobre sus años de juventud trataba de reconstruirlos, y entre ellos intercalábamos la lectura de pasajes de sus anotaciones. De vez en cuando uno de nosotros descolgaba un retrato de familia de la pared, lo estudiaba, buscaba fechas en el dorso. De vez en cuando uno de nosotros desaparecía para ir un poco «a su lado», para estar junto al padre, y de vez en cuando uno de nosotros empezaba a llorar. Una de mis hermanas había perdido más que todos nosotros, la muerte de nuestro padre de ser para ello hito y experiencia decisiva en su vida. Los demás hermanos nos unimos en torno a ella y la rodeamos de nuestro amor. Por encima de los años, los muchos años de separación paulatina, nos unía, con mis recuerdos preciosos de nuestros padres, la comunidad de la sangre y del espíritu. Pues todos comprendimos que esto era lo esencial dentro del legado del difunto que acabábamos de asumir: el lazo de la sangre no era lo único que en la hora del miedo nos empujaba los unos hacia los otros. Se trataba por encima de esto del legado de una disciplina y de una fe, a la que nuestro padre y nuestra madre habían servido, a la que ninguno de nosotros pensaba sustraerse y la que también seguía rondándome a mí estrechamente, después de haber cortado todas las ataduras de palabra y comunidad. Esta fe la sentíamos todos ahora, la fe en un destino, la fe en una vocación y en un compromiso. Esta fe no podía ser expresada con palabras, ni apaciguada en su ímpetu con hechos, nos era común a todos como la sangre. Aunque nos perdiéramos los unos a los otros, sabíamos que pertenecíamos para siempre a una orden, a una secreta orden de caballería, de la que no existe salida. Porque una fe así puede pisotear, pero no extinguir.
Pero de todo esto no hablábamos ni una palabra.
Ahora la tierra oscura de la primavera se halla entre él y nosotros y quizá hayan echado hoy raíces las primeras flores sobre su tumba. Ahora ya no tengo patria, mi madre y mi padre están enterrados en distintos lugares. No me he llevado ningún recuerdo, excepto el delgado anillo de oro, al que mi mano ya se ha acostumbrado. Mi patria estará un día allí, donde la tierra me dé también a mí los últimos cuidados maternos. Pero no estoy perdido en el mundo al que quiero y que me es extraño como lo fue el muerto. Y he ganado más que perdido junto a la tumba húmeda y oscura en suelo suabo. Quien ha emprendido el camino de la madurez no puede ya perder, sólo ganar. Hasta que le llegue también la hora en que encuentre abierta la puerta de la jaula y con un último latido de corazón escape de la insuficiencia.
Quien busque para una persona como nosotros en la Biblia o en otros libros una frase hermosa o un lema que no diga ni pretenda decirlo todo, pero sí capte en su espejo el fulgor más excelso del tema, no encontrará seguramente otro mejor que el verso del Salmo: «¡La atadura se ha roto, el pájaro está libre!».
(1916)