Creo que desde esos tiempos, hace dos años, cuando tuve que superar el gran intervalo en Siddharta, no he vuelto a escribir un diario, y si ahora tengo otra vez la necesidad de hacer apuntes de este tipo, se debe sin duda a que la situación es muy parecida: una paralización grande en mi producción. La situación, hoy, es sin duda distinta. Aunque puede ser que uno solo se invente todas esas razones «objetivas», generales y racionales y siga en realidad exclusivamente los impulsos privados, egoístas. Y si hoy me parece que es la historia universal la que me impide trabajar, o que la reflexión sobre los actuales acontecimientos en Alemania es muy necesaria para mí, probablemente se esconde detrás un malestar, incluso el tormento de la situación en que me encuentro desde hace dos años, y que es la esterilidad. Me inventé la historia de Josef Knecht y de El juego de abalorios, y hace un año escribí las páginas de introducción (rehechas tres veces) que se referían al origen del juego. Entonces pensaba que la creación del conjunto seria bella y agradable y me parecía que como había ideado y construido de antemano el argumento en sus aspectos esenciales, tendría que ser un trabajo agradable su desarrollo, llenar los esquemas de sangre, rellenar y dar color al boceto. Pero disfrutaba tan poco con el trabajo, que ni siquiera compensó las dificultades que me vienen de los dolores de ojos, etc.; era desalentador, me sentía estéril y sólo pude escribir unas pocas hojas. Durante mucho tiempo lo atribuí a la agravación del estado de mi vista, a las circunstancias desfavorables del momento, a la oposición hostil del espíritu de la época, y a veces me parecía que estaba demasiado viejo y que mi producción había llegado a su fin. Es inútil darle vueltas al problema, no quiero profundizar sobre las verdaderas causas de mis actos y omisiones y quiero intentar, como ejercicio de dedos y de ideas, escribir por lo menos de cuando en cuando algo sobre mis actuales experiencias y pensamientos.
Anteayer, cuando vino Böhmer[14], pedí a Ninon que nos leyera la introducción de Knecht, la historia de El juego de abalorios, que hacía más de medio año que no miraba. Me asustaron las dos páginas del prólogo que tratan de hoy: el estado espiritual de Alemania está descrito casi al pie de la letra, el texto se lee como una parodia de la actualidad, escrita recientemente. Quiere decirse que después de haberlo rehecho tres veces no sólo no será impreso ni leído en Alemania por ahora ni tal vez por mucho tiempo, sino que el prólogo, que tenía que crear la distancia entre el presente y la época de Knecht, está aún demasiado determinado e influido por el tiempo. Hay que rehacerlo.
Las noticias de Alemania (últimamente los nuevos proyectos de ley sobre ciudadanía, etc., el homenaje tributado a los asesinos de Rathenau y otras atrocidades bastante brutales) aterran a veces, pero uno ya se ha acostumbrado y al fin y al cabo poco importa ya un poco más o un poco menos de vocerío y crueldad. Lo que me inquieta constantemente no es mi crítica del régimen alemán, que probablemente se diferencia poco de la de la mayoría de los extranjeros, sino mi falta de comprensión para lo positivo y saludable que hay en los alemanes de buena fe, para su aceptación de la «revolución», que primero les asustó; en una palabra, para la forma actual de patriotismo del Reich. Me interesa y preocupa saber por qué los hombres reservados, serios e imparciales (pienso en H. y algunos otros) apoyan ahora esta revolución, por qué la aceptan como estado de guerra y de excepción, y se ponen a su disposición como colaboradores o como víctimas. Si esta «revolución» es sólo reacción y terror blanco, si en realidad, como hay que deducir de muchos indicios, se ceguera no es ingenua, sino enfermizante, obcecada y con miedo a la crítica, si está equivocada en el fondo y es hostil a lo orgánico y vivo, entonces no tiene sentido decir lo que me escribía H.: «Si este enorme esfuerzo e impulso de nuestro pueblo se paraliza y fracasa, se hundirá todo; esto no debe suceder». No, en ese caso sólo se hundirá algo que no merecía sobrevivir, y por mucha sangre buena, mucho amor y honrada espiritualidad alemana que sufra este naufragio y sucumba, mejor es que sucumba a que apoye a una organización que en el fondo es funesta y diabólica. Y maligno y diabólico me parece, a mí que no soy político, todo el espíritu del Tercer Reich, aunque reconozco a cada individuo el derecho a la «bona fides» y al deslumbramiento, incluso a los dirigentes. Me parece muy importante y sintomático que la Iglesia protestante se haya identificado inmediatamente con este movimiento, y que parezca dispuesta, como organización alemana, germana y no romana ni cristiana, a ponerse incondicionalmente a disposición de los hombres con altos cargos y bellos uniformes. Todo lo que es sospechoso en el protestantismo, desde el servilismo de Lutero hacia los príncipes hasta la idolatría de lo puramente dinámico en la teología más reciente, confluye aquí y se convierte en expresión de una forma determinada, precisamente alemana y protestante, del nacionalismo ciego. Lo cual encaja exactamente con la autoadoración del alemán de hoy, que tiene un profundo respeto a su naturaleza «trágica» y «fáustica», entendiendo por ello que él, el escogido y al mismo tiempo marcado entre los pueblos, está destinado a realizar grandes e inmensas proezas por encima de las mezquinas barreras de la simple razón y la simple moral, es decir, a dar rienda suelta a sus instintos y satisfacer sus apetencias. La teología de los sacerdotes protestantes del Reich dispone para ello de una dogmática del «peccandum est», que parece aún más ingeniosa que aquélla con la que glorificó la guerra allá en el año 14.
Por tanto me inquietan dos cosas: por qué las personas limpias, dignas de confianza, decentes y no forzosamente cobardes apoyan en su gran mayoría esta nueva forma de patriotismo bélico y triunfalista cuyo naufragio acaban de vivir, y segundo: no será tal vez esta forma irracional y violente de vitalismo organizado, este método de vocerío y caudillaje, esta poderosa apisonadora de la uniformación de unos súbditos incondicionalmente obligados, no será esta maquinaria (ya sea en su forma fascista, socialista u otra distinta) precisamente el método por el que quieren y tienen que ser gobernados los pueblos en el momento mundial actual. Porque después de todo soy lo bastante pensador y cristiano para comprender que toda forma de autoridad, sin excepción, es una cuestión del «mundo», el deseo de conseguirla y el ejercicio de la misma se lleva a cabo siempre y bajo todas sus formas imaginables en el más acá, es siempre cosa de los instintos y nunca del espíritu, aunque utilice para su justificación mil argumentos «espirituales». Siempre e invariablemente reinarán los Napoleones y serán asesinados los Cristos, pero cuando el «tercer» Reich prescinde de costumbres, formas y disciplinas europeas y cristianas milenarias y bajo una débil ideología rinde casi brutalmente tributo al poder, esto, lo mismo que el régimen de los soviéticos, tiene algo nuevo, algo de nuestro tiempo, algo que ha roto con ideas que se habían resquebrajado y que por eso es fuerte. Tanto el Soviet como Hitler han roto con la convención cristina, en eso son iguales. ¡No es que los dirigentes del Tercer Reich sean anticristianos y que Bismarck y Metternich hayan sido verdaderos cristianos! Pero hoy se rompe con convenciones de la humanidad, del derecho, de la moral de los pueblos, podridas desde hacía tiempo, sí, pero que hasta ahora se intentaba respetar. Cabría, por ejemplo, imaginar perfectamente que si los alemanes del año 14 hubiesen ido a la guerra contra pueblos en los que la vieja moral también estaba podrida pero aún válida, y hubiesen ido con esta ideología nueva, brutal, pero fuerte, que desecha el cristianismo como sentimentalismo ridículo, en lugar de ir con la vieja y resquebrajada ideología, quizá hubieran vencido al mundo, a pesar de toda la superioridad enemiga. Pero no hicieron, sino que perdieron la guerra y la volverían a perder en seguida si se volviese a repetir hoy. El valor, pues, de la nueva ideología, incluso desde el punto de vista puramente biológico, parece algo precario. Con magia primitiva se ha borrado de la memoria del pueblo un trozo de historia —la guerra y sus antecedentes políticos— y se ha aprendido del bolchevismo un nuevo método de poder y de conducción de masas, dos cosas que no son tan originales como muchos piensan. Como armazón espiritual de una obra tan grande no bastará, aunque no se espere mucho de una ideología. Después de todo, ni la historia alemana empieza con la irrupción del Tratado de Versalles como diablo en el inocente paraíso de Germania, ni se pueden comparar con el marxismo los desvaríos sobre la sangre y la raza, considerados desde un punto de vista puramente racional. Sabe Dios que no me gusta este marxismo, ni su racionalismo superficial, pero para poder compararse con los soviéticos, el Tercer Reich tendría que tener algo más que la cruz gamada y los ojos azules.
Sin embargo: si me bastasen estas razones lógicas, la cosa estaría, resuelta, pero detrás de ellas presiento en la cruz gamada y en el ambiente fanático del pogromo del Reich fuerzas que no pueden rebatirse con la razón, y como puedo sentirlas, pero no aprobarlas ni aceptarlas, me atormentan.
Es curioso: entre los escritores cuyos nombres se han vuelto famosos de repente con el Tercer Reich hay sólo dos verdaderos poetas, [Paul] Ernst y [Emil] Strauss; Ernest murió en el momento en que se acercaba a la fama (lo que le va maravillosamente) y Strauss parece viejo, gastado y apagado. Al menos no ha publicado nada desde hace más de diez años, y lo único que he llegado a leer sobre sus ideas políticas fue una gran decepción: en el Völkischer Beobachter apareció un artículo suyo en el que trataba de describir cómo llegó a creer en Hitler, pero de lo único que nos enteramos es que desde que terminó la guerra había estado demasiado triste y amargado para dedicarse a la política y que se había limitado a las labores del campo y a cultivar trigo. Bien, lo entiendo, pero ¿cómo llegó por este camino hasta Hitler? Así: un día monta en el tren para ir a comprar simiente de trigo. Enfrente de él va sentada una mujer de aspecto simpático, entabla conversación con ella y ambos descubren que aman a la patria y que la situación actual les resulta insoportable; entonces la dama le cuenta que viene de Munich, que allí hay uno que celebra asambleas y prepara una Alemania nueva, se llama Hitler. Y así es como Strauss conoce a Hitler, sin decir ni una palabra más sobre ello. Una dama amable y simpática le cuenta que en Munich hay alguien que pronuncia discursos y que éste es del gran momento de la vida de Strauss. Me resultó penoso leerlo, el conjunto era un folletín mediocre y flojo, cansino, sin tensión, escrito en un lenguaje casi insípido, era la débil y cansada sonrisa de un viejo amargado. ¡Cómo quise y sigo queriendo a este Strauss! Y no le reprocho que sea patriota y que la historia universal comience también para él con Versalles, ni que se entusiasmara por Hitler a través de una amistad de viaje; no, lo que a pesar de todo el amor no le perdono, lo que no comprendo es esto: Strauss guardó silencio durante muchos años, era conocido y ejemplar por su rigor consigo mismo, no escribía folletines ni confesiones mal formuladas, vivía solo, severo, austero, sospesaba cada palabra que escribía, durante los muchos años difíciles de la posguerra renunció, por ejemplo, a decir su opinión, a apelar a su pueblo, a desafiar a sus enemigos políticos, cultivando en cambio trigo y pasando apuros, limpiamente y con decencia. Pero apenas es invitado por el periódico de Hitler, este hombre escribe de una manera vaga y torpe este artículo mediocre y necio. Creo conocer a Strauss mejor que aquéllos que la alaban ahora: creo y sé que a pesar de todo no encuentra placer ni en su fama actual ni en este país y pueblo que se ha vuelto tan vocinglero y ruidoso, que sufre en el fondo de su alma, que se alegra de morirse pronto, porque la realización, el Tercer Reich, tiene un aspecto completamente distinto de lo que este fiel alemán pudiera haber soñado.
El caso de Finckh es distinto y más sencillo. El querido Finckh partidario del Kaiser y del Reich, como siempre, y en el fondo de su corazón es todo lo bueno y sincero que se puede ser, pero en su caso hay otros factores, su antigua y a pesar de todo entrañable amistad conmigo, su ardua vida, el ocaso de su fama y éxito pasados, la eterna preocupación, el eterno tener que contemplar cómo son alabados y triunfan otros. A pesar de todo ha conservado hacia mí su amor y reconocimiento, no sólo admitió que literariamente era yo quizá superior a él, sino que reconoció incluso la honradez de mis opiniones políticas y morales, aunque no eran las suyas. Ahora, en el Reich de los altavoces, me ha traicionado de pronto. No es grave y no me perjudica, quizá incluso sin saberlo. Acaba de publicar un manifiesto a las «Juventudes hitlerianas» de Baden acerca de los escritores alemanes, en el que les aconseja que a la hora de elegir sus poetas sigan sus propios sentimientos y el instinto de su corazón, sin perjuicio de dar luego una lista de ovejas blancas y ovejas negras. Y (lo que hasta anteayer hubiera sido completamente imposible) Finckh da una vista de conjunto de la literatura actual alemana, de los bueno y de lo malo, y omite al admirado Hesse. Probablemente de una manera no del todo consciente. Pero presiente peligro de mí, por sus sentimientos y convicciones tendría que contarme entre los verdaderos poetas alemanes, acostumbraba a nombrarme casi con excesivo énfasis entre los primeros poetas alemanes siempre que se hablaba de poesía alemana, y sin embargo tiene que considerarme hoy sospechoso por mi nacionalidad suiza y mis ideas políticas; los conflictos no le gustan, y como no puede poner a Hesse entre los poetas alemanes, ni es capaz de colocarle entre la canalla, los judíos o los poetas del asfalto, se traga el nombre. Y luego recomienda a la juventud hitleriana una serie de poetas que no lo son y que él mismo no ha querido ni leído hasta ahora con demasiado interés. Aparte de Strauss y Ernst su lista no contiene ningún verdadero poeta, porque a Carossa lo olvida o no lo conoce, lo mismo que a Billinger, aunque ambos hubiesen servido muy bien a su intención. Nombra precisamente aquéllos que son propagados con más fuerza por la prensa de Hitler, y cree dar con ello un ejemplo a la juventud para la elección independiente de sus autores. Escribe un folletín esquemático, por debajo del nivel medio, comete de paso inconscientemente la pequeña traición contra mí y contra la amistad y la infrecuencia más fuerte de su vida, y con toda probabilidad no es ante los ojos de esa juventud nada más que un señor de cierta edad, poco interesante, al que nadie escucha. Personalmente todo esto no significa ningún cambio de mi actitud hacia él, sigo siéndole fiel y reconozco sus virtudes, porque al fin y al cabo no soy hombre departido. Pero para mí es un ejemplo especialmente claro de la deformación que sufren el pensamiento, el gusto y el latir del corazón por la psicosis de masa, me muestra muy a las claras estas deformaciones, embrutecimientos y distorsiones, bien intencionados, que no llegan a la consciencia del enfermo.
Y tampoco en este caso es fácil descubrir lo fatal e inquietante. Cuando digo aquí de lógico Finckh y Strauss, sobre sus aberraciones, sobre mi amor hacia ellos, no toca aún ni de lejos mi problema. No me atormenta el que seres queridos y respetados hagan tonterías, y que de paso yo reciba también algunas salpicaduras. Lo que me atormenta es algo completamente distinto. Veo que aquello que considero «virtudes» en personas como Strauss y Finckh, etc. (cualidades valiosas que tanto aprecio en ellos porque yo no las poseo o las poseo en un grado mucho menor), veo que estas «virtudes» se han fundido indisolublemente con aquello que para mí es incomprensible y repulsivo, y probablemente les sucedería a ellos otro tanto si pensasen sobre mí de la misma manera. Sobre todo en el modo de amar a «su» pueblo y a «su» patria, en la fuerza ciega, sanguinaria e inextirpable de su amor, que no puede mermar ningún sacrificio, ningún poder, ni razón, vio una gran fuerza y virtud, aunque pueden acarrear consecuencias muy graves. Yo suelo admirar, casi envidiar, cualquier capacidad intensa de amar; con las mujeres que me han amado he sido yo siempre el asombrado, así con mala conciencia, porque su capacidad de entrega a un solo hombre se me antojaba algo indescriptiblemente fuerte y hermoso, pero que a mí me falta y que puedo admirar, pero no imitar. No tengo ese poder de entrega a un objeto querido, quizá este objeto no ha sido para mí nunca material, no ha sido una persona ni un pueblo, sino siempre algo completamente suprapersonal, dios o el universo, la humanidad, el espíritu, la virtud o el concepto de «perfección». Sé que también mi padre y quizá mi abuelo Gundert tenían alfo de esto en su interior. Y ahora, cuando un Finckh o quien quiera que sea se siente todo él como parte de su pueblo, cuando se aferra a él contra viento y marea, cuando prefiere compartir sus miserias y perecer a desprenderse de él, veo la misma fuerza poderosa, ciega y mortal con que Finckh, por ejemplo, quiere a sus hijos. También el difunto padre Wenger[15], hombre de fuerza primaria y no inofensivo, era así: por salvar a su familia su hubiese dejado cortar en pedazos. Claro que este amor no es «virtud» en un sentido general, es compatible con mil pecados, puede conducir a cualquier fanatismo y a cualquier clase de matanzas. Pero hace fuertes a los que aman, ciegos y capaces de actos heroicos, se arroja al agua y al fuego, extingue el yo y le da al mismo tiempo una fuerza titánica. Y para esta clase de amor me siento poco dotado, me falta, ya desde el punto de vista físico, una cierta firmeza y plenitud, soy demasiado débil y delicado, demasiado «espiritual», dicho todo in ironía. No es que me crea incapaz de sacrificarme en caso extremo ni de morir por no traicionar mis ideales. Pero sacrificar por un objeto visible egoísmo y comodidad, tranquilidad y trabajo, crítica y reflexión, estar a cada instante dispuesto a matar y morir como una hembra en el desierto, de eso no me siento capaz, ni intento disfrazar este defecto de virtud. Así como en la vida cotidiana tiendo al aislamiento, a la soledad, a la meditación, etc., también con respecto al pueblo (que amo intensamente, en el sentido de Dostoievski) tiendo al aislamiento, etc. Lo cual no tiene nada que ver con la política y, por tanto, no puede deducirse que no haya experimentado ni sentido nunca verdadero vínculo político. Pero su no se me obliga desde fuera, termino por quedarme a un lado, sumido en una tranquila vida de ensimismamiento. Me gustan nuestra aldea y los campesinos y les critico mucho menos que Ninon[16], por ejemplo, pero también es cierto que no entro nunca en contacto con ellos. En una palabra, en teoría soy un santo que ama a todos los seres humanos y en la práctica soy un egoísta que quiere que no le molesten. Me aparto del pueblo y de las personas, y lo justifico, aunque sólo a medias, por mi trabajo, que se realiza en la soledad y el silencio y que al final pertenece a todos. Pero quizá los lectores de mis libros, los que me escriben cartas, son también seres aislados como yo que encuentran en mí una justificación para su manera de ser, una disculpa más para su falta de dinamismo efectivo, de entrega, de delirio. Con mi vida y mi trabajo sirvo a una pequeña minoría de seres raros, y los patriotas quizá tengan razón cuando opinan que soy un intelectual dura de corazón y egoísta. En todo caso parece que ellos y los fanáticos tienen una conciencia mejor que la mía, al menos no creo que se atormenten muy a menudo con semejantes escrúpulos, como yo lo hago.
Así, pues, aunque frente a los procesos supra e infrarracionales que se desenvuelven en el pueblo mi naturaleza se siente tan insegura y oprimida como en el año 14, esta vez me encuentro menos vendido a la «gran época» y guardo una mayor distancia. Lo que en aquel entonces escribí sobre autocrítica de mi pueblo no está olvidado, y en todo lo racional mi saber y mi conciencia están seguros y conscientes de sí mismo. Precisamente por eso no tengo ahora ninguna necesidad de hablar, de intervenir públicamente, de ejercer la crítica o de hacer oposición.
Tengo que reprocharme que mi naturaleza no participa de las emociones de mi pueblo, pero dudas sobre si estos sentimientos son buenos o malos no me cabe ninguna. Por eso no puedo compartir tampoco el deseo de tantos bien intencionados de que Alemania se salve de la bancarrota en su actual movimiento, porque creo que una bancarrota prematura es mejor que una tardía. Tato la mentira frente a la historia, que caracteriza a estos líderes, como sus salvajes métodos a la hora de exterminar, prohibir y oprimir todo aquello que temen, y en primer lugar la verdad y la autocrítica, condena ya todo el sistema, pero sólo para aquél que los contempla desde «fuera» y de una manera «objetiva». Para el que los vive de una manera «objetiva». Para el que los vive de una manera puramente biológica, como un ímpetu y un deliro, es diferente. Muchas de las cartas que recibo de allí parecen estar escritas en un estado de fiebre muy alta, enteramente iguales a las de agosto de 1914, ardiente, delirante, ebrias, cantos de odio y de destrucción. Los otros clamores son más escasos, porque nadie se atreve a escribir sinceramente desde el Reich, todos tiemblan por el espionaje, la policía secreta, los denunciantes. Pero cuando alguna carta habla de una manera más abierta o nos visita en Suiza alguno de los que no están embriagados, se oyen lamentos de dolor, de indignación o de resignación, ante los que todo mi ser reacciona inmediatamente sin ninguna inhibición. También ahora vuelvo a tener mi corazón al lado de los oprimidos y las víctimas de las vejaciones: los maltratados, los prisioneros, los judíos, los proscritos. ¡Aunque eso no significa que esté absolutamente de acuerdo con la mentalidad de los emigrantes! No puedo unirme a ese partido como no puedo unirme a ningún otro. Por lo demás el Tercer Reich no me ha molestado hasta ahora en absoluto, ninguno de mis libros ha sido puesto en la picota, ningún periódico me ha cerrado sus puertas; sigo recibiendo mis ingresos, que por cierto se han reducido considerablemente porque casi nadie compra ya un libro.