Anteayer fue el día más importante de mi vida. Por primera vez he vivido y sentido algo que no conocía antes en absoluto, y que, sin embargo, creo que he buscado e intuido toda mi vida.
El asunto está relacionado con los sueños. Los sueños siempre me habían interesado, y a menudo me asombraba y entristecía su fugacidad, la rapidez con que se desvanecen por la mañana y la timidez con la que se evaden al contacto más leve con la razón. ¡Cuántas veces, cuantísimas veces en mi vida me ha despertado en la cama con una nueva sensación de algo bello, distinto, indescriptiblemente nuevo, delicado, cariñoso, extraño, divertido! Entre mí y el mundo entero parecía establecerse una nueva relación, parecía nacer un nuevo sentido que relacionaba, confirmaba y también alteraba por completo las percepciones de mis viejos sentidos habituales. Un ciego que huele y toca una rosa y que de pronto abre los ojos y por primera vez, además del olor y del tacto, obtiene la imagen de la flor, sentiría algo parecido. Yo acababa de sentir o de inventar una nueva capacidad sensorial y perceptiva, que se añadía a la vista, al tacto, al oído, al olfato y al sabor. Cuando recapacitaba, me venía generalmente a la memoria un sueño, o el resto de un sueño que había tenido por la noche. Había volado. Había tenido una amante a la que podía atraer o llamar a mi lado sin un tono ni una seña, una amante que tierna y sensible respondía a cada deseo de mi alma. Había bebido aire como si fuera vino, o había respirado en el agua como en el aire.
Al recordar el sueño revivía una vez más la nueva sensación, entrañable y seductora, aunque ya con el brillo melancólico de lo que se escapa irrecuperablemente. Luego venían los pensamientos, el despertar y la consciencia, y el sueño y su felicidad se hacían lejanos e irreales. Cuando salía de la cama se había esfumado y perdido casi todo y no me quedaba otra cosa que una leve y temerosa sensación de pérdida y despojamiento, mezclada con un sentimiento que sabía a mala conciencia, como si hubiera hecho una tontería, como si me hubiera hecho daño y engañado a mí mismo.
A veces pensaba que los sueños eran precisamente lo que había que desenmascarar y rechazar como un autoengaño. Pero era al contrario: soñar era lo valioso; rechazarlo, juzgarlo y condenarlo, en error nocivo. Alguna vez estuve muy, muy cerca de esta revelación, la sentía revolotear en mi mano, como un pájaro cautivo, pero la perdí y me quedé triste y empobrecido. Ahora la tengo en mis manos, mi nueva revelación, o experiencia, o como se la quiera llamar.
Las elucubraciones que por entonces hice para mí mismo seguramente no merecen ser relatadas. Pero a medida que fui siendo mayor, y cuanto más insípidas me sabían las pequeñas satisfacciones que hallaba en la vida, con tanta mayor claridad comprendía en dónde había de buscar la fuente de las alegrías y de la felicidad. Supe que ser amado no es nada, que amar, sin embargo, lo es todo. Y creí ver cada vez más claro que lo que hace valiosa y placentera la existencia es nuestro sentimiento y nuestra sensibilidad. Donde quiera que vise en la tierra algo que pudiera llamarse «felicidad», ésta se componía de sentimientos. El dinero no era nada, el poder tampoco. Veía a muchos que poseían ambas cosas y eran desdichados. La belleza no era nada; veía a hombres y mujeres bellos, que a pesar de toda su belleza eran desdichados. Tampoco la salud contaba demasiado. Cada cual era tan sano como se sentía; había enfermos que rebosaban vitalidad hasta poco antes de su fin, y personas sanas que se marchitaban, angustiadas por el temor de sufrir. La dicha, sin embargo, siempre estaba allí donde un hombre tenía sentimientos fuertes y vivía para ellos, sin reprimirlos ni violarlos, sino cuidándolos y disfrutándolos. La belleza no hacía feliz al que la tenía, sino al que sabía amarla y venerarla.
Aparentemente existían muy diversos sentimientos, pero en el fondo eran uno. A cualquiera de ellos puede llamársele voluntad o cualquier otra cosa. Yo lo llamo amor. La dicha es amor y nada más. El que es capaz de amar es feliz. Todo movimiento de nuestra alma, en el que ésta se sienta a sí misma y sienta la vida, es amor. Por tanto es dichoso aquél que ama mucho. Sin embargo amar y desear no es exactamente lo mismo. El amor es deseo sabiduría; el amor no quiere poseer, solo quiere amar. Por eso también era feliz el filósofo que mecía en una red de pensamientos su amor al mundo y que lo envolvía una y otra vez en su red amorosa. Pero no era filósofo.
En los caminos de la moral y la virtud tampoco existía posibilidad de dicha para mí. Como no ignoraba que sólo puede hacerme feliz la virtud que siento en mí, que yo invento y cuido en mí mismo, ¿cómo iba a pretender apropiarme una virtud ajena? Lo que sí veía es que el mandamiento del amor, ya fuese enseñado por Jesús o por Goethe, era erróneamente interpretado por todo el mundo. No se trataba de un mandamiento. Los mandamientos no existen. Los mandamientos son verdades como las transmite el que sabe al que no sabe, como las capta y siente el que no sabe. Los mandamientos son verdades mal captadas. El fondo de toda sabiduría es: la felicidad sólo viene a través del amor. Si digo: «¡Ama al prójimo!», estoy ya falseando la doctrina. Tal vez sería más justo decir: «¡Amate a ti mismo como a tu prójimo!». Quizá el fallo original fue empeñarse siempre en empezar por el prójimo…
Sea como fuere, nuestro más íntimo ser desea felicidad, desea una armonía bienhechora con lo que está fuera de nosotros. Ésta armonía se destruye en cuanto nuestra relación hacia cualquier objeto es otra que la de amor. No existe una obligación de amar, sólo hay la obligación de ser feliz. Para eso exclusivamente estamos en el mundo. Y con todas esas obligaciones, moral y mandamientos raramente hacemos felices a los demás, porque con ellos no nos hacemos tampoco felices a nosotros mismos. Si el hombre es capaz de ser «bueno», sólo lo será si es feliz, si tiene armonía en su interior. Es decir si ama.
La desdicha en el mundo y la desdicha en mí mismo procedía por tanto de un trastorno en la capacidad de amar. Las frases del Nuevo Testamento se me aparecieron de pronto en toda su verdad y profundidad: «Mientras no os volváis como los niños…» o «El reino de los cielos está en vosotros…».
Ésta era la doctrina, la única doctrina del mundo. Éstas eran las palabras de Jesús, de Buda, de Hegel, cada uno en su teología. Para ellos lo único importante en el mundo es el ser más íntimo, el alma, la capacidad de amar. Estando eso en orden de igual comer mijo o bizcochos, llevar harapos o joyas, que el mundo concuerda en pura armonía con el alma, es bueno, está en orden.
A nadie es capaz de amar el hombre tanto como a sí mismo. A nadie es capaz de temer tato como a sí mismo. De este modo surgió, junto a los demás mandamientos, mitologías y religiones del hombre primitivo, aquel extraño sistema de transferencia y apariencia según el cual el amor a uno mismo se considera prohibido y debe ser disimulado, ocultado y enmascarado. Amar a otro se tenía por mejor, más moral y más noble que amarse a sí mismo. Y como el amor propio era, quisiérase o no, el impulso primitivo y el amor al prójimo no lograba nunca florecer del todo junto a él, se inventó un amor propio disfrazado, elevado y estilizado: en forma de un amor al prójimo sobre la base de la reciprocidad… Así se convirtieron en sagrados la familia, la tribu, el pueblo, la comunidad religiosa, la nación… El hombre que por amor a sí mismo no debe violar el más mínimo mandamiento ético, puede hacer todo para la comunidad, el pueblo y la patria, incluso más terrible; y todo impulso condenado normalmente se convierte en deber y heroicidad. Hasta aquí ha llegado la Humanidad hoy. Tal vez con el tiempo caigan los ídolos de las naciones y en el renacido amor a la Humanidad entera se abra paso la primitiva doctrina.
Estas revelaciones llegan despacio, se asciende hacia ellas en espiral; y cuando están ahí, es como si se hubiesen alcanzado de un salto, de repente.
Pero las revelaciones no son todavía la vida. Son el camino hacia ella y más de uno se queda eternamente en el camino. También yo vislumbraba el camino, creía conocerlo con seguridad, pero nunca conseguía avanzar del todo. Había progresos y retrocesos, euforia y desánimo, fe y desengaño. Y seguramente siempre los habrá.
Desde anteayer he progresado un paso. Por primera vez he logrado retener algo que siempre huía, poseer algo que hasta ahora sólo había visto volar como un lejano pájaro de oro.
Mi vivencia es la siguiente: anteayer conseguí por primera vez arrastrar a la luz del día el sentido y la dicha, la esencia y la enseñanza de un sueño nocturno. Durante horas tuve con el mundo una relación que únicamente se tiene en sueños. Durante horas poseía facultades que no suelen poseerse durante el día.
Me cuidaré de dar detalles. Esta primera experiencia es para mí demasiado querida, delicada, sagrada, luminosa y misteriosamente dorada como para que trate de tomarla en mis manos y mancharla con pensamientos, palabras y tinta.
Pero la experiencia se ha repetido ayer y hoy. Deseo que se repita cien y mil días, todos los días, que deje de ser un secreto y un milagro, que sea día y naturaleza, que me pertenezca y se torne algo normal.
(1918)