DIARIO 1920-1921

(Después de una enfermedad)

Bien, nuevamente giran para mí la tierra y el sol, por hoy y por mucho tiempo aún el azul y la nube, el lago y el bosque se reflejan en mi viva mirada, una vez más el mundo me pertenece, una vez más toco en mi corazón su mágica música polifónica. Sobre este día, sobre esta página del abigarrado diario de mi vida quisiera escribir una palabra, una palabra como «mundo» o «sol», una palabra llena de magia, llena de sonido, llena de plenitud, más llena que llena, más rica que rica, una palabra con el significado de la plenitud perfecta, de la sabiduría perfecta.

Entonces me viene la palabra mágica para este día y la escribo en letras grandes sobre la hoja de papel: MOZART. Que significa: el mundo tiene un sentido y nosotros podemos percibirlo en la parábola de la música.

Me gustaría trabajar. Es cierto que trabajo todo el día, estudio, escribo diarios, leo y contesto montañas de carpetas, leo nuevos libros, pinto, dibujo, pero todo esto no es más que recopilar, preparar, entonarse, aún no es trabajo, no está concentrado, no es creación. Son difíciles de soportar los tiempos sin creación, sin la tensión y la concentración del trabajo artístico o filosófico.

Desde hace muchos meses yace mi novela india, mi halcón, mi girasol, el héroe Siddharta, interrumpida en un capítulo frustrado. ¡Aún recuerdo bien el día en que comprendí que no podía continuar, que tenía que esperar, que algo nuevo tenía que surgir! Empezó tan bien, se desarrolló tan en línea recta y de pronto ¡se acabó!

Los críticos e historiadores de la literatura hablan en estos casos de disminución de las fuerzas, de agotamiento de la inspiración, de pérdida de la concentración. ¡Léase cualquier biografía de Goethe con sus insulsos comentarios!

En mi caso la cuestión es bien simple. Todo había ido estupendamente en mi libro indio mientras escribía cosas que había vivido: el estado de ánimo del joven brahmán que busca la sabiduría, se afana y mortifica. Cuando terminé con Siddharta el paciente y el asceta, y quise escribir sobre Siddharta el victorioso, el que dice sí, el vencedor, no podía. Pero algún día continuaré escribiendo y entonces sí será un vencedor.

Mientras tanto me escriben continuamente estudiantes de los clubs universitarios enérgicas cartas de odio, llenas de furia y noble indignación, y me basta leer una de estas epístolas compulsivas, agarrotadas y malévolas de estos títeres para comprender lo sano que estoy a pesar de todo, cómo les crispo los nervios, les excito y pongo en apuros; ¡qué tentación más grande al peligro, al pensar, al espíritu, a la conciencia, la burla, la fantasía deben de transpirar mis palabras! ¡Pero qué triste es el espíritu —o mejor, la falta de espíritu— de dónde proceden esas actitudes y esas cartas! Hace poco me escribió un estudiante de Halle; después de expresar el desprecio profundo y mortal que sienten por mí él y sus compañeros, se confiesa y me enumera los nombres alemanes a los que venera y reconoce como bandera y ejemplo. Éstos son: Kant, Fichte, Hegel, Wagner y alguno más. O sea, ni Goethe, ni Hölderlin ni Nietzsche, tampoco Grimm ni Eichendorff, y de los músicos ni Mozart, ni Bach ni Schubert, únicamente Wagner. ¡Qué mundo intelectual tan simple, empobrecido y mediocre! Paciencia, Siddharta.

Pero la paciencia es dura. La paciencia es la cosa más dura para el espíritu. Es lo más duro y lo único que merece la pena aprender. Todo lo que es naturaleza, desarrollo, paz, prosperidad y belleza en el mundo descansa en la paciencia, requiere tiempo, silencio, confianza, requiere fe en cosas y procesos a largo plazo que duran mucho más que la vida de un hombre, fe en contextos y sentidos que no son accesibles a la compresión del individuo. «Paciencia» digo y podría decir también fe, confianza en Dios, sabiduría, candor, sencillez.

¡Cuánto tiempo se necesita para conocerse un poco a sí mismo, y cuánto más para aceptarse y estar de acuerdo consigo mismo en un sentido ajeno al egoísmo! ¡Cuánto hay que trabajar en la propia persona, luchar consigo, deshacer nudos, cortar nudos, anudar otros nuevos! Y cuando por fin llegamos al final, cuando por fin alcanzamos la plena conciencia, la plena armonía, la plena y perfecta sonrisa y la aquiescencia, entonces sonreímos y morimos, ésta es la muerte, la consumación de la vida, la entrada dócil en lo informe para volver a renacer. Hasta aquí soy capaz de seguir el hilo. El no renacer más, el auténtico Nirvana, la felicidad de haber alcanzado la meta, aún no he podido comprenderlo ni imaginarlo en su pleno sentido (no en el de un simple cansancio y deseo de reposo). Cuando Siddharta muera no deseará Nirvana, sino un nuevo ciclo, una nueva configuración, un renacimiento.

¡Ay! ¡Debería llevar diez y más diarios! Ya he empezado tres o cuatro. Uno se llama «Diario de un libertino», otro «Selva de la infancia», otro «Libro de los sueños». A éstos deberían añadirse un diario del pintor, un diario de la música, uno sobre la vieja lucha entre el instinto de la vida y el deseo de la muerte, diario del suicida, quizá también un diario de la reflexión, de la búsqueda de criterios: extensión del pensamiento a cosas generales, a la naturaleza, la política, la historia. Y luego me gustaría escribir al mismo tiempo tres o cuatro libros más, para experimentar algún tiempo con la polifonía y la bipolaridad, pera documentar de alguna manera la circularidad y la multiplicidad del alma. Pero no es posible, lo más pequeño es ya demasiado, lo más sencillo es demasiado complejo, la mano tendría que tener veinte dedos y el día cien horas. ¡Oh dioses indios con diez y veinte brazos, cuán verdaderos sois!

Y con todos estos diez diarios no habría hecho más que anotar, escribir. No habría dormido, ni soñado, pintado ni hecho música, pero habría vivido la amistad, el hambre, el sexo, la vida plena, no, ¡el día tendría que tener mil horas!

Claro que uno se puede moderar, ejercitar la técnica, quedarse en lo posible, pero todas las medidas ensayadas se acercan demasiado a aquélla con la que los maestros de escuela miden a Goethe; y además, ¿tiene sentido esforzarse por lo posible? La más pequeña obra de arte, un dibujo a lápiz con seis trazos o un poema de cuatro líneas, intentan audaz y ciegamente lo imposible, van al todo y quieren encerrar el caos en una cáscara de nuez.

Tal es el sino doloroso del artista. Crear una obra, paciente, esforzada y diligente, un poema, un cuadro, una novela —y junto a él rueda el mundo cada hora más rico, pleno y diverso— y él ha de permanecer aferrado a su delgado hilo, ha de continuar tejiendo su obra, este único y pobre hilo ha de contener o fundir cada día y cada hora el caudal de sueños, conclusiones, ideas, para seguir componiendo una escuálida melodía, en la que de todos modos no se capta ni la milésima parte de lo que se quiere. El imperativo de la creación es terrible, terrible y magnífico, y de una vez a otra, de intento en intento, de una obra a otra se hace más duro, más fatídico, más abnegado, furioso y ardiente. ¡Y luego el resultado! No me refiero al «éxito», al veredicto de los escribas, al aplauso del burgués, a la carta de una admiradora adolescente —estos malentendidos son cómicos y soportables—, me refiero al verdadero resultado, a la «obra» misma, tal como se halla por fin frente al autor, mirándole, tan pequeña, tan burlona, tan poca cosa. Dicen que hay artistas que aman sus obras terminadas, ¿¡cómo es posible!?

Si concebimos la poesía como confesión —y en este momento sólo la puedo concebir así—, el arte aparece como un camino largo, múltiple y sinuoso, cuya meta sería expresar la personalidad del yo del artista de una manera total, tan minuciosa, tan hasta el fondo de todos los recovecos, que al final ese yo se habría desarrollado y acabado, desfogado y abrasado. Entonces vendría lo superior, lo suprapersonal y supratemporal, el arte estaría superado y el artista se hallaría maduro para convertirse en un santo. La función del arte, en la medida en que afecta a la persona del artista, sería entonces la misma exactamente que la de la confesión o la del psicoanálisis. Este sentido tuvieron todas las obras tardías de Nietzsche, las confesiones de Strindberg, los apuntes de Flaubert.

El fin y la meta del artista no serían el arte o la obra, sino la superación, la renuncia y el sacrificio del yo, limitado y prisionero de complejos y sufrimientos, en aras de la tranquilidad del alma y de la santidad; la meta sería desarrollarse hacia el yo suprapersonal, convertirse en santo, el cual no reacciona ya personalmente ante el mundo y el tiempo, sino que en su estado anímico el caos del mundo se transforma en sentido y música, en su aliento vive Dios. Falta sólo saber si este camino del artista al santo, de la profesión y la confesión al descanso en Dios es realmente un camino, si es posible, si se puede recorrer y conduce a la meta. Yo no lo sé y tengo muchas dudas, aunque yo mismo ando y tengo que andar ese camino. Del mismo modo que una persona puede perderse en el psicoanálisis al quedar fascinado por la importancia y la significación de todas las manifestaciones de su subconsciente, el artista que se confiesa como tal, al extrovertirse golpe a golpe. Al expresarse a sí mismo, desenredarse y vomitarse sin parar, puede caer cada vez más profundamente en los contextos de su yo limitado, enredarse cada vez más en los propios problemas, sufrimientos y complejos. Lo cual conduce exactamente en la dirección opuesta y convierte al artista en lo contrario de un santo. (Dicho sea de paso: para mí el término «santo» tiene un sentido algo distinto que en la terminología cristiana. Yo no me refiero al «justo», sino en primer lugar al «piadoso», al que está en concordancia con Dios, al que acepta todo lo que le aportan sus sentidos como voluntad de Dios, es decir, como algo necesario y por tanto bueno, al que siempre es capaz de ver dos cosas contrapuestas como una unidad y reconocer en cada posición los mismos derechos al punto de vista polarmente opuesto).

La dificultad radica en que probablemente la confesión del artista, independientemente del sentido que le dé conscientemente, nunca es una confesión pura. La confesión pura es simplemente la erupción de jugos en fermentación, es liberación, despojamiento, aireación. La confesión artística por el contrario tiende siempre y de manera infalible a la autojustificación. El artista sobreestima la confesión, le dedica amor y cuidado como a ninguna cosa en el mundo y cuanto más sincera, concienzuda y completa, cuanto más implacable sea la confesión tanto más peligro corre de convertirse en arte, creación, finalidad de sí misma. El artista propende siempre a entregarse en la confesión, a transferir su misión y su esfuerzo a la confesión y errar así siempre en el círculo mágico de sus asuntos personales. Porque el artista es de por sí un ser obligado a exagerar la importancia de su obra, ya que ha trasladado a ella todo su esfuerzo vital y con él su autojustificación. Compárense las confesiones de un santo con las de un literato y se verá en seguida la diferencia: San Agustín y Rousseau. El primero se abandona, porque se ha entregado a Dios, el otro se justifica. Partiendo del mismo impulso terminan en polos opuesto: e uno como santo, el otro como poeta; el uno supera su persona y se convierte en un gran hombre, el otro queda prisionero de sus complejos y no pasa de ser un hombre interesante. En mi opinión Nietzsche se halla a medio camino entre los dos, mientras que Strindberg se acerca mucho a Rousseau. Claro que el viejo, sencillo y claro camino sería también para mí, artista, el mejor: la renuncia inmediata y enérgica al yo empírico, la «Imitatio Jesu». La razón por la que no tomo este sencillo camino, por la que me está cerrado (para siempre o por ahora), no la conozco. Mi vida no sería por eso más difícil, dolorosa y problemática que hora, y, sin embargo, este camino no me es transitable, al menos por ahora. Comprendo que es el único que conduce a la santidad y ése es precisamente el ideal más fuerte y atractivo para mí. Si me hubiera criado en una sólida tradición religiosa, por ejemplo la católica, probablemente hubiese seguido toda mi vida en ella. Pero así forma parte de mi origen y condición el hecho de que procedo de una tradición intensamente religiosa, pero sectaria-protestante. Lo que no es casual, yo lo he querido, yo mismo me he escogido y buscado este origen, esta religión, esta carga de espíritu sectario y reformador; y así como en la hora de mi nacimiento dominaban Saturno y Marte, Júpiter y la Luna, y no podía ni debía ser de otro modo, así estaban preparados para mí el ferviente padre pietista y la pula bautismal protestante. No me estaba concedido, no entraba en mi plan el poder contar entre los pilares de mi vida las comodidades y los placeres de una religión duradera, buena, hermosa y sana: era necesario que yo me criara en una religión rebelde, ardorosa, desdichada, efímera y autodestructiva, que yo mismo tenía que destruir con el primer despertar de la reflexión. Sí yo lo he querido, yo me he echado encima esta carga, como también mi cuerpo, mi patria, mi lengua, mis defectos y talentos.

Mis estudios de la India, que pronto cumplirán ya los veinte años, creo que han llegado a una nueva fase. Hasta ahora mi lectura, mi búsqueda y simpatía estaban dirigidas casi exclusivamente al hinduismo filosófico y puramente espiritual, al hinduismo védico y budista; en el centro de este mundo se hallaban los Upanishad y las palabras de Buda. Ahora me acerco más a la India verdaderamente religiosa de los dioses, la de Visnú e Indra, Brahma, Krishna, etc., y el budismo me parece cada vez más una especie de reforma india, exactamente equivalente a la cristiana. Buda, aunque más profundo que Lutero, me parece que puede ser comparado perfectamente con él (claro que sólo en su relación con la tradición, los sacerdotes y el brahmanismo). Y el curso de la gran oleada budista es muy parecido al de la Reforma en Europa. En ambos casos, el proceso se inicia con al espiritualización y la introspección; la conciencia del individuo se convierte en instancia suprema; el culto externo, la venalidad de la gracia, la magia y el culto del sacrificio quedan barridos; la casta de los sacerdotes pierde influencia; la razón y la conciencia del individuo se rebelan contra las antiguas autoridades. Pero entretanto lo viejo, atacado y conmovido en sus cimientos, se reforma y renueva en sí mismo, y mientras que la nueva doctrina se desgasta con bastante rapidez y degenera como iglesia y religión popular, la antigua e ingenua religión se revela como la más duradera y reaparece con nuevas fuerzas. Así como la iglesia protestante decae al cabo de pocos siglos y se empobrece y anquilosa como culto, el budismo vuelve a hundirse ante el resurgir de nuevos cultos y mundos espirituales del antiguo reino de los dioses. Los dioses derrocados, Visnú e Indra, retornan, nacen unos dioses tras otros, se transforman, se enriquecen, son venerados y celebrados en gigantescas y florecientes obras de arte, y la doctrina budista pura, tranquila, buena y santa, que durante un tiempo significó la salvación del mundo y el fin de la dominación de los sacerdotes, se convierte poco a poco en una secta silenciosa y tolerada, cuya existencia no inquiera a nadie y en cuya doctrina o culto no participa ya el corazón del pueblo. En los dos casos, en India y en Europa, la religión protestante sin dioses, aparentemente mucho más pura, más espiritual, no ha conservado su vitalidad como religión y se ha convertido en filosofía, ciencia, dialéctica. No cabe duda, sin embargo, que la Iglesia Católica, aunque evidentemente sobrevive triunfal a la Reforma, no ha mostrado hasta hoy ni lejanamente siquiera la fuerza creativa del brahmanismo.

La ventaja que la Iglesia Católica lleva sobre las iglesias reformadas, y el culto a los dioses sobre el budismo, no sólo radica en la estética, la expresividad y la riqueza formal del culto. Radica sobre todo en la elasticidad plasticidad del pensamiento y su capacidad infinitamente mayor de adaptación. La fe reformada, puritana, exige una entrega del propio yo de la que pocos son capaces, y aún ésos solamente en momentos extraordinarios y elevados. El sacrificio de mi propio yo, de mis instintos y deseos sólo me es posible algunas veces, e imperfectamente; en cambio puedo en cualquier momento hacer el sacrificio de las ofrendas, adoraciones, coronaciones, danzas y genuflexiones; y, llegado el momento, estos sacrificios en apariencia externos, toscos y mecánicos serán uno con la ofrenda de mi propio yo. La misa católica es posible en cualquier momento, basta que el sacerdote se ponga la casulla para ser inmediatamente sacerdote; el oficio luterano se contradice a sí mismo y prescinde de la consagración: el sacerdote protestante tiene que demostrar en largos y arduos sermones que es sacerdote y nadie le cree. Y así es como toda religión de tinte reformador cultiva un pernicioso culto de los sentimientos de inferioridad.

Esta noche tuve un sueño extraordinario, extraordinario en el sentido de que nunca hasta ahora, que yo sepa, había soñado con una caída profunda sin despertar al final del descenso. Esta vez no me despertaré, al menos no del todo. La cosa fue así: iba con una compañía muy nutrida en un coche de caballos por una carretera. Llegamos a un lugar donde la carretera describe grandes curvas, cuando de pronto veo que los caballos, en vez de seguir la curva, galopan en línea recta y se precipitan verticalmente en el abismo. En un instante estábamos ya en al aire, cayendo, pálidos y en silencio, esperando en terrible tensión el momento de chocar contra el suelo. La caída por el aire duró mucho, hasta que uno dijo: «¡ahora!»; chocamos y perdí el sentido. Tenía la sensación de que saldría con vida, pero naturalmente no ileso, y esperaba con angustia cómo me sentía al despertar del desmayo. Me desperté al cabo de un rato, despacio, poco a poco, y tuve progresivamente una desagradable sensación de enfermedad y parálisis.

Hoy, después de mucho tiempo, vino alguien a verme. Acababa de dar mi habitual paseo invernal después de la comida, para entrar en calor y ahorrar leña, caminando bajo la caída silenciosa de la nieve durante unas dos horas. De vuelta a casa encendí la chimenea y pensé: otra vez aquí sentado y lo mismo podría estar en Berlín o en América, o muerto hace tiempo, que mi actividad y mi vida no son útiles para nadie, transcurren solitarias, encerradas en sí mismas, sin fruto. En ese momento llamaron a la puerta; salí un poco hosco: fuera había una dama desconocida, que pregunto por mí, entró, no dio su nombre, tomó asiento delante de la chimenea y comenzó inmediatamente a hablar. Necesitaba confesarse, me conocía porque había leído Demian. Me contó la historia de su matrimonio, acababa de abandonar a su marido, muchas cosas me resultaban familiares, otras eran nuevas y extrañas. Cerca de tres horas estuvo hablando, a ratos con mucha dificultad y gimiendo; yo apenas interrumpía, solamente escuchaba, y al final le hablé con amabilidad y cuidado, como exigen los que padecen. Luego marchó, visiblemente aliviada, y así pienso que a pesar de todo mi tarde no ha caído en el vacío y ha dado algún fruto.

Pero no hay cosa más difícil que hacer de confesor o padre espiritual. De vez en cuando me llegan personas con estas necesidades, pero para mí no sólo es a veces difícil, sino que me hace retroceder y me perjudica. En el fondo, cuando un pobre hombre me cuenta su historia no puedo decir más que: «sí, es triste, la vida es muchas veces así de triste, lo sé; a mí también me ha pasado. Trata de sobrellevarlo, y si nada puede aliviarte bebe una botella de vino, y si tampoco eso te ayuda, sabe que existe la posibilidad de pegarse un tiro en la cabeza». Pero en Jugar de eso trato de exponer mis argumentos de consuelo y mis filosofías de la vida, y aunque realmente sepa algunas verdades, en el momento en que uno las formula en voz alta y las emplea como medicina contra un dolor concreto y real resultan un poco teóricas y vacías, y de pronto se siente uno como un cura que consuela a su grey con frases manidas, mientras le invade la desesperante sensación de estar ejerciendo un oficio.

El pasado año, 1920, ha sido seguramente el más improductivo de mi vida y por lo tanto el más triste, aunque no fue el años de las conmociones más graves. Ahora, en el nuevo año de 1921, sigue la cosa por el mismo camino. No deja de ser extraño la razón que tiene en estos asuntos la astrología, al menos cuando la practica un hombre como Englert[3]. Astrológicamente tengo graves oposiciones, que aún durarán mucho tiempo y que se expresan en mi vida en forma de graves inhibiciones y depresiones. A menudo me cuesta un trabajo irrisorio continuar viviendo y no deshacerme de la vida. ¡Tan vacía y estéril se ha vuelto!

Hace dos años fue mi último apogeo. El año 1919, hasta septiembre, fue el más pleno, rico, activo y fogoso de mi vida. En enero terminé de escribir Alma Infantil y el mismo mes Zaratustra en tres días y sus noches; poco después el acto Retorno a casa, y eso que mi vida era tormentosa, mi mujer estaba en el manicomio, en abril me separé de ella y de mi familia, mi partida de Berna, por todas partes preocupaciones y dificultades, internas y externas; pero en cuanto llegué al Tesino empecé Klein y Wagner, y apenas terminado éste escribí Klingsor, y al mismo tiempo pintaba todos los días cientos de bocetos, dibujaba, tenía trato animado con muchas personas, tuve dos amoríos y pasé más de una noche en el Grotto bebiendo vino, mi vela ardía por los dos extremos al mismo tiempo. Y ahora vivo desde hace casi año y medio como un caracol, lento y parsimoniosos; es verdad que trabajo mucho (mecánicamente: correspondencia, estudios, lectura, crítica de libros, etcétera), pero nada productivo, le llama está muy baja. Lo divertido es que precisamente en este año muerto de 1920 se ha publicado toda una serie de obras mías; la gente me felicita o sacude la cabeza ante tanta fecundidad, pero esas obras se remontan más atrás, en realidad no he producido en todo el año nada excepto unos pocos artículos y la primera parte interrumpida de Siddharta.

Hoy ha llegado otra agresiva carta de odio, de un médico y poeta diletante de Munich que me anuncia el comienzo de una campaña literaria contra mí y me ataca en la manera habitual. Aunque sus motivos directos son evidentes —hace un año, durante una estancia en Lugano, trató de trabar amistad conmigo y fue rechazado—, constato que la mentalidad de donde provienen estas cartas me ocupa como enigma, porque a pesar de todo estas cartas, bastante groseras, aún provocan en mí un resto de disgusto y fastidio. Todas ellas suponen que lo que a mí me interesa es ganar influencia y éxito, ser un líder, etc., y ahora comprendo que el error procede en parte de una interpretación equivocada en Vivos voco. Pero todavía no he resuelto del todo el enigma, y como, aunque podría reírme de ellas, aún las siento en ocasiones como molestas, debe de haber también en mí un fallo y un error. ¿Acaso me encuentro realmente tan lejos del mundo en que vive esta gente, del ruido y la competencia de la literatura, la política, la prensa, etc., que ya no me resulta comprensible su lenguaje? Es inverosímil. Aunque ya no tenga nada en común con él, he respirado su atmósfera durante bastante tiempo como para conocerlo. Debería ser capaz de encogerme de hombros y sonreír sobre todas las cosas que vienen de ese mundo y olvidarlas al cabo de un minuto. ¿Por qué no es así? ¿Existe un error por mi parte, un complejo, una falsa actitud, o es sólo el pecado original, la tristeza primigenia, a lo que afectan esos ataques, como por ejemplo ante el espectáculo de una gran miseria, enfermedades espantosas, de tristes ciudades industriales cubiertas de hollín nos invade la sensación de que la vida no vale nada y que sería mejor que no hubiese ninguna? He pensado sobre lo que opinan de mí esas personas, los autores de esas cartas y sé que estoy totalmente libre de la ambición del «líder», pero no de la ambición o la vanidad del artista. Y posiblemente ahí esté la razón, quizá en mi ser quede un resto de sensibilidad a estos ataques porque me decepciona que a pesar de mis intensos esfuerzos por expresar mi esencia y mi actitud hacia el mundo y articularlo con palabras, pueda ser interpretado tan equivocadamente.

A los budistas les está prohibido discutir sobre el Nirvana. El que el Nirvana sea extinción o unión con Dios, negativo o positivo, signifique gloria o sólo descanso, son cuestiones que Buda se ha negado a comentar y que ha prohibido discutir. Yo también creo que es inútil discutir sobre este tema. Nirvana, tal como yo lo entiendo, es el retorno del individuo al todo indiviso, el paso salvador tras el «principium individuationis», o sea, en términos religiosos, el retorno del alma individual al alma universal, a Dios. Otra cuestión es si debemos desear y buscar este retorno a no. Si Dios me arroja a la vida y me deja existir como individuo, ¿es entonces mi deber volver por el camino más rápido y fácil al Universo? ¿No cumpliré la voluntad de Dios precisamente dejándome llevar (en Klein y Wagner lo definí como «dejarse caer»), expiando con él su placer de dividirse y vivir una y otra vez a través de seres individuales? En este punto la pura racionalidad de la doctrina de Buda ya no me parece hoy tan perfecta, y precisamente lo que admiraba en mi juventud me resulta hoy un defecto: esa racionalidad y ese ateísmo, esa inquietante exactitud y esa falta de teología, de Dios y de sumisión. A menudo también me parece que efectivamente Cristo va más lejos que Buda, en la medida en que deja completamente a un lado el problema de las encarnaciones (en las que seguramente creía) y del Nirvana.

Garbe[4] dice que hay seis sistemas de la filosofía india, y que todos se basan en un error, la creencia en la transmigración de las almas. Es decir, que aquello que los hombres más sabios han pensado y creído durante milenios, el señor Profesor lo declara una tontería con una sonrisa de indulgencia. A pesar de todo lo seguí leyendo, porque ya conocía a Garbe y su talante un poco gruñón, y ahí lo tenía: en una breve descripción de la doctrina Samkhya, que yo había leído ya hace diez años, encuentro exactamente descrito el proceso mecánico del Nirvana y en seguida me pareció muy probable que Buda (como también opina Garbe) conociese efectivamente esa doctrina. El Samkhya reconoce dos principios, dos cosas sin comienzo ni fin: la materia y las almas. Un aparato harto delicado, que erróneamente tomamos por el alma misma (es el sistema nervioso), media entre ambos. Unicamente la materia sufre transformaciones, todo acontecer le afecta exclusivamente a ella, el alma es siempre idéntica a sí misma. Yo puedo superar la alegría y el sufrimiento sin más que aprender a «distinguir», es decir, comprendiendo que todos los acontecimientos nos afectan para nada a mi alma, que confundo ese apartado en mi interior con mi verdadero yo. Si comprendo este fenómeno y actúo en consecuencia, no volveré a nacer, porque al apartarse el alma de lo sensual se produce la pérdida del conocimiento, mi alma seguirá existiendo eternamente, pero sin conocimiento, yo ya no siento nada y el contacto entre mí mismo y la materia (es decir, también entre mí y las posibilidades de renacer) está interrumpido.

La reflexión sobre esta psicología de formulación elemental, pero en realidad extremadamente sutil, unida a la meditación ocasional, me ha hecho mucho bien estos días. Fue entonces cuando escribí el poema Un día, corazón, descansarás.

Un día, corazón, descansarás,

un día morirás la última muerte,

entrarás en el silencio

a dormir el hondo sueño sin sueños.

Tantas veces te llama desde la dorada oscuridad,

tantas veces le deseas,

el lejano puerto, cuando tu barca

acosada por las tempestades flota en el mar.

Pero tu sangre aún te lleva

sobre una ola roja por la acción y el sueño,

aún ardes, corazón, con vida y pasión.

Desde el alto árbol del mundo

te llaman el fruto y la serpiente con dulce apremio

a deseo y hambre, culpa y placer,

y el canto de mil voces hace sonar

su música de arco iris celeste en tu pecho.

El juego del amor te invita,

selva del placer, al espasmo de la dicha

para ser allí huésped embriagado, bestia y Dios,

enardecido, exhausto, palpitando sin meta.

Te atrae el arte, silencioso hechicero,

a su círculo con magia feliz,

pinta velos de color sobre la muerte y la miseria,

convierte el tormento en placer, el caos en armonía.

El espíritu llama al juego supremo,

te enfrenta a las estrellas,

te hace centro del universo

y ordena el cosmos como un coro en torno a ti.

Desde el animal y el limo primigenio hasta ti

él muestra la vía del origen, rica en antepasados,

te convierte en meta y fin de la naturaleza,

abre oscuros portales,

interpreta a los dioses, al espíritu y al instinto,

enseña cómo brota de él el mundo de los sentidos,

cómo el infinito cobra siempre nueva forma,

y hace que ames de nuevo y más

el mundo, que jugando convierte en espuma,

porque eres tú quien le ha soñado y a Dios y al Universo.

También hacia los lóbregos pasadizos,

donde la sangre y el instinto realizan lo atroz,

está abierto el camino,

donde el delirio nace del miedo, y el asesinato nace del amor,

donde humea el crimen y arde la locura,

ningún hito separa el sueño de la acción.

Podrás andar todos estos caminos,

podrás jugar todos estos juegos

y a casa uno sigue, lo verás,

otro aún más seductor.

¡Qué agradables son los bienes y el dinero!

¡Qué agradable es renunciar a ellos!

¡Qué hermoso renunciar, apartándose del mundo!

¡Qué hermoso desear apasionadamente sus encantos!

Subir hasta Dios, descender hasta el animal,

y por doquier resplandece fugaz la dicha.

¡Camina por aquí, camina por allá, sé hombre, animal y árbol!

Infinito es el polícromo sueño del mundo,

infinitamente se te abre una y otra puerta,

por todas suena el coro pleno de la vida,

por todas nos atraen, nos llaman

una dicha fugaz, un dulce aroma fugitivo.

¡Practica la abstinencia, la virtud, cuando te atenace el miedo!

¡Súbete a la torre más alta y salta!

Pero sabe: en todas partes eres sólo huésped,

huésped en el placer, en el dolor, huésped también en la tumba,

que te vomita nuevamente,

aun antes de que hayas descansado,

al torrente eterno de los nacimientos.

Pero de los miles de caminos hay uno

difícil de encontrar, fácil de intuir,

el que mide con un paso el círculo de todos los mundos,

el que ya no engaña, el que alcanza la última meta.

La revelación florece para ti en esta senda:

tu yo más íntimo, que ninguna muerte destruye nunca

te pertenece sólo a ti,

no pertenece al mundo que atiende a nombres.

Un extravío fue tu largo peregrinaje,

un camino errado preso del error sin nombre,

y siempre estaba cerca de ti la senda milagrosa,

¿cómo pudiste caminar cegado tanto tiempo,

cómo pudo sucederte ese hechizo,

que tus ojos nunca viesen esa senda?

Ahora termina el poder del sortilegio,

has despertado,

oyes en la lejanía los coros

en el valle de la confusión y de los sentidos,

y tranquilo te apartas de lo externo

y te envuelves hacia ti mismo, hacia dentro.

Entonces descansarás,

habrás muerto la última muerte,

entrarás en el silencio

al profundo sueño sin sueños.

Todas las exigencias y virtudes heroicas son represiones. No debo enfadarme por las cartas malévolas de patriotas y reaccionarios, de hecho represento para ellos el diablo, lo absolutamente prohibido, el diálogo con el caos y el infierno.

Por cierto que las «virtudes», igual que los talentos, son una especie de peligrosas, aunque a veces útiles hipertrofias, algo así como los hígados de ganso anormalmente grandes. Como no puedo cultivar en mí ningún talento, ni tampoco ninguna virtud, sin robar la necesaria energía anímica a otros impulsos, toda virtud desarrollada significa una especialización a costa de tendencias vitales reprimidas y empobrecidas, del mismo modo que podemos dejar crecer desmesuradamente el intelecto a costa de la sensualidad, o el sentimiento a costa de la sensualidad, o el sentimiento a costa de la razón.

Verdaderamente no sé decir si con mi intento de libertad y mi diálogo con el caos no soy quizá un peligro tan grande, un ser tan dañino como los patriotas y retrógrados. Yo me exijo a mí mismo retroceder más allá de las antinomias, aceptar el caos. Es lo mismo que exige el psicoanálisis, del cual lo he aprendido en parte: debemos, al menos una vez, prescindir de todos los juicios de valor y contemplarnos tal como somos, o como las manifestaciones del inconsciente nos hacen aparecer, sin moral, sin nobleza ni bonitas apariencias, en la desnudez de nuestros instintos y deseos, nuestros terrores y rencores. Y sólo desde aquí, desde ese punto cero, debemos intentar establecer tablas de valores para la vida práctica, separar el sí del no, el bien del mal, establecer mandamientos y prohibiciones. Si uno emprende ese camino, si acepta el caos interior, si dialoga con los instintos primigenios y manda a paseo la moral, no está dicho en absoluto que vaya a encontrar tarde o temprano una moral o un orden vital mejor, superior, más verdadero. Con la misma o quizá mayor probabilidad puede caer en la desinhibición total de los instintos primitivos y dejarse ir por completo, volverse loco o convertirse en un criminal. Yo mismo aún no sé a ciencia cierta de dónde me viene la fe tácita en la que las cosas no van a suceder así cuando una persona toma el camino del caos, tal como lo propugno; quizá sea un resto de represión y de moral lo que me hace creer eso, tal como he descrito el proceso en los cuentos El camino difícil e Iris. El diálogo con el inconsciente se concibe allí simplemente como un entrar en contacto con fuerzas extrañas, contacto que de suyo es mejor que el evitarlas, y no está del todo claro si el inconsciente no se tragará y devorará al peregrino.

Estas reflexiones están inspiradas por el nuevo libro[5] del doctor Jung sobre los tipos psicológicos, una obra extraordinariamente bella.

En el hermoso libro de Fischer[6] sobre pintura paisajística china, acabo de leer que en China, desde aproximadamente el siglo V, la pintura no era ejercida primordialmente como oficio y por artesanos, sino como afición exquisita y coronación de la cultura personal de poetas, estadistas, emperadores, etc. ¡Qué hermoso, qué bien encaja con mi vida y manera de sentir! El amor a la naturaleza, el respeto a ella y el afán de unirla activamente con la vida espiritual, diferenciada y personal del individuo, es algo congenial, tan natural, que sólo en una época y una cultura como las nuestras puede resultar extraño y hasta raro. Casi siento algo del impulso viajero de mis años de juventud, algo de la nostalgia hacia el mismísimo Oriente, sobre todo hacia China. Pero sé que es un juego. No podemos ni debemos convertirnos en chinos, en el fondo tampoco lo queremos. El ideal y la imagen suprema de la vida no debemos buscarlos en la China ni tampoco en un pasado cualquiera, porque si no estamos perdidos y dependeremos de un fetiche. Tenemos que hallar y cultivar en nosotros mismos la China, o lo que ésta significa para nosotros.

Es maravilloso el relato de la muerte del más famoso pintor chino, Wu Tao Tse: en presencia del espectadores y amigos, el artista un paisaje en la pared, luego entra mágicamente en el cuadro, se pierde en una cueva pintada en él y desaparece; y con él, también el cuadro.

Una extraña experiencia: hace unas semanas, en pleno estudio de asuntos indios, me anoté toda una serie de obras indias que me gustaría leer. Un día se me ocurrió dirigirme, por razón de estos libros, a un señor ya de edad de Basilea, uno de los directores de la Misión[7] de allí, a cuya hija conozco bien. Le escribí, le pedí datos bibliográficos y le rogué que me presentara algunos libros. Tardó un tiempo en contestar. Cuando llegó su amable respuesta, atendiendo todas mis peticiones, me hallaba de viaje en Zúrich; le di las gracias someramente y decidí escribirle cuando volviese a casa. Pero de Zúrich me traje nuevas ideas y trabajos, que en el futuro próximo limitarán mucho mi tiempo y mis ganas de lectura. Por eso al volver no me decidí a contestar inmediatamente a Basilea y estuve esperando un día y otro, bastante tiempo, hasta que por fin escribí. Y nada más hacerlo leí en el periódico que este señor, al que iba dirigida mi carta, acababa de morir.

Ayer estuve una vez más en casa de Hugo Ball. Él y su mujer son personas admirablemente valientes, viven en una pobreza y sencillez verdaderamente clásicas, sin pronunciar jamás ni una palabra de queja. Es una pena que este Ball, autor de la Crítica de la inteligencia alemana, un hombre tan intelectual, valioso e importante, tenga quizá que volver a abandonar su gran obra para ganarse el pan en una fábrica u oficina. Lo hará sin quejarse, pero nosotros, los amigos, tenemos que impedirlo mientras sea posible. Entre mis amigos hay algunos a los que en caso de necesidad puedo pedir unos francos para alguien que pasa hambre, pero ninguno a quien pueda pedir que mantenga a Ball a flote durante un tiempo. Encontrar la forma no es fácil, y puedo darme por contento si al menos acepta de mí, su colega y vecino, lo poco que puedo ofrecerle. Ball escribe ahora un libro sobre los santos de la Iglesia antigua, especialmente los santos egipcio-tebaicos, como Antonio, Simón el Estilita, etc[8]. Desde que Englert[9] no está, no he tenido en absoluto relaciones intelectuales, y en Ball y su mujer vuelvo a encontrarlas.

Me impresiona de manera muy singular la nueva gran obra de Mauthner, Historia del Ateísmo[10], cuyos dos primeros tomos tengo delante de mí. Mientras ahí enfrente Hugo Ball desarrolla una especie de apología del dogma cristiano-católico, a orillas del lago Constanza el viejo Mauthner escribe el último tomo de su Ateísmo, que en el fondo es una historia y también una exaltación del racionalismo europeo. Como Mauthner contempla todo desde el punto de vista de los que él llama crítica del lenguaje, cabría utilizar sus propias palabras para decir acerca de su libro: «Esta obra trata de una cosa que no existe y no ha existido nunca. El ateísmo es exclusivamente la negación de una cosa que nunca tuvo existencia sustancial, sino únicamente verbal». Mauthner, dicho sea de paso, es el librepensador más agradable que se pueda imaginar, uno de los pocos de ese gremio que no sólo es inteligente y aprecia la lógica, sino que por un sentido innato de la elegancia se libra del mal gusto de la mayoría de los antirreligiosos.

Ayer me sorprendió la visita de mi cuñada, que acababa de estar con mi mujer en Ascona. Se demostró que la unidad de los hermanos con respecto a mí, que yo presuponía y que mi mujer ha afirmado en ocasiones, en el fondo no existe; mi cuñada estaba de acuerdo conmigo en cuestiones principales sobre los niños[11]. Al mismo tiempo me trajo la mala noticia de que mi mujer, con la que pasan las vacaciones dos de nuestros chicos, estaba agotada por tener que cuidar a uno de ellos, enfermo; no tenía buen aspecto y parecía amenazada por la enfermedad. Los chicos, al parecer, no se portaban bien y no la obedecen en nada.

A consecuencia de estas noticias, que como todas las de este tipo me inquietan, tuve esta noche un mal sueño: llegué para visitar a mi mujer a un lugar fantástico, donde me recibió Olaf Gulbransson. Pronto noté que tomaba partido por mi mujer, contra mí. Cuando llegamos donde ella estaba me salió al encuentro grotesca y ceremoniosa, pronunciando palabras teatrales; estaba muy trastornada. Yo me negué a aceptar su tono histérico y le supliqué que se dominara, que se trataba de los niños, que corría peligro de volver a caer enferma y debía reforzarse todo lo posible en conservar la razón. Fue inútil. Lo más penoso era que Olaf Gulbransson la apoyaba constantemente, incluso me apartaba de ella por la fuerza (Gulbransson es un atleta) y opinaba que había que permitir a mi mujer seguir sus intuiciones.

El sueño me vuelve a demostrar tajantemente lo dividido que estoy en el fondo y cómo mi actitud y mi comportamiento hacia mi mujer oscilan entre dos polos. En el sueño la figura de Olaf es claramente la del gigante, primitivo y fuerte, pero bondadoso, la de una fuerza primaria que mira las cosas no desde puntos de vista racionales, sino intuitivos e ingenuos. El sueño muestra de una manera más clara e intensa de lo que yo pueda expresar despierto la divergencia entre mis reflexiones racionales y un secreto respeto al primitivismo y a la fuerza de la sensibilidad enferma, pero natural y sin inhibiciones de mi mujer. Que esta divergencia sea posible, que yo no pueda adoptar frente a ella sin dificultad la posición del más sensato, se debe a que desde hace mucho he descuidado en mí lo intuitivo y sensitivo a favor de una actitud lógico-racional.

Últimamente volvieron a llegar confirmaciones, no de mi persona, sino de que mi vida y mi quehacer no dejar de guardar relación con el todo y que existe algo como una nueva corriente, una nueva doctrina, una nueva posibilidad de vida en el mundo, a cuyos heraldos, pioneros o al menos experimentados pertenezco yo. Las revistas de los más jóvenes en Alemania publicaron por fin artículos extensos sobre mis ensayos sobre Dostoievski y mi folleto sobre Zaratustra, pero especialmente escriben sobre Demian.

Lo más interesante fue lo del escritor Oskar A. H. Schmitz. Yo le conocía ya de antes por unos libros y le consideraba un autor inteligente, elegante, mundano, pero no muy profundo, ni muy poético. Escribía artículos divertidos y agradables sobre viajes, modas, crítica social, etcétera, en todo caso por encima de lo habitual. Hace poco me acordé de este Schmitz, del que hacía años que no leía nada, por el doctor Jung[12] que me escribió diciendo que el último libro de Schmitz, El secreto dionisíaco[13], contenía «cosas notables». Yo no conocía el libro, ni sabía tampoco nada de él, pero escribí inmediatamente al editor para me lo enviase. Recibí una tarjeta de la editorial, notificándome que el libro estaba en camino. Mientras tanto llegó una cartita del propio Schmitz, que está en Merano, y en ella decía que desde Demian me consideraba uno de los «Padres de la nueva doctrina», me preguntaba si había leído su libro, que él mismo había pedido a su editor que me lo enviara. Se conoce que el editor lo había olvidado, porque hacía ya tres meses de esto, pero gracias a la indicación de Jung la cosa estaba en marcha. Schmitz decía además que había oído de unos ensayos míos sobre Dostoievski y que por favor se los enviara para leerlos. Lo hice inmediatamente, pero como su libro aún no había llegado, le escribí una tarjeta, diciendo que lo leería. Ya ha llegado su libro El secreto dionisíaco. Acabo de leerlo con el mayor asombro, porque refleja desde una perspectiva y una personalidad completamente extrañas, casi exactamente las mismas vivencias interiores que yo tuve en los últimos años y que han cambiado tanto mi vida y mi obra. El libro por lo demás no es en absoluto nuevo, estilísticamente, incluso me decepcionó en las primeras páginas por la trivialidad obsoleta de su lenguaje; está escrito exactamente igual que las obras anteriores de Schmitz, es decir que no hay renovación y transformación de la expresión, como en mi caso. Me puse a leer y pronto estaba fascinado y asombrado por el problema: un intelectual, acostumbrado a vivir libre y solo en una autosuficiencia aislada y noble, vive la guerra, y la sociedad le recuerda el servicio militar (que yo he declarado frecuentemente la mayor barbarie de Europa), lo cual tiene sobre él el efecto de un trapo rojo. Sufre mucho bajo la «fobia cuartelaria», tan pronto como miedo a la esclavitud, tan pronto con indignación y rebeldía. Poco a poco su mal se convierte en neurosis. La toma de conciencia y la curación de la neurosis (¡yo mismo las he vivido de manera parecida!), constituyen el contenido de este libro tan interesante. Tres factores provocan la concienciación del héroe: la experiencia de la guerra, la propia neurosis, que le hace notar lo mal que encaja en el mundo, y el despertar del individuo, el amanecer de la conciencia de sí mismo: ¡pero si soy Dios, si soy Atmán, no puede ocurrirme nada!, y por fin el estudio consciente del budismo junto con ejercicios budistas, proceso en el que Schmitz descubre un budismo europeo, dionisíaco. Y también aquí algo muy extraño: lo que el héroe del libro de Schmitz vive como su «secreto dionisíaco» quería representarlo yo, aunque de una manera y en una forma totalmente distintas, en mi Siddharta, cuya primera parte está terminada desde hace cerca de un año, y se encuentra en Berlín, Fischer, y cuya continuación me resultó imposible, porque en el fondo quería escribir algo que conocía e intuía, incluso sabía, pero todavía no poseía interiormente. ¡Precisamente eso es lo que ha descrito este Schmitz en su libro! ¡Para mí es ésta una de esas experiencias mágicas, de las que he tenido tantas! Además significa que lo que me preocupa desde hace años me atormenta y a menudo enferma, lo que llena mis pensamientos y mis libros, lo que yo quería describir en Siddharta, fermenta y se agita en otros, también ellos han vivido algo parecido, incluso idéntico, y para ellos, como para mí, el psicoanálisis ha sido, junto con las doctrinas asiáticas (Buda, Vedas y Lao Tse) un camino de curación y expansión; nosotros consideramos el psicoanálisis sólo como método de curación, sino también como elemento fundamental de la «nueva doctrina», del desarrollo de una nueva fase de la humanidad, en la que nos encontramos.

Hace unos días me encontré por casualidad con el doctor H., ese judío bondadoso e inteligente, que fue médico de mi mujer. Para asombro mío, me contó que había estado una vez en Dornach, para estudiar el asunto del doctor Steiner. No hubiera creído que eso le interesara. Me dijo que no había entendido mucho en las conferencias, pero que por el contrario le había impresionado el espíritu del conjunto, y que también le habían causado gran impresión los cuadros alegóricos en la sala (el carece de gusto artístico según nuestro criterio, ya que es un hombre por completo racional improductivo). Entonces quiso saber mi opinión sobre Steiner. Dije que consideraba grande su influencia, y que para muchos era una figura importante, pero que toda su personalidad (viajes, conferencias, propaganda abrumadora, fundaciones financieras, culto a su persona, etc.) contradecía total y fundamentalmente a lo que todas las religiones del mundo consideran como el tipo de santo y del hombre perfecto. Steiner es lo contrario de un santo, un ambicioso genial. H. opinaba que podía equivocarme, que quizá Steiner realizaba un enorme sacrificio dedicándose de ese modo a la causa con conferencias, viajes, etc., que a menudo estaba terriblemente agotado y apenas podía mantenerse en pie. Le dije que precisamente ese matarse a trabajar era un signo de actividad ambiciosa, y nunca un signo de santidad. Hablamos del psicoanálisis y H. opinó que no conocía a ninguna persona analizada que no se encontrara en una dependencia casi esclavizada de su analista, lo cual hablaba en contra del análisis. Le dije entonces que esa misma dependencia de la personalidad sugestiva existía en casi todos los seguidores de Steiner, entre los cuales hay muchas damas ancianas e histéricas, que le siguen en todos sus viajes de conferencias, etc., es decir que dependen de él del mismo modo esclavizado y patológico en que dependen algunos pacientes del médico psicoanalista.

Poco a poco se agrava mi desprecio por todo aquello en lo que debería en realidad vivir y en lo que necesitaría creer, en esa mi creciente convicción de la completa futilidad, corrupción y degeneración del mundo intelectual y literario alemán (quizá incluso del europeo). La ciencia es negocio o juego (de lo que ya participan considerablemente Kant y Hegel y toda la filosofía alemana, negándose a trasladar sus conclusiones filosóficas a la vida). La literatura es diversión, juego, charlatanería, el conjunto una bolsa de negocios y vanidades. Las diferencias entre literatura buena y mala, que yo antes me tomaba muy en serio, se desvanecen cada vez más, y entre Ernst Zahn y Thomas Mann, entre Ganghofer y Hermann Hesse no existe ya una diferencia notable, lo mejor y lo óptimo de nuestro tiempo es también fraude. Por todas partes falta la base de una moral y de una santidad, de un afán verdaderamente serio por valores suprapersonales. Cada cual trabaja, se afana, piensa y hace política para sí mismo, para su persona, su fama o por un partido. El trabajo y el esfuerzo intelectual y la elevación de todos debería desembocar, por el contrario, en un torrente común, que pertenece sólo a la Humanidad, y donde el esfuerzo o el error individual se vuelve pronto anónimo, como sucedía en los primeros siglos de la Iglesia, en los Padres de la Iglesia, etc. Cuando esto suceda, se volverán a escribir en Alemania palabras que serán creídas de verdad por los que las escriben y por los que las leen, de las que broten alegría, convicción y verdad y por las que se pueda morir. Uno de estos días hablé en mi desesperación y escepticismo con Hugo Ball de estos temas, y me dio la razón en todo.