CUATRO BIOGRAFÍAS

I

Nací el 2 de julio de 1877 en Calw (Selva Negra), hijo de J. Hesse, escritor de misiones y redactor. Mi padre era oriundo de las provincias del Báltico, mi madre, de Suabia. Mis padres no tenían fortuna alguna, pero vivían con cierto desahogo y nunca escatimaron nada conmigo. En 1880 se trasladó mi padre a Basilea, donde permaneció hasta 1886. Allí pasé años felices de la infancia. Mis padres eran cristianos devotos y al mismo tiempo personas cultas, dotadas para la música y la poesía y sensibles, que me prodigaron mucha atención y cariño, y a quienes tengo mucho que agradecer. De ellos heredé, yo que en materia religiosa carezco de criterios definitivos, un profundo respeto a la naturaleza y a la existencia de grandes leyes en la vida y la historia. Perdí a mi madre en abril de 1902 y aún no he encontrado consuelo en su muerte. Mi padre, con una salud precaria, vive todavía y constituye un ideal venerado por su fortaleza de espíritu y voluntad.

Fui por primera vez a la escuela en Basilea. En 1886 volvió mi padre a Calw. Hasta 1889 fui colegial en Calw, hasta 1891 en Göpingen, ingresé después en el seminario del convento evangélico de Maulbronn, que abandoné después de siete meses. Entonces fui al Instituto de Cannstatt hasta el séptimo curso. Hasta octubre de 1895 permanecí en casa de mis padres en Calw, al principio sin oficio, ocupado con lecturas, etc., después hice un año de prácticas en un taller de construcción de maquinaria. Este oficio fue un desacierto. En otoño de 1895 entré como meritorio en una librería de Tubinga, donde permanecí cuatro años aprendiendo el oficio, para finalmente dedicar mi interés exclusivamente al libro antiguo. En otoño de 1899 marché como librero (ayudante) a Basilea. Comencé a trabajar al mismo tiempo para varios periódicos como crítico y folletinista y poco a poco me organicé de tal manera que ahora vivo mitad como anticuario y mitad como escritor. Esta época de Basilea se vio interrumpida por frecuentes viajes cortos y por uno de varios meses a Suiza e Italia. Florencia y Venecia me son especialmente queridas y familiares. Me gusta viajar y vivir solo. Mis pasiones son: contemplar cuadros, caminar, libros. Soy pobre y tengo dificultad para abrirme paso.

Hasta aquí en cuanto a mi vida. Como escritor se me considera un «neorromántico» porque mi técnica es irrealista y porque mis obras intentan actuar sobre el alma. El amor a la naturaleza y su contemplación constituyen mi tema principal. Amo las plantas y los animales y soy a la vez querido por estos últimos. La «literatura» no es importante para mí, no pienso en la fama, en cambio me propongo cautivar a algunos lectores atentos y convertirlos en amigos personales. Lo que me va proporcionando paulatinamente algún intercambio epistolar cordial y afectuoso. Mis autores predilectos son los novelistas italianos antiguos y en general me fascina la cultura del alto renacimiento italiano.

De mis obras únicamente el Lauscher ha aparecido bajo seudónimo. Le envío este librito en lugar de una fotografía, que mi pobreza me prohíbe.

Con mis mejores saludos.

Hermann Hesse (1903)

II

Nacido en Calw el 2 de julio de 1877. Infancia en Calw y Basilea. Bachillerato en Calw y Göpingen, «Landexamen» en 1891. Primavera de 1892, fuga del seminario de Maulbronn; hasta 1894, Instituto de Cannstatt. Concluye así mi formación escolar. Pasé algún tiempo en casa de mis padres leyendo mucho, sin saber qué camino tomar. Me hice mecánico con intención de ser más tarde ingeniero. Trabajé cerca de año y medio en un taller de Calw. Me gustaba lo práctico, pero no tenía ganas ni talento para el estudio técnico. Ingresé en otoño de 1895 en la Casa Heckenhauer, en Tubinga (Holzmarkt), como aprendiz de libero, hice un aprendizaje de tres años, quedándome allí como ayudante aproximadamente un año. En aquella época me dediqué a tres actividades al mismo tiempo: la librería, mis lecturas y las salidas nocturnas acompañadas de grandes borracheras, con amigos en su mayor parte estudiantes que habían dejado los estudios y estaban desarraigados.

En otoño de 1899 me trasladé a Basilea, fui durante varios años librero y después anticuario. Viajé mucho, incluso por Italia, casi siempre con poco dinero y pasando hambre. Leía constantemente, interesándome por la historia y la historia del arte, y llegué a conocer bastante bien el arte y la cultura italiana antigua.

En 1903 abandoné el trabajo de librero y alterné los viajes con estancias en Calw. En agosto de 1904 contraje matrimonio y me vine a vivir aquí, donde deseo permanecer algún tiempo[1].

Mis lecturas eran antes muy variadas, con predominio de la filosofía. Ahora he dejado totalmente la filosofía y la historia del arte, que eran más bien un deporte. Entre los autores alemanes admiro especialmente a Goethe, Keller, Mörike, también a Eichendorff, Hoffmann, Stifter. En la literatura románica siento especial predilección por los antiguos novelistas italianos, sobre todo Boccacio. Leo también mucha literatura moderna: de los franceses estimo a Maupassant y a A. France; de Escandinavia, a Jacobsen, Hamsun, Heidenstam. Me interesan los rusos, pero en el fondo me resultan extraños, entre ellos conozco y aprecio especialmente a Gogol y Dostoievski.

(1907)

III. Apuntes biográficos

Los abuelos maternos y paternos, eran en el sentido estricto de la palabra cristianos protestantes, piadosos y edificantes, el matiz de su piedad estaba influido por la Comunidad de Hermanos de Herrenhut y por la Misión de Basilea, es decir, por el espíritu que animaba a ésta.

Por su nacionalidad eran en cambio muy distintos. Los abuelos paternos eran bálticos, de las provincias rusas del Báltico, de Estonia. Eran de puro origen alemán (los antepasados del abuelo habían emigrado hacia 1750 de Lübeck), pero eran súbditos rusos sin saber hablar correctamente el ruso ni el estonio; sólo hablaban alemán. Allí vino al mundo mi padre Johannes en Weissenstein, cerca de Reval, donde su padre, el doctor Hermann Hesse, Consejero de Estado, era médico famoso y filántropo querido por todo el mundo. Mi padre abandonó su tierra natal cuando era estudiante a consecuencia de una súbita conversión y una contricción que le empujó a ingresar como discípulo en la Misión de Basilea(es decir, a consagrarse a Dios), lo que no fue nada fácil para el mimado y delicado joven. Recibió allí la formación de misionero, trabajó a principios de los años setenta como tal en la India durante un año, pero estaba constantemente enfermo y por razones de clima fue enviado a casa. Después trabajó hasta el final para la Misión de Basilea, al principio como profesor en la Misión, ayudante del inspector, redactor de una revista misionera y más tarde en Calw como director del «Verlagsverein», una fundación piadosa cuyos ingresos estaban destinados a la Misión. Era una autoridad en cuestiones de misiones y asistió a varios congresos internacionales. De él he heredado una parte de mi temperamento, el deseo de lo absoluto, al mismo tiempo que la tendencia al escepticismo, a la crítica y a la autocrítica, y también el sentido de la precisión del lenguaje.

La familia de mi madre era de doble origen. Su padre provenía de una antigua y piadosa suaba de Stuttgart. Su madre, Dubois, de Neuchátel, en la Suiza francesa, nunca aprendió bien el alemán e introdujo en la familia un elemento hasta entonces desconocido, el fervor calvinista unido a toda suerte de pedantería y fanatismo. Su padre, el doctor Gundert, también piadoso, misionero famoso y gran filólogo, hablaba entre otras una serie de lenguas indias y era un sanscritista reputado; se convirtió en su juventud después de haber sido un estudiante con gran sentido del humor, brillante, genial, con atisbos hegelianos y pródigamente dotado para la música. Fue durante muchos años misionero en la India, donde vino al mundo mi madre. Allí no encontró en contacto con la Misión de Basilea hasta tarde; al principio estuvo en la India por encargo del Gobierno inglés, y llevó a cabo trabajos filológicos (un diccionario de Malayalam y otros) para la lengua inglesa.

Mis padres se conocieron en Calw, donde el padre de mi madre dirigía el «Verlagsverein», redactaba varias publicaciones de las misiones y le fue asignado como ayudante mi padre, que volvía de la India. En 1874 se casaron en Calw (Württemberg), donde nací el 2 de julio de 1877.

Ignoro cuál era entonces mi nacionalidad, probablemente la rusa, ya que mi padre era súbdito ruso y tenía pasaporte de esa nacionalidad. Mi madre era, como ya he dicho, hija de suabo y de suiza francesa. Este origen mixto me impidió siempre sentir respeto por los nacionalismos y las fronteras.

En 1880 fue destinado mi padre otra vez a Basilea, a la Misión. Adquirió poco después la ciudadanía, con lo cual me convertí, muy niño aún, en súbdito suizo y ciudadano de Basilea.

En Basilea permanecieron mis padres hasta el verano de 1886; después destinaron a mi padre de nuevo a Calw, donde comenzó como colaborador de su suegro, que ya sentía el peso de los años, y más tarde fue su sucesor. Mi padre fue siempre un extraño en la Alemania del sur y en Suiza; y conservó su pronunciación del alemán para y elegante; por lo demás, en casa se hablaba también mucho el inglés, que tanto mis padres como mis abuelos hablaban corrientemente. Apenas se hablaba francés, sólo el abuelo y a veces mi madre hablaban con frecuencia en ese idioma con la abuela.

De mi madre he heredado el temperamento apasionado, la fantasía vehemente, un poco ávida de sensaciones, y el talento musical. Desde niño tuve una relación íntima y entrañable con la música y la lengua y con la religión y la especulación en el sentido de una búsqueda de lo absoluto, de una integración directa en un orden divino supratemporal.

Sin embargo, sólo fui piadoso hasta los trece años aproximadamente. En mi confirmación, a los catorce años, ya era bastante escéptico y poco después se volvieron completamente mundanas mi manera de pensar y mi fantasía. A pesar del gran amor y respeto hacia mis padres sentía que la religiosidad pietista en que ellos vivían era insuficiente, en cierto modo algo subalterno, incluso de mal gusto, y en los primeros años de la adolescencia me rebelé con frecuencia de manera violenta contra ella.

Los primeros años de colegio los había pasado en Basilea y en Calw, como buen alumno que aprendía con facilidad y solía ser el primero de la clase sin mucho esfuerzo. Luego surgieron las dificultades al elegir carrera. Teniendo en cuenta la tradición de la familia y mi talento, lo más indicado parecía ser el estudio y precisamente el de la teología, ya que no sólo respondía a los deseos de la familia, sino que además era lo más económico, pues los teólogos disfrutaban en Württemberg de estudios gratuitos a partir de los catorce años una vez aprobado el «Landexamen». Esta prueba servía para seleccionar todos los años en el Land unos cuarenta y cinco muchachos de catorce años, que luego eran admitidos como becarios en un seminario y más tarde ingresaban en la universidad de Tubinga (en la fundación teológica). Tuve que hacer este examen en el año 1891, y para ello fue preciso conseguir la nacionalidad de Württemberg. De modo que sin que nadie me consultase fui nacionalizado en Württemberg en el año 90 ó 91, un acto que pagaría más tarde con varios años de servicio militar. Hice y aprobé el «Landexamen» y en otoño de 1891 fui admitido en el seminario de Maulbronn. En mi libro Bajo las ruedas está descrito Maulbronn. Con frecuencia he descrito el ambiente de mi época infantil, especialmente en Lauscher, en Kinderseele y en Demian.

En el seminario empezaron las calamidades. Las dificultades de la pubertad coincidieron con las de elegir carrera; ya entonces tenía la certeza de que no quería ser otra cosa que escritor y sabía, sin embargo, que no era un oficio reconocido y no daba para vivir. Durante varios años, entre los catorce y los veinte, estuve probando un oficio tras otro. En Maulbronn no estuve mucho tiempo; antes de terminar el primer año me fugué de allí. A esto se añadió mi primer enamoramiento (durante el cual leí el Werther), se produjo una crisis y una catástrofe, durante mucho tiempo se me consideró enfermo, enfermo de los nervios, me cuidaron en casa, y de hecho superé a duras penas una grave neurosis.

En otoño de 1892 ingresé, después de varios meses sin hacer nada (véase Bajo las ruedas), en el Instituto de segunda enseñanza de Cannstatt, donde permanecí algo menos de un año, hasta el séptimo curso, que dejé sin terminar. Era buen alumno de lenguas, historia, etc., lo cual me sostenía, pero no podía seguir la clase de matemáticas, que me eran totalmente indiferentes; por aquella época hice amistad con los «golfos» y con los estudiantes mayores de mala fama, aprendí a pasar las noches en las tabernas y a beber mucho a pesar de tenerlo prohibido. Algo de esto aparece en Demian.

Cuando ya no pude seguir en el Instituto fui enviado a Esslingen como aprendiz de un pequeño librero, de donde me escapé a los tres días, asqueado de lo insustancial de la vida de aprendiz en una ciudad pequeña. Anduve vagando durante varios días, me buscaron mis padres, etc., con angustia, y finalmente comparecí ante mi padre, que me recibió apenado pero no excesivamente enfadado; luego me llevaron a Calw, donde estuve cerca de dos años sin hacer nada concreto, una época aciaga en la que mis padres desesperaban de mí y yo mismo también más de una vez, pero durante la que realicé por mi cuenta estudios bastante profundos y variados en la enorme biblioteca de mi abuelo y de mi padre, llegando a conocer especialmente la literatura alemana del siglo XVIII, que estaba muy bien representada. Leí a Goethe, Gellert, Weisse, Hamann, Jean Paul, la historia de la literatura de Hettner, algunas obras de David Friedrich Strauss y muchos otros libros más, y senté las bases de mis futuros conocimientos literarios, que eran bastante grandes, hasta que unos dolores progresivos de la vista me frenaron.

Un amigo del colegio hacía por entonces prácticas en una taller mecánico; en aquel tiempo empezaba a despertarse entre los jóvenes el interés por los oficios técnicos y futuros ingenieros entraban en los talleres como aprendices con un período reducido de aprendizaje. Mi compañero era el primero que hacía esto en nuestra pequeña ciudad de Calw y se consideraba algo sorprendente que el hijo de un alto y cultivado funcionario (su padre era el funcionario civil de más alto rango de la ciudad) anduviese con un blusón azul de mecánico y fuese obrero en un taller a pesar de estar destinado al estudio. Un cierto romanticismo me atraía en el asunto, y como de todos modos me hallaba en una situación apurada y me acuciaba la cuestión de mi futuro, me decidí por este oficio e ingresé para hacer unas prácticas con camisa azul de mecánico en un taller y fábrica de relojes de torre de Calw. Trabajé allí cerca de año y medio, hasta el otoño de 1895. Aunque no tenía ningún talento ni interés por la técnica y la mecánica y pronto comprendí que nunca haría nada en aquel oficio, seguí en él aprendiendo muchas cosas y conviviendo íntimamente con el pueblo trabajador por primera y única vez en mi vida. En otoño de 1895 tomé la resolución de probar de nuevo el trabajo de librero, pero a ser posible no en una tienda anodina de cualquier ciudad de provincia, sino en algún lugar donde mi interés por los libros y la literatura encontrara estímulo. Mi padre estaba de acuerdo, veía que esta vez iba en serio y logró colocarme en una antigua y sólida librería de Tubinga, con una clientela en su mayoría de estudiantes y profesores y en especial teólogos y filólogos. Allí pasé un aprendizaje nada fácil de tres años y aún me quedé un año más en la casa como ayudante más joven, con ochenta marcos mensuales. En aquellos años leí mucho y escribí mis primeras cosas. De ellas se han conservado únicamente Lauscher, que fue escrita en parte en Basilea, Romantische Lieder y Stunde hinter Mitternacht (ambas hacia 1899). En mi primera época de Tubinga era muy aplicado y formal, más tarde solía irme a beber con los estudiantes (ver Lauscher) pero cumplía correctamente mi trabajo. Los primeros años de mis estudios privados los dediqué casi exclusivamente a Goethe, a sus escritos y a su vida. A partir de 1897 ó 1989 fue sustituido este culto por el de Nietzsche. También llegué a conocer entonces la literatura alemana de aquella época (leía mucho a Storm, Keller, Meyer, luego Liliencron, Dehmel, Falke, Bierbaum, Hartleben, Ibsen).

Ésta es la historia de mi juventud. De lo que sigue sólo puedo dar un apunte. En 1899 pasé de Tubinga a Basilea, como ayudante de librería; allí me pasé por completo al anticuario, la parte más interesante del trabajo de librero. Sobre la época de Basilea aparece algo en Lauscher y en Camenzind. En 1902 se publicaron mis poemas en la editorial Grote. A través de un escritor que no conocía personalmente, la editorial S. Fischer llegó a conocer mi Lauscher, que se había publicado con seudónimo en 1901 en Basilea. Fue el primer reconocimiento y estímulo literario de mi vida cuando inesperadamente recibí unas líneas de esta editorial invitándome a presentarles a examen obras futuras. Por entonces había empezado Camenzind y la invitación de Fischer me animó mucho. Terminé de escribirlo, fue aceptado inmediatamente, la editorial me escribió en un tono amable, incluso cordial, y el libro apareció en la Neue Rundschau; Emil Strauss y otras personalidades que yo admiraba lo aprobaron. Había triunfado.

Gracias al éxito de Camenzind pude casarme en el verano de 1904 (con una basilense), y me instalé en el pequeño y apartado pueblo de Gaienhoffen a orillas del lago de Constanza. Allí viví los primeros tres años muy modestamente en una primitiva casa de labradores; después me construí mi propia casa, en la que me quedé hasta 1912. En Gaienhoffen, adonde me siguió mi amigo de Tubinga Ludwig Finckh, pasé ocho años tratando de hacer una vida natural, activa, cerca de la tierra; cuidaba el jardín y tuve mis tres hijos. Fue la época burguesa de mi vida. Subterráneamente, sin embargo, me agitaban también una serie de problemas. De pura angustia interior emprendí un viaje a la India en 1911.

En otoño de 1912 abandoné Gaienhoffen con mi familia y me fui a vivir a Berna, pero no a la ciudad, sino otra vez al campo, donde alquilé una hermosa casa rústica antigua con un viejo jardín y árboles vetustos. Los hijos iban creciendo. Con la guerra de 1914 mi problemática se hizo patente, pronto entré en conflicto con la opinión pública, me hice enemigo de la guerra, perdí la fe en la posibilidad de un triunfo alemán. Pero a pesar de los violentos ataques de la prensa nacionalista pude salir adelante sin romper con el mundo oficial. En 1915 me incorporé a la legación alemana de Berna como voluntario, ayudé a organizar y dirigir una sección de ayuda a los prisioneros alemanes en territorio enemigo y trabajé desde entonces hasta principios de 1919 en este servicio, primero como voluntario, luego como funcionario del Ministerio de la Guerra destacado en Berna. Mientras veía cómo Alemania perdía la guerra sin querer ver su propia situación, sin pensar en una autocrítica, tenía que prestar mis servicios en el aparato oficial y recibí más de una vez la reprobación oficial cuando publiqué artículos pacifistas en el Zürcher Zeitung. Durante estos años se fraguaba mi despedida de todo el mundo burgués, de la opinión pública, de la patria, de la vida familiar. Cuando estaba a punto de terminar la guerra, una enfermedad mental de mi mujer perturbó tanto mi matrimonio que decidí disolverlo. De momento vivimos separados y algunos años más tarde nos divorciamos. Desde entonces vivo solo. Hasta principios de 1919 me retuvo el servicio en Berna. En cuanto quedé libre partí para el Tesino, donde vivo ahora.

En 1919 escribí Klingsor, en los tres años siguientes Siddhartha (cuyas raíces llegan a un pasado remoto).

El psicoanálisis es algo muy importante para mí; lo conocí a través de los libros hacia 1913 ó 1914. En 1916 me dejé psicoanalizar. El futuro fue en parte el Demian.

El literato burgués, idílico y con éxito se había convertido en un problemático y marginado, lo que sigo siendo.

(1923)

IV. Biografía sucinta

Nací hacia el final de la Edad Moderna, poco antes del incipiente retorno de la Edad Media, bajo el signo de Sagitario y amablemente iluminado por Júpiter. Mi nacimiento acaeció en las últimas horas de la tarde un cálido día de julio, y la temperatura de aquel momento es la que, de manera inconsciente, he amado y buscado toda mi vida y he echado dolorosamente de menos cuando faltaba. Nunca pude vivir en países fríos, y todos los viajes voluntarios de mi vida estuvieron dirigidos hacia el sur. Fui hijo de padres piadosos, a los que amaba con cariño y que hubiese amado aún, más si no me hubieses enseñado antes de tiempo el cuarto mandamiento. Pero, por desgracia, los mandamientos han tenido siempre un efecto funesto para mí, por muy acertados y bien intencionados que fuesen, yo, que de naturaleza soy un cordero y dócil como una pompa de jabón, me he rebelado siempre, sobre todo en mi juventud, contra todo tipo de mandamientos. Me bastaba oír el «debes» para que todo se revolviese dentro de mí y me volviera obstinado. Se comprenderá que este carácter ejerció una influencia grande y desfavorable sobre mis años de colegio. Es verdad que nuestros profesores, en aquella divertida asignatura que llamaban historia universal, nos enseñaban que el mundo había sido gobernado, dirigido y transformado por personas que dictaban su propia ley y que rompían con las leyes tradicionales, y se nos decía que, estas personas eran muy dignas de respeto. Sin embargo, aquello era tan falso como el resto de la enseñanza, ya que si uno de nosotros, con buena o mala intención, mostraba una vez valor y protestaba contra alguna norma o incluso contra una estúpida costumbre o moda, no era admirado ni presentado como modelo, sino castigado, humillado y aplastado por la cobarde superioridad de los profesores.

Afortunadamente, antes de que comenzasen los años de colegio yo ya había aprendido lo que es más importante y valioso para la vida: tenía sentidos despiertos, delicados y finos, en los que podía confiar y de los que podía obtener mucho placer; y aunque más tarde sucumbí irremediablemente a las tentaciones de la metafísica y hasta mortifiqué y descuidé de cuando en cuando mis sentidos, la atmósfera de una sensualidad delicadamente desarrollada, sobre todo en lo que se refiere a la vista y al oído, me ha sido siempre fiel y actúa vitalmente en mi mundo intelectual. Mucho antes de entrar en el colegio ya había adquirido un cierto bagaje para el resto de mi vida. Conocía bien mi ciudad natal, los gallineros y los bosques, los huertos y los talleres de los artesanos, distinguía los árboles, los pájaros y las mariposas, sabía cantar canciones y silbar con los dientes y otras cosas valiosas para vida. A esto vinieron a añadirse las ciencias del colegio, que me resultaban fáciles y me gustaban, especialmente el latín, que me deparaba un verdadero placer, y empecé a escribir casi al mismo tiempo versos en latín y en alemán. El arte de la mentira y de la diplomacia se lo debo a mi segundo año de colegio, en el que un preceptor y un ayudante me enseñaron estas habilidades, después de que yo, con mi sinceridad e ingenuidad infantiles, me hubiese atraído una desgracia tras otra. Estos dos pedagogos me aclararon con éxito que la honradez y el amor a la verdad eran virtudes que ellos no buscaban en los alumnos. Me atribuyeron una fechoría, por cierto insignificante, sucedida en clase y de la que yo era totalmente inocente, y como no consiguieron que me confesase culpable, aquella bagatela se convirtió en un proceso de estado; y aunque aquellos dos seres no me arrancaron la esperada confesión con torturas y palos, extinguieron en mí toda fe en la decencia de la casta de los profesores. Es verdad que, gracias a Dios, llegué a conocer con el tiempo otros más justos y dignos de respeto, pero el daño ya estaba hecho y mi relación, no sólo con los maestros de la escuela, sino también con todo tipo de autoridad, quedó desfigurada y amargada. Durante los siete u ocho primeros años de colegio fui en general buen alumno, al menos estuve siempre entre los primeros de mi clase. Con el comienzo de estas luchas internas por las que toda personalidad en desarrollo tiene que pasar, entré progresivamente en conflicto también con el colegio. El sentido de esas luchas no lo comprendí hasta veinte años más tarde, pero en aquel momento estaban allí rodeándome, contra mi voluntad, como una terrible desgracia.

El problema era el siguiente: desde los trece años sabía claramente que quería ser escritor o nada. Pero a esta certeza se añadió poco a poco una dolorosa evidencia. Uno podía hacerse profesor, sacerdote, médico, artesano, comerciante, empleado de correos, también músico, pintor o arquitecto; para todas las profesiones del mundo había un camino, existían condiciones previas, había una escuela, un aprendizaje para el principiante. ¡Para todos menos para el escritor! Estaba permitido, e incluso era un honor, ser escritor: es decir, triunfar y ser famoso como escritor, claro que para entonces solía estar uno ya muerto. Hacerse escritor era, sin embargo, imposible; querer serlo, algo ridículo y vergonzoso, como descubrí en seguida. Pronto aprendí lo que se podía aprender de aquella situación: se podía ser escritor, pero no hacerse escritor. Además, el interés por la literatura y el talento poético le hacían a uno sospechoso entre los profesores y eran razón suficiente para ser tratado con desconfianza y burla y a menudo para ser ofendido mortalmente. Con el poeta sucedía lo mismo que con el héroe y con todos los personajes y ambiciones fuertes y hermosos, audaces y extraordinarios: en el pasado era magníficos, en todos los libros de texto se cantaban sus excelencias, pero en el presente y en la realidad se les odiaba, y probablemente los profesores estaban empleados y formados precisamente para impedir en lo posible el desarrollo de seres admirables y libres y hechos grandes y magníficos.

Así, entre mí y mi lejana meta no veía más que abismos profundos, todo se volvía incierto, todo perdía su valor, sólo una cosa seguía en pie: quería ser escritor ya fuese fácil o difícil, ridículo o respetable. Las consecuencias externas de estas decisión —más bien fatalidad— fueron las siguientes.

Con trece años y en los comienzos de aquel conflicto mi comportamiento tanto en casa de mis padres como en el colegio dejaba tanto que desear que me enviaron desterrado al instituto de otra ciudad. Un año más tarde entré en un seminario teológico donde aprendí a escribir el alfabeto hebreo, y cuando estaba a punto de comprender lo que era un «Dagesch forte implicitum» me vi asaltado por unas tormentas internas que provocaron mi fuga del internado, el consiguiente castigo con calabozo y mi despedida del seminario.

Durante algún tiempo traté de sacar adelante mis estudios en un instituto, pero también allí terminó todo con calabozo y expulsión. Luego fui durante tres días aprendiz de comerciante, me volví a fugar y desaparecí, para gran preocupación de mis padres, durante varios días y noches. Durante medio año fui ayudante de mi padre, y año y medio aprendiz en un taller mecánico y fábrica de relojes de torre.

En resumen, durante más de cuatro años todo lo que emprendían conmigo salía irremediablemente mal, ningún colegio quería tenerme, en ningún aprendizaje aguantaba mucho tiempo. Todo intento de hacer de mí una persona útil terminaba en fracaso, a menudo con vergüenza y escándalo, con fugas y expulsiones, a pesar de que en todas partes se me reconocían buenas aptitudes e incluso una cierta medida de buena voluntad. En general era bastante aplicado; siempre he admirado con profundo respeto la alta virtud de la ociosidad, pero nunca he sido un maestro en ella. Con quince años, después de fracasar en el colegio, comencé conscientemente y enérgicamente mi propia formación, y tuve la suerte y el placer de que en casa de mi padre se encontrase la formidable biblioteca de mi abuelo, toda una sala repleta de libros antiguos que, entre otras cosas, encerraban toda la poesía y filosofía del siglo XVIII alemán. Entre los dieciséis y los veinte años no sólo llené una gran cantidad de papel con mis primeros pinitos literarios, sino que leí media literatura universal y me interesé por la historia del arte, los idiomas y la filosofía, con una tenacidad que hubiese bastado con creces para un estudio normal.

Luego me hice librero para ganarme de una vez el pan con mis propios medios. Con los libros tenía además mejores relaciones que con el torno y los engranajes de hierro fundido que tanto me habían fastidiado cuando era mecánico. Al principio nadar en lo nuevo y más reciente de la literatura e incluso sentirme inundado por ello era para mí un placer casi delirante. Al cabo de un tiempo, sin embargo, noté que intelectualmente una vida situada en el mero presente, en lo nuevo y más reciente era insoportable y aburrida y que la constante relación con lo pretérito, con la historia, con lo antiguo y lo primitivo era lo que hacía posible una vida intelectual. Así después de apurar aquel primer placer tuve la necesidad de volver de las novedades a lo antiguo y pasé del comercio del libro al anticuariado. Pero a este oficio sólo le fui fiel mientras lo necesité para ganarme la vida. Con veintiséis años, y gracias a mi primer éxito literario, lo abandoné también.

Por fin, después de tantas tormentas y sacrificios, había alcanzado mi meta: me había convertido, a pesar de que parecía imposible, es escritor y había ganado, al parecer, la larga y tenaz lucha con el mundo. La amargura de los años de colegio y de formación, en la que tantas veces había estado a punto de hundirme, fue ahora objeto de olvido y de sonrisa; también me sonreían ahora amablemente los parientes y amigos que hasta entonces habían desesperado de mí. Había triunfado, y ya podía hacer lo más estúpido y trivial, que ellos lo consideraban maravilloso, del mismo modo que yo me maravillaba de mí mismo. Ahora comprendí en qué espantosa soledad, ascetismo y peligro había vivido años tras año; el aire suave del reconocimiento me hacía bien y empecé a ser una persona contenta.

Durante algún tiempo mi vida transcurrió de forma tranquila y agradable. Tenía mujer, hijos, casa y jardín. Escribía mis libros, la gente me tenía por un escritor amable y vivía en paz con el mundo. En el año 1905 ayudé a fundar una revista dirigida principalmente contra el régimen personalista de Guillermo II, sin que en el fondo tomara muy en serio estos objetivos políticos. Hice viajes hermosos por Suiza, Alemania, Italia y la India. Todo parecía estar en orden.

Llegó aquel verano de 1914 y de pronto todo se transformo completamente por dentro y por fuera. Resultó que nuestro bienestar había descansado en una base poco segura y ahora empezaba el malestar, la gran lección. Había comenzado la llamada «gran época», y no puedo decir que me hubiese encontrado más preparado, más digno y mejor que a los demás. Lo que me distinguió en aquel momento fue únicamente la falta de consuelo que tuvieron tantos otros: el entusiasmo. Pero ello retorné a mí mismo y volví a chocar con el mundo externo. Entré de nuevo en la escuela de la vida, una vez más tuve que olvidar la satisfacción conmigo mismo y con el mundo, y con esta experiencia pasé por fin el umbral de la consagración a la vida.

Nunca he podido olvidar una pequeña anécdota del primer año de guerra. Me hallaba de visita en un gran hospital militar, buscando la manera de acoplarme de algún modo como voluntario a ese mundo transformado, lo que entonces aún me parecía posible. En aquel hospital de heridos conocí a una vieja señorita, que había pertenecido a la clase acomodada y prestaba allí sus servicios de enfermera. Me contó con entusiasmo conmovedor lo contenta y orgullosa que estaba de haber vivido en aquella gran época. Me pareció comprensible, ya que aquella dama había necesitado la guerra para hacer de su vida apática y egoísta de solterona una vida activa y más valiosa. Pero mientras me comunicaba su dicha, en un pasillo lleno de soldados vendados y destrozados, entre salas llenas de amputados y moribundos, me dio un vuelco el corazón. Por mucho que comprendiera el entusiasmo de aquella solterona no podía compartirlo, no podía aprobarlo. Si a cada diez heridos correspondía una de estas enfermeras entusiastas, la dicha de estas damas había tenido un precio algo elevado.

No; me era imposible compartir la alegría de aquella «gran época», y así sufrí desde el principio miserablemente bajo la guerra y durante años me opuse desesperadamente a una desgracia que aparentemente venía de fuera, caída del más tranquilo de los cielos, mientras a mi alrededor todo el mundo aparentaba estar lleno de alegre entusiasmo precisamente por esa desgracia. Y cuando leía en los periódicos los artículos en que los autores descubrían la bendición de la guerra, y los llamamientos de los profesores y todos los poemas de guerra salidos de los cuartos de trabajo de los poetas célebres, me sentía aún más desdichado.

En el año 1915 se me escapó un día en público la confesión de esta desdicha y una palabra de pesar por el hecho de que los llamados intelectuales no supiesen hacer tampoco otra cosa que predicar el odio, difundir mentiras y glorificar la gran desgracia. La consecuencia de esta queja expresada con bastante timidez fue que la prensa de mi patria me declarase traidor: para mí una nueva experiencia, ya que a pesar de muchos contactos con la prensa no había conocido nunca la situación de verme escupido por la mayoría. El artículo con aquella acusación fue publicado por veinte periódicos de mi país, y entre todos mis amigos, de los que creía tener muchos en la prensa, sólo dos se atrevieron a interceder por mí. Antiguas amistades me comunicaron que habían estado alimentando a una víbora junto a su caparazón y que éste latiría en adelante sólo para el Kaiser y el Reich y no para un degenerado como yo. Llegaron cantidades de cartas difamatorias de desconocidos, y algunos libreros me hicieron saber que un autor de sentimientos tan abyectos había dejado de existir para ellos. En varias de esas cartas descubrí una joya que no había visto hasta entonces: un pequeño sello redondo con la inscripción «Dios castigue a Inglaterra».

Lo lógico hubiera sido reírse de este malentendido. Pero me resultaba imposible. Esa experiencia, tan insignificante en sí, provocó la segunda gran transformación de mi vida.

Recordemos que la primera se produjo en el instante en que fui consciente de la decisión de ser escritor. El alumno modélico Hesse se convirtió a partir de ese momento en un mal alumno, castigado y expulsado; en ninguna parte hacía bien las cosas, era motivo de preocupación constante para sí mismo y sus padres, y todo porque no veía una posibilidad de conciliación entre el mundo, tal como es o parece ser, y la voz de su propio corazón. Esto se volvía a repetir ahora en los años de guerra. Otra vez entré en conflicto con un mundo con el que hasta entonces había vivido en paz. De nuevo me salía todo mal, de nuevo estaba solo y era desgraciado, de nuevo todo lo que hacía y pesaba era interpretado mal y hostilmente por los demás. De nuevo veía abrirse un abismo sin esperanza entre la realidad y lo que me parecía deseable, razonable y bueno.

Pero esta vez no puede evitar el examen de conciencia. Pronto me vi obligado a buscar la culpa de mis males no fuera sino dentro de mí. Comprendí que ningún hombre ni ningún dios, y yo el que menos, tenía derecho a acusar a todo el mundo de locura y brutalidad. Por tanto debía existir un desorden total dentro de mí mismo cuando entraba así en conflicto con todo el curso del mundo. Y, en efecto, existía un gran desorden. No era agradable atacarlo en mi interior y tratar de ordenarlo. Una cosa estaba clara sobre todo: por la buena paz en que había vivido con el mundo no sólo había pagado un precio demasiado alto, sino que aquélla había sido igual de podrida que la paz que reinaba en el mundo. Había creído que a través de las largas y pesadas luchas de mi juventud me había conquistado un lugar en el mundo y que por fin era poeta. Pero mientras tanto el éxito y el bienestar habían ejercido sobre mí su acostumbrado efecto, me había vuelto satisfecho y cómodo y, bien mirado, apenas se distinguía el poeta del autor dedicado a la literatura de evasión. Me había ido demasiado bien. Los malos tragos, que son siempre una escuela buena y enérgica, abundan ahora, y así fui aprendiendo a dejar que los problemas de mundo siguiesen su curso, y pude ocuparme de mi propia parte en la confusión y culpa generales. Descubrir esta preocupación a través de mis escritos es cosa del lector. Aún tengo la secreta esperanza de que con el tiempo también mi pueblo, no como totalidad, pero sí a través de muchos individuos, despiertos y responsables, hará un examen de conciencia parecido y en lugar de los lamentos y maldiciones contra la funesta guerra, los funestos enemigos y la funesta revolución, surgirá en mil corazones la pregunta: ¿qué parte tengo yo en la culpa? Y ¿cómo puedo volver a ser inocente? Pues el hombre puede siempre volver a la inocencia si descubre su mal y su culpa y si los soporta hasta el final, en lugar de buscar la culpa en los demás.

Cuando comenzó a manifestarse la nueva transformación en mis escritos y en mi vida, muchos de mis amigos sacudieron la cabeza. Muchos me abandonaron. Pero esto formaba parte de la nueva imagen de mi vida, igual que la pérdida de mi casa, de mi familia y de otros bienes y comodidades. Corrían tiempos en los que cada día traía una despedida y en los que cada día me sorprendía de haber soportado también aquel golpe y seguía viviendo y mando aún algo de esta extraña vida que sólo parecía depararme dolores, desilusiones y pérdidas.

Por cierto, y volviendo un poco atrás, diré que también durante los años de guerra tuve algo así como una buena estrella o un ángel de la guarda. Me sentía muy solo con mis penas, y hasta que comenzó mi transformación mi destino me parecía una desgracia que maldecía, pero mi sufrimiento, mi obsesión con él me sirvieron de defensa y coraza contra el mundo exterior. Pasé los años de la guerra en un ambiente horrible de política, espionaje, técnicas del chantaje y artes de la coyuntura, que difícilmente podía encontrarse concentrado en otros lugares del mundo, en Berna, en medio de las diplomacias alemana, neutral y enemiga, en una ciudad que de la noche a la mañana se había abarrotado de diplomáticos, agentes políticos, espías, periodistas, acaparadores y especuladores. Yo vivía entre diplomáticos y militares, trataba con gentes de muchas naciones, incluso enemigas; el aire que me rodeaba era una sola red de espionaje y contraespionaje, de sospechas, intrigas, manejos políticos y personales. ¡Y sin embargo no noté nada en todos aquellos años! Me observaban, vigilaban y espiaban, tan pronto resultaba sospechoso a los enemigos como a los neutrales o a los propios compatriotas, pero yo no me daba cuenta de nada y sólo mucho más tarde me enteré de unas cosas y otras y no comprendí cómo había podido vivir intacto e indemne en tal atmósfera. Sin embargo fue posible.

El final de la guerra coincidió con el final de mi transformación y la culminación de mis sufrimientos. Éstos no tenían ya nada que ver con la guerra y el destino universal; tampoco la derrota de Alemania, con la que contábamos en el extranjero desde hacía dos años, tenía ya en aquel momento nada de espantoso. Yo estaba completamente ensimismado en mi persona y mi destino, aunque a ratos con la sensación de que se trataba del destino de todo ser humano. Dentro de mí encontré toda la guerra y todo el ansia de matar al mundo, toda su ligereza, toda su brutal sed de placer, toda su cobardía; primero tuve que perder todo el respeto de mí mismo, luego el desprecio de mí mismo, no tenía otra cosa que hacer que hundir la mirada en el caos hasta el final, con la esperanza tan pronto viva, tan pronto moribunda, de volver a encontrar más allá del caos naturaleza, inocencia. Toda persona despierta y verdaderamente consciente anda una vez o varias veces este angosto camino a través del desierto; pretender contárselo a los demás sería un esfuerzo inútil.

Cuando los amigos eran desleales conmigo, sentía a veces tristeza, pero nunca malestar; me parecía una confirmación en mi camino. Porque mis antiguos amigos tenían razón cuando decían que yo antes era una persona y un escritor muy simpáticos y que mi problemática actual era simplemente insoportable. En aquella época ya no discutía cuestiones de gusto o de carácter, no había nadie que hubiera comprendido mi lenguaje. Los amigos tenían tal vez razón cuando me reprochaban que mis escritos habían perdido belleza y armonía. Semejantes palabras me hacían reír. ¿Qué significan belleza y armonía para el que está condenado a muerte, para el que corre para salvar su vida entre muros que se desmoronan? Tal vez ya no era un poeta, en contra de lo que había creído toda mi vida, y el tinglado estético no era más que un error. ¿Por qué no? Tampoco eso tenía ya ninguna importancia. La mayor parte de lo que había visto en el viaje infernal a través de mí mismo había sido mentira y carecido de valor, quizás también la ilusión de mi vacación o talento. ¡Qué poca importancia tenía! Y aquello que antes, lleno de vanidad y alegría infantil, había considerado como mi misión, tampoco existía ya. Mi misión, o mejor dicho, mi camino de salvación no se hallaba ya en el terreno de la lírica o de la filosofía o de una de esas historias para especialistas, sino exclusivamente en permitir vivir su vida a lo poco que había en mí de verdaderamente vivo y fuerte; en la fidelidad incondicional hacia aquello que sentía aún vivo en mí. Eso era la vida, eso era dios. Luego, cuando han pasado los tiempos de alta y peligrosa tensión, todo parece curiosamente diferente, porque los contenidos de entonces y sus nombres carecen ahora de significado, y lo que era sagrado anteayer puede incluso parecer cómico.

Cuando por fin terminó, también para mí, la guerra en la primavera de 1919, me retiré a un rincón apartado de Suiza y me volví ermitaño. Como durante toda mi vida me había dedicado con interés a la filosofía india y china (esto era herencia de mis padres y abuelos) y como en parte también expresaba mis nuevas vivencias en el lenguaje figurado oriental, me calificaban a menudo de «budista». Yo no podía por menos de reírme, pues, en el fondo, de ningún credo me sentía tan lejos como de éste. Y sin embargo el epíteto era en cierto modo justo y tenía su grado de verdad, que no reconocí hasta más tarde. Si fuera posible que un hombre eligiese personalmente una religión, yo sin duda me hubiese adherido por deseo íntimo a una religión conservadora: a Confucio, al brahmanismo, o a la Iglesia de Roma. Sin embargo hubiera actuado así por añoranza del polo contrario, no por afinidad innata, pues no sólo por casualidad soy hijo de devotos protestantes; también por carácter y naturaleza soy protestante (lo cual no está en contradicción con mi profunda antipatía hacia las actuales creencias protestantes). El verdadero protestante se opone a la propia iglesia como a todas las demás, porque su naturaleza le induce a afirmar con más fuerza el devenir que el ser. Y en este sentido seguramente Buda también protestante.

La fe en mi misión poética y en el valor de mi trabajo literario se hallaba desenraizada desde mi transformación. Escribir no me proporcionaba ya verdadera alegría. Pero el hombre tiene que tener alguna, y yo, en toda mi miseria, reivindicaba este derecho. Podía renunciar a la justicia, a la razón, al sentido vital y universal, había visto que el mundo se las arregla perfectamente sin todas esas abstracciones, pero no podía renunciar a un poco de alegría. Y el deseo de este poco de alegría era una de esas pequeñas llamas internas en las que aún creía y con las que pensaba recrear el mundo. A menudo busqué mi alegría, mi sueño, mi olvido en una botella de vino, y a menudo me ayudó, alabada sea por ello. Pero no bastaba. Y he aquí que un día descubrí una alegría completamente nueva. De repente empecé a pintar, ya con cuarenta años. No es que me considerara pintor o que quisiese aprender a serlo. Pero pintar es maravilloso, le vuelve a uno más alegre y más tolerante. Después no se tienen dedos negros, como cuando se escribe, sino rojo y azules. Pero también esta pintura irrita a mucho de mis amigos. En eso tengo poca suerte: siempre que emprendo algo verdaderamente necesario, feliz y bello, las gentes se ponen desagradables. Quieren que uno siga siendo lo que era, que no cambie de cara. Pero mi rostro se niega, quiere cambiar con frecuencia, lo necesita.

Otro reproche que se me hace me parece justo. Me niegan el sentido de la realidad. Tanto las obras que escribo como los cuadritos que pinto no corresponden a la realidad. Cuando escribo olvido con frecuencia todos los requisitos que los lectores cultos exigen a un verdadero libro, y sobre todo me falta de hecho el respeto a la realidad. Me parece que es algo de lo que no hace falta preocuparse, porque siempre está ahí, y bien molesta, mientras que cosas más hermosas y necesarias exigen nuestra atención y nuestro cuidado. La realidad es aquello con lo que en ningún caso debemos estar contentos, lo que en ningún caso debemos adornar y respetar, porque es el azar, el desecho de la vida. Y esa miserable, siempre decepcionante y vacía realidad sólo podemos cambiarla negándola, demostrando que somos más fuertes que ella.

En mis obras se echa a menudo de menos el habitual respeto a la realidad, y cuando pinto, los árboles tienen rostro y las casas ríen, bailan o lloran, pero generalmente no se distingue si el árbol es un peral o un castaño. He de aceptar ese reproche. Confieso que a menudo mi propia vida me parece como un cuento; muchas veces percibo y siento el mundo exterior en una conjunción y una armonía que tengo que calificar de mágicas.

Algunas veces me han sucedido tonterías. Por ejemplo, hice en cierta ocasión un comentario inofensivo sobre el conocido escritor Schiller; al punto me declararon todos los clubs de bolos del sur de Alemania profanador de los santuarios patrios. Desde hace ya años, sin embargo, he logrado no decir nada que profane los santuarios y haga enrojecer de furia a la gente. Esto me parece un progreso.

Como la llamada realidad no juega para mí un papel demasiado grande, como el pasado a menudo me llena como si fuera presente y lo presente me parece infinitamente lejano, tampoco puedo separar el futuro del pasado con la claridad con que suele hacerse. Vivo mucho en el futuro y por eso no necesito terminar mi biografía con el día de hoy, sino que puedo dejarla continuar tranquilamente.

En pocas palabras contaré cómo mi vida termina de escribir su arco. Hasta 1930 escribí aún algunos libros, después volví la espalda a este oficio para siempre. La cuestión de si realmente yo debía ser considerado como escritor fue analizada, pero no resuelta, en las tesis de dos aplicados jóvenes. Después de un análisis minucioso de la literatura más reciente, resultó que el fluido constitutivo del poeta aparece en la época moderna en un grado de concentración tan extraordinariamente bajo, que no puede hacerse ya la distinción entre poeta y literato. De este hallazgo objetivo los dos candidatos al doctorado sacaron conclusiones opuestas. El primero, y más simpático, opinaba que una poesía tan ridículamente aguada ya no es poesía, y que como la mera literatura no tiene razón de ser, es preferible dejar que muera su muerte callada todo lo que hoy se autocalifica de poesía. El segundo, sin embargo, era un admirador incondicional de la poesía, incluso en su forma más aguda, y por ello opinaba que es mejor tener en cuenta, por prudencia, a cien no-poetas que ser injusto con uno solo que quizá posee una gota de auténtica sangre parnasiana.

Yo me dedicaba por entonces principalmente a la pintura y a los métodos de magia chinos, pero en los años siguientes me fui dedicando más y más a la música. En la época posterior de mi vida tenía la ambición de escribir una especie de ópera en la que la vida humana, en su llamada realidad, se tomase poco en serio, incluso se ridiculizase, y por el contrario resplandeciera en su valor eterno como imagen, como fugaz ropaje de la divinidad. La concepción mágica de la vida siempre me ha sido afín, yo nunca he sido un «hombre moderno», y siempre consideré La olla de oro de Hoffmann o incluso Heinrich von Ofterdingen libros de enseñanza más valiosos que todas las historias universales y naturales (es más, también éstas, cuando las leía, me parecían encantadoras fábulas). Ahora, sin embargo, comenzaba para mí ese período de la vida en el que ya no tiene sentido seguir desarrollando y diferenciando una personalidad terminada y más que suficientemente diferenciada, sino que por el contrario se presenta el problema de sumergir al querido yo en el mundo y de integrarse, en vista del carácter efímero de las cosas, en lo órdenes eternos e intemporales. La expresión de estos pensamientos o estados vitales de ánimo me parecía sólo posible a través del cuento, y la forma suprema del cuento era para mí la ópera, probablemente porque no podía creer del todo en la magia de la palabra en nuestra maltratada y moribunda lengua, mientras que la música todavía me parecía un árbol vivo en cuyas ramas pueden crecer aún hoy las manzanas de paraíso. En mi ópera quería realizar lo que nunca había logrado del todo en mis escritos: dar a la vida humana un sentido elevado y fascinante. Quería celebrar la inocencia y la riqueza inagotable de la naturaleza y representar su camino hasta donde el sufrimiento inevitable la obliga a volverse hacia el espíritu, ese lejano polo opuesto; el movimiento pendular de la vida entre los dos polos de la naturaleza y del espíritu aparecía representado como algo alegre, lúdico y perfecto como la tensión de un arco iris. Desgraciadamente nunca logré llevar a cabo esta ópera. Me sucedió como con la poesía. Había abandonado ésta después de ver que todo lo que me parecía importante decir ya había dicho en La olla de oro y en Heinrich von Ofterdingen con mil veces más pureza de la que yo hubiera sido capaz, y así me sucedió con mi ópera. Precisamente cuando había terminado mis largos estudios preliminares de música, cuando tenía varios proyectos de texto y trataba de imaginarme una vez más con el máximo rigor posible el sentido y el contenido verdaderos de mi obra, descubrí de repente que con mi ópera no pretendía otra cosa que lo que hace tiempo estaba ya resuelto magistralmente en La Flauta Mágica.

Así que dejé a un lado este trabajo y por fin me dediqué por completo a la magia práctica. Si mi sueño de artista había siso una ilusión vana, si yo no era capaz ni de una Olla de oro ni de una Flauta Mágica, al menos había nacido para mago. Por el camino oriental del Lao Tse y del I Ging había yo avanzado ya lo suficiente como para conocer perfectamente el carácter casual y mutable de la llamada realidad. Ahora, gracias a la magia, obligaba a esa realidad en el sentido de mi voluntad, y debo reconocer que aquello me satisfacía mucho. Sin embargo, también debo reconocer que no siempre me limité a ese benigno jardín llamado magia blanca, sino que de vez en cuando me dejé arrastrar por la pequeña llama viva dentro de mí, hacia el lado negro.

Con más de setenta años, cuando dos universidades acaban de distinguirse con el título de Doctor Honoris Causa, fui llevado ante los tribunales, acusado de seducir a una joven por medio de la magia. En la cárcel pedí que se me permitiera dedicarme a la pintura. El permiso me fue concedido. Amigos me trajeron colores y utensilios y pinté sobre el muro de mi celda un pequeño paisaje. Así que volví de nuevo al arte y todos los naufragios que había vivido como artista no me impidieron en absoluto apurar una vez más esta dulce copa, construir como un niño que juega un pequeño y amado mundo de juguete y saciar mi corazón con él, despojarme una vez más de toda sabiduría y buscar el goce primitivo de la procreación. Volvía, pues, a pintar, mezclaba colores y mojaba pinceles, una vez más bebía extasiado todos estos infinitos encantos: el sonido alegre y claro del bermellón, el sonido pleno y puro del amarillo, el profundo y conmovedor del azul y la música de sus mezclas hasta el gris más lejano y pálido. Feliz como un niño me entregaba al juego creativo y pintaba un paisaje en el muro de mi celda. Contenía casi todas las cosas que me habían alegrado en la vida: ríos, montañas, mar y nubes, campesinos en la siega y muchas otras cosas bellas que me solazaban. En medio del cuadro avanzaba un tren muy pequeño. Iba hacia una montaña y tenía la cabeza metida ya en ella como el gusano en la manzana; la locomotora había entrado en un pequeño túnel de cuya oscura abertura salía humo algodonoso.

Nunca me había fascinado tanto mi juego como esta vez. Gracias a este retorno al arte olvidé no sólo que era prisionero y reo y que tenía poca probabilidad de terminar mi vida en otro sitio que no fuera la cárcel: a menudo olvidaba incluso mis prácticas mágicas y me sentía ya bastante mago cuando creaba con el pincel un árbol diminuto, una pequeña nuble clara.

Mientras tanto la llamada soledad, con la que de hecho había roto por completo, hacía todo lo posible por burlarse de mi sueño y por destruirlo una y otra vez. Casi a diario venían por mí, me conducían bajo vigilancia a habitaciones extremadamente antipáticas, donde en medio de mucho papel estaban sentadas personas desagradables, que me interrogaban, no querían creerme, me increpaban y tan pronto me trataban como a un niño de tres años como a un criminal redomado. No hace falta ser un reo para conocer este curioso y verdaderamente infernal mundo de las oficinas, del papel y de las actas. De todos los infiernos que el hombre por no sé qué extraña razón se ha creado, éste me ha parecido siempre el más infernal. No necesitas más que querer cambiar de domicilio o casarte, solicitar un pasaporte o un cédula de vecindad, para que te encuentres en medio de este infierno, tengas que pasar horas agrias en el espacio sin aire de este mundo del papel, te interroguen personas aburridas pero apresuradas y sin alegría, te increpen, no halles más que incredulidad para las más simples y verídicas declaraciones y te traten tan pronto como a un escolar, tan pronto como a un criminal. En fin, todo el mundo lo conoce. Yo me hubiera asfixiado y secado en el infierno del papel si mis colores no me hubieran consolado y divertido, si mi cuadro, mi pequeño y bonito paisaje, no me hubiese dado nuevamente aire y vida.

Una vez me encontraba delante de este cuadro en mi prisión cuando vinieron apresurados los guardianes con sus aburridas citaciones a sacarme de mi feliz trabajo. Sentí cansancio y algo como náusea ante todo el tinglado y esa realidad tan brutal y sin espíritu. Pensé que era ya hora de poner fin a la tortura. Si no me permitían dedicarme a mis inocentes juegos de artista sin molestarme, tendría que servirme de aquellas artes más serias a las que había dedicado tantos años de mi vida. Sin magia este mundo era inaguantable.

Me acordé de la regla china, contuve durante un minuto la respiración y me liberé de la ilusión de la realidad. Amablemente les pedí a los guardianes que tuvieran un momento de paciencia, ya que tenía que montarme en el tren de mi cuadro para revisar una cosa. Como de costumbre se rieron tomándome por loco.

Entonces me hice pequeño y entré en mi cuadro, subí al pequeño tren y me metí con él en el pequeño túnel negro. Durante un rato se vio aún el humo algodonoso saliendo del agujero circular, después el humo se disipó, y con él todo el cuadro y yo con él.

Los guardianes se quedaron atrás, profundamente perplejos.

(1925)