Existen diversas opiniones, cuya crítica no es asunto mío, sobre lo que son los alamanes y lo alamánico. Mi fe en las «razas» no ha sido nunca muy viva y no me atrevería a llamarme alemán en ese sentido. Sin embargo soy alemán, y con más fuerza y consciencia que la mayoría de aquéllos que por «raza» lo son real y verdaderamente.
Para mí la pertenencia a un área vital y cultural que se extiende desde Berna hasta la Selva Negra septentrional, desde Zúrich y el lago Constanza hasta los Vosgos, se ha convertido en un sentimiento vivido, adquirido. Esta región de Suiza y de Alemania sudoccidental es mi patria, y el hecho de que por este territorio discurrieran varias fronteras estatales y una nacional lo hube de notar a fondo en lo pequeño y en lo grande, aunque en mi fuero interno nunca he sentido esas fronteras como naturales. Para mí la patria estaba en uno y otro lado del alto Rin, ya se llamara el país Suiza, Baden o Württemberg. Nacido en la Selva Negra más septentrional, vine a Basilea siendo aún muy niño, y con nueve años volví a mi patria chica. Luego he pasado toda mi vida, a excepción de breves viajes, en tierra alamánica, en Württemberg, en Basilea, a orillas del lago Constanza, en Berna. También políticamente he pertenecido a ambas márgenes del Rin: mi padre procedía de las provincias del Báltico, mi madre era hija de un oriundo de Stuttgart y de una suiza francesa; en los años 80 mi padre adoptó para la familia el derecho de ciudadanía de Basilea y un hermano mío es todavía suizo, mientras que yo, siendo aún muchacho, adquirí la nacionalidad de Württemberg, por razones de estudio.
Atribuyo en parte a estas circunstancias y a estos orígenes el que, a pesar de sentir siempre un tierno amor a la patria, nunca haya sido un gran patriota ni nacionalista. Durante toda mi vida, a más aún en los tiempos de guerra, consideré las fronteras entre Alemania y Suiza no como fenómenos naturales, evidentes y sagrados, sino como un hecho arbitrario, que separaba territorios hermanos. Y por esa experiencia nació en mí muy pronto la desconfianza hacia las fronteras nacionales y un amor profundo, a menudo apasionado, hacia todos los bienes humanos que, por su naturaleza, sobrevuelan las fronteras y crean comunidades que no son políticas. Por otro lado, con el paso de los años me vi impulsado cada vez con mayor fuerza a valorar siempre mucho más las cosas que unen a los hombres y las naciones que las que los separan.
En pequeña escala hallé y viví esta situación en mi patria natural alamánica: no podía ocultárseme, a mí, que he vivido muchos años al borde de fronteras, que mi patria estaba surcada de líneas nacionales. Su existencia no se manifestaba en ninguna parte y en ningún momento en diferencias esenciales entre los hombres, su idioma y sus costumbres; a un lado y otro de la frontera no había diferencias apreciables ni en el paisaje, ni en el cultivo del suelo, ni en la arquitectura, ni en la vida familiar. Lo esencial de la frontera consistía en una serie de cosas en parte cómicas, en parte molestas, pero todas ellas de especie antinatural y puramente fantástica: aduanas, oficinas de pasaportes y otras instituciones similares. Nunca he podido amar y venerar estas cosas, ni tampoco despreciar la igualdad de raza, de idioma, de vida y de costumbres que hallaba a ambos lados de la frontera; y así, paulatinamente, fui a parar, en grave perjuicio mío sobre todo en tiempos de guerra, al campo de los ilusos, para los que patria significa más que nación; Humanidad y Naturaleza más que fronteras, uniformes, aduanas, guerras y cosas por el estilo. Desde todos los bandos, y entre lo más furiosos improperios, se me ha explicado muchas veces que mi posición es condenable y mi punto de vista ahistórico. Sin embargo, no los he podido cambiar. Si dos pueblos están emparentados y se parecen como mellizos, y viene una guerra y uno de ellos envía sus hombres y jóvenes a luchar, se desangra y empobrece, mientras que el otro conserva la paz y prospera tranquilamente, no me parece justo ni bueno, sino siniestro y espeluznante. Cuando un hombre tienen que renegar de su patria y sacrificar su amor a ella, para mejor servir a una patria política, me parece como un soldado que dispara sobre su madre porque considera la obediencia más sagrada que el amor.
Mi amor a la patria, al país por cuyo centro fluye el alto Rin, jamás se me ha atrofiado ni oscurecido. Del mismo modo que de niño amaba el Rin de Basilea y el Nagold suabo, aprendía y hablaba los dialectos de la Selva Negra y de Suiza, hoy me siento como en casa en todos los países alamánicos. Es cierto que en mi vida tuve a menudo el fuerte deseo de viajar, siempre hacia el sur, hacia el sol. Pero no me he sentido a mis anchas ni en Italia ni en Bremen, ni en Francfort no en Munich, sino únicamente donde el aire y el paisaje, el idioma y la gente eran alamánicos. Casas de campesinos con madera pintada de rojo, viejas ciudades con puentes sobre el Rin verde claro y salvaje, montañas azuladas al atardecer, tierra de árboles frutales y fertilidad, y en el aire algo que recuerda a los Alpes, cercanos aunque no visibles; todas estas cosas y muchas más me hablan de mi patria, con confianza, viven en mí, a ellas pertenezco. Y además el idioma, los diversos pero estrechamente emparentados dialectos suabos y suizo-alemanes, una lengua de sonido especial, de melodía especial. No puedo describirla, pero para mí es patria y madre, seguridad y confianza.
De niño, después de retornar con nueve años de Suiza a la Selva Negra, cultivé durante algunos años una cierta nostalgia romántica hacia Basilea, y con orgullo verdaderamente infantil me sentía extraño y extranjero, a pesar de que a las pocas semanas volvía a hablar el dialecto suabo como en los primeros años de mi vida. Más tarde vinieron tiempos en que me sentí suabo y subestimaba mucho mi veta suiza. Con el tiempo comprendí que mi amor parejo hacia las dos patrias de mi infancia (a las que más tarde se añadió el lago Constanza) no era un capricho personal mío, sino que existía un paisaje, una atmósfera, una raza, una cultura, que yo había conocido y vivido desde los lados distintos, pero que en sí era una sola. Desde entonces me cuento entre los alamanes y, lejos de entristecerme, me alegra que nuestro país no sea un estado delimitado políticamente y no se encuentre en mapas, ni en tratados internacionales.
Como enemigo de las vanidades nacionales que soy no debo elogiar a los alamanes y cargarles de virtudes, como suelen hacer los pueblos, los unos ante los otros. No considero ni la lealtad ni la astucia ni el valor ni el humor como cualidades especiales de los alamanes, aunque hayan dado buenas pruebas de ellas. Tampoco amo más, por ser alamánico, a un poeta, una habitación de campesinos o una canción popular que a las otras cosas bellas de la tierra. Los alamanes no han construido una Basílica de San Pedro, no tienen un Dostoievski y cuanto por arrogancia patriótica no quieren saber nada de cultura y arte extranjeros, no cuentan con mi apoyo. Pero todo lo que es de origen alamánico me sabe a patria, me resulta inmediatamente comprensible y cercano. Hay cosas que me gustan en los suabos, por ejemplo la maravillosa música de sus poetas Hölderlin y Mörike; otras me gustan especialmente en los suizos: la fantasía envuelta en sobriedad aparente, como en G. Keller. Y aún otra característica por la que los suizos se destacan de los demás alamanes: la mezcla burguesa-democrática de todos los estamentos sociales, sin delimitación marcada, conciencia de sí mismo y autosuficiencia en el «pueblo» y apertura del «hombre culto» hacia los compatriotas de todos los estamentos sociales. En este sentido hemos olvidado y descuidado muchas cosas por el lado del Reich, que ahora estamos aprendiendo de nuevo.
El país alamánico tienen multitud de valles y rincones. Pero cada valle alamánico, incluso el más angosto, tienen una abertura hacia el mundo y todas ellas apuntan hacia el gran río, el Rin, en el que desembocan todas las aguas alamánicas. Y desde tiempos antiguos se comunica con el ancho mundo a través del Rin.
(1919)