CARTAS DE ODIO

Los estudiantes alemanes han tenido siempre sus maneras, a menudo originales y divertidas, de expresar no sólo respeto y admiración, sino también desprecio y odio. Ese sector de los estudiantes alemanes, que trata de salvar a todo trance las viajas tradiciones, que es políticamente reaccionario y extremadamente nacionalista, me envía de vez en cuando desde distintas universidades, y especialmente desde Halle, una carta de odio. No puedo contestar a estas cartas, aunque con frecuencia son interesantes, pero como se suelen repetir en una forma bastante parecida y revelan una actitud honrada y sincera, incluso entusiasta, que sin embargo es sumamente peligrosa en su orientación y que deja temer cosas graves para nuestro futuro, me vio obligado a hablar una vez sobre el tema. Tomaré como modelo la carta de un estudiante de Halle, cuyo nombre no voy a citar. El autor de la carta tiene la necesidad de comunicarme que, al igual que numerosos compañeros de ideas, no está contento conmigo, que me reprocha un grave desconocimiento de mis deberes, que junto con sus amigos me desprecia profundamente, que para él y sus camaradas estoy muerto y que lo sumo puedo servirles de motivo de risa, etc. Transcribo algunas de las frases más características:

«Su arte es un hurgar libidinoso y neurasténico en la belleza, es una sirena seductora sobre humeantes tumbas alemanas que aún no se han cerrado. Odiamos a esos poetas, por muy maduro que sea su arte, que quieren convertir a los hombres en mujeres, que nos trivializan y que nos quieren internacionalizar y convertir en pacifistas. Somos alemanes y queremos serlo eternamente. Somos los discípulos de Schiller, Fichte, Kant, Beethoven y Richard Wagner, sí, diez veces Richard Wagner, cuyo ardor clamoroso amaremos eternamente. Tenemos derecho a exigir que nuestros poetas alemanes (si están afrancesados ¡qué se vayan al diablo!), despierten a nuestro pueblo adormecido, que le conduzcan nuevamente a los sagrados jardines del idealismo alemán, de la fe y la lealtad alemanas».

Cabría pensar que se trata simplemente de ejercicios de estilo como los que en otros tiempos se escribían mutuamente los jóvenes sentimentales en sus álbumes, manifestaciones ingenuas de una borrachera juvenil con palabras teatrales. Pero sería pensar con demasiado optimismo, detrás de estas frases hay algo más, no convicciones, pero sí una terquedad fuerte, enfermiza y, por cierto, bastante neurasténica, un entusiasmo por tendencias que son en su última consecuencia peligrosas y enemigas del espíritu y de la vida. Ya el hecho de que un estudiante sienta la necesidad de comunicar a un poeta: «Usted está muerto para nosotros, nos reímos de usted», es una extraña necesidad. Este estudiante ha leído algo de mí, que le parece neurasténico y enfermizo o contrario al «espíritu alemán» o «afrancesado», pero no le basta con dejar el libro y apartarse de ese autor, no, ha percibido en él algo, un veneno, una tentación, algo de extranjero y de internacional, de humano, de supranacional, algo que atrae y que por lo tanto hay que combatir enérgicamente y exterminar dentro de uno mismo. Que el poeta extranjerizante, pacifista, contrario al espíritu alemán está muerto para él, que ningún joven decente, patriota e inspirado en Schiller escucha a tales poetas, es algo que este muchacho tiene que comunicar al poeta (y a sí mismo) a grandes voces y con un sospechoso derroche de emociones.

Naturalmente no quiero contestar aquí a esta carta ni a otras muchas parecidas que he recibido. No me interesa que unos cientos o miles de estudiantes me lean o no, me aprueben o no, hay problemas más serios para mí. Pero me interesa, como síntoma de la época, la reacción de estudiantes alemanes de hoy a la lectura de poetas extranjerizantes y pacifistas, a sus esfuerzos por la desbarbarización y la humanidad.

Interesante es especialmente la frase que comienza «tenemos derecho a exigir». Así, en la opinión de estos estudiantes, un poeta no es un ser que hace lo que es necesario para él y que es tanto más perfecto y valioso cuanto mayores son la seguridad y la firmeza con que se vive y expone su espíritu, sus convicciones y su verdad; no, el poeta es un funcionario que tiene que dejarse decir por un estudiante lo que ha de hacer y decir. El poeta tiene que cuadrarse cuando el mozo teutón se acerca blandiendo la espada. ¡Cómo te has delatado, muchacho!

Todavía más sintomático de la rigidez y peligrosa tozudez de esta actitud es la adhesión a aquellos alemanes que el autor considera los grandes y los líderes. Es estudiante de Medicina y probablemente estuvo algunos años en la guerra; también habrá dedicado (como supongo en su honor) gran esfuerzo a los estudios, por lo tanto no pretenderá en serio convencernos de que como estudiante ha leído a todos los escritores que enumera. Más bien tenemos que suponer que debe sus conocimientos sobre la historia alemana y los genios alemanes a algunas conferencias pangermánicas, o a la lectura de algún escrito tendencioso de Chamberlain, Rohrbach o, en el mejor de los casos, Naumann. Algunos de los nombres que pertenecen al programa, como Lutero y Hegel, los ha olvidado, pero el programa también está claro así. Me molesta solamente el nombre de Beethoven; aunque yo no le citaría como el primero en una lista de músicos alemanes, de todas formas me es demasiado sagrado como para meterle en este miserable asunto. Dejémosle fuera, o más bien concedamos a este estudiante que entre todos los nombres que le son sagrados haya nombrado a uno solo que para mí y para los que piensan como yo también es digno de respeto: Beethoven. Desde luego es grave que no figuren junto a él ni Mozart ni Bach ni Gluck, sólo Wagner. Pero al fin y al cabo no todo el mundo entiende de música, ¿y por qué no va a disfrutar el joven autor de la carta con Lohengrin o la abertura de Rienzi? Pero que no conozca ni de nombre a uno solo de los grandes alemanes, que no recuerde, en el momento en que quiere nombrar lo más sagrado, a ninguno de los alemanes profundos, auténticos, difícilmente accesibles a la coyuntura y a la adaptación y por eso solitarios, eso sí que es grave. ¡Para este tipo de estudiantes alemanes existe por lo tanto un espíritu alemán representado de manera unívoca y resplandeciente por Schiller, Fichte, Kan! ¡Y me olvida a Goethe, Hölderlin, Jean Paul, Nietzsche! Me temo que el autor de la carta no ha sido del todo sincero; tengo la sensación de que en el fondo le quedaban mucho más cerca nombres como Scharnhorst, Blücher, Bismarck, Roon, etc. Me temo que en el caso de Schiller se refería menos a su lado revolucionario que al decorativo, y que de Kant ha leído la crítica de la razón pura con menos atención que la de la razón práctica, pero quizá sólo le conoce por el famoso pasaje sobre el firmamento.

Todos los personajes alemanes venerados por el autor de la carta pertenecen para mí, si he de ser franco, a las celebridades decorativas. Por dos poemas de Hölderlin doy todo Schiller, y Fichte; Kant, a pesar de su enorme obra, no ha ejercido sobre el espíritu alemán una influencia pura y exclusivamente bienhechora. Al menos su pensamiento inexorable crítico y la pureza de su método no han sido en absoluto el modelo universalmente válido para los filósofos y profesores posteriores de Alemania, pero sí su desviación hacia la moral autoritaria y estatal y su servilismo ante el príncipe.

En resumen, la fe alemana que nuestro corresponsal profesa con tanto énfasis no difiere para nada de la fe del intelectual medio alemán de otros tiempos, de esa mentalidad burguesa cómoda, dependiente, fuertemente autoritaria, que se inclina ante cualquier ideal colectivo, contra la que luchó y protestó tantas veces Goethe, ante la que sucumbió Hölderlin, que ironizó Jean Paul y que denunció y desenmascaró con tanta furia Nietzsche. Es el espíritu que siempre aparece cuando se trata de inaugurar una «gran época» entre banderas ondeantes y blandir de espadas, o de lanzar protestas mundiales como las de aquellos noventa y tres. Es el espíritu que tiene miedo de sí mismo, y que considera satánica cualquier tentación que le aparte de la bandera acostumbrada, pero que esconde su cobardía interna detrás del estrépito de los sables. Que este espíritu pueda hacerse pasar por el espíritu alemán, que durante decenios atruene a todo el mundo, apoyado desde 1870 por el régimen, nos ha convertido a nosotros, que no lo amamos y lo consideramos un espantajo, en internacionalistas y pacifistas. Porque, para decirlo bien claro, es a ese seudoespíritu alemán al que el mundo con razón echa la culpa de la guerra. Quien se declara partidario suyo sigue participando de la culpa. Para salir de la hipnosis de la autoridad y de ese «idealismo» de la doble verdad no hace falta, como opina el estudiante de la carta, negar el espíritu alemán: sólo hace falta extranjerizarse e internacionalizarse, hasta el extremo de estar dispuesto a aprender de extranjeros como Jesucristo, Francisco de Asís, Dante, Shakespeare.

Por lo demás puede comprobarse que las ideas propagadas por mí y consideradas por el autor de la carta poco alemanas e indignas de un hombre, fueron defendidas por numerosos hombres alemanes que fueron sus precursores y mártires. Pero para eso hay que dar algunos pasos que el autor de la carta no ha tenido tiempo de realizar, debido a sus otros estudios: hay que remontarse en el pasado alemán un poco más allá de la época idealista-clásica, en la que hombres dignos y en parte geniales crearon los fundamentos de lo que hoy ha generado en la mentalidad oficial-alemana del funcionario del Estado; hay que buscar una Alemania anterior, más antigua, la Alemania de las catedrales y la poesía medievales. Y la Alemania posterior hay que conocer y reconocer junto a Wagner, a Bach y a Mozart, junto a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, junto a Schiller, a Goethe, Hölderlin y Jean Paul. Entonces es posible ser un hombre y un alemán y ayudar a pensar y realizar las ideas universales del amor y de la razón humanos. Desde luego con la mentalidad de los autores de esas cartas, en el espíritu unilateral idealista-ideológico que sólo conoce a Kant, Schiller, Fichte y Wagner es imposible. Este espíritu obcecado y partidista que se ha enseñado desde tantos púlpitos y cátedras, y que no parece haberse hundido con la guerra, tiene que hacer sitio a un espíritu alemán infinitamente más amplio y elástico, si no queremos que Alemania se quede eternamente sola, amargada y llorosa entre los pueblos del mundo.

(1921)