CARTA DE AGRADECIMIENTO CON MOTIVO DE LA CONCESIÓN DEL PREMIO DE LA PAZ DE LOS LIBREROS ALEMANES

Que juzguen otros hasta qué punto soy digno del premio que me ha sido concedido. Existen afortunados en quienes recaen honores por encima de su mérito y que ante tanta indulgencia pueden sentirse a veces angustiados, al pensar en Polícrates y su anillo, y existen otros hombres de gran mérito, del más noble espíritu y creadores de obras inmortales, a los que no hace justicia ni su tiempo ni sus contemporáneos y ante cuyo nombre la posteridad recuerda con estremecimiento que han vivido y muerto desconocidos y sin honores. La posteridad debe ser, pues, la que decida hasta qué punto los afortunados son dignos de sus éxitos. El hecho de que me haya animado a aceptar este premio que se me concede hoy se debe principalmente a su nombre.

«Premio de la Paz de los libreros alemanes», título con el que guardo relaciones vivas y entrañables y que despierta en mí recuerdos muy cordiales.

Ahí está, para comenzar con el patrocinador del premio, el comercio librero alemán. Un autor que ha tenido durante más de medio siglo editores alemanes, y que ha sido impulsado y favorecido por el comercio librero alemán, que ha dedicado además algún trabajo literario al libro y a la producción literaria, para él el comercio librero alemán es un instituto venerable e indispensable, un instrumento acreditado del espíritu alemán, un vehículo de cultura tan importante casi como la escuela y la universidad. Y quien haya tenido relación con los libros, habrá podido comprobar agradecido que la organización de comercio librero alemán no ha sido superada ni tiene parangón en el mundo.

Pero mis relaciones con este noble gremio son aún más personales e íntimas que las del autor y bibliófilo. Mi padre, y antes que él mi abuelo, fueron jefes de la sección literaria de una editorial que produjo y vendió durante cien años libros edificantes, teológicos y de divulgación científica, y ya en mi niñez me eran familiares el olor de las pruebas frescas, de la tela, el cartón y la cola y los nombres de muchas editoriales. Y cuando después de los tempestuosos años de la pubertad me tuve que decidir por un oficio, elegí el de librero, probablemente con la esperanza de que me sirviese como trampolín para el oficio de escritor. Aprendí a fondo y ejercí durante algunos años el comercio de libros en comisión y en anticuariado de Tubinga y Basilea, he vendido libros, expendido revistas, abierto fardos de libros de Leipzig, participado en balances de la feria del libro de Pascual, leído el Börsenblatt, consultado los pesados tomos del catálogo quinquenal de Hinrich y rellenado como ayudante en el anticuario muchas hojas de catálogo y fichas de archivo.

Así de antiguas e íntimas son mis relaciones con el comercio librero; se remontan hasta mi infancia.

Mi relación con la paz y mi intento de ponerme a su servicio no es tan antigua, pero de todos modos tiene ya más de cuarenta años. La guerra de 1914 no tenía todavía dos meses cuando escribí en casa de mi amigo Conrad Haussmann en Stuttgart el siguiente poema de la paz:

Todos la tuvieron,

ninguno la apreció,

a todos refrescó la dulce fuente.

¡Ay, cómo suena ahora la palabra paz!

Suena tan lejana y temerosa,

suena tan cargada de lágrimas,

nadie sabe ni conoce el día,

todos lo anhelan llenos de ansia.

Sé bienvenida un día

primera noche de paz,

estrella serena cuando aparezcas por fin

sobre el humo del fuego de la última batalla.

Hacia ti se dirige

cada noche mi sueño

impaciente, activa esperanza recoge

presintiendo ya el fruto dorado del árbol.

Sé bienvenida un día

cuando de la sangre y la miseria

aparezcas en el cielo de la tierra,

¡Aurora de otro porvenir!

Y por aquel tiempo —era el momento de las victorias iniciales alemanas de 1914— aparecieron en uno de mis ensayos de Zúrich[17] estas palabras: «Siempre, desde que conocemos los destinos humanos, ha existido la guerra, y no había motivos para creer que ahora estuviese abolida. Fue sólo la costumbre de una larga paz la que nos lo hizo creer. Habrá guerra mientras la mayoría de los hombres no pueda vivir en aquel reino del espíritu goethiano. La habrá aún durante mucho tiempo, quizá la habrá siempre. Pero la superación de la guerra seguirá siendo nuestra meta más noble y la última consecuencia de nuestra moral cristiana occidental. El investigador que busca el remedio contra una enfermedad no abandonara su trabajo porque le sorprenda una nueva epidemia. Y mucho menos dejará de ser nuestro más alto ideal la “paz de la tierra” y la amistad entre los hombres. La cultura humana nace de la sublimación de los impulsos animales en otros más espirituales, por el pudor, la fantasía y el conocimiento. Que la vida vale la pena de ser vivida, es el último contenido y consuelo de todo arte, aunque hayan tenido que morir todos los que glorifican la vida. Que el amor es superior al odio, la comprensión superior a la ira, la paz más noble que la guerra, es lo que nos tiene que marcar con fuego esta desdichada guerra, más profundamente que lo hayamos sentido nunca».

Este tono prosigue en mis escritos posteriores hasta el Juego de abalorios, y continúa después. Y no es sólo la guerra armada de los pueblos, cuyo horror y locura he llegado a comprender con toda claridad. Me preocupa cualquier guerra, cualquier clase de violencia y de egoísmo conflictivo, cualquier tipo de desdén a la vida y de abuso del prójimo. Entiendo por paz no sólo el aspecto militar y político, sino también la paz de cada persona consigo misma y con el vecino, la armonía de una vida con sentido y llena de amor. No se me oculta que en la vida actual de trabajo duro y lucro sin miramientos, este ideal de una vida más noble y digna tiene que parecer a la mayoría extravagante e irreal. Pero no es misión del poeta adaptarse a cualquier realidad actual y glorificarla, sino mostrar por encima de ella la posibilidad de lo hermoso, del amor y la paz. Estos ideales no pueden realizarse nunca del todo, lo mismo que un barco en medio del mar tempestuoso no puede mantener siempre el curso ideal. Pero tienen que orientarse por las estrellas. Y nosotros tenemos que desear la paz a pesar de todo y servir a la paz, cada uno siguiendo su camino y en el mundo que le rodea. No puedo llamarme piadoso en el sentido de mis antepasados, pero entre las palabras de la Biblia que yo venero lleno de fe, figura en primer lugar aquella palabra de la Paz de Dios que es superior a toda la razón.

(1955)