Prólogo

Shuganan usaba la pala de barba de ballena a modo de bastón; la sentía fría al tacto de su mano. El extremo fue marcando una hilera de pequeños agujeros en la playa de guijarros oscuros.

El endurecimiento de las articulaciones había deformado su cuerpo. Antaño erguido y larguirucho, ahora andaba encorvado y tenía las manos nudosas y las rodillas hinchadas. Pero volvía a sentirse joven cada vez que se acercaba al mar y las olas acariciaban sus pies.

Shuganan vio varios erizos justo en la orilla, donde la marea había formado una charca. Se metió en ella y, con la pala, empezó a llenar de erizos su bolsa de recolector.

Fue entonces cuando vio el marfil. Le tembló la mano al coger aquel gran diente de ballena, regalo excepcional de algún espíritu.

«Otra señal —pensó—. Algo más que sueños».

Shuganan cerró los ojos y apretó la talla inacabada que le colgaba del cuello. Sólo era una más de las muchas que había hecho, pero tuvo la impresión de que ésta había surgido del marfil por propia voluntad. Aunque Shuganan había esgrimido el cuchillo, fue como si otras manos sujetaran la suya, como si se limitara a mirar mientras el filo creaba la imagen.

—Muy pronto —murmuró.

Dominado por la alegría, rio, y durante unos segundos su risa pareció más potente que el viento, más clamorosa que el mar.