Cuarenta y dos

Chagak se abrió paso entre las mujeres y entró en la cueva. Sus dos hijos lloraban. En lo más profundo de su ser algo pugnaba por llorar y gritar, como si la ira y la pena pudieran devolverle a Shuganan. Recogió las pocas cosas que había llevado, pero sus manos estaban frías, torpes y lentas.

«Tómatelo con calma —susurró la nutria—. No tienes necesidad de correr. Pájaro Gris sólo volverá después de que haya comido».

Chagak pensó en regresar sola, pues conocía el camino.

«Tómatelo con calma», repitió la nutria.

Chagak bajó la cabeza, cruzó las manos sobre el regazo y sosegó los rápidos latidos de su corazón. Notó el calor de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

«Es muy viejo —afirmó la nutria—. Ha vivido una larga vida».

«No me importa —replicó Chagak—. No quiero que muera, lo necesito».

«Tal vez se apresta a descansar. Quizá desea reunirse con su mujer en las Luces Danzarinas. Su cuerpo es viejo y está cansado. Hay otros que se preocupan por ti: Kayugh y los suyos, tu abuelo Muchas Ballenas».

«Es verdad —asintió Chagak—, pero Pájaro Gris dijo que Kayugh está herido. ¿Y si muere?».

«Si Kayugh muere criarás a su hijo».

Chagak siguió a Pájaro Gris rumbo a la aldea. Llevaba a los niños en los portacríos y un cesto con sus pertenencias a la espalda. Pájaro Gris no se había ofrecido a llevar nada, ni ella esperaba que lo hiciese.

El hombre cuidaba de su pierna herida y se apoyaba en un bastón con el que avanzaba lentamente por el sendero. Chagak tenía ganas de correr, la impaciencia formaba un nudo duro e insoportable en su pecho, pero a medida que caminaban crecía su temor de encontrar muertos a Shuganan y a Kayugh y sus pies se tornaban pesados y torpes. Al final Chagak se arrastró detrás de Pájaro Gris, cabizbaja, pensando únicamente en el próximo paso.

Pájaro Gris se detuvo repentinamente y Chagak casi chocó con él. Alzó la cabeza y parpadeó.

—¿Qué pasa? —preguntó Chagak—. ¿Por qué te detienes?

—Estamos muy cerca de la aldea y hay algo que debes saber antes de que lleguemos.

Chagak irguió la cabeza y sostuvo la mirada de Pájaro Gris. Vio odio en sus ojos, un odio que emanaba de su cuerpo como el calor que desprende una hoguera. Tensó los músculos de los brazos y las piernas y se obligó a permanecer quieta. No estaba dispuesta a temblar ante un hombre como aquél. Cruzó las manos sobre los críos y Pájaro Gris sonrió.

—Un hijo pertenece a Kayugh y será cazador —afirmó—. Pero el otro… —Sonrió de oreja a oreja—. Hombre-que-mata… —Chagak lanzó una exclamación y el hombre rio—. En su agonía Shuganan habla con los espíritus.

Chagak se enderezó y respiró hondo.

—No es extraño que Shuganan hable con los espíritus —dijo.

—Cierto, no es extraño —confirmó Pájaro Gris—. Pero sí es extraño que el padre de Samiq sea un Bajo.

—El padre de Samiq es el hijo de Shuganan —dijo Chagak.

Pájaro Gris se acercó un paso y le sujetó los brazos.

—Mientes. Cualquiera se da cuenta de que mientes. Les diré la verdad. Matarán a Samiq antes de que se convierta en un guerrero, en un asesino como su padre. —Chagak se zafó, pasó a su lado y reanudó la marcha—. Lo diré a menos que decidas convertirte en mi mujer —gritó Pájaro Gris a medida que Chagak se alejaba—. Puede que entonces me parezca bueno tener un hijo así, un asesino como su padre.

Chagak no se dio la vuelta. Siguió andando mientras el corazón le latía desaforadamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Elevó una plegaria a Tugix, a Aka, rezó para que salvaran de Pájaro Gris a su hijo, oró para que permitiesen vivir a Shuganan.

Oyó la voz de la nutria: «Shuganan se debe de estar muriendo, si ha hablado con el espíritu de Hombre-que-mata. Lo vencerá en el mundo de los espíritus, cuando vaya a las Luces Danzarinas, pero eres tú, tú, la que debe derrotar a Pájaro Gris».

Chagak siguió caminando con la mirada fija en la aldea. Pájaro Gris le dio alcance y avanzó a su lado, pero ella no lo miró.

Llegaron juntos a la cima de la colina, y en ese instante el corazón de la muchacha pareció alojarse en su garganta.

Al pie de la colina se encontraba un Bajo con la vestimenta hecha jirones y el pelo pringoso de sangre. Era más alto que Hombre-que-mata y de hombros anchos y fornidos. Empuñó la lanza.

Pájaro Gris jadeó y se situó detrás de Chagak.

El Bajo rio.

Chagak no podía pensar, sólo sentía los latidos frenéticos de su corazón. En ese instante Samiq se movió debajo de la suk y la acuciante necesidad de protegerlo despejó sus pensamientos.

—Tu pueblo ha sido derrotado —gritó.

El guerrero le respondió en la lengua de los Bajos y Chagak no le entendió.

—¿Dónde tienes la lanza? —preguntó a Pájaro Gris, que no respondió.

Chagak notó que Samiq se movía debajo de la suk y oyó el débil inicio de su llanto. Se quitó el cesto de la espalda y buscó las boleadoras. Las piedras eran pequeñas, adecuadas para matar aves.

«¿De qué servirán contra un hombre?», susurró algún espíritu. Chagak sintió que las dudas le paralizaban las manos.

Samiq y Amgigh se agitaron, y Chagak oyó preguntar a la nutria: «¿Quién es más fuerte, un hombre que mata a otros hombres o una mujer con dos hijos? ¿Quién tiene más fuerza? ¿Quién tiene más poder para hacer el bien?».

Chagak aferró el mango trenzado de las boleadoras e hizo girar las piedras sobre su cabeza. El guerrero situado al pie de la colina bajó la lanza y se echó a reír, se carcajeó hasta que la risa le cerró los ojos.

Chagak soltó las boleadoras. Las piedras describieron círculos amplios y espasmódicos; el Bajo abrió los ojos y levantó los brazos para protegerse la cabeza.

Las cuerdas le enredaron y las piedras le dieron de lleno en la boca y el cuello. Dejó caer la lanza y chilló mientras la sangre manaba entre sus dientes rotos.

Chagak cogió el cuchillo del cesto, corrió hasta el sitio donde se encontraba el guerrero y, con ciega decisión, le abrió el vientre de una cuchillada. El hombre se revolvió, loco de dolor, y cayó de rodillas. Chagak recogió la lanza corta del Bajo, que yacía a un lado del sendero, y se la clavó en el corazón antes de darle tiempo a volverse. El Bajo exhaló un rugido y Chagak hundió la lanza con todo su peso. El hombre se estremeció, pero la muchacha no soltó el arma hasta que quedó inmóvil.

Pájaro Gris se reunió con Chagak, le quitó el cuchillo y cortó el cuello del Bajo.

Chagak miró a Pájaro Gris y lo vio entrecerrar los ojos. Escupió sobre la hierba, junto al guerrero muerto.

—Tú, el niño que se oculta detrás de una mujer, ¿quién dices que es el padre de Samiq? —preguntó a Pájaro Gris.

Pájaro Gris frunció los labios, pero no la miró. Finalmente respondió:

—El hijo de Shuganan.

—Eso es, Acechador de Focas, el hijo de Shuganan —repitió Chagak.

Chagak supuso que encontraría ulas quemados y cuerpos abotargados, pero los únicos vestigios de lucha eran los numerosos ikyan dispersos en la playa y una nube de armas rotas en los estrechos valles que separaban los ulas.

—¿Dónde están los cadáveres? —preguntó Chagak a Pájaro Gris, dirigiéndole la palabra por primera vez desde que habían dejado el cadáver del Bajo.

Pájaro Gris señaló un grupo de hombres que habían bajado a la playa. Estaban reunidos en torno a un ik repleto de lo que parecía carnes y pieles. Chagak se percató de que eran cadáveres de hombres, con los brazos y las piernas seccionadas por las articulaciones para segar el poder de sus espíritus.

—Llevarán el ik mar adentro y lo hundirán —explicó Pájaro Gris—. Les contaré lo del hombre que matamos.

—Que yo maté, que mis hijos y yo matamos —puntualizó Chagak.

Pájaro Gris se irguió y miró a Chagak a los ojos, pero enseguida desvió la vista y dijo:

—Las mujeres no matan hombres.

—Ya he visto cómo los matas tú. Pero se trata de algo que sólo tú y yo sabemos.

Pájaro Gris la observó con recelo unos segundos y señaló el ulaq de Muchas Ballenas.

—Allí está Shuganan.

Chagak dejó el cesto y escaló la pendiente del ulaq. Cuando llegó a la cima miró en dirección a Aka. Aunque no alcanzaba a ver la montaña, dejó que el viento transportara sus palabras y suplicó:

—Permite que viva. Permite que Shuganan viva…, y también Kayugh. Te he entregado el espíritu de un Bajo. Dame sus espíritus a cambio.

Suspiró estremecida y descendió por el poste. Muchas Ballenas se encontraba en medio del ulaq y Kayugh estaba en un rincón, al lado de Shuganan.

—Serás bien recibida si te quedas aquí y crías a tu hijo entre nosotros —dijo Muchas Ballenas cuando Chagak se detuvo al pie del poste—. Le enseñaré a cazar ballenas.

La voz del abuelo sonó muy suave y Chagak reparó en el negro de sus mejillas, en esa señal de duelo.

—Lamento la muerte de tu hijo.

—Murió con valentía —replicó Muchas Ballenas.

—Así es —murmuró Chagak. Y añadió—: Decida vivir aquí o regresar a la playa de Shuganan, siempre tendrás un nieto. Haga yo lo que haga, tu nieto te conocerá y tú lo conocerás.

Muchas Ballenas asintió mientras Chagak se acercaba a Kayugh. El cazador la miró y percibió la pena en su mirada.

—Pájaro Gris dice que estás herido —dijo Chagak y extendió la mano hacia Kayugh, pero éste la cogió antes de que llegara a tocarle el rostro.

Kayugh le tomó la mano entre las suyas.

—Tengo una herida en el hombro —explicó—, pero sólo en el músculo.

Chagak apartó la mano y posó suavemente los dedos en el cuello y la frente de Kayugh. Su piel no estaba ardiente: ningún espíritu maligno había penetrado por la herida.

Kayugh volvió a aferrarle la mano y Chagak dirigió la mirada a Shuganan, que permanecía inmóvil y muy pálido sobre las pieles.

—¿Está muerto? —preguntó con infinito pesar.

Shuganan abrió lentamente los ojos y habló con voz débil y quebrada por jadeos:

—No quería irme sin despedirme de ti. Hay otro que te busca…, un enemigo…

Shuganan intentó alzar la voz, hizo una mueca de dolor y cerró los ojos. Chagak se arrodilló a su lado.

—No te preocupes, abuelo. Pájaro Gris no puede hacernos daño. Tiene miedo. Tiene miedo de ti y de mí.

Apoyó las manos sobre las del anciano y notó que sus dedos se relajaban.

—Tu abuelo mató a dos Bajos —dijo Kayugh.

Chagak no lo oyó. Se inclinó sobre Shuganan. De repente no se sintió valiente ni fuerte.

—Abuelo —susurró—, abuelo, ¿qué haré si me dejas? ¿A quién le cocinaré? ¿A quién le coseré la chaqueta? Dile a los espíritus que tienes que ponerte bien. Diles que tienes una hija que te necesita.

—No, Chagak, no. Soy viejo. Es hora de partir. —Hizo una pausa, abrió los ojos y le sonrió—. Me has traído alegría y una parte de mí desea quedarse contigo, pero tengo que partir. Tienes que criar a tu hijo. Necesita un padre. Tu hombre, Acechador de Focas, querría que tu hijo tuviera un padre. Kayugh será un buen padre para Samiq.

—No —protestó Chagak—. No me pidas que me convierta en mujer de nadie. ¿Cómo haría para soportar la pena si mi hombre muriera? He llorado demasiadas muertes.

—¿Acaso la pena de mi muerte es mayor que las alegrías que compartimos en vida? —preguntó Shuganan—. Cuando evocas a tu padre y a tu madre, a Acechador de Focas y a Cachorro, ¿recuerdas sus muertes o lo que compartisteis en vida?

Como si el poder del espíritu de Shuganan le arrancara la respuesta, Chagak susurró:

—Recuerdo nuestras vidas compartidas.

Shuganan sonrió y cerró los ojos. En medio del silencio del ulaq Chagak vio el ascenso y la caída de su pecho, la respiración que se tornaba más pausada y menos profunda, pero el anciano volvió a abrir los ojos y dijo:

—Antes, cuando cerraba los ojos, sólo había oscuridad o sueños. Ahora hay luz. Chagak, aférrate a la vida y no le temas a la muerte.

Los ojos de Shuganan se nublaron repentinamente, sin la luz de su espíritu, y Chagak trató de reprimir las lágrimas. Durante unos instantes deseó partir con él, conocer la enorme libertad de la muerte. Notó que Samiq se agitaba debajo de la suk y la nutria murmuró: «Aquí hay muchos que te necesitan. ¿Eliges dejar a Samiq, a Amgigh, a Kayugh?».

Esperanzada en que el espíritu de Shuganan estuviera cerca todavía, Chagak dijo a Kayugh:

—Si crías a Samiq como a tu propio hijo, seré tu mujer.

Se quedaron con los Cazadores de Ballenas durante los funerales, las ceremonias mortuorias y los días de duelo. Muchas Ballenas concedió a Shuganan un lugar de honor en el ulaq de la muerte. Kayugh advirtió la dicha que afloraba a los ojos de Muchas Ballenas cada vez que cogía en brazos al hijo de Chagak.

Muchos miembros de la aldea de los Cazadores de Ballenas deseaban tomar a Chagak por mujer. Kayugh oyó a dos hombres preguntar a Muchas Ballenas por el precio de Chagak y el corazón le dio un vuelco. Después de meses de travesía, ¿qué podía ofrecer a Muchas Ballenas por su nieta? No tenía pieles de foca ni aceite de ballena. Cualquier Cazador de Ballenas podría pagar el precio y así Muchas Ballenas criaría a su nieto en la aldea, puede que hasta en su propio ulaq. ¿Qué esperanzas podía albergar Kayugh?

Unos días después de los entierros fue ver a Muchas Ballenas e interrumpió su duelo. Mujer Gorda estaba en un rincón oscuro del ulaq. Parecía más menuda y abatida desde la pérdida de su hijo y, a pesar de que la saludó, Kayugh no se atrevió a mirarla a los ojos.

Muchas Ballenas se había pintado el cuerpo con carbón y a su lado había una lanza de niño y un arpón de hombre.

—Son de mi hijo —explicó—. Algún día pertenecerán a mi nieto.

Kayugh se dejó arrastrar por el oscuro remolino de la mirada de Muchas Ballenas y en principio no pudo articular palabra.

—He venido —dijo por fin— a preguntar por el precio de tu nieta, Chagak.

Muchas Ballenas tardó una eternidad en responder. Entretanto Kayugh se preguntó: «¿Tengo derecho a hacer esta pregunta? ¿Tengo derecho a tomar un nieto y una nieta?».

—No eres el único que la ha pedido por mujer.

—Soy buen cazador —afirmó Kayugh, pero sus palabras sonaron a soberbia más que a garantía de la felicidad para Chagak.

Muchas Ballenas prosiguió como si Kayugh no hubiese dicho nada:

—No eres el único que me la ha pedido por mujer. No tengo respuesta para los demás, pero a ti puedo decirte el precio, algo que me parece justo. —Suspiró y le observó largo rato—. Una ballena.

Kayugh contuvo el aliento y el aguijón de la decepción le tensó los músculos del brazo herido. Muchas Ballenas señaló el colgante de la ballena que reposaba sobre el pecho de Kayugh.

—Me refiero a la ballena que Shuganan talló para ti. —Kayugh quedó boquiabierto y no supo qué responder. Muchas Ballenas preguntó—: ¿Sería justo pedir más? Chagak te pertenece. Prométeme tan sólo que veré a mi nieto.

—Te lo prometo —asintió Kayugh—. Verás a tu nieto.

Aunque a Kayugh le dolía el hombro, la herida empezaba a cerrarse. Volvería a cazar, a lanzar el arpón. Ese dolor desaparecería.

Hundió el zagual en el agua y miró hacia el ik de las mujeres. Chagak viajaba en la proa y Nariz Ganchuda en la popa.

A Kayugh aún le quedaban preguntas por formular sobre el primer hombre de Chagak y la forma en que había muerto. Aunque Pájaro Gris la eludía, si Chagak dejaba a Samiq con Kayugh, el hombre de Concha Azul se acuclillaba junto a éste y hablaba de la caza, de los ikyan o del hombre que había matado cuando llevaba a Chagak de regreso a la aldea. Pese a que hablaba de otras cosas, la mirada de Pájaro Gris siempre se detenía en Samiq y observaba su rostro, sus manos y sus pies.

La pena de Chagak —algo que parecía formar parte de su ser, la sombra que arrojaba la luz de su espíritu— hizo que Kayugh se abstuviera de mencionar el interés de Pájaro Gris por Samiq y le impidió hacer sus propias preguntas.

Aunque Chagak había accedido a ser su mujer, Kayugh fue cuidadoso y le dejó elegir entre acompañarlo o quedarse con los Cazadores de Ballenas. La muchacha prefirió acompañarlo y de momento con esa elección le bastaba.

Sabedor de que llegarían a la playa de Shuganan antes de que el sol se pusiera y de que por la noche Chagak iría a su espacio para dormir, Kayugh notó que su corazón latía de contento y que la sangre corría ardiente por sus venas.

Grandes Dientes había gastado bromas toda la jornada. Acercaba su ikyak al de Kayugh, hacía algún comentario sobre el matrimonio y las mujeres y se alejaba deprisa, mientras sus risotadas se perdían en la marejada.

La última vez que Grandes Dientes se acercó, Kayugh también rio y gritó:

—Estás celoso porque tendré dos hijos.

—Es verdad —reconoció Grandes Dientes, todo sonrisas—. Pero no tendrías ni uno si no fuera por Chagak. Sé un buen hombre para ella.

—Sí, lo seré —respondió Kayugh y a partir de entonces Grandes Dientes no le gastó más bromas.