Cuarenta y uno

Shuganan esperó en el interior del ulaq de Muchas Ballenas y supo de la batalla que se libraba arriba por la caída de tierra procedente de las vigas. Muchas Ballenas había trazado un círculo en el suelo con las tallas de Shuganan. «Un animal fuerte en cada uno de los cinco ulas», había dicho. Shuganan ignoró sus tallas. Esgrimió su amuleto con una mano, con la otra el del chamán, el que le había entregado Chagak, y oró. Los combates en lo alto del ulaq parecieron cesar y Shuganan contuvo el aliento. En seguida oyó voces en el orificio de entrada.

Le temblaron los brazos. Kayugh y Muchas Ballenas no bajarían a menos que estuviesen gravemente heridos y no pudieran luchar. Shuganan aferró su lanza y se incorporó. Se deslizó en la penumbra hasta detrás de los postes y esperó, sin dejar de pensar en las diversas causas por las que Kayugh o Muchas Ballenas podrían entrar en el ulaq: un trozo de piel para cubrir una herida, un arma para reemplazar otra rota. Shuganan supo lo que ocurría cuando vio aquellos pies en los postes, con los dedos, las plantas y los empeines pintados de negro.

La tristeza atenazó su pecho, le cerró la garganta y estuvo a punto de ahogarlo.

Muchas Ballenas había vivido una larga vida, pero Kayugh… ¿Qué sería de Chagak? ¿Quién cuidaría de ella?

Los Bajos se saltaron las últimas muescas de los postes. Uno pateó la tea apagada que reposaba en el suelo.

—No se quemó —comentó. Era un hombre corpulento y su cabeza era una maraña de pelo negro sucio de grasa y tierra.

—Aquí había alguien que la apagó —intervino el otro y señaló las aberturas del extremo del ulaq.

Shuganan los observó mientras se acercaban sigilosamente a los espacios para dormir. «Tendría que haberlos atacado mientras bajaban —pensó—. No habría podido matar a los dos, pero quizá me habría cobrado uno. No encontrarán nada en los espacios para dormir y registrarán la estancia principal. ¿Qué posibilidades tengo, yo, un anciano, frente a dos jóvenes guerreros?».

Los Bajos se detuvieron en seco ante el círculo de animales tallados.

—Shuganan —dijo uno.

El anciano pensó que Hombre-que-mata no había mentido: los Bajos aún creían en el poder de sus estatuillas.

«Y si tienen poder, es mío», concluyó. Asomó entre las sombras de detrás de los postes. Dio dos pasos veloces, ignoró el dolor de sus articulaciones y sus músculos cansados, y arrojó la lanza.

La punta se clavó en el Bajo corpulento con un sonido seco y compacto, como cuando se arrancan raíces de la tierra húmeda. El hombre cayó lentamente y, con la misma morosidad, su compañero miró a Shuganan.

El anciano echó un vistazo a los postes, supo que sus viejas piernas no le permitirían subir deprisa, así que desenvainó el cuchillo de la funda que portaba en el brazo y dijo:

—Soy Shuganan.

—Estás muerto —afirmó el guerrero.

—Tal vez.

—Estás muerto —repitió el Bajo y su voz se tornó aguda—. Tendré todo tu poder porque te mataré.

—No —exclamó Shuganan y se movió para colocarse en posición ventajosa, al amparo de la sombra mientras el joven guerrero permanecía a la luz—. El verdadero poder no se toma, se conquista.

El guerrero rio y murmuró:

—La lanza contra el cuchillo.

—Arrójala —lo provocó Shuganan.

El joven volvió a reír.

Shuganan sujetó el cuchillo por la punta y alzó el brazo para lanzarlo. El guerrero aprestó la lanza.

El cuchillo se separó de los dedos de Shuganan, que sintió el peso repentino de la lanza a un costado del cuerpo. No sintió ningún dolor, sólo el empujón que lo derribó al tiempo que el joven guerrero se abrazaba, con el cuchillo hundido hasta la empuñadura en el pecho. Shuganan lo vio caer.

Otro Bajo apareció en medio de la bruma y Kayugh ignoró el dolor del hombro, aferró la lanza y dio un paso, pero Muchas Ballenas lo obligó a retroceder e hizo frente al enemigo. Luchaban cuerpo a cuerpo entre los ulas, donde la niebla era más espesa.

Kayugh observó a los dos hombres que esgrimían la lanza en una mano y el cuchillo en la otra. Muchas Ballenas usaba la lanza para parar golpes. Kayugh trató de ver entre la bruma con la intención de cerrar el paso a otros enemigos. Entonces advirtió que Muchas Ballenas llevaba al Bajo hacia su posición y que la espalda del guerrero sólo estaba a pocos pasos del sitio en que se había agazapado.

Kayugh esperó hasta tenerlo más cerca, empuñó la lanza con las dos manos y echó a correr. Muchas Ballenas se apartó deprisa y por un fugaz instante el Bajo se detuvo, azorado. En ese momento Kayugh le clavó la lanza. La hundió con todas sus fuerzas entre las vértebras y la hizo salir por el pecho.

El guerrero se dio la vuelta boquiabierto y, antes de desplomarse, miró a Kayugh.

Kayugh cogió el mango de la lanza por debajo de la punta y tiró con cuidado para que la sangre no le hiciera resbalar la mano y se la clavara en el extremo afilado y con púas.

Sopló una repentina ventolera y sonó el estrépito de una lanza contra otra. Un hombre cayó junto a Kayugh y lo arrastró al suelo. Tendido boca abajo, Kayugh intentó apartarse del agresor, pero sintió que la punta de un cuchillo le tajeaba el dorso de la mano. Era una herida poco profunda pero dolorosa.

Se puso boca arriba. Muchas Ballenas se abalanzó sobre el Bajo, que súbitamente se sacudió y se desplomó con una lanza clavada en la espalda.

Muchas Ballenas se adelantó, apoyó el pie en la espalda del muerto y retiró la lanza. Examinó la punta, rio y gritó:

—¿Dónde te has metido?

—Estoy aquí —replicó una voz desde lo alto del ulaq.

Kayugh alzó la mirada y divisó a un hombre de pie en el borde en pendiente del techo del ulaq.

—¡Roca Dura! —rugió Muchas Ballenas—. ¿Vendrás a buscar tu lanza o prefieres que te la arroje? —Soltó una estridente carcajada y se volvió hacia Kayugh—. Los de las colinas nos han oído. ¡Están aquí!

Shuganan permaneció en el ulaq con los ojos cerrados y apretándose la herida con la mano. Más que dolor sentía un profundo agotamiento, una pesadez que parecía agobiarlo, por lo que hasta el movimiento más ligero requería todas sus fuerzas.

Volvió a oír ruidos en el orificio del techo. Se irguió y otro chorro de sangre brotó de su herida. Oyó pisadas en el poste. Como las plantas de los pies no estaban pintadas de negro, supuso que se trataba de un Cazador de Ballenas.

Shuganan presionó la herida con las manos para no perder más sangre. Alzó la mirada y vio a Pájaro Gris en la base del poste.

—¿Ha terminado el combate? —preguntó Shuganan con palabras entrecortadas porque le faltaba el aliento.

—No, aún no. Siguen luchando y algunos han muerto.

—¿Y Kayugh?

—No lo sé.

—¿Por qué estás aquí?

—Porque estoy herido.

Pájaro Gris cojeó hacia Shuganan y le mostró una cuchillada en la pantorrilla.

Shuganan cerró los ojos unos instantes, combatió el dolor de su propia herida, meneó la cabeza y dijo:

—Tu herida… no es nada. Combate…, sal y lucha.

El blanco de los ojos de Pájaro Gris relumbró cuando se arrodilló junto a Shuganan.

—Te has quedado en el ulaq —dijo, con tono de reproche—. ¿Quién eres para decirme que salga a luchar? —Pájaro Gris vio los dos cadáveres que yacían en el suelo del ulaq y preguntó—: Y éstos, ¿qué hacen aquí? ¿Los has matado?

Shuganan cerró los ojos y bajó la cabeza. ¿Para qué responder? ¿Qué necesidad tenía de jactarse ante Pájaro Gris? Que pensara lo que quisiese.

Pájaro Gris se inclinó sobre el anciano, lo acomodó sobre un montón de pellejos y le aplicó un trozo de piel mojada sobre la herida.

Shuganan se relajó sobre los mullidos pellejos.

—Te estás muriendo —dijo Pájaro Gris—. Me quedaré contigo.

—Ve…, ayuda a los demás —pidió Shuganan—. Déjame.

Pájaro Gris rio y repitió:

—Te estás muriendo. Sí, tú estarás muerto y yo recibiré los honores. ¿Acaso no maté a dos Bajos cuando intentaba salvarte? ¿No me hirieron porque intenté protegerte? Agradecida, Chagak vendrá a mí como mujer y tú no podrás impedírselo.

El anciano observó los ojos entrecerrados y duros de Pájaro Gris. Trató de decir algo, pero no lo consiguió. Se le cerraron los ojos; cuando logró abrirlos, vio el rostro de Pájaro Gris y otra cara, como la bruma que precede a la lluvia, el rostro de un espíritu agazapado junto al hombre.

El rostro-espíritu se movió y se acumuló como el humo para formar los ojos, la nariz, la boca. Era Hombre-que-mata, su espíritu.

«No fui lo bastante fuerte. Ahora está aquí, a la espera de mi muerte», pensó Shuganan.

A continuación oyó una voz que decía: «Viejo, pensaste que me destruirías». Risas burlonas sonaron en sus oídos.

Shuganan miró a Pájaro Gris, pero éste parecía no oír la voz ni ver el espíritu.

«Estoy soñando —se dijo Shuganan—. Sueño mientras agonizo».

«Crees que tienes poder —añadió Hombre-que-mata—. Te crees capaz de destruirme. —Volvió a reír—. ¿Estás seguro de que tu círculo de animales te protege?». Pateó varias tallas, pero los animales de marfil no se movieron.

Shuganan dedujo que Hombre-que-mata aún tenía poder, aunque no le bastaba para tocar los animales. Se preguntó si podría hacer daño a Chagak o a Samiq.

Súbitamente el dolor rodeó a Shuganan, lo constriñó, convirtió sus pensamientos en hilachas finas y rotas.

«A lo largo de estos meses os he observado a Chagak y a ti. Sé que tengo un hijo», agregó Hombre-que-mata.

—Hombre-que-mata, no hagas daño a Chagak —musitó Shuganan—. No hagas daño al niño. Samiq es de los tuyos, es un Bajo. No lo mates.

Hombre-que-mata soltó una carcajada y su rostro comenzó a desdibujarse. El dolor del anciano disminuyó. Y el que estaba inclinado sobre él no era Hombre-que-mata, sino Pájaro Gris, y era Pájaro Gris el que reía.

—Viejo, veo que hablas con los espíritus. ¿Olvidaste que también hablabas conmigo? Ahora sé que Chagak y tú mentisteis. Dime, ¿qué me dará Chagak a cambio de la vida de su hijo?

«¿Cuántos más? —se preguntó Kayugh—. ¿Cuántos más llegarían? ¿Qué había dicho Shuganan? ¿Veinte, treinta?». Muchas Ballenas, Roca Dura y Kayugh trabajaban en equipo y abatían a los que iban llegando. Kayugh se ocultó en la penumbra de los ulas, presto a arrojar la lanza cada vez que un enemigo le daba la espalda. De esta forma se habían cobrado tres hombres y seguían llegando más. El dolor del agotamiento era casi tan intenso como el de la herida del hombro.

Un bulto oscuro se movió en la niebla en dirección a Kayugh y éste alzó el cuchillo.

—Soy Barriga Redonda —gritó el hombre.

Kayugh recordó a este Cazador de Ballenas: un hombre gordo y de poca altura que reía a menudo y que siempre llevaba tres cuchillos de hoja larga en las fundas que llevaba en las piernas. En ese momento esgrimía dos cuchillos de hoja larga, uno en cada mano, y tenía la cara manchada de sangre y tierra.

—Al ulaq más lejano ya no llega nadie.

Su voz denotaba cansancio.

Kayugh lo acompañó al costado del ulaq y Barriga Redonda se apoyó en la pared. Aunque durante la lucha el sol se había puesto, ahora el cielo volvía a clarear y la negrura se teñía de morados y grises.

—Tal vez han dejado de luchar porque es de día —comentó Barriga Redonda.

—Tal vez han dejado de luchar porque están muertos —dijo Muchas Ballenas.

—No —lo contradijo Kayugh—. Los dos que nos atacaron primero entraron en el ulaq.

—Sí —confirmó Muchas Ballenas—. Pero no volvieron a salir.

—Shuganan ha muerto —declaró Kayugh, pero las palabras le sonaron vacías y no sintió nada, salvo el horror de la matanza y cólera ante la insensatez de los hombres que luchan contra otros hombres.

—Tal vez Shuganan los mató.

—Es muy anciano —murmuró Kayugh y se sorprendió de que un sollozo quebrara sus palabras.

—Es anciano pero tiene un gran poder. Y el poder es superior a la fuerza.

Kayugh apoyó unos segundos la cabeza contra el ulaq. Le habría gustado cerrar los ojos, pero no lo hizo. ¿Quién podía decir lo que sucedería en la fugaz oscuridad de los ojos cerrados? El fragor del combate había cesado y en medio del silencio su mente ya no pensaba en el próximo guerrero, en la siguiente lucha. Ahora sí que le dolía el hombro. Las punzadas latieron en su cabeza y descendieron por su cuerpo. Pensó en Shuganan, en que el anciano probablemente estaba muerto, y pensó en la pena de Chagak.

¿Qué gran maldad había cometido Chagak para merecer el sufrimiento que los espíritus habían arrojado en su vida? No era una mujer de los Bajos, aquella que daría la bienvenida a un esposo con muchas muertes sobre sus hombros. No aceptaría collares arrancados a las asesinadas ni los usaría como propios. No había odiado a su pueblo ni comido más de lo que le correspondía. No era perezosa.

Kayugh vio que en la herida del hombro se había formado una costra y que ya no perdía sangre. Se incorporó y trepó hasta lo alto del ulaq. Si esperaban en el interior, los Bajos sabrían de su descenso. Su peso haría caer polvo de las vigas del techo, pero ya no podía seguir esperando y haciéndose preguntas.

Kayugh descendió por el poste y a cada paso aguardó la punta de una lanza. Finalmente giró, saltó y cayó de cara a la gran estancia principal. Una lámpara de aceite de ballena brillaba tenuemente y chisporroteaba en el círculo de mechas casi consumido y hundido en el aceite. Shuganan yacía sobre un montón de pieles y a su lado estaba Pájaro Gris.

Dos Bajos estaban tendidos en el suelo, anegados en el charco formado por su propia sangre.

—¿Los ha matado Shuganan? —preguntó Kayugh.

Pájaro Gris sonrió maliciosamente.

—Cree lo que quieras —replicó. Se inclinó hacia Shuganan y añadió—: Intenté protegerlo, pero… —Su voz se perdió. Luego murmuró—: Está gravemente herido.

Kayugh frunció el ceño. Vio la piel ensangrentada que cubría un lado del cuerpo de Shuganan y la herida en la pierna de Pájaro Gris. Éste sólo era capaz de protegerse a sí mismo, ni siquiera había intentado proteger al anciano. Kayugh se acuclilló junto a Shuganan y, con gran suavidad, le puso una mano en la frente.

El anciano abrió los ojos, parpadeó y susurró:

—Kayugh, estás vivo.

—Shuganan, los hemos derrotado. No volverán.

El anciano cerró los ojos y asintió con la cabeza.

—Busca a Chagak. Tengo que hablar con ella.

—Iré a buscarla. Procura descansar. Te la traeré.

Pájaro Gris cogió por el brazo a Kayugh y lo apartó de Shuganan.

—Estás agotado. Yo he descansado. Iré a buscar a Chagak.

—No…

—Kayugh, Shuganan se está muriendo y tú estás herido y cansado. No llegarás a tiempo. El anciano morirá antes de que puedas traerla.

Kayugh miró a Pájaro Gris a los ojos y confió en él.

—Vete. No demores.

Era de día, muy temprano, y las mujeres dormían. Chagak había descansado a ratos y ahora el desasosiego la dominaba. Como los niños estaban en sus cunas, no los molestó al abandonar su estera ni al salir de la cueva.

El brezo estaba cubierto de rocío y la bruma se extendía por el valle, a sus pies, pero no llegaba a la cueva. Aunque el sol se había ocultado tras altas nubes grises, por el oeste divisó fragmentos de cielo azul. Se acuclilló en la entrada ancha y llana de la cueva y apoyó los brazos en las rodillas.

Sabía que se encontraba demasiado lejos de la aldea para oír los gritos de los hombres o el estrépito de la lucha, pero había tenido la impresión de que la noche transmitía sonidos extraños, algo que se superponía al ulular del viento. Durante la velada, las demás mujeres habían estado calladas, como si también lo notaran. La voz de la nutria no había hablado con Chagak, no había hecho comentarios irónicos sobre la actitud de Mujer Gorda ni había pronunciado palabras tranquilizadoras ante el temor de la muchacha cada vez que pensaba en los Bajos.

Chagak había intentado hablar con la nutria. Murmuró acerca de la chaqueta que cosería para Shuganan cuando volvieran a la isla, acerca de las botas de piel de foca que haría para Kayugh, pero la nutria no le respondió y ahora, en la nueva mañana, el miedo subió por la garganta de Chagak, que apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas.

—Chagak —oyó una voz que procedía del valle.

Un hombre apareció en medio de la niebla.

Era Pájaro Gris. El miedo de Chagak se trocó en entusiasmo. Vio su rostro cansado, la tierra y la sangre que manchaban sus mejillas, las huellas de la lucha, y se preguntó si Pájaro Gris había huido del combate.

Aunque las preguntas se apiñaron en su mente, cuando Pájaro Gris llegó a su lado, Chagak sólo pudo contemplar su chaqueta rota, la cuchillada en el tobillo, la tira de hierbas manchadas de sangre que rodeaba su mano izquierda.

—Vinieron —dijo Pájaro Gris en tono bajo y cansino en lugar de agudo y jactancioso. El cordel de pelos que crecía en su mentón se estremeció—. Algunos Cazadores de Ballenas perdieron la vida y todos los Bajos han muerto. —Se secó la cara con la manga y prosiguió—: Incluso han muerto los pocos que intentaron escapar. Algunos niños que montaban guardia se movieron sigilosamente durante la lucha y acuchillaron los fondos de los ikyan. Los Bajos que intentaron escapar se ahogaron.

Pájaro Gris se quejó, se recogió la chaqueta por encima de las rodillas y se sentó con las piernas cruzadas sobre la estera de Chagak. Ésta vio que la cuchillada del tobillo le llegaba a la pantorrilla. La herida resaltaba sobre los músculos y Pájaro Gris intentó cerrarla con las manos.

—Aunque no sangra mucho, habrá que dar algunos puntos —dijo Chagak.

Pájaro Gris frunció los labios y masculló:

—Dile a Concha Azul que me traiga comida y agua.

A Chagak le molestó que no mencionase a Shuganan, a Kayugh, ni siquiera a Grandes Dientes. En su condición de mujer no le correspondía preguntar, pero antes de entrar en la cueva se volvió e inquirió:

—¿Y Shuganan? ¿Está bien?

—Más vale que preguntes por Grandes Dientes —respondió Pájaro Gris—. Mató a cuatro y todo lo que tiene es un rasguño en el pulgar.

A Chagak se le cerró la garganta. El miedo que había contenido escapó por su boca y dio voz a sus palabras:

—¿Quieres decir que Shuganan y Kayugh han muerto?

—Yo no lo he dicho ¿Con qué derecho me lo preguntas? Soy un cazador y tú sólo eres una mujer.

—Lo pregunto por el derecho que me da preocuparme —repuso Chagak y la cólera alivió parte de sus temores—. Si quieres comida tendrás que responderme.

—¿Me privarás de comida?

De pronto, una voz exclamó a espaldas de Chagak:

—Todas te privaremos de comida.

Chagak se dio la vuelta: era Mujer Gorda y estaba en la entrada de la cueva. Sólo vestía el delantal, había cruzado los brazos sobre sus pechos colgantes y separado los pies en la postura del cazador.

—Te enviaron para que nos adviertas o para que nos lleves de regreso a la aldea —añadió Mujer Gorda—, y lo único que haces es sentarte y amenazarnos. ¿Mi hombre está vivo?

—Tu hombre está vivo y no ha sido herido —respondió Pájaro Gris—. Pero no me envía él, sino Shuganan. —La alegría dio un brinco en el pecho de Chagak: Shuganan estaba vivo. Pájaro Gris añadió—: Está gravemente herido, agoniza, y quiere hablar con Chagak.

La alegría se esfumó y Chagak se sintió como un pellejo de agua vaciado y aplastado.

«¿Por qué Shuganan ha enviado a Pájaro Gris en lugar de a Kayugh? Sin duda el anciano sabe que Pájaro Gris crearía problemas», pensó.

—¿Y Kayugh? —murmuró.

—También está herido —dijo Pájaro Gris y echó una fugaz mirada a Mujer Gorda.

—¿Agoniza?

Pájaro Gris se encogió de hombros.

—No lo sé. Estaba demasiado débil para venir a buscarte.

Chagak apretó los labios para contener el dolor.

—Me voy —le dijo a Mujer Gorda, pero ésta no pareció oírla.

—¿Y mi hijo? —preguntó Mujer Gorda.

—Fue uno de los que acuchillaron los ikyan de los Bajos —dijo Pájaro Gris y Chagak oyó la risilla sarcástica de la mujer—. Los Bajos lo mataron antes de hacerse a la mar y ahogarse.

La risilla de Mujer Gorda se convirtió en un gemido agudo y doloroso. Cayó de rodillas y Chagak intentó acercarse, pero las mujeres empezaron a salir de la cueva y entonaron el aullido mortuorio antes de saber lo ocurrido, antes de enterarse de quién había muerto.

—Los Bajos están muertos —chilló Pájaro Gris—. Todos los Bajos han muerto.

A medida que el cántico mortuorio crecía, Chagak ya no oyó lo que Pájaro Gris decía y se puso a aullar, llorando a Shuganan, al hijo de Mujer Gorda y a los caídos que no conocía.