Las mujeres de la aldea prepararon un festín y todos —hombres, mujeres y niños— se apiñaron a comer en el ulaq de Muchas Ballenas.
Mujer Gorda extendió dos hileras de esteras en el centro del ulaq y las mujeres las cubrieron con rodajas de carne de ballena seca, pescado seco, arenques recién preparados y pilas de quitones secos. En cuencos de madera poco profundos pusieron bulbos de verdolaga, pues su sabor ácido servía para mitigar el sabor graso de la carne.
Chagak ocupó un sitio de honor entre las mujeres. Ninguna le permitió llevar comida a los hombres ni ayudar con las lámparas de aceite. Tenía los críos en el regazo, cubiertos con pieles de foca, sonreía y apenas hablaba cuando las mujeres de la aldea se acercaban a mirarlos.
Las mujeres sólo vestían delantales. Un rato más tarde hasta Chagak se quitó la suk. Reparó en que Nariz Ganchuda había hecho lo propio.
Los delantales de las mujeres de la aldea eran cortos y acababan por encima de la rodilla, donde oscuros tatuajes resaltaban sus piernas. Su madre le había contado que los tatuajes eran una marca de belleza. La primera vez que sangró había soportado noche tras noche largas horas de dolor mientras su madre le pasaba una aguja con ollin por la piel de los muslos hasta crear un dibujo a base de cuadrados y triángulos.
A diferencia de la madre de Chagak, la mayoría de las mujeres Cazadores de Ballenas eran corpulentas y parecían admirar su propia fuerza tanto como la de sus hombres. En dos ocasiones Chagak vio que los hombres hacían señas a sus mujeres y que éstas los ignoraban. Una mujer incluso se rio cuando su joven hombre la llamó. Mujer Gorda le había dicho a Muchas Ballenas, que le había pedido que le sirviera comida: «Búscatela tú. Yo también tengo que comer».
Aunque al principio se sorprendió, Chagak también acabó por reír. La risa la estremeció tanto que se inclinó sobre los pequeños para ocultar la cara. Cuando alzó la cabeza para respirar, notó que Kayugh la observaba con expresión severa. El hombre sentado junto a Kayugh llamó a su mujer y cuando ésta se inclinó para darle comida, el hombre comentó algo y con un rápido puñetazo la mujer le tapó los ojos con el sombrero de ballenero.
En ese momento Kayugh también rio. Miró a Chagak y su risa pareció penetrarla y transmitirle alegría. Desconcertada por lo que sentía, Chagak apartó la mirada de Kayugh y simuló acomodar las envolturas de los críos.
Muchas Ballenas se puso en pie. Gritó hasta hacerse oír en medio del estrépito:
—Si queréis bailar, hay hogueras en la playa.
Los hombres empezaron a salir del ulaq.
Chagak los observó y vio que muchos se volvían para mirarla antes de abandonar la morada.
«Quieren que duerma con ellos», pensó Chagak. Dedujo que se lo pedirían a Shuganan y buscó al anciano entre aquellos hombres, con la esperanza de alcanzarlo y decirle que no quería ningún hombre en su cama. Cuando por fin lo divisó, Shuganan estaba en lo alto del poste, lo escalaba lentamente, y había otros hombres detrás.
Muchos Niños se acercó a Chagak y deslizó por su cabeza un largo collar de discos hechos con conchas marinas.
—De parte de tu abuelo —dijo. Llamó a Concha Azul y guio a ésta y a Chagak hasta un espacio con cortinas situado a un costado del ulaq—. Dejad vuestros tres niños aquí. —Señaló una ancha cuna llena de pieles—. Una de vosotras puede regresar de vez en cuando y cerciorarse de que no lloran.
Concha Azul miró a Chagak y depositó a su hija en la cuna.
—¡Qué crío hermoso! —exclamó Muchos Niños—. ¿Es hijo o hija?
—Hija —balbuceó Concha Azul.
—Los hombres prefieren hijos —añadió Muchos Niños.
—Está prometida a Amgigh —intervino Chagak y lo acostó junto a la niña de Concha Azul—. Por lo tanto, también es mi hija.
Muchos Niños no hizo comentarios y Chagak, al depositar a Samiq en la cuna, sonrió a Concha Azul. Se percató de que había reclamado a Amgigh como hijo y se alegró de que Shuganan no la hubiese oído.
Una vez en la playa, los hombres y las mujeres formaron dos círculos alrededor del fuego, los hombres en el corro interior y las mujeres en el exterior.
Nariz Ganchuda y Pequeña Pata estaban apoyadas contra una roca y miraban. Chagak y Concha Azul se acomodaron junto a ellas. El viento que soplaba desde el mar era frío. Chagak metió las manos en las mangas de la suk y hundió la barbilla en el borde del cuello.
Los hombres Cazadores de Ballenas sólo llevaban delantales y bailaron con lento paso oblicuo, aunque Kayugh, Grandes Dientes y Pájaro Gris brincaron y patalearon, agitando los brazos y las piernas con una agilidad que recordó a Chagak las llamas de una fogata de madera. Cada hombre emitía un sonido gutural, apretaba los labios y mascullaba desde lo más profundo de la garganta; los ancianos, Shuganan entre ellos, llevaban el ritmo con el golpeteo de los bastones.
Las mujeres Cazadores de Ballenas mantenían su sitio en el círculo, arrastraban los pies y se balanceaban según el ritmo de la danza. Concha Azul y Pequeña Pata se sumaron al círculo y, poco después, Nariz Ganchuda y Chagak hicieron otro tanto.
Al principio Chagak se mantuvo pasiva, pero poco después los golpes de los bastones se acompasaron a los latidos de su corazón y empezó a balancearse. Cerró los ojos un momento y el sonido de la danza impregnó sus huesos, relajó sus músculos y entibió su piel.
Kayugh había dejado de bailar y la contemplaba. Chagak percibió la intensidad de su deseo. Se apartó del círculo formado de las mujeres, se sentó en la roca y metió las rodillas dentro de la suk.
Kayugh volvió a danzar, pero Chagak notó que el cazador la observaba. También reparó en las miradas de muchos hombres Cazadores de Ballenas y en la de Pájaro Gris, con los ojos entrecerrados y tocándose el labio superior con la punta de la lengua.
Cuando Nariz Ganchuda abandonó la danza y se sentó junto a ella, Chagak rio y comentó:
—Tengo demasiada leche. Me voy al ulaq de mi abuelo. Dile a Concha Azul que amamantaré a su hija si quiere quedarse y bailar.
Nariz Ganchuda, que contemplaba a los bailarines, asintió sin mirar a Chagak. Cuando estaba a punto de llegar al ulaq, Chagak tuvo la impresión de que la mujer la llamaba, pero no volvió la vista atrás.
Las gruesas paredes del ulaq amortiguaban el sonido de la danza. Sólo había dos lámparas encendidas, una en cada extremo de la estancia principal, y la luz era tan apacible que no se parecía en nada a las llamas de la hoguera de la playa. Chagak se dirigió al espacio para dormir del que pendía la cuna. La apartó de las vigas y la sostuvo para que los críos no despertaran. La depositó en el suelo y se arrodilló al lado.
«Son hermosos», pensó Chagak. Aunque Amgigh todavía estaba delgado, parecía grande junto a la hija de Concha Azul. Samiq era el más corpulento y se chupaba la mano mientras dormía. Con delicadeza para no despertar a los otros, Chagak sacó a Amgigh de la cuna.
—Tienes que comer —susurró mientras se acomodaba el portacríos sobre el hombro izquierdo y metía al pequeño dentro de la suk.
El niño no pareció despertar hasta que Chagak le acercó el pezón a la boca. En ese momento Amgigh aferró su pecho y empezó a mamar.
Después de amamantarlo un rato, cogió a la hija de Concha Azul. Era una niña encantadora, de cara redonda y delicada como la de su madre. Aunque Pájaro Gris se había negado a reclamar su vida a los espíritus y por eso no le había puesto nombre, Concha Azul la llamaba Chiquita, que no era un nombre auténtico sino algo para defenderse de los espíritus del mal.
—Chiquita, tal vez esta leche no sea tan buena como la de tu madre, pero es mejor que nada —susurró Chagak.
Se pasó el portacríos por el otro hombro, se apoyó en la pared del ulaq y acercó la niña a su pecho.
Estaba casi dormida, con los críos calentitos sobre su vientre, cuando alguien entró en el ulaq. Chagak creyó que se trataba de Concha Azul que iba a buscar a su hija, por lo que apartó a la niña de su pecho y la acostó en la cuna, junto a Samiq, pero entonces oyó voces y supo que Muchas Ballenas y Shuganan estaban allí.
Chagak cubrió a la pequeña de Concha Azul con las pieles que rodeaban la cuna y alzó a Samiq. El crío emitió un gritito y Chagak le acercó el pezón a la boca.
Volvió a recostarse en la pared y cerró los ojos, pero las voces de los hombres se enredaban en los hilos de sus sueños y le impedían dormir.
—Entonces estás seguro —oyó decir Chagak a Muchas Ballenas.
—Me lo dijo antes de que lo matara —replicó Shuganan.
Chagak supo que hablaban de Ve-lejos y volvió a pensar en la estratagema a la que el anciano había apelado para matarlo y en el honor que Samiq recibiría por la muerte de Ve-lejos. «Samiq es muy joven y nada sabe de matar hombres», se dijo Chagak. De pronto quiso que Samiq no dejara de ser un crío. Deseó que siempre se amamantase de su pecho. ¿Cómo haría para protegerlo cuando ya no pudiera tenerlo en brazos, cuando no pudiera consolarlo con su leche?
Las palabras de Muchas Ballenas interrumpieron los pensamientos de Chagak:
—¿Será pronto?
—Sí, muy pronto.
Durante un rato reinó el silencio, hasta que Chagak oyó otra voz.
—¿En las colinas hay algún sitio donde puedan ocultarse las mujeres? —preguntó Kayugh.
—Estoy seguro de que hay muchos escondites —respondió Muchas Ballenas.
—En las playas no he visto nada —intervino Shuganan.
Los hombres volvieron a hacer una pausa.
—Llegan por la noche, cuando todavía hay un poco de luz, aunque no la suficiente para ver —añadió Shuganan—. Así los cazadores de las aldeas se confunden y a veces, en medio de la refriega, hasta matan a los suyos. Los Bajos no dejan a nadie con vida, ni siquiera a niños y recién nacidos. Prenden fuego en lo alto de un ulaq y matan a los que van saliendo por el orificio. Los liquidan uno tras otro.
—Entonces no debemos estar en los ulas —dijo Muchas Ballenas—. ¿Y si vienen esta noche? No tendremos tiempo de ocultar a las mujeres.
—No vendrán esta noche. Hemos encendido hogueras en la playa —explicó Shuganan—. No correrán el riesgo de que los cazadores estén en la playa y de que su llegada no sea por sorpresa.
—Apostaré observadores, mantendremos el fuego encendido y seguiremos danzando —concluyó Muchas Ballenas.
—Tienes cinco ulas grandes —añadió Shuganan—. ¿De cuántos cazadores dispones?
—De dieciocho. Y de tres ancianos que aún conservan algunas fuerzas. Cuatro niños, casi hombres, entre ellos mi hijo. Montan guardia en la choza de la loma que se alza sobre la aldea, atentos a la presencia de ballenas. Ya tienen edad suficiente para luchar.
—Envía a los ancianos a las colinas para que protejan a las mujeres. Es posible que algunos Bajos intenten cogerlas. Bastarán tres ancianos y las mujeres contra uno o dos guerreros. Que los niños permanezcan como vigías para avisarnos de la llegada de los Bajos.
—¿Y los demás hombres? —quiso saber Muchas Ballenas.
—Algunos se ocultarán en las colinas que rodean la aldea. Los demás, tus diez mejores guerreros, deben esconderse en el interior de los ulas, dos por morada. Cuando los Bajos se aposten en la salida, nuestros cazadores saldrán con las lanzas prestas y mientras luchan nuestros hombres bajarán de las colinas y atacarán.
—¿De cuántos guerreros disponen los Bajos? —preguntó Kayugh.
—Contaban con unos veinte mientras viví con ellos —respondió Shuganan.
—¿Apostarán cuatro hombres por ulaq?
—Dos, puede que tres —dijo Shuganan—. Los demás esperarán entre los ulas a los que consigan escapar.
—Si apostamos dos hombres en cada ulaq, sólo lucharemos contra dos o tres Bajos, al menos al principio.
—Así es —confirmó Shuganan.
Durante unos instantes guardaron silencio y Chagak pensó que no dirían nada más, que cada uno se daría por satisfecho con sus propios pensamientos, hasta que oyó murmurar a Kayugh:
—Seré de los que esperarán dentro de un ulaq.
Chagak tuvo la sensación de que un sollozo le partía el pecho, como si la nutria estuviera llorando. De pronto evocó la humareda y creyó oír los gritos desesperados de los habitantes de su aldea. Lamentó que Kayugh no fuera anciano como Shuganan para acompañar a las mujeres y a los niños.