Shuganan no estaba seguro del modo en que lo supo. Quizá tenía que ver con la sapiencia de la edad. Tal vez las voces de las tallas hablaban con su alma, como acostumbraban cuando el sueño aquietaba su cuerpo y confería a su espíritu tiempo para vivir sin los estorbos de la actividad y el hacer. Quizá fue Tugix o algún espíritu superior. Pero lo cierto es que Shuganan lo supo, ya a través de los espíritus o de la sabiduría.
Hacía muchos días que había empezado a tallar la foca. Utilizó un viejo y amarillento colmillo de morsa, de grano fino pero frágil por el paso del tiempo. Lo ablandó en aceite y con su cuchillo raspó los trozos que revelarían el espíritu contenido en su interior.
Afiló la punta del colmillo hasta dejarla tan delgada como la lengüeta de un arpón: era el morro de la foca. Luego curvó el cuerpo y lo ensanchó para formar las aletas. Shuganan alisó la punta roma del colmillo hasta formar una saliente que encajaba perfectamente en su mano.
Terminó de esculpir la foca y pidió a Chagak pieles curtidas y brezo. Chagak lo miró desconcertada cuando el anciano depositó a Samiq en una piel de foca y, con la ayuda de largas tiras de tendón, midió sus brazos y sus piernas, la distancia de la cabeza a los dedos regordetes de los pies, pero la muchacha no hizo preguntas.
Shuganan cortó la piel con un cuchillo de mujer y le dio forma de niño. Usó la primera como molde para la segunda, las cosió y las rellenó con brezo. Con un trozo ancho y curvado de madera ligera, blanqueada por el sol y el mar, Shuganan talló una máscara y le puso nariz, boca y ojos cerrados. Agujeró los lados de la máscara y la cosió a la cabeza de su niño de piel de foca.
Una tarde en la que Chagak estaba ocupada repartiendo comida, Shuganan expresó su deseo de coger en brazos a Samiq. Ese acto no supuso un desmedro para su virilidad, pues Kayugh estaba sentado junto a una lámpara de aceite con su pequeño en brazos. Aprovechó que nadie podía verlo y cortó a Samiq un mechón de cabellos. Tal vez el pelo tuviera alguna influencia en la realidad, alguna fuerza que haría que la mirada de un hombre viera lo que creía ver en lugar de lo que realmente existía.
Aquella noche, Shuganan se retiró a su espacio para dormir y cosió el pelo a la coronilla de su crío de piel de foca.
A primera hora de la mañana, antes de que las mujeres se levantaran para recortar las mechas de las lámparas y vaciar los cestos de los residuos, Shuganan envolvió a su niño en una de las pieles de foca que Hombre-que-mata le había entregado como precio de Chagak.
Se dispuso a esperar en la playa, con el crío dentro de la chaqueta y el colmillo tallado en la manga. Esperó hasta que vio que una de las mujeres salía del ulaq de Grandes Dientes. Regresó a su morada y simuló que había salido a escrutar el mar con la intención de ver señales de las focas.
También salió a la mañana siguiente, y la otra. Al cuarto día despertó en plena noche, sintió el apremio de algún espíritu y volvió a la playa, llevando consigo al niño y la talla de marfil.
Montó guardia durante las horas más oscuras de la noche, vigiló el mar y estuvo atento a cualquier indicio de una presencia humana entre las olas.
Cuando empezó a clarear tuvo la certeza de oír el chapoteo de un zagual, algo que respondía a su propio ritmo más que al de la mar.
Shuganan cogió la talla de marfil, notó la punta del colmillo afilada como un cuchillo y acarició la saliente que había esculpido para sujetarla con la mano, algo que daría fuerza a su arremetida. Se guardó la talla dentro de la manga y cubrió con los brazos al crío de piel de foca, como si fuera una madre que muestra su hijo al padre.
Shuganan vio el ikyak y al cazador que viajaba en su interior.
Sonrió. «Sí, es Ve-lejos».
Observó cómo guiaba su ikyak sorteando las rocas en dirección a la orilla, desataba el faldón que lo rodeaba, saltaba de la embarcación y la arrastraba hasta la playa. Ve-lejos sonrió a Shuganan, pero no lo saludó. El anciano tampoco lo hizo y se limitó a decir:
—Hombre-que-mata me dijo que vendrías. Hace cuatro mañanas que te espero.
—He venido para recordarle a Hombre-que-mata cómo se lucha —dijo, y rio—. Ha pasado un invierno demasiado cómodo. Debe prepararse para luchar contra los Cazadores de Ballenas. Pronto partiremos. —Ve-lejos escrutó la playa—. ¿Dónde está?
Shuganan se había ocupado de que los ikyan no estuviesen a la vista y el joven sólo vio los guijarros de la playa y los anaqueles de secado.
—Está en el ulaq con su mujer —respondió Shuganan—. Mi nieta ha sido una buena mujer. Tienen un hijo.
—¡Un hijo! —exclamó Ve-lejos y se echó a reír—. Ahora que le ha dado lo que tanto quería puede que Hombre-que-mata no se niegue a compartirla conmigo.
—He traído al niño para que lo veas —añadió Shuganan y clavó la mirada en Ve-lejos para ver en qué momento lo acuciaban las primeras dudas, con la esperanza de actuar antes de que el joven descubriera la verdad.
—De modo que Hombre-que-mata te encarga trabajos de mujer —comentó Ve-lejos y lanzó una carcajada.
—Ya no puedo cazar —reconoció Shuganan y extendió su brazo izquierdo retorcido y rígido.
—¿Por eso me muestras a este niño? —preguntó Ve-lejos y señaló el bulto debajo de la chaqueta de Shuganan.
—Aquí arrecia el viento. Vayamos delante del acantilado, allí estaremos protegidos. —Shuganan percibió la vacilación de Ve-lejos, que miró hacia lo alto del acantilado. Por eso agregó—: El hijo de Hombre-que-mata es fuerte y quizá tenga edad suficiente para soportar el viento.
Las dudas se disiparon. Shuganan metió la mano dentro de la chaqueta y sacó al crío de piel de foca.
Ve-lejos sonrió y se agachó para observarlo. Shuganan deslizó el colmillo afilado por el interior de la manga y, en el momento en que le ofrecía el crío a Ve-lejos, simuló que tropezaba. El joven se sorprendió y se apresuró a coger al pequeño. Cuando Ve-lejos aferró el bulto de piel de foca, Shuganan hizo deslizar el colmillo de morsa hasta su mano. Shuganan se había cobrado muchas focas y muchas otarias. Conocía la posición del corazón, ese lugar protegido bajo el esternón, de modo que sabía cuál era la mejor manera de matar a un hombre: el golpe al corazón desde el lado desprotegido, subiendo desde el estómago. Clavó la punta del colmillo tallado y la hundió hasta lo más profundo del corazón de Ve-lejos.
—Esto no es un crío… —balbuceó el joven.
Sus palabras acabaron en un murmullo.
Ve-lejos cayó de rodillas, con el niño de piel de foca en los brazos. Shuganan le apoyó una mano en el pecho. Aunque el corazón había dejado de latir, el espíritu aún asomaba a los ojos de Ve-lejos.
Shuganan extrajo el cuchillo de pedernal de la vaina que llevaba en el brazo izquierdo, sujetó a Ve-lejos por los pelos y le cortó el cuello.
Una bocanada de aire escapó de la tráquea y el vómito se derramó por la garganta abierta, pero Shuganan siguió cortando hasta separar los tendones y los músculos. Echó la cabeza hacia atrás y la sujetó con los muslos mientras cortaba entre los huesos pequeños y redondos de la nuca. Entonces la cabeza quedó suelta y el espíritu ya no asomó por los ojos.
Shuganan dejó el cadáver en la playa. Deseó que las olas llegaran súbitamente y lo arrastraran antes de que las mujeres lo vieran, pero había poco oleaje. El anciano depositó el crío de piel de foca en el ikyak del joven y regresó al ulaq. Despertaría a Kayugh y le pediría que lo ayudase a meter a Ve-lejos en el ikyak. Ambos separarían el cuerpo por las articulaciones, de forma que el espíritu quedara inerme. Luego Kayugh remolcaría el ikyak más allá de los acantilados, donde las corrientes lo arrastrarían mar adentro.
Los espíritus verían al niño de piel de foca, el mechón de cabellos de Samiq en su cabeza, y sabrían que el pelo del hijo de Chagak había conseguido que Ve-lejos viera un crío de carne y hueso, quizá sólo durante un instante, lo suficiente para que Shuganan hundiera el filo. «Sí, los espíritus comprenderán el poder del niño que todavía no es un hombre y honrarán a Samiq, un crío que ya ha contribuido a vengar las muertes del pueblo de su madre», pensó Shuganan.
En ese instante Shuganan miró el cadáver del joven y pensó que Ve-lejos debería estar cazando focas y otarias. «Debería estar en su ulaq, despertando lentamente con los sonidos que hace su mujer al preparar los alimentos de la mañana; debería estar reparando armas a la luz de las lámparas de aceite, observando a su mujer mientras trabaja, fijándose en el brillo que la luz da a la piel de la mujer, en las sombras que dibuja en su rostro y debajo de sus senos. Debería hundir profundamente su simiente en la tersura del cuerpo de su mujer y observarla a lo largo de los meses, a medida que su vientre crece con el niño que él ha puesto en su interior. Éstas son las cosas que Ve-lejos debería estar haciendo».
Pero Ve-lejos había preferido matar hombres. ¿Acaso esa alegría era comparable a la de la vida de cada día?
«Por eso, yo que soy viejo estoy vivo y él que es joven está muerto», concluyó Shuganan.
Kayugh oyó a Shuganan en la estancia principal, percibió los pasos lentos y dificultosos del anciano y se preguntó qué hacía despierto, ya que el día aún era demasiado joven incluso para que Chagak estuviese en pie. Oyó que Shuganan lo llamaba y también el llanto de un niño; oyó que Chagak lo hacía callar, que el gemido se desvanecía en el súbito silencio de la teta en la boca del crío.
Kayugh salió de su espacio para dormir y, sorprendido, vio que Shuganan tenía las manos manchadas de sangre. Fue a decir algo, pero el anciano meneó la cabeza y lo guio por el poste hasta el exterior.
—¿Una foca? —preguntó Kayugh apenas salieron.
Miró en dirección a la playa, pero bajo la débil luz del amanecer y el gris del cielo encapotado, no distinguió nada.
—No —replicó Shuganan—. Llama a Grandes Dientes y a Pájaro Gris. Tenemos que hablar.
Al percibir la intensidad de la mirada del anciano, Kayugh no hizo más preguntas y se dirigió deprisa al ulaq de Grandes Dientes. Llamó a los hombres, que salieron al tiempo que se ponían las chaquetas. Grandes Dientes protestaba pero también gastaba bromas. Cuando Kayugh señaló hacia Shuganan, Grandes Dientes dejó de farfullar, desaparecieron sus ganas de bromear, guardó silencio y miró fijamente las manos ensangrentadas del anciano.
—¿Una foca? —preguntó Pájaro Gris.
Shuganan no contestó mientras los guiaba hacia la playa.
Al ver un montículo junto al ikyak, Kayugh no imaginó que se trataba de un hombre, pero en seguida distinguió la chaqueta, las botas de piel de foca y la cabeza cortada que se encontraba a corta distancia del cuerpo.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó Kayugh.
—Es un Bajo —replicó Shuganan—, uno de los que mataron al hombre de Chagak.
A pesar de que el anciano habló con odio y cólera, sus palabras transmitieron algo al espíritu de Kayugh, algo que parecía decir: «El anciano dice y no dice la verdad. Existen motivos para matar a este Bajo, pero tal vez no sean los que Shuganan expresa».
Shuganan se acuclilló junto al cadáver y se puso a hablar, pero la rompiente en la playa de guijarros ahogaba sus palabras, de modo que Kayugh se agachó a su lado. Grandes Dientes y Pájaro Gris hicieron otro tanto, con el cadáver en el centro, como si estuvieran alrededor de una hoguera, tan cerca como osaban para recibir su calor.
—Ya os he dicho que Chagak y yo cogeremos a Samiq e iremos a ver a los Cazadores de Ballenas. Sabemos que los Bajos se proponen atacar su aldea. Los Cazadores de Ballenas son el pueblo de mi mujer. No puedo permitir que mueran. Tomamos esta decisión hace mucho tiempo, incluso antes de que naciera el hijo de Chagak. Partiremos hoy mismo, pues Concha Azul ya puede amamantar al hijo de Kayugh. El hombre que maté era un explorador, tal como lo prueban las marcas amarillas de su ikyak. Los guerreros no tardarán en llegar. No me refiero a esta playa, que no es más que una parada, el sitio donde supusieron que uno de los suyos había decidido pasar el invierno. No os pedimos que vengáis con nosotros. No tenéis ningún motivo para matar a los Bajos. Ahora esta playa os pertenece. Puede que regresemos, puede que no. Si me matan y Chagak vive, seguramente un Cazador de Ballenas la tomará por mujer y no retornará. Si nos matan a los dos, nos reuniremos con los nuestros en las Luces Danzarinas.
Kayugh observó al anciano a medida que hablaba. Si en otro tiempo Chagak había tenido hombre, ¿dónde estaba la armazón de su ikyak? ¿Y sus armas? Shuganan sólo tenía sus propias armas y las del Bajo que había matado el verano pasado. No había más. ¿Por qué mentía Shuganan?
Esperó, esperanzado en que Pájaro Gris, en su ignorancia, o Grandes Dientes, en su sabiduría, plantearan alguna pregunta que llevase a Shuganan a revelar otra parte de la verdad, pero no abrieron la boca. Así pues, Kayugh se concentró en la decisión que debía tomar. ¿Debía acompañar a Shuganan o debía quedarse?
Ante la mención de probable futuro hombre de Chagak, Kayugh había sentido un desasosiego visceral. Si iba, tal vez podría impedir que Chagak se convirtiera en mujer de un Cazador de Ballenas. Y, en ese caso, Grandes Dientes lo seguiría. Pero ¿quién cuidaría de las mujeres? ¿Habían viajado tanto para que Pájaro Gris se convirtiera en cazador para tres mujeres, para que Pequeña Pata, Nariz Ganchuda y Concha Azul murieran de hambre durante el largo invierno?
Si acompañaba a Shuganan a la aldea de los Cazadores de Ballenas se comprometería a matar hombres. ¿De qué manera un hombre cazaba a otros hombres?
«Seré como un niño que sale a cazar focas por primera vez —pensó Kayugh—. Sabré muy poco y mi ignorancia pondrá en peligro a otros».
¿Qué supondría esa matanza para su espíritu? ¿Se tornaría perverso como los Bajos?
Empero, los hombres que mataban a otros seres humanos debían morir. ¿De qué otra forma se impedía el mal? ¿Acaso los hombres que mataban a otros hombres se atenían a razones? ¿Lograrían detenerlos con la palabra? ¿Y con el trueque? ¿Para qué negociar si con la matanza podían tomarlo todo sin dar nada a cambio?
Kayugh miró a Shuganan. El anciano estaba cabizbajo, las manos entre las rodillas. Debajo de la piel arrugada y vieja sus huesos se percibían frágiles. Kayugh comprendió que muy pronto la muerte alcanzaría a Shuganan, que su espíritu estaba muy próximo a los que te llamaban desde las Luces Danzarinas. El anciano había cumplido sus años de juventud, los de luchar por las cosas, y estaba casi al final de la vejez, cuando el alma libera lo que ha aferrado y cuando uno tras otro se rompen los hilos que la sujetan a la vida. Y ahora sólo Chagak lo retenía. Y Chagak no tenía hombre.
Kayugh se imaginó a la joven con un hombre Cazador de Ballenas, alguien que sólo la aceptaba por el trabajo que fuera capaz de realizar y por los hijos que pudiera darle. ¿Y si un Bajo decidía hacerla su mujer? ¿Cómo serviría a un hombre que enseñaría a Samiq a matar hombres?
Vio que el cuchillo de Shuganan aún sobresalía del cadáver y no le sorprendió que el mango fuese la foca que Shuganan había tallado durante muchas veladas. Kayugh hundió su cuchillo en el cadáver, retiró el colmillo afilado de Shuganan y se lo devolvió.
—Iré contigo —declaró.
Grandes Dientes hundió su cuchillo en el muerto y retiró el de Kayugh.
—Yo también voy.
Pájaro Gris frunció el ceño y protestó:
—No podemos dejar a las mujeres.
—Mis mujeres irán conmigo —afirmó Grandes Dientes.
Pájaro Gris volvió a fruncir el ceño, pero clavó su cuchillo en el cadáver, retiró el de Grandes Dientes y se lo entregó.
—Iré —dijo Pájaro Gris—. Y mi mujer también.