Treinta y seis

—¡Un hijo! —dijo Pájaro Gris a Concha Azul cuando ésta entró en el refugio para parir.

Chagak recordó sus sufrimientos durante el parto de Samiq y la actitud de Pájaro Gris la molestó. ¿Acaso no pensaba en los padecimientos de su mujer o en el temor que domina a las mujeres cuando dan a luz? Estaba a punto de decir algo, pero vio la mirada de Shuganan, percibió la advertencia del anciano y guardó silencio.

—Ven conmigo, Pájaro Gris —propuso Kayugh—. Buscaremos madera para construir un ikyak en honor de tu futuro hijo.

Pájaro Gris echó un vistazo al refugio para parir, apresuradamente construido con madera y pieles. Nariz Ganchuda se encogió de hombros y comentó:

—Es su primer alumbramiento. Llevará mucho tiempo.

Pájaro Gris se dejó guiar por Kayugh. Shuganan los siguió y Chagak se percató de que Kayugh aminoraba el paso para que el anciano pudiese caminar a su lado.

Chagak reanudó su tarea. Nariz Ganchuda y ella preparaban pieles de otaria para la cubierta de un ikyak. Habían remojado, rascado y secado las pieles; después las estiraron hasta volverlas flexibles. Ahora las cortarían, usando la cubierta de un viejo ikyak como guía.

Baya Roja jugaba a corta distancia y Samiq y Amgigh, arropados para protegerse de aquel día frío y nublado, estaban en sus cunas, al costado del ulaq. Kayugh había dicho a Chagak que cuando llegara el invierno practicaría con ambos niños, estiraría sus brazos y sus piernas con ejercicios para que se convirtiesen en cazadores ágiles.

«Son tan pequeños y ya aprenden a ser hombres», pensó Chagak. Aunque estaba orgullosa de haber parido un hijo, súbitamente experimentó el profundo y vergonzoso anhelo de tener una hija.

Nariz Ganchuda interrumpió su trabajo y se acuclilló junto a los críos. Ahora cada niño tenía su cuna. Shuganan había construido otra, semejante a la de Samiq, para el hijo de Kayugh. Las armazones rectangulares de madera ligera llevaban tiras de piel de foca que se mecían con el movimiento de los niños.

—¡Dos hijos hermosos! —exclamó Nariz Ganchuda.

Chagak sonrió.

Al conocer a Nariz Ganchuda, Chagak había reparado, en primer lugar, en su fealdad, la nariz grande, los ojos pequeños y muy juntos, pero ahora sólo veía su deslumbrante bondad, la sonrisa amplia, las carcajadas que hacían que los niños la buscaran.

—Tu hijo, Primera Nevada, es casi un hombre.

—Es verdad —reconoció Nariz Ganchuda—. Grandes Dientes le está enseñando a llevar el ikyak. Muy pronto será cazador.

Aunque Nariz Ganchuda sonrió, Chagak sólo sintió pena. ¿A qué mujer le resultaba fácil ceder un hijo a las responsabilidades adultas?

Nariz Ganchuda sacó una piel de la pila y puso encima la que le servía de guía.

—Tuve cuatro hijos más —dijo y hundió el cuchillo en la piel con mano certera y veloz—. Los tres primeros fueron niñas, pero como no estaban prometidas a un marido… —Señaló las colinas—. Derramé muchas lágrimas, pero Grandes Dientes no las vio. Después él tomó por segunda mujer a Pequeña Pata, con la esperanza de que le diese un hijo. Pero fui yo la que le dio un varón y Pequeña Pata no le ha dado ningún hijo en los ocho años que han transcurrido desde que es su mujer.

«¡Pobre Pequeña Pata!», pensó Chagak. No era de extrañar que fuese una mujer silenciosa y apocada. Podía considerarse afortunada de que la primera mujer fuese Nariz Ganchuda, pues la trataba como a una hermana.

—Era un hijo magnífico —prosiguió Nariz Ganchuda—. Después de su nacimiento, Grandes Dientes celebró un festín en la aldea. Estábamos comiendo cuando oímos un retumbo, pero nadie pensó que fuera algo más grave que un espíritu colérico de las montañas. Esa noche llegaron las grandes olas, cubrieron nuestra aldea y se llevaron a muchos. El agua arrancó una pared de nuestro ulaq y la arrastró al mar. Mi hijo estaba en su cuna y las olas me lo quitaron.

A Nariz Ganchuda se le quebró la voz y Chagak no encontró palabras para consolarla. Cogió otra piel del montón y empezó a cortarla, con la mirada fija en su labor para dar a Nariz Ganchuda una excusa para guardar silencio, pero unos instantes después la mujer prosiguió:

—Todavía sueño con lo que ocurrió. Me estiro hacia la cuna y, sin embargo, mi hijo se aleja flotando…

—Cuánto lo siento —susurró Chagak.

—Sí, fue una época terrible —reconoció Nariz Ganchuda—. Los padres de Primera Nevada también murieron y lo tomé como hijo. Reconstruimos nuestros ulas. En los años siguientes hubo otras olas, pero no tan grandes. No se cobraron vidas. El año pasado, cuando la nieve volvió a ser lluvia y supimos que las focas peludas pasarían muy pronto por nuestra playa, volvieron a sonar los retumbos. Kayugh llevó a muchos de los nuestros a las montañas y estuvimos a salvo, pero no todos pudieron acompañarnos. Cuando bajamos a la aldea encontramos muchos muertos. Por eso seguimos a Kayugh y ahora estamos aquí.

Un grito procedente del refugio para parir interrumpió el relato de Nariz Ganchuda. Pequeña Pata chilló:

—Nariz Ganchuda, el niño está a punto de llegar.

Nariz Ganchuda dejó las pieles de otaria y se dirigió al refugio. De pronto Chagak se sintió sola y lamentó que no la hubiesen llamado. Pensó que alguien debía quedarse con los niños y se rio de su insensatez. Aún había momentos en los que se arrepentía de que Nariz Ganchuda y los demás hubiesen desembarcado en la playa. Pero en ese caso, ¿por qué deseaba que la incluyeran?

Concha Azul lanzó un alarido y Nariz Ganchuda gritó:

—¡Chagak, ven en seguida! Te necesitamos.

Chagak corrió presurosa. Concha Azul estaba tendida boca arriba, con las rodillas sobre el vientre. Pequeña Pata le aferraba las manos y Nariz Ganchuda se había arrodillado entre sus piernas.

«¿Qué hace Concha Azul acostada? —se preguntó Chagak—. Debería estar acuclillada para que el niño salga rápidamente».

Concha Azul se tensó a causa de otra contracción y una nalga diminuta asomó por el canal del nacimiento.

—¿Dónde está la cabeza? —preguntó Chagak.

—Viene del revés —explicó Nariz Ganchuda—. Acércate y sosténle las manos.

Chagak se arrodilló detrás de la cabeza de Concha Azul, frente a Pequeña Pata y a Nariz Ganchuda. Aferró con sus manos las de Concha Azul. Nariz Ganchuda introdujo una mano en el canal del nacimiento y dijo a la parturienta:

—Intenta no empujar. Espera. Espera. ¡Ahora!

Concha Azul se aferró a las manos de Chagak, empujó, chilló y de repente el bebé cayó en los brazos de Nariz Ganchuda: era una niña.

La pequeña emitió un gemido y la madre trató de incorporarse. Nariz Ganchuda la obligó a reclinarse, le pidió que esperara e hizo presión sobre su vientre hasta que expulsó la placenta.

Luego entregó la recién nacida a su madre y Chagak se estremeció ante el súbito silencio que se apoderó del refugio.

Concha Azul abrazó a la pequeña y cerró los ojos. Las lágrimas rodaron por su rostro cuando murmuró:

—Pájaro Gris me obligará a matarla.

Chagak estaba en la entrada del ulaq de Shuganan y rascaba una piel de foca. Samiq y Amgigh mamaban bajo la suk, y Baya Roja jugaba con piedras de colores en el borde herboso de la playa.

Chagak pensó en Concha Azul y en la recién nacida y cruzó los brazos sobre su hijo y sobre Amgigh.

Kayugh no había obligado a su mujer a que matara a Baya Roja, aunque tal vez la niña estaba prometida a un hombre incluso antes de nacer.

El resentimiento se acumuló en el pecho de Chagak y le llenó los pulmones hasta que no pudo respirar. «Si Pájaro Gris hubiese sufrido tanto como Concha Azul, ¿estaría tan dispuesto a matar a la niña? ¿Algún hombre sabía lo mucho que costaba parir?». Pensó en Shuganan. La había acompañado durante el nacimiento de Samiq, la había cuidado. Entonces se preguntó: «¿Acaso sé lo que padece un hombre para traer aceite de foca? ¿Comprendo los riesgos de llevar un ikyak?». Meneó la cabeza, cerró los ojos y acunó a los pequeños.

Intentó mantenerse al margen del dolor, sumirse en pensamientos que le permitieran flotar por encima del sufrimiento del mismo modo que las algas flotan en el mar, pero no pudo olvidar las lágrimas de Concha Azul.

—Yo he tenido muchos pesares —murmuró colérica y dirigió osadamente sus palabras hacia Aka, que se alzaba al otro lado del estrecho.

En ese momento oyó otras voces airadas y vio a Kayugh y Pájaro Gris salir del ulaq de Grandes Dientes.

Kayugh escrutó la playa, se acercó a su hija a grandes zancadas, la cogió en brazos y la estrechó contra su pecho. Baya Roja se abrazó a su padre, con su rostro menudo y pálido junto a la chaqueta del cazador, y miró cuando Kayugh espetó a Pájaro Gris:

—Intentamos construir una nueva aldea. Hemos encontrado este sitio, que es bueno. Aquí hemos hallado sabiduría y vida para mi hijo. ¿Pretendes levantar este sitio sin mujeres?

Chagak clavó la mirada en el rostro de Kayugh y se dispuso a proteger a Baya Roja si Pájaro Gris lo atacaba.

—¿Quién dará a luz a tus nietos? ¿Eso? —Kayugh señaló una piedra—. ¿Acaso aquello? —Señaló una enredada maraña de brezo.

Kayugh sujetó a Baya Roja de la cintura y la extendió hacia Pájaro Gris.

«No llores —suplicó mudamente Chagak a la niña—. Te ruego que no llores». Baya Roja se mantuvo erguida y rígida y su mirada fue de Pájaro Gris a su padre.

—Me da alegría —afirmó Kayugh. Habló en voz tan baja que Chagak tuvo que hacer un esfuerzo para entender lo que decía—: Mataré a cualquiera que intente hacerle daño.

Kayugh depositó lentamente a Baya Roja en el suelo. La niña observó durante unos instantes a su padre. Chagak abrió los brazos. La niña corrió a su encuentro y se acurrucó en su regazo.

Pájaro Gris tomó la palabra:

—Si la hija de Concha Azul vive, tendré que esperar tres, tal vez cuatro años para tener un hijo. Puedo morir antes.

Chagak lo miró. ¿Las palabras de Pájaro Gris menguarían la resolución de Kayugh? Éste no dijo nada y Pájaro Gris prosiguió con cólera apenas contenida:

—Cada hombre manda en su familia.

Kayugh tensó la mandíbula y Chagak retrocedió despacio, sujetando con un brazo a Baya Roja.

—¡Chagak!

La muchacha pegó un brinco, se incorporó lentamente y escrutó el rostro de Kayugh.

—Trae a mi hijo.

Chagak no quería obedecer. Amgigh era demasiado pequeño para participar de una pelea entre hombres. Vaciló, pero Kayugh volvió a llamarla. Chagak sacó al niño de debajo de la suk y lo envolvió deprisa en el pellejo peludo que estaba rascando.

Llevó al pequeño hasta donde estaba Kayugh. Baya Roja la siguió, aferrada a la espalda de su suk. Chagak entregó el bebé a Kayugh y éste lo extendió hacia Pájaro Gris, quitándole la piel que lo cubría para que su compañero de aldea viese sus brazos y sus piernas.

—Pido a la hija de Concha Azul para mi hijo —afirmó Kayugh, se dio la vuelta y extendió el niño hacia Tugix—. Pido a la hija de Concha Azul para mi hijo.

Pájaro Gris apretó los dientes y echó a andar hacia el refugio para parir.

Chagak creyó que Kayugh le seguiría, pero no se movió y sostuvo a su hijo, que ahora lloraba a causa del gélido viento. Pájaro Gris regresó en seguida. Llevaba a la hija de Concha Azul, envuelta en una tosca estera de hierba. Abrió la estera y exhibió a la niña por delante y por detrás. A causa del frío, la piel de la recién nacida adquirió tonos azulados.

—Cúbrela —dijo Kayugh—. Será mujer de Amgigh.

Pájaro Gris tapó a la pequeña y la acercó bruscamente a su hombro, por lo que la cabecita chocó contra su pecho.

—Si la matas, matarás a mis nietos —añadió Kayugh.

Permaneció inmóvil con la vista clavada en Pájaro Gris hasta que éste volvió al refugio. Kayugh entregó su hijo a Chagak, sentó a Baya Roja en sus hombros y se dirigió a la playa.