Treinta y cinco

Chagak estaba sobre el suelo desnudo del nuevo ulaq y vaciaba un saco de brezo seco. Apartaría los tallos dañados y raídos, las partes de la planta que se pudrirían en seguida, y luego dispersaría el resto por el suelo del ulaq, que luego cubriría con esteras de hierba.

Nariz Ganchuda y Pequeña Pata trabajaban a su lado y daban los últimos toques a las esteras. El nuevo ulaq era más grande que el de Shuganan. Con los espacios para dormir separados por cortinas, seguía habiendo lugar suficiente para que muchas personas trabajaran cómodas en la estancia principal.

Nariz Ganchuda señaló el espacio para dormir más grande, situado en la parte posterior del ulaq y comentó:

—Grandes Dientes dormirá aquí.

Chagak frunció el ceño.

—Creía que Kayugh era el jefe de este ulaq.

—¿Shuganan no te lo ha dicho? —preguntó Nariz Ganchuda—, Kayugh y Baya Roja permanecerán en su ulaq. Kayugh quiere estar cerca de su hijo y como tú lo amamantas…

A Chagak se le hizo un nudo en el estómago: Shuganan y ella no estarían en paz. Intentó disimular su desilusión. Se convenció de que era justo que Kayugh quisiera estar con su hijo y prefiriera quedarse en el ulaq de Shuganan. ¿El ulaq seguiría perteneciendo a Shuganan, o Kayugh se convertiría en el jefe? ¿Qué ocurriría con Shuganan? Se sentiría humillado si dejara de ser jefe en su propio ulaq. Tal vez debía ofrecerse a trasladarse a este ulaq, logrando así que Kayugh regresase con los suyos. Pero en ese caso, ¿quién cuidaría de Shuganan?

—Tu hombre está muerto —comentó Nariz Ganchuda.

Las palabras sobresaltaron a Chagak.

Nariz Ganchuda no esperó respuesta y añadió:

—Tal vez Kayugh busca mujer.

Chagak sintió que se ruborizaba. Trató de prestar atención a Nariz Ganchuda, que hablaba de las habilidades de Kayugh como cazador, pero el temor paralizó sus manos y le aceleró la respiración.

Sabía que su madre había sido feliz como mujer, y Nariz Ganchuda se refería a los ratos que pasaba con su hombre en el espacio para dormir, con la mirada encendida y con alegría más que con temor. Pero Chagak había soportado una vez la brutal penetración de un hombre y no quería volver a padecerla. Había visto la frecuencia con que Grandes Dientes visitaba los espacios para dormir de sus mujeres, incluso durante los pocos días que habían compartido el ulaq de Shuganan, y Chagak se había estremecido al tenderse sobre las esteras y recordar lo que le había hecho Hombre-que-mata.

«No todos los hombres son crueles», murmuraba la nutria noche tras noche, pero Chagak no quería volver a ser mujer de ningún hombre.

Kayugh alisó el mango del arpón con un trozo de lava. Transcurría la primera noche desde que Grandes Dientes y Pájaro Gris se habían mudado a su propio ulaq y agradeció el silencio que imperaba en el de Shuganan.

El anciano estaba sentado junto a una lámpara de aceite, inclinado sobre la luz. Tallaba un trozo de marfil y movía los ojos y la boca mientras trabajaba, como si hablara en silencio con su obra.

Chagak estaba a punto de terminar una chigadax para Shuganan. Elaborada con piel de lengua de ballena en lugar de con tiras de intestino de foca, sólo había tardado unas veladas en coserla. Baya Roja había apoyado la cabeza en el regazo de Chagak y cada uno de los pequeños se habían arrellanado en un pecho. Chagak era tan menuda que Kayugh apenas la divisaba en medio de los niños.

«Todo debería seguir así —pensó Kayugh—. En paz, en silencio». En varias ocasiones había hablado con Shuganan sobre la travesía a la isla de los Cazadores de Ballenas. Kayugh había dicho que prefería que Chagak se quedara, pero Shuganan no había estado de acuerdo.

«¿Qué saben las mujeres de combates?», había preguntado Kayugh, a lo que Shuganan había replicado: «Dices que tal vez decidas acompañarme. Me alegraré si lo haces. ¿Pero qué sabes tú de combates? ¿Alguna vez has luchado contra un hombre?».

«No —había respondido Kayugh—, pero sé arrojar la lanza. He luchado contra focas y otarias. No creo que los hombres sean muy distintos».

«Los hombres piensan y odian —había dicho Shuganan—. Los animales sólo luchan para vivir y, en ocasiones, para proteger a sus crías. Los hombres luchan por odio, por el poder, para poseer cosas. Es otro tipo de combate y atrae a los espíritus malignos».

Kayugh jugueteó con su amuleto. La tranquilidad del ulaq parecía muy distante de todo combate. Observó a Chagak, que amamantaba a los críos. Aunque su hijo aún era enteco comparado con el de Chagak, la delgadez no le hizo temer por su vida.

—No quiero que Chagak visite a los Cazadores de Ballenas —dijo Kayugh repentinamente y sus palabras resonaron en el silencio del ulaq.

—¿Te parece mejor llevarla o dejarla aquí? —preguntó Shuganan sin alzar la voz—. Los Bajos conocen esta playa. También conocen mis estatuillas. Kayugh, aquí estuvieron dos exploradores. Uno pensaba quedarse, tomar a Chagak como mujer y pasar el invierno. Lo matamos. El otro regresó con los suyos, pero volverá. ¿Prefieres que ella se quede? ¿Prefieres que sea ella la que diga a los Bajos que su abuelo mató a uno de sus cazadores? Además, tenemos que pensar en Pájaro Gris. Si dejamos a las mujeres querrá quedarse. He notado el deseo en su mirada cuando contempla a Chagak.

Kayugh permaneció en silencio y poco después replicó:

—Tienes razón. En el caso de que nos vayamos, debemos hacerlo pronto. ¿Qué sucederá si los Bajos desembarcan en esta playa y seguimos aquí?

—Antes que nada son cazadores, y luego guerreros —dijo Shuganan, girando el marfil a medida que tallaba y moviendo el cuchillo hasta que Kayugh vio los ojos y la nariz de una foca—. Sólo vendrán cuando hayan pasado los mejores días para la caza de focas.

Kayugh asintió con la cabeza, pero seguía preocupado. No era bueno llevar a Chagak con ellos. ¿Qué pensarían de ella los Cazadores de Ballenas, qué pensarían de una mujer hermosa con un hijo y sin hombre?

Chagak hacía agujeros con la lezna en una piel de foca para marcar la línea que seguiría la aguja en los primeros puntos de la costura impermeable, pero de vez en cuando alzaba la cabeza para observar a Kayugh y a Shuganan.

Como siempre que tallaba, el anciano apenas hacía caso de cuanto lo rodeaba, de lo que los demás decían, del ruido y la actividad en el ulaq. «Tal vez fue por eso que Shuganan y su mujer no tuvieron hijos —pensó Chagak—. Quizá entregó su espíritu a las tallas hasta el punto de que no quedó nada para su mujer, nada para crear el alma de un niño».

Chagak miró a Kayugh y desvió rápidamente los ojos. El cazador la contemplaba. A la chica le molestaba que aquel hombre cruzara sus pensamientos a menudo; en cierta ocasión, durante una de las últimas noches, hasta en sus sueños había aparecido, tendido a su lado y acariciándole la cara hasta que ella despertó, temblorosa.

Para consolarse, Chagak acercó al hijo de Kayugh a su cuerpo y despertó a Samiq, que dormía en la cuna, colgada de una viga sobre su cabeza. Amamantó a los dos niños y notó la succión firme y satisfecha de Samiq y los tirones más delicados de Amgigh. Paseó el dedo por el brazo de Samiq y sonrió cuanto éste lo aferró con su pequeña mano. Hizo lo propio con el hijo de Kayugh. No esperaba respuesta pues el crío casi nunca apartaba las manos de su pecho. Cuando le acarició la mano, Amgigh también le aferró el dedo con firmeza.

Chagak bajó la cabeza hasta apoyar la mejilla en la coronilla de Amgigh y la alegría surgió en su interior. Había querido que el pequeño viviese por el bien de Kayugh. Ese hombre ya había sufrido bastante como para perder a su hijo. En ese momento supo que por su propio bien quería que el niño viviese. Antes había existido cierta distancia, algo que Chagak puso entre ella y el crío. Una barrera. Aún era muy reciente la pérdida de Cachorro. No soportaba la idea de hacerse ilusiones y orar, de observar y convencerse de que el niño mejoraba cuando en realidad sólo se aproximaba a la muerte. Las esperanzas suponían más penas.

Aunque se había resistido, los cuidados surgieron, se colaron en su alma mientras estaba ocupada con otras cosas, y ahora no sólo amamantaba al niño por Kayugh, sino por sí misma.

Puntada tras puntada, Chagak pensó que Samiq y Amgigh crecerían juntos, aprenderían a llevar el ikyak, aprenderían a cazar. De repente, como si la idea no fuera suya sino algo que alguien le había metido en la cabeza, Chagak pensó: «Sería mejor que Samiq tuviera padre».

Se dijo que el pequeño tenía a Shuganan, pero entonces recordó las palabras del anciano: «Soy viejo».

Chagak meneó la cabeza e introdujo la aguja por los agujeros hechos con la lezna. «No necesito hombre», pensó y con cada puntada alejó de su mente las palabras de Shuganan.

Era temprano por la mañana y Chagak acababa de vaciar los cestos con los residuos de la noche. Se detuvo en lo alto del ulaq y contempló el círculo carmesí que el sol formaba tras las nubes que poblaban el cielo. Por primera vez desde que Kayugh había llevado a su hijo, Chagak había dejado a los dos críos en el ulaq: a Amgigh en brazos de Kayugh y a Samiq en su cuna.

De pronto, en medio del viento y de la luminosidad del nuevo día, volvió a sentirse como una chiquilla, como si, al cerrar los ojos y dar fuerza suficiente a sus pensamientos, volviera a estar en su aldea, en el ulaq de su padre, atenta al ikyak de Acechador de Focas en medio de las olas. En ese instante oyó las lentas pisadas de Shuganan en el poste y volvió a notar la plenitud de sus pechos llenos de leche y el agobio de la pena que había soportado desde la muerte de sus seres queridos.

—Me ha pedido que seas su mujer —dijo Shuganan antes de salir del ulaq. Chagak no lo oyó claramente y se acercó al orificio del tejado para escuchar con más atención—. Kayugh quiere que te conviertas en su mujer. No quiere que vayas sin hombre a la isla de los Cazadores de Ballenas.

Chagak permaneció callada largo rato, con la mirada fija en el mar, y encontró cierto consuelo en la contemplación del vaivén de las olas. Finalmente se inclinó hacia el anciano y dijo:

—Deberíamos irnos ahora. Podríamos buscar otra isla y empezar otra vez. Entonces regresaríamos aquí y negociaríamos…

La cólera que denotaba la mirada de Shuganan la enmudeció.

—¿Y qué harías con Amgigh? ¿Lo dejarías aquí, sin leche, en el preciso momento en que empieza a fortalecerse? ¿O te lo llevarías y privarías a Kayugh del gozo de su hijo? —Shuganan se recogió las mangas de la chaqueta por encima de las muñecas, le mostró las palmas y extendió los dedos deformados. Le temblaban las manos—. Chagak, soy viejo. ¿Cómo haré para esgrimir la lanza? ¿Cómo tenderé las trampas? No puedo cuidar de Samiq y de ti. ¿Podrás ser hombre y mujer, cazador y madre?

Algo duro y asfixiante cerró la garganta de Chagak.

—No quiero ser mujer de nadie.

—Chagak —añadió el anciano con tono severo pero calmo—, no se trata de algo que puedas elegir. Debes tener hombre y Kayugh es un buen chico. Si rechazas a Kayugh, puede que otro hombre, un ser débil como Pájaro Gris, te posea por la fuerza. Pero será tarde para elegir.

—Soy lo bastante fuerte para matar a Pájaro Gris y lo bastante fuerte para estar sola.

Shuganan se sentó en el techo del ulaq.

—Así es —reconoció finalmente—, eres lo bastante fuerte para estar sola. —Permaneció en silencio largo rato y Chagak creyó que el anciano coincidía con ella. Shuganan prosiguió—: Es posible que en tu caso haga falta mayor fortaleza para ser de otro.