Chagak estaba en el ulaq, con un crío mamando de cada pecho. La gente de Kayugh llevaba tres días con ellos. En ese período, las mujeres la habían ayudado a terminar de trocear y colgar la carne de ballena y a preparar el aceite.
Los anaqueles ocupaban toda la playa, de un acantilado a otro, y de cada uno pendían tiras de oscura carne de ballena, más delgadas que la hoja de un cuchillo de obsidiana y largas como el antebrazo de Chagak.
Chagak había utilizado las esteras del suelo, colgándolas del techo, para separar los espacios de dormir que fue improvisando en las estancias más amplias del ulaq.
Los hombres habían empezado a construir un nuevo ulaq —lo bastante grande para albergar a la gente de Kayugh— y Chagak deseaba que lo terminaran deprisa, pues se sentía fuera de sitio en medio de la confusión, el apiñamiento y el ruido que reinaban en el ulaq de Shuganan. En su aldea, la construcción de un nuevo ulaq siempre suponía un regocijo, pero en este caso las quejas constantes de Pájaro Gris y el trato ruin que dispensaba a Concha Azul impidieron toda alegría.
Era difícil aceptar que otras mujeres utilizasen sus provisiones y sus piedras para cocinar. Por la mañana, en el foso para cocinar, Nariz Ganchuda había usado un poco de aceite de ballena para preparar un arenque. Lo puso sobre la piedra grande y plana en que Chagak molía semillas y bayas secas, piedra que Chagak se ocupaba de mantener limpia y sin restos de aceite, de modo que cuando acababa la molienda el polvillo quedaba seco y podía almacenarlo durante meses sin temor a que se pudriera. Cuando vio que Nariz Ganchuda había calentado la piedra con el aceite, Chagak comprendió que toda protesta era inútil pues el daño ya estaba hecho.
Contuvo su disgusto y decidió que buscaría una nueva piedra en cuanto Nariz Ganchuda y las demás se mudaran a su propio ulaq. Los viajeros no pueden llevarse todo consigo, y tal vez Nariz Ganchuda había tenido que abandonar su piedra para cocinar.
Chagak había intentado explicar cómo le gustaba guardar y almacenar los alimentos, pero al parecer cada mujer hacía las cosas a su manera y el sitio de almacenamiento estaba lleno de semillas caídas y recipientes rotos.
Pájaro Gris descubrió los huevos almacenados en aceite y arena y se comió más de la mitad.
Chagak se preocupaba, sobre todo, por el hijo de Kayugh. Aunque el pequeño comía y dormía, la muchacha no advirtió ningún cambio en sus delgados brazos y piernas. Su llanto no era más enérgico, casi nunca abría los ojos y cuando Chagak le tocaba la mano con el dedo, el pequeño no lo aferraba.
Por la mañana, Chagak se levantaba, vaciaba los cestos con los residuos de la noche y encendía las lámparas. Kayugh iba a su lado, con los ojos cansados y enrojecidos, como si no hubiera dormido. Chagak se recogía la suk y le mostraba los críos: el regordete que crecía y el que parecía agonizante. Kayugh meneaba la cabeza y la pena que su mirada traslucía desgarraba a Chagak.
«Mama bien», solía decir Chagak a Kayugh. La primera vez que pronunció esas palabras, un destello de esperanza pareció iluminar los ojos de Kayugh, pero ahora, cada vez que le mostraba el niño, o hacía un comentario sobre lo bien que se alimentaba, el hombre ni siquiera respondía.
Chagak le cantaba al niño mientras trabajaba, entonaba canciones sobre la caza de focas y los hijos fuertes, y elevaba plegarias a Aka. Incluso revolvió las tallas de Shuganan hasta encontrar la de un padre con un hijo fuerte sobre los hombros y, después de pedir permiso al anciano, la cosió en su suk, justo encima del hijo de Kayugh.
Chagak había trabajado casi toda la jornada en la playa. Cazó dos págalos de alas pardas que se habían lanzado sobre el foso de derretido para engullir los restos de chicharrones que había entre los residuos de la grasa solidificada. Tras cazarlas con unos cestos, les retorció el pescuezo y las dejó a su lado para, más tarde, desplumarlas y cocinarlas.
Al caer la tarde bajó al ulaq, con la esperanza de estar a solas, pero Concha Azul y Pequeña Pata estaban allí, trenzando esteras de hierba para su ulaq. Chagak dejó a Samiq en la cuna y movió a Amgigh para que siguiera mamando. Luego se dispuso a ayudar a las mujeres, aunque se sentía incómoda. Las mujeres hablaban de personas que le eran desconocidas, de playas que nunca había visto. Chagak sólo tomó la palabra para pedir lo que necesitaba para su labor.
Al final salió del ulaq con dos grandes sacos de almacenamiento de tejido abierto y se dirigió a las colinas para recoger brezo. Cambiaría la hierba del suelo del ulaq por brezo. De ese modo esperaba mitigar el olor rancio a causa del hacinamiento.
Cuando llenó los sacos y se disponía a regresar, vio que Kayugh se aproximaba. Cerró momentáneamente los ojos. Estaba sedienta y esperaba tener tiempo de llenar el odre dé agua en el manantial que había cerca del ulaq, tiempo de sentarse a beber sin escuchar más que el viento y el mar. No obstante, lo saludó con una sonrisa y recordó que la mayoría de las mujeres se sentirían orgullosas de que un cazador fuerte como Kayugh les dirigiera la palabra.
Dejó los sacos de brezo en el suelo y se levantó la suk. El viento le hizo estremecer. Kayugh se inclinó hacia su hijo y el pequeño soltó el pezón de Chagak. Chagak oyó un débil gemido que procedía de Samiq, el cual protestaba a causa del viento frío, pero luego oyó la risa de Kayugh; y ambos sonidos, el llanto y la risa, se fundieron en una misma nota, cual la canción de un cazador de focas.
—Está llorando —dijo Kayugh sin poder contener las lágrimas.
Su tono transmitió el orgullo de un padre que anuncia que su hijo ha cazado su primera foca.
«Tiene razón», pensó Chagak y miró al niño. Parecía algo más fuerte, sus brazos y sus piernas no estaban tan delgados y por primera vez desde que empezó a alimentarlo Chagak abrigó la esperanza de que se salvaría. Pero también experimentó una punzada de dolor, la certeza de que no le sería fácil aceptar la muerte de aquel niño.
Sonrió a Kayugh y, sorprendida, vio que éste le bajaba la suk. El cazador cogió los sacos de brezo y la acompañó al ulaq.
Por la noche, después de alimentar a los hombres y de que las mujeres comieran, Chagak se sentó con una estera a medio tejer sobre el regazo. Pensaba rematar los bordes, pero estaba tan cansada que los dedos no le respondían. El estrépito de las voces le llegaba de todas partes; le habría gustado que el ulaq de Kayugh estuviera terminado para volver a estar a solas con Shuganan, para amamantar a los críos en silencio, protegida por las gruesas paredes del ulaq que incluso apagaban el sonido de las olas y el viento.
Los hombres habían dejado el ulaq después de comer, pero pronto retornarían y esperarían que Chagak les ofreciese alimentos y odres de agua. No sería una noche en la que ella podría excusarse y retirarse temprano a su espacio para dormir. Miró a los niños: ambos dormían.
Cuando estaba en el ulaq y se quitaba la suk, Chagak arropaba a los pequeños con una piel suave y peluda. Aunque Samiq no la necesitaba, Chagak se había percatado de que el hijo de Kayugh no mamaba tan bien si no estaba bien arropado.
Pequeña Pata estaba su lado con la niña, Baya Roja, sentada en su regazo. Nariz Ganchuda se había acuclillado junto a ellas. De repente, Primera Nevada irrumpió en el ulaq. El niño se acomodó junto a Nariz Ganchuda y señaló a Chagak.
—Tu hombre, Shuganan, dice que esta noche nos contará historias.
La felicidad embargó a Chagak. Ya no sería una velada larga e incómoda, en la que los hombres se quejarían del exceso de niños y en la que ella intentaría satisfacer a todos al tiempo que amamantaba a los pequeños. Ya no le sería necesario tener preparada la comida de los hombres y las mechas de las lámparas recortadas y encendidas. Sólo existirían el narrador y sus oyentes…
Reinaría el silencio, quebrado únicamente por la voz del narrador.
Grandes Dientes fue el primero en entrar. Se sentó entre Nariz Ganchuda y Pequeña Pata. Revolvió los cabellos de Primera Nevada. El niño le cogió la mano y gruñó como una nutria. Grandes Dientes intercambió una mirada con Nariz Ganchuda y rio. Al reparar en esa mirada, Chagak se sintió como una intrusa, bajó la cabeza y simuló concentrarse en el tejido que tenía sobre el delantal.
Shuganan y Pájaro Gris bajaron al ulaq. Chagak esperaba que Shuganan se sentase a su lado, pero se acuclilló junto a Grandes Dientes y se puso a charlar con él sobre la construcción del nuevo ulaq.
Kayugh fue el último en llegar. Se situó junto a Chagak y observó cómo mamaba su hijo. Sabedora de la gratitud que percibiría en sus ojos, Chagak fue incapaz de mirarlo.
Poco después Baya Roja reclamó la atención de su padre y se acomodó en su regazo. Chagak se preguntó sobre ese hombre, un hombre que se preocupaba por su hija tanto como la mayoría por sus hijos. Un hombre que había sido incapaz de dejar morir a un recién nacido.
Chagak estaba apoyada sobre los talones, con las rodillas en alto, y cada niño metido en el portacríos reposaba sobre uno de sus muslos a medida que mamaba. Acarició las cabezas de los pequeños. Ambos tenían mucho pelo grueso y oscuro. Al posar la mano en la cabeza de Samiq, éste dejó de chupar y la miró largo rato. Amgigh, en cambio, se aferró con más fuerza a su teta.
—Nieta, tráeme agua —dijo Shuganan súbitamente, con una voz lo bastante alta para hacerse oír por encima de la charla de hombres y mujeres.
Shuganan abandonó su sitio al lado de Grandes Dientes y se acomodó junto a Kayugh, sobre una pila de pieles de foca. Chagak se puso en pie, desató de una viga una vejiga de foca que contenía agua y se la entregó. El anciano bebió, dejó el recipiente en el suelo y posó las manos nudosas sobre las rodillas.
En principio se dirigió a Kayugh y habló como si nadie más lo oyera:
—Me has pedido que te hable de mi pueblo y de cómo llegué a esta playa. Te lo contaré. Ha llegado el momento de recordar.
Chagak cerró los ojos. Podía estar tranquila. A nadie le importaría que las lámparas de aceite parpadearan y se apagasen; nadie se preocuparía de la comida.
Sabía que Shuganan les contaría casi toda la verdad y lo que no era verdad, la historia que habían convenido en narrar a los Cazadores de Ballenas. Aquella historia les protegería a los tres: a Shuganan, a Chagak y sobre todo, a Samiq. Pero también se entregaría al relato, se sumergiría en la historia, sentiría cólera, alegría y asombro a medida que Shuganan desgranara la historia en el silencio del ulaq.
—Cuando era joven hice trueques para mi pueblo —comenzó Shuganan. Calló y Chagak se dio cuenta de que aguardaba el murmullo que indicaría que todos estaban atentos, que todos podían oírlo. Prosiguió—: Viajé a los confines del mundo, donde las murallas de hielo señalan los límites de la tierra. Me interné mar adentro hasta islas que pocos hombres han contemplado. He conocido a los Hombres de las Morsas y a los que cazan al oso pardo. Traté, sobre todo, a los que algunos llaman los Bajos, hombres pequeños y fuertes conocidos por sus habilidades para la caza y sus astutos trueques.
»Realicé la mayoría de las travesías con los Bajos. Negociamos con diversos pueblos, llevando aceite de foca a los Hombres de las Morsas y pieles y carne de morsa a los Cazadores de Ballenas para cambiarlas por aceite de ballena.
«Aprendí la lengua de los Bajos e incluso me quedé en su aldea. Cuanto más tiempo estaba con ellos, más me percataba de que eran un pueblo codicioso. No negociaban para conseguir comida y prendas de vestir para sí, ni para llevar alegría a los demás. Negociaban para tener más de lo que necesitaban. Esa codicia dio lugar a que los espíritus malignos se introdujeran en su tribu.
»Un chamán fue a verlos, un chamán que no conocía el bien, sino el mal. Vio que los Bajos tenían muchas cosas y decidió que las quería todas para sí. Dijo a este pueblo que debilitaría a otras tribus para que los Bajos poseyeran sin necesidad de trueque.
«Visitaban aldeas bajo la pretensión de negociar y tarde por la noche, después de la celebración, los Bajos abandonaban sus lechos y ocultaban las armas. Después mataban a los aldeanos y se llevaban lo que les apetecía. Al final ya no pretendían hacer trueques, pues llegaban a las aldeas por la noche, quemaban los ulas y mataban a sus habitantes.
»Yo entonces era, lo mismo que ahora, un tallador —prosiguió Shuganan e hizo una pausa mientras los reunidos asentían—. Los Bajos daban gran valor a mis estatuillas. Cuando se proponían tomar una aldea de Hombres de las Morsas, querían tallas de morsas para incorporarlas a sus amuletos. Si atacaban Cazadores de Osos, pretendían osos tallados.
Shuganan bajó la voz, y al reanudar el relato no lo hizo con la autoridad del narrador, sino como un hombre que desvela un sueño.
—En mí siempre ha existido un espíritu que mora en mi mente y en mis manos y que me impulsa a tallar.
Chagak advirtió que Shuganan se había desviado de la explicación que habían acordado, abrió los ojos y contempló al anciano. Abrigó la esperanza de que Shuganan se acordara de ser cuidadoso al referirse al padre de Samiq.
—Cuando era pequeño —prosiguió Shuganan— y todavía dormía en el espacio para dormir de mi madre, por la noche despertaba con un escozor en los brazos y en las manos y con el deseo de tallar algo que ese día había visto. El deseo era tan intenso que tenía la sensación de que se me abriría la cabeza por la necesidad de liberar lo que mis ojos habían contemplado.
»El chamán perverso adjudicó un gran poder a mis tallas y al principio sus atenciones me halagaron. Más tarde me di cuenta de que utilizaba mi obra para hacer daño a otros.
»Aunque intentaron que me quedase, abandoné a los Bajos. Como sabía que me buscarían, no podía regresar a mi aldea. Encontré esta playa después de navegar muchas jornadas en mi ikyak. Construí un ulaq y, varios años después, me uní a una mujer procedente de los Cazadores de Ballenas. Tuvimos un hijo que tomó una mujer de la aldea de los Primeros Hombres situada al sur de la isla de Aka. Ambos murieron. Después de muchos años mi mujer también murió, pero ellos me dejaron a Acechador de Focas, mi nieto.
Pese a que no apartaba la mirada de Shuganan, Chagak sabía que los ojos de todos estaban clavados en ella. Notó que los pensamientos de los demás la rondaban. Fingió acomodar los portacríos.
Las mechas de las lámparas se habían consumido hasta el nivel del aceite y emitían poca luz, pero al mirar a Shuganan, Chagak notó que su rostro resplandecía como si infinidad de lámparas lo iluminaran.
Oyó decir a la nutria: «¿Tanto tiempo ha pasado desde que oíste narrar una historia? ¿No recuerdas el poder de la palabra, muchas personas que piensan lo mismo y que se sumergen en los mismos sueños? ¿Has olvidado el poder de todo esto?».
Chagak reparó en que había llegado el fragmento del relato que no debía perderse, el que trataba de ella y de Samiq, por lo que apartó de sus pensamientos los murmullos de la nutria y prestó atención a Shuganan.
—Cuando mi nieto tuvo la edad adecuada, tomó mujer en la aldea de su madre. —Shuganan miró a la joven—. Ahora reclamo a Chagak como nieta. Cierto día Acechador de Focas salió a cazar y no regresó. Chagak estaba a punto de iniciar el duelo y de llamarse viuda, pero al séptimo día Acechador de Focas retornó. Nuestra alegría por su regreso pronto se trocó en pesar porque nos habló de la destrucción de la aldea de Chagak y de la muerte de su familia. Había dedicado tres días al entierro de los familiares y a celebrar ceremonias mortuorias.
»Supe que habían sido los Bajos. Ese mismo verano, dos exploradores de los Bajos aparecieron en nuestra playa. Abatimos a uno, pero el otro mató a Acechador de Focas y escapó, convirtiendo a Chagak en viuda y preñada de un niño que nacería en primavera.
»Antes de su partida, el Bajo nos advirtió que regresaría. Traería a los suyos para matarnos y para acabar con los Cazadores de Ballenas de la isla del oeste.
«Como la madre de Chagak y mi mujer pertenecían al pueblo de los Cazadores de Ballenas, Chagak y yo decidimos que esta primavera haríamos la travesía para avisarles. Pronto partiremos.
»No os pedimos que nos acompañéis. No han matado a los vuestros y no tenéis lealtades con los Cazadores de Ballenas, pero nosotros iremos.
Chagak permaneció inmóvil en el silencio del ulaq. Percibió la sorpresa de la gente de Kayugh ante el brusco final del relato. Los relatos solían durar hasta bien entrada la noche y el final de uno engendraba el inicio de otro.
¿Creían a Shuganan? Había muy pocas mentiras: que Shuganan no era uno de los Bajos, que ella era mujer de su nieto y la mentira que le habría gustado que fuese verdad, que Acechador de Focas era el padre de Samiq.
Cuando Shuganan pronunció las palabras, a Chagak le parecieron verdaderas, como si la narración modificara el pasado y convirtiera a Samiq en hijo de Acechador de Focas. Estrechó con más fuerza a Samiq.
«¿Qué ocurrirá si descubren la verdad? —pensó Chagak—. ¿Y si se enteran de lo que pasó con Hombre-que-mata? No permitirán que Samiq viva. Lo considerarán un Bajo, un enemigo».
Acercó a Samiq a su pecho y el niño se puso a llorar. Sus berridos sonaron estentóreos e inquietantes en el silencio del ulaq. El hijo de Kayugh también se echó a llorar. Chagak pensó que los bebés habían oído el susurro de los espíritus, que lloraban por penas que ella y Shuganan no veían.
Chagak abandonó el círculo de los oyentes y se dirigió a su espacio para dormir. Echó las cortinas y abrigó el deseo de permanecer eternamente dentro del ulaq, con ambos niños a salvo en sus brazos.