Treinta y tres

Cuando entró en el ulaq, Chagak tuvo la sensación de que no era el sitio de costumbre. Recipientes de almacenamiento hechos con estómagos de foca se apilaban al pie del poste y de las vigas colgaban nuevos pellejos de agua. Montones de pieles ocupaban el espacio para dormir adicional y ocupaban parte de la estancia principal.

Chagak esperaba oír la cháchara de las mujeres, pero estaban en silencio. Se detuvo unos instantes en el poste y las miró con atención.

Estaban sentadas en el centro del ulaq, espalda contra espalda, con la cara en dirección a los estantes de las tallas. Una mujer de nariz grande y arqueada sostenía a la niña en su regazo. El niño se había sentado junto a ellas. Otra, de cara redonda y rolliza, miraba hacia el suelo, con el pelo oscuro recogido a la espalda. Fue la mujer más pequeña la que atrajo la mirada de Chagak. Tenía un bulto bajo la suk.

Chagak dedujo que era Concha Azul, la mujer de Pájaro Gris, y el espíritu de una nutria murmuró: «Esta mujer sí que es hermosa».

«Es verdad», pensó Chagak. Cualquiera se deleitaría contemplando la nariz diminuta, los ojos grandes y los labios pequeños pero llenos de Concha Azul. Chagak se tocó la cara y se preguntó si alguien se deleitaría al mirarla.

Al principio no estaba dispuesta a hablar. Deseaba dirigirse a su espacio para dormir y cerrar la cortina que la separaría de las mujeres, pero había dicho a Kayugh que amamantaría a su hijo, y en ese momento los hombres vigilaban el foso de derretido para que ella pudiese estar en el ulaq. Finalmente dijo:

—Las tallas de Shuganan no portan espíritus malignos. No hay nada que temer y pronto os acostumbraréis a sus ojos observadores.

Aquellas palabras parecieron dotar de vida a las mujeres. La de la gran nariz habló en voz baja con las otras y las tres se pusieron a desenrollar esteras y sacar alimentos de las cestas.

Al parecer, la mujer de gran nariz guiaba a las otras. Chagak se acercó a ella y le mostró su escondrijo de almacenamiento. Descorrió las cortinas para que las mujeres pudiesen guardar sus provisiones.

—Me llamo Nariz Ganchuda —dijo la mujer. Señaló a la pequeña, que seguía en su falda—: Ésta es Baya Roja, la hija de Kayugh.

—Baya Roja, me alegro de que estés aquí —dijo Chagak, pero la niña hundió la cara en la suk de Nariz Ganchuda—. ¿El niño también es de Kayugh?

—No —replicó Nariz Ganchuda—. Primera Nieve es mi hijo. Kayugh también tiene un hijo, del que se ocupa Concha Azul. Está muy enfermo… —se le quebró la voz.

—Kayugh me habló de su hijo —dijo Chagak.

Concha Azul alzó la vista de las labores y explicó:

—Está muy enfermo y yo no tengo leche. A mi hombre no le gusta que me ocupe del niño. Dice que podría maldecir a los nuestros y provocarles debilidad.

—Yo tengo leche —dijo Chagak, pero las palabras de Concha Azul la inquietaron. ¿Era posible que el hijo de Kayugh provocase una enfermedad en Samiq?

La nutria volvió a susurrar: «Dijiste a Kayugh que amamantarías al niño».

Concha Azul se recogió la suk y sacó a Amgigh del portacríos.

Chagak dirigió la mirada al vientre de Concha Azul. La mujer estaba preñada y pronto daría a luz. En ese momento vio al niño. Parecía un viejecillo arrugado, con los ojos y la tripa demasiado grandes en relación con los brazos y las piernas. ¿Cuánto hacía que no se alimentaba?

Concha Azul se quitó el portacríos y abrió un paquete que llevaba a un lado del cuerpo. Sacó pieles limpias para acolchar el portacríos y se lo entregó a Chagak, que se lo colgó del hombro libre. Acomodó al hijo de Kayugh en el portacríos, le introdujo el pezón izquierdo en la boca y le palpó la mejilla hasta que notó una ligera presión. El pequeño abrió los ojos como sorprendido de que la succión le llenase la boca y siguió mamando, aferrado a la teta con ambas manos.

Concha Azul se dirigió al centro del ulaq y se sentó junto a Nariz Ganchuda. Hablaron en voz tan baja que Chagak no oyó lo que decían. De pronto se sintió incómoda y sola, como si ella fuera la que estaba de visita.

Las mujeres rieron y hasta la tímida levantó la cabeza. Chagak experimentó el súbito temor de que hablasen de ella, por lo que les dio la espalda y se ocupó del hijo de Kayugh. No estaba lo bastante fuerte para succionar sin cesar, de modo que chupaba, el pezón se le escapaba de la boca, lo buscaba con los ojos cerrados, chupaba, se tomaba un respiro y volvía a succionar.

Chagak se bajó la suk y tapó al pequeñajo. Miró en dirección a las mujeres y vio que Concha Azul la observaba. Aunque percibió alivio en la mirada de la preñada, tuvo la sensación de que el sosiego de Concha Azul se convertía en su carga.

«El niño morirá», susurró el espíritu de la nutria.

—No —dijo Chagak, tan rápido que tuvo una súbita visión de la nutria que se deslizaba de la orilla al mar, pues el animal le volvía la espalda a su descortesía. De todos modos, Chagak llegó a pensar que la nutria tenía razón. El niño ni siquiera había gemido cuando Concha Azul lo sacó desnudo de su suk tibia. ¿Podía vivir un crío que ni siquiera tenía fuerzas para llorar?

Chagak mantuvo una mano dentro de la suk y movió suavemente la cabeza del pequeño cada vez que dejaba de mamar; de vez en cuando tocaba a Samiq para comprobar que sus brazos y sus piernas seguían siendo fuertes y gordos, para comprobar que el hijo de Kayugh no estaba chupando las fuerzas de su hijo.

Mantuvo la cabeza baja, por lo que no vio que Concha Azul estaba a su lado hasta que la joven preguntó:

—¿Está mamando?

Chagak se sobresaltó y su expresión de sorpresa hizo reír a Concha Azul. Chagak no tuvo motivos para sonreír, con su ulaq lleno de mujeres extrañas y un bebé agonizante prendido a su pecho.

¿Por qué Shuganan había accedido a que esa gente se quedara?

Concha Azul, ajena a sus pensamientos, se puso a parlotear sobre el derretido de la grasa de ballena y el almacenamiento de la carne.

Chagak no quería que las mujeres trabajaran en su foso de derretido ni que la ayudasen con la carne. Era su trabajo y lo había realizado a conciencia. Había tomado las decisiones necesarias y no quería que otras modificasen lo que había hecho.

La nutria le dijo: «Has estado demasiado tiempo lejos de tu aldea. ¿Qué mujer rechaza ayuda? En este momento permites que los hombres te ayuden. ¿Por qué no las mujeres? Son más hábiles que los hombres para preparar aceite».

Chagak trató de escuchar a Concha Azul con más amabilidad, procuró sonreír a medida que la mujer hablaba, pero no la escuchó realmente hasta que mencionó a Kayugh. Por alguna razón, el tema interesó a Chagak, que preguntó:

—Pájaro Gris, tu hombre, ¿es hermano de Kayugh?

—No. Los padres de Kayugh vinieron a nuestra aldea antes de que él naciera. Eran Hombres de las Morsas. El padre venía a la aldea para negociar. Le caímos bien, así que trajo a su mujer y se quedó.

Chagak había oído hablar a su padre de los trueques con los Hombres de las Morsas. Solía decir que era un buen pueblo, risueño, un pueblo de seres altos y de piel clara que adiestraban animales llamados perros para que acarrearan cargas y protegieran sus campamentos. Chagak no pudo contenerse e hizo una pregunta tonta, digna de un niño:

—¿Tiene un perro?

Concha Azul rio.

—No, pero es un gran cazador y supera a todos. Habría sido jefe si se hubiera quedado en la aldea. Pero no había otra solución. Cada año el mar se eleva y nuestra isla se vuelve más pequeña. Kayugh dice que llegará el día en que todos tendrán que abandonarla. Hasta que llegamos aquí nuestra travesía no había sido muy buena, sobre todo para él.

—Lo sé —dijo Chagak—. Me contó que su mujer murió después de dar a luz.

—Sangraba después del parto —explicó Concha Azul—. Y no nos dijo que sangraba copiosamente. Poco antes había muerto la primera mujer de Kayugh. Se ahogó mientras recogíamos lapas. Kayugh se internó en el mar a buscarla, pero ya estaba muerta cuando llegó a la orilla. Era vieja, había sido mujer de otro y Kayugh la tomó como primera mujer, le concedió ese honor pese a que ella no lo honró con un hijo.

Chagak notó que el hijo de Kayugh soltaba su pecho y la abrumó el súbito temor de que hubiera muerto. Miró dentro de la suk y vio que la leche burbujeaba en la boca del crío. Estaba dormido. Dirigió la mirada a Concha Azul y dijo:

—Está dormido. ¿Quieres cogerlo?

Concha Azul desvió la mirada y replicó:

—No, no tengo leche. Si está contigo podrás amamantarlo más a menudo.

Chagak volvió a pensar en la pena que traslucía la expresión de Kayugh cuando le habló de su hijo. No le extrañó que Concha Azul no quisiera cogerlo. ¿A quién le gustaría ser la persona que sostuviera al niño cuando muriese?

Concha Azul se puso de pie.

—Tengo que ayudar a Nariz Ganchuda a acomodar nuestras cosas. —Hizo una pausa y luego preguntó—: Shuganan, el anciano, ¿es tu hombre?

—Es mi abuelo —replicó Chagak y alzó la cabeza. Buscó torpemente las palabras y añadió—: El padre de mi hijo ha muerto.

Se concentró en el hijo de Kayugh, lo despertó para que volviera a mamar y ya no se preocupó de Concha Azul.