Shuganan estaba en lo alto del ulaq y miraba hacia la playa. Cada mañana, al despertar, se le hacía un nudo en el estómago hasta que comprobaba que la ballena seguía en la playa, que la marejada respetaba su derecho sobre el animal. Y cada noche se regocijaba: más carne almacenada, más aceite preparado.
La ballena seguía en la playa y ahora sólo era un esqueleto, huesos y sangre coagulada.
Shuganan irguió los hombros y llamó a Chagak. La noche anterior habían cubierto las dos hogueras de la playa porque el reposo les era más necesario que el aceite.
Ese día Chagak separaría los huesos, herviría los grandes para obtener aceite y guardaría los pequeños para dar sabor a los guisados.
Chagak salió del ulaq con el niño bajo la suk.
—¿La ballena sigue aquí? —preguntó mirando a la playa.
—Sí.
La joven no dijo más, se estiró para sujetar el brazo de Shuganan, terminó de salir del ulaq y bajó a la playa.
Shuganan la observó mientras removía las brasas de los fuegos cubiertos con ceniza y encendía nuevas llamas con hierba seca y astillas de madera ligera. Escudriñaba el mar, para ver si Kayugh regresaba con su gente.
Kayugh remó con ahínco y su ikyak adelantó al de Pájaro Gris. Observó el acantilado que se alzaba a su derecha. Sí, era ése, el alto acantilado oriental de la playa de Shuganan.
—¡Es aquí! —gritó, trazó con el zagual un amplio arco por encima de su cabeza y dirigió la embarcación hacia la cala.
Vio que Shuganan corría por la playa y divisó el cadáver de la ballena, del que sólo quedaban los huesos. Dentro del arco de las costillas las gaviotas chillaban y reñían por los restos de carne.
Kayugh desplazó el ikyak alrededor de las rocas que bordeaban la cala y cuando se aproximó a la playa abrió el faldón de la escotilla, saltó a las aguas poco profundas y varó la embarcación.
Shuganan lo aguardaba y lo saludó con las palmas hacia arriba. Grandes Dientes se detuvo junto a Kayugh. Saludó a Shuganan y entre los dos ayudaron a Pájaro Gris a bajar del ikyak y a las mujeres y niños a salir del ik.
Chagak permaneció junto al foso de derretido. A Kayugh le habría gustado coger a su hijo, sacarlo de la suk de Concha Azul, correr playa arriba y pedirle a Chagak que lo amamantara. Cada día que pasaba el crío estaba más próximo a la muerte y Kayugh sentía que sus propias fuerzas lo abandonaban. La fuerza escapaba de sus brazos y sus piernas como si los sufrimientos del niño pudieran convertir a su padre en un viejo.
«Se debe a mi egoísmo», pensó Kayugh y observó a Chagak mientras trabajaba. Había decidido mantener vivo al niño para no añadir otra pena a la pérdida de dos mujeres y tantos miembros de su aldea. La pena era tan intensa que por momentos Kayugh se preguntaba si algo se había roto y se desangraba dentro de su pecho, algo que añadía lastre a sus brazos y sus piernas y que hacía que su estómago rechazase el alimento.
Con la prolongada espera, las expectativas le habían parecido cada vez menores. Sus padecimientos se intensificaron cuando un espíritu le murmuró: «Está mejor. ¿No te das cuenta de que ha engordado un poquitín? ¿No has visto que abrió los ojos, que su llanto es más fuerte?». Kayugh ya no confiaba en sí mismo y sólo conocía la verdad a través de la triste mirada de Nariz Ganchuda, del temor que reflejaban los ojos de Concha Azul.
Sumido en sus pensamientos, Kayugh no se percató de que Pájaro Gris estaba a su lado hasta que éste dijo:
—No nos dijiste que era hermosa.
—¿Acaso habría facilitado tu decisión? —preguntó Kayugh.
—Pensé que sólo venías para salvar a tu hijo.
—Decidí venir porque es una buena playa.
—Entonces no te preocupes si decido tomar una segunda mujer —añadió Pájaro Gris.
La ira estuvo a punto de dominar a Kayugh. Subió por su cuello y tiró de los tendones de sus brazos hasta que apretó los puños.
—¿Quién cazará para darle de comer? —preguntó con malicia. Antes de que Pájaro Gris tuviera tiempo de responder, Shuganan se interpuso entre ambos.
El anciano irguió los hombros y sus ojos llamearon como si fueran carbones encendidos.
—Os ofrezco la hospitalidad de mi ulaq y de mi playa, y vosotros discutís por mi nieta.
—Necesita un hombre —replicó Pájaro Gris.
—Ya decidiré en qué momento necesita un hombre —dijo Shuganan, con suavidad pero con tono lo bastante alto para que lo oyesen las mujeres y los niños que estaban sacando las provisiones del ik.
Kayugh aguardó la respuesta de Pájaro Gris, pero éste guardó silencio. Al final, Grandes Dientes se acercó y empujó a Pájaro Gris hacia el ik.
—Tu mujer necesita ayuda —dijo, y Pájaro Gris retrocedió lentamente.
—Nadie tomará por mujer a tu nieta a menos que tú y ella estéis de acuerdo con celebrar esa unión —precisó Kayugh—. Si quieres, nos marchamos.
Grandes Dientes intervino antes de que Shuganan pudiese replicar:
—Aunque parece que Kayugh hace concesiones a la descortesía de Pájaro Gris, te está ofreciendo más de lo que imaginas.
Kayugh sujetó por el brazo a Grandes Dientes y dijo en voz baja:
—Cada uno tiene sus problemas.
—Cuando seamos viejos nuestro pueblo necesitará cazadores —insistió Grandes Dientes.
—Puede que Concha Azul tenga un hijo —replicó Kayugh.
Grandes Dientes sonrió parsimonioso.
—Es posible, pero puede que el hijo cace como el padre.
—Pájaro Gris sabe cazar.
—La carne de leming no me gusta. —Grandes Dientes se dirigió a Shuganan—: La mujer de Kayugh murió de parto y su hijo no tiene quien lo amamante. Lo único que pedimos es que tu nieta comparta su leche, no que se convierta en mujer de Kayugh.
—Tendrá que decidirlo ella —repuso Shuganan—. Cuando terminéis de descargar las embarcaciones traed vuestras cosas a mi ulaq. Hablaré con mi nieta.
Chagak cogió otra piedra al rojo con las tenazas de sauce y la dejó caer en el foso. Procuró trabajar como si en la playa no hubiese nadie más, como si no viera a Shuganan con los hombres y las mujeres de la aldea de Kayugh.
Guiados por Shuganan, los recién llegados pasaron a su lado en dirección al ulaq, los hombres cargados con los arpones y las lanzas, y las mujeres con bultos de carne, mantas y esteras de hierba.
Había dos niños: un chiquillo de unos ocho veranos, que llevaba una bolsa de piel de foca, y una cría de no más de tres veranos, que arrastraba una estera de hierba.
Los adultos no miraron a Chagak porque así lo establecía la costumbre de la cortesía, pero el niño la observó con atención y se agachó para echar un vistazo al foso de derretido. La niña levantó la mano y señaló a Chagak con un dedo. Se detuvo como si estuviera a punto de decir algo, pero se metió el dedo en la boca y corrió a reunirse con los demás.
Chagak se puso de puntillas para observar a los que entraban en el ulaq. Le habría gustado estar allí para indicarles dónde poner las cosas, para ocuparse de que los alimentos y las mantas quedaran correctamente guardados, pero permaneció atenta a su faena.
Con la punta afilada de una rama tierna de sauce extrajo los chicharrones pardos que quedaban una vez derretida la grasa. Los puso sobre una piel de foca para que se enfriaran. Después los cortaría en tiras y los utilizaría como cebo para pescar.
Estaba retirando los últimos chicharrones cuando vio que Shuganan salía del ulaq. Lo acompañaban Kayugh y los dos hombres. Chagak bajó la cabeza para que no se dieran cuenta de que los observaba.
Recogió los extremos de la piel de foca sobre el montículo de chicharrones, apretó con las palmas de las manos, trazó un círculo alrededor de la piel y presionó a medida que giraba.
Acercó el bulto al foso y soltó un extremo de la piel para que el aceite extraído de los chicharrones cayera en un cesto.
Cuando volvió a estirar la piel de foca y puso los chicharrones encima para que se enfriaran, se dio cuenta de que Shuganan y los tres hombres estaban a su lado.
—Chagak, mi nieta —dijo Shuganan a los hombres. Luego se dirigió a ella—: Ya conoces a Kayugh. Grandes Dientes y Pájaro Gris pertenecen a su aldea.
Chagak se limpió las manos en la suk y se irguió.
Grandes Dientes era un hombre de brazos y piernas largos. Las mangas de su chaqueta de piel de ave parecían tan largas como la chaqueta misma. Su tez era oscura, con arrugas más claras que escapaban de los rabillos de los ojos, y su pelo se disparaba en todas direcciones. El hombre le sonrió y dejó al descubierto una hilera de largos dientes blancos que: destacaban entre los labios incluso cuando tenía la boca cerrada. La bondad de su sonrisa hizo que Chagak se sintiera cómoda.
El otro, Pájaro Gris, no sonrió. Apretaba los labios como una nutria enfadada. De la barbilla le colgaba un mechón de pelo del mismo grosor que los bigotes de una foca. Parecía que entrecerraba los ojos adrede y su frente se fruncía a causa del esfuerzo. Era más pequeño que Kayugh y que Grandes Dientes, pero sacaba el pecho como si así pudiera aumentar su estatura.
Fue el primero en tomar la palabra y pasó por alto todo comentario amable sobre el tiempo y el trabajo de Chagak.
—Queremos ver a tu hijo.
Chagak rodeó con los brazos la suk y estrechó al niño.
—Está dormido —replicó pese a que notaba la presión de su boca en el pezón, el discurrir de sus manos sobre su piel.
Grandes Dientes habló como si Pájaro Gris no hubiese abierto la boca, como si ni siquiera estuviera presente.
—Hemos viajado muchos días. Nuestras mujeres están cansadas. Tu abuelo nos ha dado refugio en su ulaq. En cuanto descansen, las mujeres te ayudarán a retirar la grasa del foso.
Aunque esas palabras no eran las que solían decirse al conocerse —se intercambiaban comentarios amables sobre el tiempo y el mar—, al menos el tono de aquel hombre era cortés.
—Será bueno tener ayuda —replicó la joven.
—Chagak, Kayugh también tiene un hijo —intervino Shuganan.
—Me alegro por ti —dijo Chagak a Kayugh, pero notó la pena en su mirada, pena que se comunicó con el pesar que Chagak sentía desde la pérdida de su pueblo—. ¿El niño está enfermo? —preguntó, sin recordar que no debía hablar a menos que le dirigiesen la palabra.
Kayugh estaba como ausente. Dio un paso hacia la muchacha y explicó:
—Mi mujer murió de parto y decidí quedarme al niño, pero ninguna de nuestras mujeres tiene leche para amamantarlo.
Chagak retiró a su hijo del calor de la suk y se lo enseñó a Kayugh. El niño estaba desnudo, salvo la piel curtida que le cubría las nalgas. Sacudió los brazos y las piernas a causa del frío y se echó a llorar.
—Es un hijo bueno y fuerte —declaró Kayugh.
—Todos los niños parecen fuertes en comparación con tu hijo —intervino Pájaro Gris.
—¿Dónde está tu hijo? —quiso saber Chagak.
—En el ulaq. Concha Azul, la mujer de Pájaro Gris, se ocupa de él.
Chagak asintió con la cabeza y, como si en la playa sólo estuvieran Kayugh y ella, se recogió la suk y cogió su teta izquierda. Apretó el pezón y sacó un delgado chorro de leche para que Kayugh lo viera. Introdujo a Samiq en el portacríos, le acercó el pezón a la boca y le palmeó la mejilla hasta que el pequeño empezó a mamar.
Chagak cubrió a su hijo con la suk.
—Tengo leche suficiente para dos —dijo a Kayugh—. Amamantaré a tu hijo.