Treinta y uno

Kayugh rodeó con el ikyak las rocas que protegían la pequeña playa escogida por los suyos.

No era un sitio adecuado para construir una aldea, pues los cantos rodados asomaban en el agua e impedían ver el mar. Además, grandes piedras ocupaban la playa. De todos modos, era un sitio adecuado para acampar unos pocos días. Había acantilados y un manantial de agua dulce.

En medio de las piedras crecían guisantes de agua y ligústicos de tallos rojos; otros tallos acanalados, de la altura de un hombre, carecían de sus grandes hojas de reverso blanco, por lo cual Kayugh supo que las mujeres las habían cortado. Muchas veces había visto a Pierna Roja calentar esas hojas sobre soportes de sauce verde. Pierna Roja secaba las hojas hasta que se escamaban y servían para sazonar la carne que comían en invierno.

Kayugh había pasado una noche y una mañana con Shuganan y Chagak. El anciano insistió en que pasara otra noche con ellos, pero Kayugh temió que, si se quedaba, Grandes Dientes y Pájaro Gris pensaran que le había ocurrido algo.

También pensaba bastante en su hijo, lo que le impedía centrarse en las cosas que le correspondían en su condición de cazador que se desplaza en el ikyak: los cambios del viento, la posición del sol y las nubes, el color de la mar. ¿Seguía vivo el niño? ¿Nariz Ganchuda había logrado que tomara más caldo?

Aunque Concha Azul todavía no hubiera dado a luz, ahora había esperanzas para Amgigh si Kayugh lograba reunirlo con Chagak…

Kayugh abrió el faldón de la escotilla de su ikyak y con un último golpe de zagual dejó que una ola lo depositara en el esquisto de la playa. Salto del ikyak, lo sujetó de la escotilla y lo llevó hasta un sitio fuera del alcance del oleaje.

—¡Kayugh! —exclamó Pájaro Gris.

Kayugh se asustó. A Pájaro Gris le gustaba dar malas noticias. Tal vez Amgigh había muerto. Kayugh desató las armas y las provisiones de la parte exterior del ikyak y las dejó en la playa.

Pájaro Gris se acuclilló a su lado y preguntó:

—¿Has vuelto a encontrar la playa?

—Sí —replicó Kayugh. Se quitó la chigadax y la extendió sobre el ikyak para comprobar que no tenía rasgones.

—¿La ballena y el viejo seguían en la playa?

—Sí.

—¿Has matado al viejo?

—¿Por qué iba a matarlo? Me hospedó en su ulaq. Me regaló una piel de foca con carne de ballena para que os la trajera.

—¿Está solo?

Kayugh no vio rasgones en su chigadax y la puso con las demás cosas. Más tarde la aceitaría y se cercioraría de que en los pliegues no quedara agua, pues de lo contrario se pudriría. Se inclinó sobre el ikyak y pasó las manos por las costuras y por la cubierta de piel de otaria tensada. Súbitamente se hartó de las preguntas de Pájaro Gris y, sin saber por qué, fue reacio a hablarle de Chagak, la mujer.

—El anciano es chamán —dijo Kayugh. Luego preguntó—: ¿Sigue vivo mi hijo?

Pájaro Gris se encogió de hombros.

—Las mujeres no han entonado un cántico mortuorio.

—¿Y Concha Azul? ¿Todavía no te ha dado un hijo?

—No.

«Bueno y malo», pensó Kayugh y notó que la tensión desaparecía de sus hombros. Le dio la vuelta al ikyak para inspeccionar el fondo; no había grietas, cogió una bolsita de grasa de las provisiones y se dedicó a untar las costuras.

—¿Dónde está Grandes Dientes? —preguntó.

—Encontramos una cueva colina arriba. Las mujeres han hecho un refugio. Grandes Dientes y yo nos turnamos para vigilar tu llegada, para que no creyeras que nos habíamos ido.

Kayugh terminó de engrasar el ikyak y recogió el arpón y la chigadax. Cargó al hombro el estómago de foca con carne de ballena.

—Llévame a la cueva —pidió a Pájaro Gris—. Os contaré lo que he encontrado y decidiremos qué hacer.

—Espero que no vuelva —dijo Chagak.

—Chagak, no es bueno que estemos solos aquí —replicó Shuganan—. ¿Y si me pasa algo? ¿Qué harías? No puedes cazar y cuidar de Samiq al mismo tiempo.

Chagak rodeó con los brazos al niño que llevaba bajo la suk y lo acunó. El movimiento despertó al crío y la muchacha notó el apretón de su boca en el pecho.

—Son de tu tribu —añadió Shuganan—. Hablan tu lengua.

—Así es —confirmó ella en voz baja.

Trató de evocar imágenes de las alegrías que había vivido en la aldea de su pueblo, intentó convencerse de que sería igual, pero algún espíritu sembró de dudas su mente. ¿Querrían vivir en el ulaq de Shuganan? ¿Las mujeres le dirían qué tenía que hacer? Chagak ya era una mujer y tenía un hijo. Pero las otras eran tres.

—¿Qué ha sido de nuestros planes de ir a la playa de los Cazadores de Ballenas? —quiso saber Chagak.

—Iremos. Alertaremos a la gente de Kayugh de los peligros que hay aquí. Ellos decidirán si permanecen o se van.

—Tal vez decidan irse.

—Tal vez decidan acompañarnos a la playa de los Cazadores de Ballenas —replicó Shuganan.

—Sólo son tres —explicó Kayugh—. Un anciano y su nieta. La muchacha tiene un hijo varón.

Estaban sentados en circulo en la cueva. El fuego ardía en el centro del círculo y los niños estaban con los adultos, hasta el pequeño hijo de Kayugh, que tenía las manos y la cara frías a pesar de que Concha Azul lo había envuelto en pieles de foca.

Aunque aún era de día, las sombras de la cueva y el fuego chisporroteante creaban la apariencia de la noche o tal vez de un oscuro día de invierno, momento propicio para las narraciones.

—Podemos matar al viejo y que uno de nosotros coja como mujer a la hembra —propuso Pájaro Gris.

—¿Para qué matar al viejo? —preguntó Grandes Dientes y escupió en el suelo—. Pájaro Gris, eres un insensato.

Kayugh observó a los dos hombres: a Pájaro Gris, con los labios tensos sobre los dientes y los puños cerrados, y a Grandes Dientes, que ignoraba al hombre pequeño y no dejaba de mirarlo a él.

—No somos asesinos —dijo Kayugh y miró a Grandes Dientes para requerir su conformidad—. Si el anciano no nos quisiera en su playa no iríamos, pero nos ha invitado. Estoy seguro de que es chamán y de que tiene grandes poderes. Os hablé de la ballena, ahora os contaré cómo es su ulaq.

—¡Qué nos importa su ulaq! —exclamó Pájaro Gris.

Kayugh siguió hablando como si no lo hubiera oído:

—Hay tres ulas. Dos están cerrados como si fueran mortuorios y el anciano vive en el tercero, el más pequeño. Las paredes tienen estantes atestados de figuras diminutas de personas y animales, cada una de las cuales tiene tallados los ojos y la boca, las costuras de la ropa o las marcas de la piel o las plumas. Al principio pensé que el anciano era un espíritu, que había tallado esas cosas para atraer animales a su playa, pero mientras hablamos trabajó sin cesar con el cuchillo, talló y astilló un trozo de marfil hasta darle el aspecto de una ballena. Me regaló esto.

Kayugh sacó una figurilla de su chaqueta. Había visto a Shuganan abrir un agujero en el marfil y enhebrar un trozo de tendón trenzado para que se colgara la talla del cuello, a modo de amuleto.

Para perforar el marfil Shuganan había utilizado un trozo de obsidiana con la punta adelgazada y con un pomo en el otro extremo para apoyar la mano. Se había puesto sobre el regazo un pequeño cesto con aceite, donde sumergió la talla, sosteniéndola con una mano mientras con la otra giraba lentamente el taladro de obsidiana, apretaba y la volvía, apretaba y la volvía.

«El aceite fortalece el marfil; sin aceite se astilla, a veces se rompe y el espíritu de la figurilla escapa», le había explicado Shuganan.

Kayugh se inclinó y apoyó la talla en su mano. Era tan larga como su meñique y resplandecía a la luz del fuego. Las mujeres se taparon la boca y hasta Grandes Dientes contuvo el aliento. Pájaro Gris se acercó pero no se atrevió a tocar la figurilla.

—¿El anciano tenía una ballena en su playa? —preguntó Grandes Dientes.

—Sí, una ballena grande.

Grandes Dientes meneó la cabeza.

—Quizá la convocó con una de sus tallas.

—No lo sé —reconoció Kayugh—. Vi otras tallas de ballenas en su ulaq, y una colgada de la cuna del niño.

Nariz Ganchuda cambió de posición y se acercó al fuego. Kayugh se dio cuenta de que la mujer quería decir algo. Aunque las mujeres no solían hablar en las reuniones de la aldea, Nariz Ganchuda siempre formulaba preguntas y respuestas sensatas. Habitualmente los hombres estaban dispuestos a escucharla.

—¿La mujer es nieta o esposa? —preguntó.

—Nieta. Ella misma me dijo que su hombre murió. Es muy joven y habla nuestra lengua, pero su abuelo es muy viejo y habla como si no siempre hubiese utilizado nuestra lengua.

—Deberíamos matar al viejo y quedarnos con la mujer —propuso Pájaro Gris—. A más mujeres, más hijos.

—Aunque quisiéramos no podríamos matar a ese hombre —opinó Grandes Dientes—. Las tallas lo protegen.

Pájaro Gris apretó los labios y entrecerró los ojos.

—Conozco hombres que saben tallar. ¿Acaso es un gran don? Hasta yo he tallado perfiles de focas en mi lanzador.

—Es verdad —reconoció Nariz Ganchuda—. Y sabemos que no te ha servido para cazar.

Pájaro Gris se incorporó de un salto y se abalanzó sobre la mujer. Grandes Dientes, sentado entre ambos, sujetó a Pájaro Gris y lo obligó a agacharse. Se volvió hacia su esposa y gritó:

—¡Nariz Ganchuda, calla!

Deseoso de saber por qué Nariz Ganchuda se interesaba por Chagak, Kayugh preguntó.

—¿Por qué preguntas si la mujer es nieta o esposa?

Nariz Ganchuda sonrió y replicó:

—Si realmente es su nieta, como dice el anciano, y tiene un hijo que criar, tal vez nos acoge porque ella necesita hombre. Pero si es su mujer y nos ha mentido, nos tenderá una trampa para atraernos y matarnos o no tiene poder y teme que tú u otro hombre lo mate para quedarse con su mujer.

—¿Qué representa de bueno todo esto para nosotros? —preguntó Pájaro Gris—. No sabemos si la hembra es o no su mujer. Si es un espíritu, el viejo nos matará. Y si sólo es un viejo asustado, probablemente la playa está llena de espíritus malignos que se dedican a atormentarlo. ¿Y si los espíritus están ahí cuando llegamos? ¿Cómo protegeremos a nuestras mujeres e hijos?

—Es una buena playa —aseguró Kayugh—. Los acantilados la protegen del mar y hay muchas charcas dejadas por las mareas, llenas de erizos. En los acantilados he visto un manantial de agua dulce y orificios abiertos por los pájaros. Junto a la playa crece ballico.

Kayugh se tomó un respiro y el berrido tenso y jadeante de su hijo quebró el silencio. Concha Azul se mojó los dedos en una piel que contenía caldo graso y dejó caer unas gotas en la boca del crío. Kayugh bajó la cabeza y desvió la mirada. Había sido cruel al prolongar el sufrimiento de su hijo. El niño estaría muerto si lo hubiese dejado con Río Blanco, que habría encontrado el hogar de su espíritu. Amgigh y ella estarían bailando en el cielo boreal.

—¿Has dicho que la mujer tiene un hijo sano? —preguntó Pájaro Gris.

Kayugh notó malicia en su mirada y no replicó.

—¿Estás dispuesto a arriesgar nuestras vidas para dar a tu hijo la posibilidad de vivir? No vivirá aunque la mujer acceda a amamantarlo. Míralo. Ya está muerto, en su seno vive algún espíritu que no es el suyo. Sólo oyes los reclamos de una gaviota o de un frailecillo, un sonido que te confunde. —Pájaro Gris señaló la ballena que colgaba del cuello de Kayugh y que éste sostenía en la mano—. ¿Cómo saber que el viejo no talló la ballena y la envió con un espíritu engañoso que nos conducirá a su trampa? Nos sacrificarás a todos por un niño que debió morir hace muchos días. —Pájaro Gris se puso en pie—. Propongo que no vayamos —agregó, y se alejó de la fogata.

—Si decides ir, mis mujeres y yo también iremos —dijo Grandes Dientes a Kayugh.

Kayugh miró a Grandes Dientes y percibió su sabiduría y su fuerza. Pájaro Gris permaneció inmóvil, de espaldas a las llamas. Nadie lo obligaría a acompañarlos y Kayugh pensó que tal vez todo sería más fácil si él no iba, pero dudaba de que Pájaro Gris tuviera el coraje de quedarse solo.

«Debo decidir sin pensar en él», concluyó Kayugh. Dijo a su espíritu: «Amgigh está muerto, ni siquiera la leche de Chagak puede salvarlo». Con la imaginación vio a su hijo muerto y el pequeño montículo de piedras que lo cubrirían, se vio a sí mismo remando mar adentro, acuchillando el fondo del ikyak, y sintió las olas que le ahogaban. Los dos estarían muertos y sus espíritus unidos encontrarían a Río Blanco y las Luces Danzarinas.

Se imaginó muerto y entonces pensó que Grandes Dientes se esforzaría en cazar para todos, y que Pájaro Gris sería un estorbo más que una ayuda.

«No puedo morir —pensó Kayugh—. No puedo dejar a los míos. Río Blanco vendrá a buscar a nuestro hijo. Fue una buena madre. No debo temer que Amgigh se pierda en el mundo de los espíritus».

Kayugh volvió a decir a su espíritu: «Amgigh está muerto. El hecho de que vayamos a la playa de Shuganan no cambiará nada para mi hijo. La decisión debe corresponder a lo que es mejor para todos».

Kayugh recordó la bondad que se traslucía en la mirada de Shuganan, el poder de sus tallas, la fuerza de la mujer, Chagak. ¿Había algún motivo para tener miedo?

Alzó la vista y habló a la mirada firme de Grandes Dientes y a la débil espalda de Pájaro Gris:

—Iremos.