Treinta

Chagak cogió a Samiq de la cuna y lo abrazó.

La lámpara de aceite de Shuganan semejaba una estrella en la playa a oscuras y Chagak tuvo la certeza de que, bajo su luz, había visto a dos hombres. Se detuvo vigilante hasta que divisó al anciano, que tironeaba de las mandíbulas. Los enormes huesos arqueados estaban prácticamente separados del cuerpo de la ballena y había otro hombre a su lado. ¿Algún espíritu había ido a quitarle a Shuganan la ballena, o Ve-lejos había regresado con los suyos?

Chagak pensó que lo mejor sería huir.

Lamentó haber dejado su cuchillo de mujer junto a la otra hoguera de la playa. Si iba a buscar el cuchillo, el hombre la vería. Cogió del suelo un trozo de madera. Era mejor que estar desarmada.

Le pareció ver que el hombre ayudaba a Shuganan. ¿Lo ayudaría Ve-lejos? Nunca, a menos que abrigara la esperanza de pasar la noche con ella ¿Para qué trabajar si el que protegía a Chagak sólo era un viejo, si simplemente podía apoderarse de lo que quisiera? ¿Acaso Shuganan podría impedírselo?

¿Qué ocurriría con el niño? A algunos no les causaba la menor alegría el hijo de otro hombre.

Podía dejar al niño en el refugio, ocultarlo bajo una capa de esteras de hierbas. ¿Y si lloraba? Era mejor acomodarlo bajo la suk, por si tenía que huir.

—¡Chagak!

Shuganan la llamaba. Su voz sonó segura y sin temores. Además, el anciano no la llamaría si existiera algún peligro. Soltó el trozo de madera y acomodó al niño debajo de la suk. Caminó hasta el otro fuego, recogió su cuchillo de mujer y se dirigió lentamente hacia los hombres. Mantuvo la cabeza gacha y cruzó los brazos para disimular la forma del crío que se abrazaba a su pecho.

Shuganan corrió a su encuentro, la cogió por el brazo y la guio hasta la ballena. El hombre los esperaba con las manos, manchadas por la sangre de la ballena, extendidas a modo de saludo.

«No es Ve-lejos —pensó Chagak, aliviada—. No es ninguno de los negociantes que una vez aparecieron en la playa de mi pueblo».

—Mi nieta —dijo Shuganan en la lengua de los Primeros Hombres.

El hombre era alto y Chagak se sintió una niña a su lado. Apenas le llegaba al hombro.

—Kayugh —añadió Shuganan y miró a Chagak dándole a entender que hablase.

La muchacha miró al hombre y repitió su nombre.

Era un buen nombre, un nombre que denotaba fuerza. Kayugh tenía el rostro ancho y cuadrado y sus ojos le recordaron a los de su padre, ojos acostumbrados a escrutar el mar. El hombre le sonrió y ella advirtió cierta tristeza en su sonrisa, algo que la llevó a preguntarse por qué estaba solo.

—Necesitamos ayuda para poner los maxilares fuera del alcance de las olas —dijo Shuganan.

Chagak deseó que Shuganan no hubiese pedido su ayuda. No podía correr el riesgo de que el niño se golpeara, por lo que se vio obligada a reconocer que lo llevaba bajo la suk. Miró a Shuganan y dijo despacio:

—Tengo al bebé. Espera que lo ponga en la cuna.

Chagak notó un súbito anhelo en la mirada de Kayugh y un escalofrío le recorrió la espalda, pero Shuganan no expresó ningún temor al decirle al hombre:

—Es mi nieto.

Chagak corrió al campamento que había preparado junto a las hogueras de la playa. Al alejarse notó que Kayugh la miraba.

«Esta noche pedirá por ti», susurró la nutria, pero Chagak no respondió y apartó de su mente todo recuerdo de la noche pasada con Hombre-que-mata, del dolor que un hombre puede provocar cuando posee a una mujer.

Depositó al crío en la cuna, le volvió la cabeza a contraviento y regresó junto a los hombres. Habían separado los maxilares de la cúpula del cráneo y los habían apartado del cuerpo. Shuganan y ella sujetaron el hueso de la mitad izquierda del maxilar inferior de la ballena. Empujaron contra los guijarros y Chagak acompasó sus pasos a los de Shuganan. Kayugh tiró del maxilar derecho y lo arrastró en solitario casi hasta el ulaq mientras Chagak y Shuganan seguían en la playa.

El hueso estaba resbaladizo por los restos de carne y las manos de Chagak no eran lo bastante fuertes para arrastrarlo más de unos pasos. Al final apoyó la curva del hueso en su pecho para empujar con sus hombros. Miró a Shuganan y comprobó que había hecho lo mismo. De pronto Kayugh se puso entre los dos y empujó con tanta fuerza que el peso pareció desaparecer.

Al llegar a la pendiente de la playa soltaron el hueso. Chagak arrancó un manojo de hierbas y se limpió las manos y la pechera de la suk.

—Ven —dijo Shuganan a Kayugh—, Chagak vigilará un rato las hogueras. Te doy la bienvenida a mi ulaq.

Chagak se acercó a las fogatas. Una parte de su ser se alegraba de volver a estar a solas, de tener una excusa para quedarse en la playa, pero la otra deseaba oír qué decía Kayugh, Quería saber por qué estaba allí.

Se arrodilló junto a la cuna de Samiq, que estaba dormido. Shuganan había construido la cuna con madera ligera. Una piel de foca peluda acolchaba la tira trenzada que pendía de la profunda armazón. Chagak había decorado la estructura con plumas de frailecillos y cuentas en forma de disco hechas con conchas de mejillones. En una esquina, junto a una foca tallada, Shuganan había colgado una pequeña estatuilla que representaba una ballena.

No era el animal que Chagak habría elegido, pero el anciano le explicó que era lo que debían poner, algo que haría que los Cazadores de Ballenas creyeran que el niño era sangre de su sangre por partida doble: nieto de la esposa de Shuganan y nieto de Muchas Ballenas. Chagak se preguntó si la estatuilla había provocado que la ballena se acercara a la playa.

Avivó las hogueras, pegada al fulgor que parecía espantar los espíritus que se presentaban al caer la noche. El cielo lucía el color del sur: rojos y rosados incendiaban el horizonte. Chagak recordó que desde la playa de su pueblo, que también daba al este, se veía cómo las colinas que rodeaban su aldea escondían los colores solares que se vislumbraban en las cortas noches de estío. Si caminaba hasta el borde de la cala, aquí nada se interponía entre ella y el sol, salvo el mar.

Sujetó las anillas de madera —sauce verde curvado y atado— y retiró una piedra del lecho de brasas. La trasladó lentamente al foso para cocinar.

Dejó caer la piedra en el foso. Aceite y agua se cubrieron de espuma y se formó un círculo de burbujas. Si Shuganan y ella mantenían encendidas las hogueras toda la noche, por la mañana habría una gruesa capa de aceite en la superficie de cada cesta. Chagak la pasaría a otras cestas para que se enfriara.

Una vez frío, toda arenilla o restos de carne que pudieran enturbiar el aceite al almacenarlo se depositarían en el fondo. Chagak retiraría la capa superior y la guardaría en recipientes hechos con estómagos de focas.

Usaría en primer lugar el aceite que quedara en el fondo de las cestas, parte para cocinar y casi todo para aceitar recipientes de estómagos de foca o para engrasar babiche y tendones de costura, incluso para impermeabilizar las costuras del ik y del ikyak.

Chagak regresaba junto a la hoguera cuando vio que algo se movía en la oscuridad, al lado del ulaq.

Pensó que se trataba de espíritus nocturnos y habló suavemente, dirigiéndose al espíritu de la nutria, y sujetó el amuleto del chamán. Entonces vio a Kayugh.

Chagak experimentó un alivio momentáneo pero enseguida la dominó el miedo: ¿Shuganan habría accedido a que el hombre pasara la noche con ella? No pudo respirar y se quedó sin habla.

Permaneció en pie e interpuso las tenazas entre ambos, como si pudieran protegerla. Kayugh no se acercó. Se acuclilló junto al fuego y miró las llamas. Chagak recogió otra piedra de las brasas y la trasladó hasta el foso de derretido.

Cuando Chagak retornó a la hoguera, Kayugh se incorporó. Las manos de la muchacha temblaron y se apartó del hombre, simulando que se ocupaba de su hijo.

—Tienes un hijo —dijo Kayugh y se detuvo junto a ella. Se agachó y apartó algunas pieles de foca que cubrían al niño—. Está sano y gordo.

—Algún día será un buen cazador —repuso Chagak. Era la respuesta que solía dar la madre que recibía un cumplido.

—¿Y tu hombre?

—Está muerto —respondió ella secamente.

Ésa era la historia que le contarían a los Cazadores de Ballenas. Esperaba que Shuganan le hubiese dado la misma explicación a aquel hombre.

—Se llamaba Acechador de Focas —dijo Chagak y se sorprendió de que las lágrimas afloraran a sus ojos, pues le pareció que esas palabras convertían realmente a Acechador de Focas en el padre de Samiq—. Era un buen hombre.

Kayugh acarició la coronilla de Samiq. Su mano fuerte y firme se detuvo en las fontanelas palpitantes del crío.

—Debes de estar orgullosa de tu hijo —dijo y alzó la mirada hasta encontrar los ojos de Chagak.

La joven bajó la vista.

—Lo estoy —murmuró, y el miedo volvió a cerrarle la garganta.

—Le dije a tu abuelo que vigilaría las hogueras para que descanses un rato.

Chagak lo contempló, sorprendida. Shuganan la ayudaba con la ballena porque sabían que el mar muy pronto la reclamaría. De haber habido otras mujeres en la isla, Shuganan sólo habría colaborado en el despellejado y en el corte de los huesos más grandes. ¿Por qué ese cazador le ofrecía su ayuda?

La nutria pareció decir: «Tal vez quiere una parte para llevarla a su aldea».

—Deberías dormir —replicó Chagak—. Has pasado el día en el ikyak. Shuganan vendrá y ocupará mi sitio.

—Es anciano y necesita descansar más que nosotros.

—Dormiré un rato y volveré —dijo Chagak.

Se incorporó y vio que el hombre cogía las tenazas, sacaba una piedra del fuego y la arrojaba en el foso para cocinar. Cogió al niño y regresó al ulaq.

—Me ha dicho que viniera a dormir al ulaq —explicó Chagak a Shuganan. Colgó la cuna del niño de una viga de su espacio para dormir y regresó a la estancia central del ulaq. Se sentó junto al anciano—. ¿Debí quedarme con él?

—No. Quiere que hable contigo —repuso Shuganan.

Chagak se había sorprendido de encontrar despierto a Shuganan cuando entró en el ulaq y cruzó las manos temerosa.

—¿Quiere compartir conmigo un espacio para dormir?

Shuganan rio.

—¿A qué hombre no le gustaría? Pues no, no lo ha pedido. Sólo preguntó por tu hijo y por tu hombre.

—A mí también me hizo preguntas. Le dije lo que convenimos en contarle a los Cazadores de Ballenas.

—Has hecho bien. Es lo mejor.

—¿Qué quiere? —Chagak recordó repentinamente la delicadeza de Kayugh con Samiq, el anhelo que iluminó su mirada cuando contempló al niño—. ¿Quiere a Samiq? —inquirió, y el miedo volvió estridentes sus palabras, como las de una niña pequeña.

—Eres demasiado asustadiza —la regañó Shuganan.

Chagak apretó los labios y notó la quemazón de unas lágrimas inesperadas en los rabillos de los ojos.

—El mar, una gran ola, prácticamente destruyó su aldea. Es el jefe de un pequeño grupo. Dos hombres más, tres mujeres y algunos niños. Quieren venir a esta playa y quedarse con nosotros.

—¿Construirán una aldea? ¿Reclamarán para sí este sitio?

—Sólo si lo permitimos. De lo contrario, pasarán unos días para que las mujeres tengan tiempo de secar pescado y recoger hierbas para tejer esteras.

—¿Le has dicho que vengan?

—Sólo por unos días. Si son buenos podrán quedarse; si no…

—Si no lo son, ¿quién logrará que se vayan? —quiso saber Chagak—. Tres hombres no tendrán dificultades en matarnos y quedarse en la playa.

—¿Qué les impide hacerlo ahora? —preguntó Shuganan—. Kayugh regresará con los suyos y les dirá dónde estamos. Será mejor que los recibamos bien. Además, pronto nos iremos a la aldea de los Cazadores de Ballenas. ¿Quién sabe si regresaremos alguna vez?

Chagak cogió un puñado de hierba del suelo y lo dejó escapar entre sus dedos.

—Si hay tres hombres y tres mujeres, Kayugh debe de tener mujer.

—Mencionó a su mujer.

Aunque la idea le produjo cierto alivio, Chagak sabía que muchos hombres eran lo bastante buenos cazadores como para mantener a más de una mujer.

—Tendríamos que haberle dicho que soy tu mujer.

—¿Para qué? Puede que Kayugh o uno de los suyos te quiera. Necesitas un buen hombre.

Chagak meneó la cabeza.

—No —dijo, y se incorporó—. Os tengo a Samiq y a ti. No necesito hombre ni lo quiero. —Habló a gritos, casi colérica, y Samiq se echó a llorar. Sus berridos resonaron en las vigas del ulaq—. Si Kayugh pide por mí, dile que no —añadió y se metió en su espacio para dormir sin que Shuganan tuviera tiempo de replicar.