El grupo de Kayugh había pasado la noche anterior en una playa estrecha, un sitio peligroso que culminaba en murallas de piedra que se alzaban hasta los altos y yermos acantilados. Cada hombre mantuvo presto su ikyak y las mujeres no cubrieron el ik. Durante la noche los hombres se turnaron para vigilar el mar, con la esperanza de tener tiempo de lanzar la voz de alarma antes de que el agua cruzara la línea del campamento.
Kayugh fue el último en montar guardia. Con cada ola elevaba sus plegarias a los espíritus que gobernaban la mar y el viento.
Por fin salió el sol, pálido y oculto tras un escudo de nubes, y las mujeres se levantaron para preparar los alimentos. Kayugh no apartó la mirada del mar. Oyó un débil gemido y la pena por el hambre de su hijo le traspasó el corazón.
Por unos instantes observó cómo Nariz Ganchuda y Concha Azul se mojaban las manos con caldo de pescado y dejaban que el pequeño chupara las gotas de sus dedos.
Los tres días posteriores a la muerte de Río Blanco el niño había llorado casi constantemente y a Kayugh le preocupó que los hombres lo obligasen a matarlo para que sus gemidos no ahuyentasen a animales y peces, pero ahora su llanto era tan débil que se ahogaba en los pliegues de las pieles que lo cubrían.
«Tu madre te aguarda —había transmitido mudamente Kayugh al espíritu del niño—. Vendrá a buscarte y ya no sufrirás más».
Después de la ceremonia de elección de nombre, Shuganan arrojó una cuerda por encima de la ballena y la afianzó a rocas situadas a ambos lados. Chagak se izó hasta la cima del animal, caminó de la cabeza a la cola y abrió la piel gruesa y resistente y la capa de grasa, una larga hendedura que nacía en el orificio del surtidor y acababa en la ladera de la cola.
Mientras cortaba, en dos ocasiones resbaló y cayó a la playa. Tras la segunda caída, quitó al niño del portacríos y lo dejó en un sitio umbrío, al abrigo de los peñascos.
Hizo cortes del largo de un brazo, transversales respecto de la primera hendedura, y dividió la piel de la ballena en diez trozos. En la parte superior de cada sección perforó dos agujeros, pasó una cuerda y se deslizó por el costado de la ballena. Shuganan y ella aferraron la cuerda y separaron del cuerpo el trozo de grasa. En seguida arrastraron la piel y la grasa a las hierbas cerca del ulaq, fuera del alcance de las olas.
Dado el tiempo que la ballena llevaba muerta, el calor de la descomposición —contenida dentro de la piel— bastó para empezar a cocer la carne. A medida que trabajaba, aquel olor despertó el apetito de Chagak. Pero Shuganan seguía tironeando, incluso con la mano izquierda, y la joven no cejó; la cuerda le produjo ampollas en los dedos y en la palma de las manos.
Cuando quitaron el último trozo de grasa, Shuganan dijo:
—Yo lo llevaré. Corta un poco de carne. Tengo hambre.
Chagak sonrió y le arrojó la cuerda. Cortó cuanta carne podía acarrear y la llevó al ulaq.
Con su cuchillo de mujer cortó tiras de un trozo de carne y las sostuvo sobre la llama de una lámpara de aceite. Metió la carne en una cesta y se la entregó a Shuganan. Se sentaron a la sombra de la ballena y comieron.
Utilizaron la provisión de madera ligera para encender dos hogueras enormes en sendos extremos de la playa. Cuando los fuegos resplandecieron y las brasas acumularon suficiente calor, Chagak depositó piedras en medio de la madera, y cuando éstas se calentaron, utilizó un palo provisto de un filo de esquisto para ampliar su foso de cocinar.
Shuganan llevó grandes cestas desde el ulaq, las colocó en el foso de cocinar y Chagak las llenó con agua y tiras de grasa.
Chagak regresó junto a la ballena y se dedicó a cortar más carne mientras Shuganan acarreaba piedras calientes de las hogueras y las arrojaba en las cestas para que el agua hirviera; sustituía las piedras enfriadas con una anilla de madera torneada. En la superficie se fue formando una gruesa capa de grasa derretida.
«Este invierno no pasaremos hambre», pensó Shuganan y se puso a cantar.
El grupo de Kayugh partió con las primeras luces. Como cada movimiento del zagual parecía alejar su pesar, Kayugh se alejó en seguida de la embarcación de las mujeres, más lenta, y a mediodía estaba muy lejos incluso de Grandes Dientes y de Pájaro Gris. A medida que remaba memorizaba el territorio, el emplazamiento de los acantilados y las playas pequeñas, el color de las rocas y la forma de los lechos de algas que se extendían desde la orilla.
Al divisar los peñascos, la cueva marcada por grupos de rocas grandes, experimentó un súbito entusiasmo. Era la playa que había descubierto el día anterior, quizá la misma que había mencionado Pequeña Pata.
Se desplazó deprisa y acercó la canoa a la cueva poco profunda. Se detuvo y permaneció en la cresta de las olas. Una ballena enorme estaba tendida en la playa.
Pestañeó varias veces, rio, abrió la boca para entonar un cántico de alabanza al mar y en ese momento se percató de que la ballena estaba parcialmente despiezada. Su corazón se agitó y la desilusión lo dejó inerte. Los suyos no podrían reclamar aquella playa: alguien la ocupaba.
La fatiga producida por la congoja —las noches de insomnio, oyendo llorar a su hijo, la búsqueda de una buena playa— lo abrumó y Kayugh tuvo la sensación de que una mano poderosa lo arrastraba mar adentro.
Pensó: «Tal vez los que reclamaron la playa permitirán que mi pequeño grupo pernocte unas noches para descansar y recoger raíces y erizos». Hundió verticalmente el zagual en el agua e inmovilizó el ikyak en medio del oleaje.
Una ballena varada era un gran don, algo que una aldea sólo recibía en contadas ocasiones, y en aquella playa había muy poca actividad. Aunque llameaban dos hogueras, las mujeres solían trabajar en los fosos para fundir la grasa mientras los hombres cortaban la grasa y la carne.
Cuanto más miraba, más se preguntaba si esa playa era hogar de alguien. Tal vez un puñado de cazadores había descubierto la ballena y hecho un alto para aprovechar la carne y la grasa. No divisó ningún ikyak ni indicios de refugios temporales.
De pronto vio un anciano cojear por la pendiente de la playa. Tenía los hombros hundidos y se ayudaba con un bastón. No era un cazador. No. ¿Acaso un chamán que vivía solo? Tal vez. Y quizá había atraído la ballena hasta la playa. Kayugh había oído hablar de chamanes con un poder semejante. Si ese hombre era un chamán tan poderoso, podría destruir a los suyos de un bastonazo, podría herirlos sin lanza ni arpón, podría matarlos sin cuchillo.
Kayugh se preguntó si podía llevar a los suyos a aquella playa. Una voz interior le dijo que no. Se trataba de algo que no podía hacer. ¿Para qué correr ese riesgo? Si se dirigía a la playa, el chamán podía matarlo. En ese caso, Grandes Dientes y los demás se acercarían a la playa sin saber nada. Tal vez ellos también desembarcarían y acabarían muertos.
Con movimientos lentos y serenos Kayugh dirigió el ikyak hacia la depresión de una ola y se mantuvo bajo su protección hasta salir más allá de los peñascos y la cueva.
Chagak se arrodilló junto al foso para cocinar. La ballena le impedía ver el mar. Había quitado la gruesa piel negra y la grasa blancoamarillenta. Las gaviotas se posaron en lo alto del cadáver y arrancaron trozos de carne roja y oscura. En esa playa no había niños pequeños que espantaran a los pájaros con palos largos o arrojándoles piedras. Parte del krill que llenaba el vientre de la ballena se había esparcido por los guijarros de la playa y la sangre manaba hasta el mar.
Chagak había cogido todas las esteras y cortinas de hierba del ulaq y las cosía para convertirlas en sacos de almacenamiento. Shuganan hizo acopio de madera ligera y construyó altos anaqueles de secado de muchos niveles.
Por la noche se turnarían para vigilar el fuego y calentar las piedras del foso para cocinar.
Si el mar seguía respetando la reclamación de Shuganan, al día siguiente quitarían el resto de la carne y lo atarían a los anaqueles de secado.
Aunque la ballena había sido un don maravilloso, Chagak no pudo dejar de pensar en la celebración que habría supuesto para su aldea: los bailes, las canciones, la alegría de muchas hogueras nocturnas a lo largo de la extensa playa. A pesar de que Shuganan y ella se alegraron, fue un gozo más sereno, un canturreo del espíritu. No sabía qué era mejor, pero su obstinación la llevó a desear ambas celebraciones.
—En la playa hay una ballena varada —dijo Kayugh al tiempo que acercaba su ikyak al de Grandes Dientes.
Grandes Dientes transmitió de inmediato la noticia a Pájaro Gris y a las mujeres. Kayugh detuvo su ikyak y meneó la cabeza. Intentó interrumpir la cháchara de aquellas voces agitadas; al final acercó su bote al ik de las mujeres y gritó:
—Esperad. Sí, hay una ballena, pero también un anciano.
—¡Un viejo! —se mofó Pájaro Gris.
—Está despedazando la ballena. Ha encendido hogueras para derretir la grasa.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Pájaro Gris—. ¿Qué significa un viejo? Nuestras mujeres podrían dominarlo.
—Si la playa le pertenece, es suya —replicó Kayugh—. Tal vez nos permita quedarnos, pero cabe la posibilidad de que considere amenazadora nuestra llegada.
—No tendrá nada que considerar si está muerto —añadió Pájaro Gris.
—¿Y si es un chamán? —intervino Grandes Dientes—. ¿Y si atrajo la ballena hasta su playa? ¿Te gustaría ser enemigo de un hombre así? Si es capaz de matar una ballena, ¿qué no te haría a ti?
En lugar de replicar, Pájaro Gris se inclinó sobre el ikyak como si hubiese descubierto un ligero rasgón en una costura.
—Permitidme ir solo —dijo Kayugh—. Acampad en una playa cercana a la cueva y si no regreso no vayáis a buscarme. —Se dirigió a Concha Azul—: No padezcas por mi hijo. Si muero lo llevaré conmigo al mundo de los espíritus. —Kayugh miró a Nariz Ganchuda y añadió—: Entrego Baya Roja a Grandes Dientes como hija.
Nariz Ganchuda asintió con la cabeza y acercó la niña a su regazo.
Kayugh giró el ikyak y se alejó con rapidez. Navegó sobre las crestas de las olas en dirección a la cueva.
La noche casi había caído y a Shuganan le dolían los brazos y las piernas, pero era una molestia que lo hacía sentir bien. Chagak había sacado esteras para dormir y la cuna del pequeño. Acamparon en la hierba, por encima de la línea de la marea alta, cerca del foso para cocinar. Pese al ascenso y el descenso del oleaje, la ballena había permanecido en la playa y la marea no había subido más allá de las aletas.
Shuganan usó un hacha y el cuchillo para separar los maxilares. Era trabajo pesado y se dio cuenta de que no lograría quitar el maxilar inferior antes de la puesta del sol.
«Si el mar nos concede seis o siete días más, tendremos carne y grasa suficientes para dos inviernos», pensó.
Le pareció que sus brazos se fortalecían a medida que trabajaba y abrigó la esperanza de que Chagak le cosiese una chigadax con la piel de la lengua de la ballena. Se ilusionó con que volvería a cazar y que en el otoño, cuando pasaran las pequeñas focas peludas, volvería a navegar en el ikyak.
Oyó pasos a sus espaldas, pensó que era Chagak y dijo:
—Tráeme una lámpara.
Al darse la vuelta vio que no se trataba de Chagak, sino de un hombre joven. Se le cortó la respiración y permaneció inmóvil, con el cuchillo en la mano izquierda y el hacha en la derecha.
El joven miró las armas, luego se puso al alcance de Shuganan y extendió las manos con las palmas hacia arriba. Dijo:
—Soy amigo. No llevo cuchillo.
Shuganan permaneció inmóvil unos instantes. «No he sido lo bastante rápido —pensó—. No he dado la voz de alarma a los Cazadores de Ballenas». En ese momento se percató de que el joven hablaba la lengua de los Primeros Hombres y llevaba la chaqueta de pieles de ave totalmente cortadas que solían vestir los Primeros Hombres.
—Me llamo Kayugh —dijo el hombre—. Busco una nueva playa como hogar. La mar creciente produjo olas que destruyeron mi aldea.
Era alto, fornido, de ojos redondos y despejados.
«Sus ojos reflejan su alma», pensó Shuganan y ya no tuvo miedo.
—¿Hay otros contigo? —inquirió el anciano y se movió para mirar detrás del joven: en la playa no había nadie más.
El hombre vaciló y escrutó el rostro de Shuganan.
—Conmigo, no —respondió. Calló y sus ojos parecieron sostener la mirada de Shuganan, como si sus espíritus se probaran mutuamente—. Han acampado más al este para pasar la noche. Vi la ballena y a ti. No queremos apoderarnos de una playa que pertenece a otro. Sólo he venido a pedirte que nos permitas pasar unos días recogiendo erizos y raíces.
—¿Cuántos sois?
—Tres hombres, tres mujeres y tres niños.
Shuganan observó al joven. Parecía un hombre bueno. Guardaba cierto parecido con alguien que él hubiera elegido como esposo de Chagak, pero esas cosas nunca se sabían. A veces el mal se encubría para simular el bien. Quizá era un espíritu que venía a robar la ballena. Tal vez era un chamán al que los espíritus habían hablado de las tallas de Shuganan. Quizá tenía mujer e hijos. Si así era, ¿por qué no estaban con él?
Shuganan hubiese preferido decirle que se fuese, pero pensó: «¿Y si este hombre es un espíritu benévolo? ¿Y si es el que ha enviado la ballena y ahora quiere comprobar que yo soy un buen hombre, un hombre dispuesto a compartir?».
—Puedes pasar la noche aquí —respondió Shuganan—. Como has visto, tenemos mucha carne. Come lo que quieras y llévale otro tanto a tu gente.