Chagak despertó temprano. Notó que su hijo le cogía el pezón con la boca, sintió el escozor de su seno al liberar la leche.
Hoy le pondrían nombre al pequeño. Lo celebrarían con una comida y al día siguiente se aprestarían para la travesía hasta la playa de los Cazadores de Ballenas.
Chagak temía que Muchas Ballenas, su abuelo, no la recordara. ¿Cuántos años habían transcurrido desde que su abuelo visitara la aldea de los Primeros Hombres? ¿Tres? ¿Cuatro? Además, en aquella ocasión su madre se apresuró a apartarla del camino de Muchas Ballenas, pues envió a Chagak y a su hermana a buscar agua y raíces y a recoger erizos.
Aunque la recordase, quizá su abuelo y los hombres de la tribu no creerían lo que Shuganan y ella le contaran. En ese caso llegarían los Bajos y habría otra matanza. Chagak se estremeció y se acordó de la sabiduría de Shuganan. El anciano sabría qué decir para convencer a los Cazadores de Ballenas.
La voz de la nutria pareció llegar a sus oídos y susurrarle que su hijo correría peligro aunque los Cazadores de Ballenas creyeran a Shuganan y combatieran a los Bajos y los vencieran.
«Sí, matarán a mi hijo si descubren que fue engendrado por un enemigo», pensó Chagak. La idea produjo un vacío en su pecho, un hueco que atraería a los espíritus del mal, por lo que dijo en voz alta:
—Nadie lo sabrá. Yo no lo diré y Shuganan tampoco. El niño estará a salvo.
Como si la comprendiera, el crío lanzó un chillido y Chagak abandonó el espacio para dormir. Sacó al pequeño de la suk. En la próxima luna ya sería lo bastante grande para dormir en la cuna con armazón de madera que Shuganan había construido y colgado en el espacio para dormir de Chagak. De momento se alegraba de tenerlo a su lado por la noche.
Lo desnudó y puso las pieles de foca sucias en el cesto con agua de mar que había dejado junto al poste. Más tarde aclararía las pieles y las colgaría de las vigas. Al secarse quedarían rígidas y duras, pero si las estiraba y las tensaba se ablandarían y podría volver a usarlas.
Cuando acabó de asear al niño, Chagak lo arropó con pieles limpias y volvió a meterlo en su suk. Como era el día de la elección de nombre, se esperaba que permaneciese en el ulaq hasta que Shuganan hiciese una hoguera de madera flotante en la playa. Desde las palizas de Hombre-que-mata, Shuganan tardaba en levantarse por las mañanas. Harta del aire viciado del ulaq y de la espera, Chagak subió por el poste y apartó el faldón de la salida. Era una mañana gris pero brillante y la brisa transportaba el aroma sabroso y oleoso de las focas.
¿Qué hombre había estado cazando focas? Shuganan no. Chagak salió del ulaq y miró hacia el mar. Abrió desmesuradamente los ojos, rodeó con los brazos al bebé, abandonó el ulaq y corrió hacia la playa.
Shuganan despertó, se quedó quieto y aguzó el oído para saber si Chagak se había levantado. Desde las palizas de Hombre-que-mata, muchas mañanas las articulaciones del brazo y de la pierna le dolían tanto que era incapaz de abandonar el lecho de hierba y pieles. Esos días se movía de a poco y gradualmente hasta que lograba levantarse.
Hoy celebrarían la ceremonia de elección de nombre. No podía permanecer en el lecho. Estiró lentamente las piernas. El dolor le arrancó lágrimas e, imposibilitado de llevarse las manos a la cara, Shuganan se secó las mejillas en los hombros.
«¿Para qué sirvo? —se preguntó—. Ni siquiera puedo levantarme. ¿Cómo remaré en el ikyak? ¿Cómo traeré carne para Chagak y el niño? Lo que la muchacha necesita es un cazador».
La llamó, pero ella no respondió. Repitió su nombre, sorprendido de que no lo hubiese oído. Era el día de la elección del nombre. ¿Acaso había algo más sagrado? Chagak debía permanecer en el ulaq hasta que él encendiera la hoguera en la playa para la ceremonia. Un súbito latido de temor le paralizó los brazos. Pensaba que la había convencido de mantener con vida al pequeño, pero tal vez se había equivocado. ¿Y si le había hecho algo por lo cual ya no podría ponerle nombre y, en consecuencia, reclamar su espíritu y su sitio en el mundo de los espíritus? El miedo agudizó el dolor y Shuganan se llevó las manos al pecho y respiró estremecido.
Sin duda Chagak comprendía la importancia que la vida del niño tenía en el plan que habían elaborado. Quizá no estuviera realmente necesitada de vengarse. Tal vez sólo deseaba escapar. Y podría hacerlo más fácilmente sin un viejo que ya no podía cazar ni remar, y sin un crío.
Shuganan ignoró el dolor, se sentó en el lecho y volvió a llamarla. Tampoco obtuvo respuesta. «Sólo ha salido a vaciar los cestos con los residuos de la noche», se dijo pero en ese momento vio el suyo en un rincón del espacio para dormir. Quizá Chagak se había olvidado de la ceremonia de la elección de nombre y había salido. Comprendió la insensatez de esa explicación y no halló consuelo.
Shuganan movió los hombros, hizo palanca con el brazo sano y se levantó del lecho. Una vez en pie, tuvo la impresión de que la rigidez de las rodillas era lo único que lo sustentaba y avanzó muy despacio, arrastrando los pies. «Tendría que haber hablado más del niño —pensó—. Debí dejar que Chagak expresara sus verdaderos sentimientos en lugar de tratar de hacerle entender que ese hijo es una bendición. ¿Qué me llevó a fingir…?».
—¡Shuganan!
Chagak bajó deprisa por el poste y casi chocó con el anciano. El alivio de Shuganan fue tan grande que se limitó a reír.
—Te he estado llamando —dijo con voz temblorosa y volvió a reír.
Chagak bailó a su alrededor y las palabras escaparon de su boca con el ritmo de una canción.
—Sal. ¡Tienes que salir! ¡Espera y verás!
Lo ayudó a trepar por el poste y al llegar a lo alto y notar la calidez del viento, Shuganan pensó que Chagak experimentaba la alegría de un día cálido, pero cuando la joven lo ayudó a salir del orificio vio el verdadero motivo de su entusiasmo y el ímpetu de su propio asombro estuvo a punto de hacerlo caer de rodillas.
—Lo hizo Tugix —murmuró Shuganan mientras contemplaban el don que acababan de recibir.
Estaba tendida en la playa, con la cola todavía en el agua.
—No pasaremos hambre —dijo Chagak—. No nos faltará aceite para las lámparas. Usaremos las quijadas como vigas para nuestro ulaq, mejores que las vigas de madera que nos trae el mar.
Shuganan meneó la cabeza. Una ballena. Era increíble que les hubiesen concedido semejante don. Su piel oscura aún brillaba a causa de la humedad del mar e incluso desde el ulaq Shuganan distinguió la blancura de su enorme mandíbula inferior. Las fibras largas de la boca servirían para hacer cestas fuertes e impermeables y su carne sería deliciosa y blanda. El aceite obtenido después de hervir los huesos ardería sin ahumar y la grasa les proporcionaría fuerzas en los días más crudos del invierno.
—¿Celebraremos igual la ceremonia de elección de nombre? —preguntó Chagak en voz baja.
Shuganan soltó una carcajada.
—¿Alguna vez has visto mejor regalo en una ceremonia de elección de nombre? ¿Qué suele darse? ¿Unas cuantas pieles de foca, un estómago de foca lleno de aceite? ¿Carne para la fiesta? —Chagak también rio. Shuganan prosiguió—: Celebraremos la ceremonia, pero antes debemos reclamar la ballena. Trae mi lanza y algunas cuerdas. ¡Vamos, date prisa!
Shuganan se acercó lentamente a la ballena. El olor a mar y a pescado impregnaba el viento y Shuganan intentó recordar la última vez que una ballena había varado en su playa. Tal vez todavía era joven, ocurrió durante los primeros tiempos después de que llevó a su mujer a la isla. Durante un momento el rostro de su mujer se dibujó claramente en el recuerdo de Shuganan. La congoja lo dominó, como si los años no hubiesen apaciguado la pena, y el cansancio de la vejez le abrumó. Vio que Chagak salía del ulaq con la cuerda y la lanza, y se aproximaba haciendo saltar guijarros y arena con sus piernas delgadas y con el pequeño debajo de la suk. Recobró el entusiasmo y recordó lo que debía hacer.
Cuando Chagak llegó a su lado y le entregó la lanza, Shuganan la clavó en el suelo. Ató un extremo de la cuerda al mango y con el otro rodeó la cola de la ballena. La piel había empezado a secarse, por lo que el blanco de la sal marina trazaba líneas en su cuerpo. La cola seguía en el agua, las olas la rozaban y al regresar al mar acarreaban círculos azules y verdes de aceite procedente de su piel, como si el mar hubiese otorgado ese don aunque no sin pedir algo a cambio.
Shuganan alzó los brazos hacia las olas y canturreó por encima del susurro del viento:
—Oídme, oídme. Se ha otorgado un don. La poderosa ballena ha elegido entregarse a Shuganan y Chagak en honor del hijo y el nieto. Hemos de respetar los deseos de la ballena, no la devolveremos al mar.
Giró cuatro veces en las cuatro direcciones del viento, se volvió hacia Tugix y por último alzó la mirada hacia el sol. Con cada giro Shuganan repitió las mismas palabras. Luego dijo a Chagak:
—Ahora nos pertenece.
Si su poder era lo bastante fuerte, el mar no apartaría la ballena de la lanza de Shuganan.
Esa mañana celebraron la ceremonia de elección de nombre. Chagak observó cómo Shuganan trasladaba la madera que ella había apilado al final de la playa. La ballena les impedía ver el mar y el cielo parecía otro mar, todavía más inmenso, el mundo de Chagak estaba rodeado de agua por arriba y por abajo, como si Shuganan, ella, su hijo y la ballena fueran las únicas cosas creadas, aparte de la isla y el agua.
Shuganan le había explicado que la ceremonia sería breve y que la fiesta la harían otro día para celebrar tanto la elección de nombre como el don de la ballena.
Tras encender la hoguera Shuganan entonó un cántico en su lengua natal. Chagak no lo comprendió, pero tuvo que aceptar que las cosas discurrieran de aquella manera. Ignoraba los cánticos que su pueblo interpretaba para la ceremonia de elección del nombre de los varones. En su aldea, sólo los hombres y la madre del niño estaban presentes en la ceremonia de un varón, si bien todos asistían a la de una niña, razón por la cual Shuganan cantó lo que sabía, los cánticos de su gente. Si no se cantaba, los espíritus nocivos podían persistir, se les podía ocurrir robar el nombre y utilizarlo para el mal antes de que el niño pudiese reclamar para sí la protección de su nombre.
Chagak recordó las historias que su padre le había contado sobre la primera ceremonia de elección de nombre. Sólo había un hombre y una mujer y nadie que les diera nombre. Sin nombres no tenían espíritus. ¿Existe algún espíritu sin nombre?
Aquel hombre y aquella mujer se dieron cuenta de que eran diferentes de los peces, pues no tenían escamas ni aletas. Tampoco estaban cubiertos de pellejo, por lo que no eran focas ni nutrias. No tenían alas ni plumas, como los pájaros. «Somos algo nuevo», dijo el hombre, se puso a rezar y a cantar con profundo respeto y pidió un nombre. No cesó hasta que se le ocurrieron los nombres, momento en que dijo a la mujer: «Yo soy hombre y tú eres mujer». Así había sido la primera ceremonia de elección de nombres, que desde entonces se recibían con agradecimiento y respeto.
Chagak notó que el crío se movía sobre la piel desnuda de su vientre. Todavía formaba parte de ella, su espíritu seguía unido al suyo como si aún estuviese en lo más recóndito de su útero. En cuanto le pusiera nombre quedaría separado y sería una nueva persona con un nuevo espíritu.
Le había cosido una chaqueta con capucha con las pieles de los patos de flojel cazados el verano anterior, regalo que le hizo al niño el día de la elección de nombre. Shuganan había tallado una foca, algo que colgar de la cuna para atraer los favores de los espíritus de las focas.
«Quizá la ballena es el regalo de mi pueblo, aquellos por los que tanto me esforcé para enterrarlos dignamente —pensó Chagak—. Pero ¿por qué los míos harían un regalo al hijo de un Bajo?».
Shuganan terminó su cántico. El fuego, que antes se había avivado con las palabras gritadas al viento, se apaciguó, como si las llamas quisieran conocer al niño. La madera crujió y una lluvia de chispas se elevó hacia el cielo, desdibujándose al encontrarse con la luz más potente. Shuganan abrió los brazos y Chagak liberó al niño del portacríos.
El pequeño estaba desnudo. Su cuerpo regordete y grueso brillaba por el aceite de foca. Chagak supuso que lloraría al sentir el frío viento, pero el niño sólo pataleó y balbuceó con voz semejante al arrullo de las gaviotas.
Mientras Shuganan lo giraba para que mirase en las cuatro direcciones del viento, el pequeño mantuvo el cuerpo erguido y no bamboleó la cabeza. Shuganan le acercó a la ballena y posó su mano pequeña en la piel negra.
Cierta inquietud turbó el espíritu de Chagak. ¿Por qué Shuganan había acercado su hijo a la ballena? Ella no pertenecía a los Cazadores de Ballenas. No esperaba que su hijo se criara de acuerdo con las costumbres de los Cazadores de Ballenas. La dominó un temor súbito. ¿Y si querían al niño? ¿Y si su abuelo decidía quedárselo? Ella no podría negarse porque no tenía hombre.
En cuanto Shuganan le devolvió el niño, Chagak apartó esos temores de su mente. La ballena era una buena señal, muestra de los favores de Aka. Había sido una decisión sensata elegir que su hijo viviese.
El niño se deslizó cómodamente entre sus brazos, como si ella siempre hubiese sido su madre, como si siempre hubiese formado parte de ella.
—Ahora tienes que decirle su nombre —dijo Shuganan y se puso a cantar en voz baja.
En tanto madre, Chagak tenía el honor de ponerle nombre al niño. Se inclinó hacia el pequeño y su caballera lo rodeó como una cortina de hierba trenzada, fina y oscura.
—Eres Samiq —murmuró para que el pequeño fuese el primero en oírlo, para contar con la protección de su nombre antes que cualquier espíritu, antes que el mar y el viento lo conocieran—. Eres Samiq —repitió para tener la certeza de que el niño la había oído.
Lo alzó en la dirección del viento y repitió el nombre como le habla enseñado Shuganan.
—El niño es Samiq —comunicó a la tierra y al cielo, al viento y al mar, a Aka y a Tugix, a la ballena y a Shuganan—. Samiq. Cuchillo. Algo que puede destruir o crear, algo que, al igual que el hombre, puede servir para el bien o para el mal.
Shuganan la contempló unos instantes como si la voz de Chagak lo sorprendiera, como si no entendiera lo que acababa de decir, y apoyó la mano en la cabeza del niño.
—Samiq —repitió. Alzó la voz, se volvió hacia Tugix y gritó—: ¡Samiq!