Veintisiete

Kayugh hundió el zagual en el agua y su ikyak se deslizó entre las olas. Incapaz de soportar el llanto de su hijo, remó con ahínco y en seguida adelantó al ik de las mujeres e incluso a sus compañeros.

Habían pasado seis días y todavía no habían encontrado la cueva prometida, la buena playa. Pequeña Pata no alzaba la mirada en presencia de Kayugh ni se sentaba a comer con las mujeres, apesadumbrada porque su sueño no se había cumplido.

Ese error de días tenía poca importancia. No era la equivocación de Pequeña Pata lo que desgarraba el corazón de Kayugh.

Cada noche las mujeres se pasaban a su hijo. Cada una había intentado sacar leche de sus senos. Las mujeres que habían tenido muchos hijos y amamantado muchos años podían producir leche fácilmente. En la aldea de Kayugh no era sorprendente que una abuela diese la teta a sus nietos. Pequeña Pata no había tenido hijos, y de los cuatro vástagos de Nariz Ganchuda, tres habían sido niñas entregadas al viento. El cuarto, un varón, fue arrebatado por la gran ola que destruyó la aldea pocos meses después de su nacimiento. Hacía tanto tiempo que Nariz Ganchuda no amamantaba que era imposible que tuviese leche para Amgigh.

Concha Azul dio a Amgigh la reducida cantidad de leche amarilla de los espíritus que contenían sus pechos y Nariz Ganchuda lo alimentó con caldo. Pero cada día que pasaba el pequeño estaba más delgado y su llanto sonaba más débil.

«Morirá y no tendrá quien lo guíe al mundo de los espíritus —pensó Kayugh—. Debí dejarlo con su madre. ¿Qué posibilidades tiene ahora?».

Río Blanco había puesto nombre al niño y lo había dotado de su propio espíritu, distinto al de ella. Poner nombre poco después del nacimiento era una de las costumbres de su familia.

¿Qué le había dicho a Kayugh el padre de Río Blanco? La costumbre de poner nombres nada más nacer era el motivo por el que la familia criaba cazadores fuertes. ¿Quién podía discutírselo? ¿Acaso algún cazador había conseguido más carne y más pieles que cualquiera de los hermanos y tíos de Río Blanco?

De pronto la cólera que Kayugh había dirigido contra sí mismo se tornó en ira contra su mujer. Siempre la había tratado bien, le había ofrecido regalos, la había alabado en presencia de otros hombres. ¿Por qué había elegido la muerte?

La cólera de Kayugh fue en aumento hasta que olvidó cuanto había aprendido sobre la caza y las travesías, lanzó el zagual al aire y dio rienda suelta a su frustración. No pensó en los animales a los que espantó ni en que las focas lo oirían.

Gritó hasta que la garganta le ardió, hasta arrojar su ira al infinito y vaciarse.

Kayugh cerró los ojos y en la oscuridad vio la imagen del rostro de su hijo. «Amgigh no tiene por qué partir solo. Puedo acompañarlo —pensó—. ¿Quién dice que ha de ser la madre la que guíe a los hijos al mundo de los espíritus? Nariz Ganchuda cuidará de Baya Roja. No tengo mujer que me necesite». En seguida su discurrir tomó otro derrotero: «¿Un cazador debe renunciar por un niño, por un hijo que podría morir aunque su madre hubiese vivido? ¿Es mejor renunciar por mi hijo o conservar mi vida por mi gente?».

Tal vez Kayugh elegía la muerte para evitar la vida, para evitar la pena de perder dos mujeres y luego un hijo. Pero quizá elegía la vida porque temía a la muerte. ¿Quién podía saberlo?

Kayugh borró sus pensamientos, escudriñó el mar y dirigió el ikyak hacia el sur, rumbo a la oscura línea de tierra. Durante días sólo habían avistado playas estrechas y altos acantilados, sitios que sobresalían hacia el mar sin cuevas protegidas, sin nada que los resguardara del viento. Al aproximar el ikyak a la muralla del acantilado, Kayugh vio un recoveco entre las piedras, la súbita espuma de rocío que a menudo indicaba la presencia de una cueva. Remó deprisa y se acercó a tierra. De pronto los acantilados se dividieron: una cueva amplia y una playa que subía en pendiente hacia las colinas herbosas. La playa era tan extensa que contenía charcas dejadas por la marea y las algas se desplegaban formando una maraña oscura alrededor de las rocas.

Kayugh dirigió la mirada al sol. Estaba a punto de ocultarse. Sin duda su gente, muy rezagada, había acampado en alguna cala pequeña.

Kayugh giró el ikyak y emprendió el regreso junto a los suyos. Retornaría por la mañana. Se quedarían en esa playa y construirían una aldea en lo alto de las colinas, lejos de las olas.

«De modo que viviré un día más —se dijo Kayugh—, viviré otro día y traeré a nuestro pueblo a esta playa. Luego decidiré qué será de mi hijo y de mí. Es posible que para entonces Concha Azul haya dado a luz y que mi hijo viva».