El crío estaba debajo de la suk de Chagak, sujeto a su pecho con una tira de cuero. Durante el embarazo, las tetas de Chagak se habían vuelto más pesadas y llenas, pero parecieron perder elasticidad cuando el pequeño empezó a mamar.
Era un bebé fuerte y regordete y tenía la cabeza cubierta de pelo oscuro. «No se parece a su padre», se dijo Chagak. ¿Acaso no había oído que la nutria susurraba que su hijo se parecía a su hermano Cachorro e incluso a su padre? Tal vez portaba los espíritus o el espíritu de uno de los hombres de la aldea de Chagak.
Aunque quizá portaba el espíritu de Hombre-que-mata. ¿Quién podía saberlo?
Por mucho que el pequeño lo ignorara, todo hijo tenía el deber de vengar a su padre y de matar a los que lo habían matado. ¿Cómo se sentiría el hombre que tuviera que matar a su madre para honrar a su padre?
Chagak intentó trenzar la cesta que estaba fabricando —una delgada e impermeable cesta con urdimbre de sauce partido y trama de ballico—, pero no pudo dejar de pensar en su hijo. Shuganan estaba sentado al otro lado del ulaq, junto a una lámpara de aceite, y pulía con arenisca una estatuilla de marfil.
El anciano apenas había hablado con Chagak durante los tres días transcurridos desde el parto, pese a que en un momento la muchacha le preguntó si consideraba que debía entregar el niño a Aka, permitir que su espíritu acudiese a la montaña de su aldea. Shuganan no le dio una respuesta sincera y se limitó a decir que debía decidir por sí misma, pues se trataba de su hijo.
Chagak contempló al anciano. No se había recuperado plenamente de las palizas de Hombre-que-mata. Aunque nunca se quejaba, Shuganan se movía con cuidado, se protegía el lado izquierdo del cuerpo y su cojera era más pronunciada. Parecía que, a cambio de una cosa, los espíritus le habían dado otra: ahora, las tallas de Shuganan eran mejores, más detalladas, tan pormenorizadas que Chagak discernía cada pluma de una suk de esteatita, los delgados cabellos de marfil de un anciano.
—Shuganan —dijo Chagak e intentó hablar suavemente, pero en el silencio del ulaq su voz resonó y hasta el pequeño se sobresaltó.
El anciano levantó la cabeza e hizo un alto en el trabajo, pero a Chagak no se le ocurrió nada que decir. ¿Cómo explicarle que necesitaba que hablase, que en el ulaq sonaran palabras que la apartasen de sus pensamientos?
Finalmente preguntó:
—Si el niño vive, ¿supones que tendrá que matarnos para vengar la muerte de su padre?
Shuganan abrió desmesuradamente los ojos y durante largo rato estudió el rostro de Chagak.
—Nadie sabe qué le pedirán los espíritus —replicó pausadamente, como si al hablar pensase en otros temas—. Pero no olvides que el hombre que venga a su padre también debe vengar a su abuelo. ¿Quién mató a tu familia? Si te mata por el espíritu de su padre, ¿a quién matará por el de su abuelo? Tal vez sólo deba matarme a mí. Sin embargo, soy viejo y es probable que muera antes de que el niño alcance edad como para tener su propio ikyak.
—No puede ser —aseguró Chagak—. Si te mueres, ¿quién le enseñará a cazar y a gobernar el ikyak?
—¿Has decidido que viva?
—No he tomado ninguna decisión. No sé qué hacer. No sé lo suficiente sobre los designios de los espíritus como para elegir. Shuganan la miró a los ojos e inquirió:
—¿Lo odias?
La pregunta sorprendió a Chagak.
—¿Acaso me ha hecho algo para que lo odie? Odiaba a su padre.
—Y amabas a su abuela y su abuelo, a sus tías y sus tíos.
—Es verdad. —Shuganan se inclinó sobre las tallas y no la miró. Ella prosiguió—: Creo que debe vivir.
Chagak contuvo el aliento. Algo en su seno deseaba gritar que el niño debía morir, que sin duda su espíritu portaba el estigma de la crueldad de su padre. Apartó el tejido y sacó al pequeño del portacríos. Le quitó el cuero curtido que llevaba en la entrepierna y espolvoreó sus nalgas con la fina ceniza blanca de los fuegos de cocinar que guardaba en un cestillo.
Volvió a cubrirlo y lo cogió en brazos.
—Necesito saber qué tipo de hombre será —añadió Chagak—. El pueblo de su padre es muy cruel. ¿Qué posibilidades tiene de convertirse en un buen hombre?
Shuganan estudió la expresión de la chica. Aunque había llegado el momento de decírselo, aún se lo impedía el profundo miedo a perderla. Cabía la posibilidad de que Chagak se fuese cuando lo supiera.
Shuganan había estado solo muchos años y todavía debía realizar la travesía para dar la voz de alarma a los Cazadores de Ballenas. ¿Quién podía decir si sobreviviría a ese viaje? La idea de que Chagak se marchara le resultó insoportable y se dio cuenta de lo mucho que había añorado a la gente, de lo mucho que necesitaba hablar y reír.
Sin embargo, si le contaba la verdad, tal vez ella decidiera quedarse el niño, y entonces los planes que había trazado podrían cumplirse y Chagak se vengaría realmente. Por eso respondió:
—Hay muchas cosas que ignoras de mí. Ha llegado el momento de decírtelas. Presta atención y si decides que no puedes quedarte a mi lado, os ayudaré a tu hijo y a ti a buscar otro sitio donde vivir. Permaneceré aquí y diré a Ve-lejos que Hombre-que-mata y tú habéis muerto. Me creerá pues verá el ulaq de la muerte.
Chagak acomodó al niño, que empezó a lloriquear. Lo metió bajo su suk y lo acomodó en el portacríos. La muchacha estaba acuclillada, con los codos sobre las rodillas y el mentón apoyado en las manos. Shuganan sonrió embargado por la pena. Chagak parecía una niña que se apresta a oír al narrador.
Carraspeó y dijo:
—Conozco la lengua y las costumbres de Hombre-que-mata porque nunca fueron un secreto para mí, ni siquiera de niño. —Hizo una pausa e intentó descubrir si Chagak lo entendía, si había un ápice de temor o de odio en sus ojos. La joven estaba inmóvil y no dejaba traslucir sus pensamientos—. Nací en su tribu, en su aldea. Mi madre fue una esclava capturada por los Hombres de las Morsas. Mi padre, mejor dicho el que afirmaba ser mi padre, era el jefe de la aldea.
»No fue un hombre terrible ni cruel, pero como mi madre era esclava tuvimos muy poco, y como yo era alto, más delgado y más débil que los otros chicos, no me permitieron poseer un ikyak ni me enseñaron a cazar y usar armas. Fabriqué mis propias armas, que al principio no fueron más que palos puntiagudos con las puntas reforzadas por el fuego, pero más tarde observé a los fabricantes de armas del campamento y aprendí a hacer puntas de arpón con hueso y marfil y a picar pedernal y obsidiana.
»Solía trabajar en secreto porque no sabía si mi padre lo aprobaría. Cuando los demás chicos se convirtieron en cazadores, comprendí que no quería que me consideraran siempre un niño, y como deseaba saborear las alegrías y las responsabilidades de ser hombre, me apresté a fabricar un arpón. Trabajé con gran cuidado y pedí ayuda a los espíritus de los animales. Dediqué todo un verano a la labor y tallé las lengüetas de la punta. También tallé focas y otarias en el mango de madera y lo alisé hasta dejarlo suave como la pelusa.
«Cierto día en que el mar estaba demasiado encrespado para salir a cazar y mi padre se había sentado en el techo del ulaq, le entregué el arpón. Aunque no dijo nada, vi su mirada de asombro. Ese mismo día y el siguiente noté cómo mostraba el arma a otros hombres.
»Tres, cuatro días después empezó a construir la armazón de un ikyak y le pidió a mi madre que cosiese una envoltura. Ese verano me enseñó a cazar y me entregó el arpón que había pertenecido a su padre.
»Por primera vez sentí que el pueblo de mi padre era el mío y me esforcé por complacerlo. Aprendí a cazar y seguí tallando. Mi padre llenó nuestro ulaq con pieles y armas finas, cosas que otros cazadores le cambiaron por mis estatuillas. Tenía catorce veranos cuando participé por primera vez en una incursión…
Shuganan hizo una pausa, pero se apresuró a añadir:
—No maté a nadie. Generalmente sólo realizábamos incursiones para conseguir armas, quizá para capturar a una hembra como mujer. La mayoría de las mujeres nos seguían voluntariamente.
»Aunque no cogía nada ajeno, había cierto entusiasmo, algo que ni siquiera hoy puedo explicar, cierto poder en apropiarse de lo que es de otros. Durante aquel verano un chamán llegó a nuestra aldea. Mi padre y él se hicieron amigos. El chamán aseguraba ser hijo de un espíritu poderoso y hacía señales con fuego, conseguía que brotasen llamas de la arena y del agua. Conocía cánticos que enfermaban a los hombres y medicinas que los sanaban. Pronto, todos creyeron cuanto decía y no fue difícil seguirlo pues sus creencias se parecían a las nuestras. El chamán nos dijo: «Si un cazador obtiene el poder del animal que mata, ¿no accederá al poder de los hombres que mata?».
Shuganan aspiró aire bruscamente y luego continuó su relato:
—Hasta yo creí en él durante un tiempo. —Calló y Chagak permaneció inmóvil. Estaba cabizbaja y Shuganan no pudo mirarla a los ojos—. Nuestras incursiones se convirtieron en ataques para matar —prosiguió el anciano con tono sereno—. Descubrí que matar a un hombre era algo espantoso, por muy fácil que resultara derribarlo y quitarle el arma o el ikyak. Cada incursión era peor que la anterior, no sólo para mí sino para otros. Para entonces tenía edad suficiente para elegir mujer y tener mi propio ulaq. Varios decidimos buscar mujer y abandonar la aldea, emprender una nueva vida en la que no hubiera matanzas.
»Dijeron que podíamos irnos y que no nos darían mujeres. Algunos decidieron quedarse y otros marcharse. Bien. Estaba preparando el ikyak cuando los hombres de la aldea acudieron a verme. El chamán me dijo que no podía partir. Afirmó que debía quedarme con los nuestros aunque no saliera de incursión y que si le desobedecía entonaría cánticos que matarían a mi madre y a los hombres a los que habían permitido partir.
»Permanecí solo en un ulaq, con alguien que me vigilaba y alguien que me traía alimentos. Me cortaron el lóbulo de la oreja, como antaño habían hecho a mi madre. Esa señal indicaba que era esclavo en lugar de cazador. Todos los días me decían qué debía tallar, pues el chamán consideraba que mis estatuillas contenían grandes poderes. Decía que quien poseía la talla de un animal obtenía un pequeño fragmento del espíritu de ese animal y siempre portaría consigo el poder de ese espíritu. Chagak, te aseguro que fue una época horrible. Durante dos años sólo me dediqué a tallar. Siempre me había gustado el tacto del marfil y de la madera, pero acabé por odiarlo. Soñaba con escapar, pero no sabía cómo reaccionaría el chamán si me iba. Cierto día en que mi madre me trajo comida vi que mi sufrimiento también era el suyo y fue su dolor lo que me dio fuerzas para hacer lo que hice.
»Aunque ni él ni yo hablábamos, el chamán solía venir al ulaq a observarme. Un día le mostré un diente de ballena que mi hermano me había traído, le dije que había soñado lo que haría con el diente y que se lo regalaría.
»Tallé muchos animales en la superficie del diente. Junto a los animales tallé seres diminutos, imágenes de los hombres que habíamos matado en nuestras incursiones. Por algún motivo, mientras me observaba, el chamán empezó a confiar en mí. Me dio más libertad para moverme por el campamento y en una ocasión hasta me permitió salir a cazar focas con los demás. Pero el chamán no sabía que por la noche yo también tallaba en mi espacio para dormir.
»Ahuequé el centro del diente para guardar un cuchillo de obsidiana que me habían dado a cambio de una talla. Fabriqué un tapón de marfil para disimular el hueco y no permití que el chamán tocara el diente. Cuando acabé de tallarlo le propuse que celebráramos una ceremonia de entrega.
»Accedió de buen grado y a primera hora de la mañana, cuando nadie salvo unas pocas mujeres estaban despiertas, acudió a la playa.
»Le había pedido que llevase sus armas y que entonara un cántico de caza. Se presentó con muchas armas: arpones, lanzas, boleadoras y lanzadores. Cuando empezó a cantar deposité el diente tallado en sus manos y le pedí que cerrara los ojos. En ese instante extraje el cuchillo y se lo clavé en el corazón. Ni siquiera gritó, simplemente abrió los ojos y murió.
»Me apropié de sus armas y hui en un ikyak. Navegué muchos días hasta encontrar esta playa. Construí un ulaq y viví solo. Capturé focas y otarias y aprendí a coser mis prendas.
Shuganan hizo una pausa, se frotó la frente con las manos y carraspeó.
—Comercié con los Cazadores de Ballenas y después de tres años de vivir solo obtuve una mujer gracias a un trueque. —Hizo una pausa. Luego agregó—: Fuimos felices.
Chagak lo miró y comentó:
—De modo que vivisteis solos en esta playa. Y tú te dedicaste a cazar y a tallar.
—No, durante mucho tiempo no hice una sola talla —dijo Shuganan y meneó la cabeza—. Me parecía algo maligno. Sin embargo, una parte de mí se lamentaba como si llorase una muerte. Por las mañanas, al despertar, tenía las manos embotadas y doloridas. Poco después mi mujer tuvo un sueño. Una mujer desconocida le habló y le dijo que yo debía tallar, que mis estatuillas servirían para algo bueno. Serían una alegría para quien las mirase y servirían de consuelo espiritual. Creo que esa mujer era mi madre y creo que su espíritu nos visitó durante su viaje a las Luces Danzarinas. Aunque lloré su muerte, volví a tallar y la paz reemplazó el vacío que durante tantos años había experimentado. Entonces supe que mis tallas eran buenas.
Shuganan se interrumpió y se acercó a Chagak.
—Ahora sabes que formé parte de la tribu de Hombre-que-mata —dijo—. ¿Me odias?
Chagak permaneció largo rato en silencio, pero no apartó la mirada del rostro del anciano. Mientras aguardaba su respuesta, Shuganan tuvo la sensación de que su corazón dejaba de latir. Finalmente la muchacha contestó:
—No, no te odio. Eres como un abuelo para mí.
—¿Y puedes amar a un abuelo pero no a un hijo? —inquirió Shuganan con voz apenas audible.
Chagak cruzó los brazos encima del pequeño que llevaba dentro de la suk y notó el calor de su piel junto a la suya. La desesperación que había sentido desde que supo que estaba embarazada se esfumó y en su lugar brotó una alegría infinita, firme y luminosa.
—Mi hijo vivirá —murmuró.