Río Blanco llamó Amgigh —sangre— a su hijo. Aunque era un nombre raro, Kayugh no puso reparos. La sangre era vida. ¿Qué espíritu no respetaba la sangre?
Celebraron la ceremonia en la playa, deprisa, sin festín ni hoguera. Comunicaron el nombre a los vientos, al cielo y al mar y se aprestaron para otra jornada de viaje.
Kayugh estaba preparando su ikyak cuando Pequeña Pata se acercó. Pequeña Pata, la segunda mujer de Grandes Dientes, era menuda y rolliza. A diferencia de las demás, que llevaban los cabellos sueltos sobre los hombros o metidos en el cuello del abrigo, se ceñía la cabellera con una tira de piel de foca y le colgaba a la espalda como una larga coleta negra. Pequeña Pata era tímida y casi nunca hablaba, pero tenía dotes para preparar y almacenar carne y a veces los espíritus le comunicaban lo que muy pronto podría ocurrir.
Dijo algo a Kayugh, pero con la cabeza gacha y con voz tan queda que el joven no la entendió. Kayugh contuvo su irritación ante la timidez de la mujer, se acercó y la oyó murmurar:
—En tres días llegaremos a una playa. Me lo ha dicho un espíritu. Será un buen sitio para vivir, con charcas dejadas por las mareas y agua de manantial. —Hizo una pausa, lo miró y desvió la vista, como si Kayugh la intimidara. Se tapó la boca con la mano y añadió algo.
—No te oigo —dijo Kayugh con voz estentórea.
—Habrá acantilados —prosiguió sin mirarlo. Se volvió hacia las mujeres que guardaban provisiones en hatos cubiertos de piel y, mientras Kayugh la observaba, la espalda de Pequeña Pata pareció tensarse. Se volvió lentamente para mirarlo—. Tu mujer… —dijo, y se alejó como si no hubiese pronunciado una sola palabra.
Kayugh sintió que el miedo le atenazaba el pecho. ¿Qué le pasaría a su mujer? Observó a Río Blanco en medio de las demás mujeres. Estaba pálida y parecía cansada, pero cualquiera lo estaría si durante el día trabajaba para satisfacer a su hombre y por la noche permanecía despierta para alimentar a su hijo recién nacido. De repente Kayugh se disgustó con Pequeña Pata, pero en seguida recordó lo que había dicho sobre la playa. Era una buena señal. ¿Cuándo se había equivocado Pequeña Pata? Tal vez sólo pretendía que Kayugh insistiera en que su mujer trabajase menos y descansara más.
Se acercó a las mujeres. La charla entre ellas cesó y lo miraron. Apoyó la mano en la coronilla de Río Blanco y entrelazó los dedos en sus cabellos tibios.
—Nariz Ganchuda, con nuestro nuevo hijo mi mujer pasará muchas noches en vela —explicó—. ¿Es posible que hoy no reme?
—No te preocupes —replicó Nariz Ganchuda—. Mi hijo ya tiene edad suficiente para remar.
Kayugh miró al niño y percibió un súbito brillo de orgullo en su mirada. Sí, sería un buen modo de preparar a Primera Nevada para gobernar un ikyak. Kayugh recordó que, de niño, le había resultado embarazoso viajar en el ik de las mujeres en lugar de tener un ikyak, como los hombres.
—Gracias —murmuró Río Blanco.
Kayugh miró a Pequeña Pata para saber si estaba de acuerdo con su actitud, pero ella había bajado la cabeza y sus manos anudaban un hato de hierba seca.
Al día siguiente viajaron desde primera hora de la mañana hasta que el sol se hundió en el horizonte. Se detuvieron para pasar la noche en una playa cubierta de piedras como puños. Las mujeres reunieron suficiente madera para encender fuego, pero no había pequeñas colinas circundantes que los protegieran del viento que soplaba del mar.
Se reunieron en semicírculo alrededor de la hoguera, de espaldas al viento para que las llamas quedaran protegidas por sus cuerpos. Las mujeres sirvieron carne seca. Pequeña Pata afiló ramas verdes de sauce, ensartó en ellas el pescado que había conseguido durante el viaje y clavó las ramas en la arena, en torno al fuego.
La jornada en el mar había despertado el apetito de Kayugh y no esperó a que el pescado estuviese totalmente asado. Cuando la piel empezó a dorarse, sacó la rama de la arena y comió.
Tras devorar la mitad del pescado, tendió la rama a Río Blanco y le ofreció la otra mitad, pero la mujer la rechazó.
—Debes comer —aconsejó Kayugh.
—Ya comeré —replicó con una sonrisa.
Su rostro denotaba tanta fatiga y sus ojeras eran tan marcadas que Kayugh se preocupó.
Recordó las palabras de Pequeña Pata y durante la velada observó a Río Blanco. Se tranquilizó al verla comer y se alegró de ver que celebraba las bromas de Grandes Dientes. Luego, aunque con dificultades y lentamente, Río Blanco ayudó a las demás mujeres con el fuego y las mantas.
Cuando se acostó para pasar la noche junto al fuego, Kayugh prácticamente había olvidado sus preocupaciones.
Al principio el sonido formaba parte de los sueños de Kayugh. Era el grito de una gaviota, luego el gemido de una mujer que daba a luz, pero cuando finalmente despertó supo que se trataba del llanto embozado de un bebé.
Se incorporó bajo la luz mortecina de primera hora de la mañana. El sonido también había despertado a Pequeña Pata y a Grandes Dientes.
—Es tu hijo —dijo Grandes Dientes.
Kayugh experimentó una súbita náusea de temor. Entre los Primeros Hombres un recién nacido rara vez lloraba tanto. El pequeño estaba junto al cuerpo de su madre, abrigado dentro de la suk y podía mamar cuando le apetecía.
Pequeña Pata apartó las mantas. A Kayugh sus movimientos le parecieron muy lentos, tuvo la impresión de que cada paso duraba una eternidad. E incluso él mismo sintió que sus brazos y sus piernas pesaban como piedras y no pudo moverse. Permaneció inmóvil, mirando, como si el niño que lloraba no fuera su hijo, como si la mujer que Pequeña Pata sacudió no fuera su mujer.
Pequeña Pata volvió la cabeza hacia Kayugh y al hablar pronunció las palabras con excesiva lentitud, como si formasen parte de un sueño.
—Ha estado sangrando —explicó y al cabo de un instante añadió—: Kayugh, está muerta. Algún espíritu se la ha llevado.
Kayugh no fue capaz de mover la cabeza ni de articular palabra. Grandes Dientes se acercó a su lado y todo el campamento despertó.
—Ven —dijo Grandes Dientes, y su voz pareció dar a Kayugh las fuerzas que necesitaba. Se quitó la manta que le cubría las piernas y se incorporó—. Vayamos a la playa. Las mujeres se ocuparán de Río Blanco.
—Está muerta —dijo Kayugh y miró a Grandes Dientes con la esperanza de que le dijese que Río Blanco no estaba muerta, que Pequeña Pata se había equivocado.
Grandes Dientes se limitó a asentir con la cabeza y confirmó:
—Sí, está muerta. —Cogió del brazo a Kayugh y agregó—: Acompáñame. Echaremos un vistazo a las provisiones. Miraremos…
—¿Dónde está mi hija? —preguntó Kayugh, súbitamente irritado con Grandes Dientes, molesto por el modo cauteloso con que le hablaba.
Nariz Ganchuda le entregó a Baya Roja. La niña se frotó los ojos y se movió con torpeza porque acababa de despertar. Kayugh abrazó a la pequeña y se alejó de los hombres y las mujeres que le rodeaban apiñados. Después de dar unos pasos se volvió y dijo a Nariz Ganchuda:
—Entrégame a mi hijo.
Kayugh percibió la expresión de sorpresa de Grandes Dientes y oyó el bufido de Pájaro Gris. Nariz Ganchuda titubeó y dijo:
—Está llorando.
—Entrégame a mi hijo —repitió Kayugh.
Dejó a Baya Roja en el suelo y esperó a que Nariz Ganchuda le llevase el recién nacido.
Los brazos y las piernas del bebé temblaban a causa del frío y sus chillidos dejaron de ser una queja aguda e irregular para convertirse en un balido parecido al de las crías de foca.
—Tiene frío —explicó Nariz Ganchuda y pidió a Pequeña Pata que le diese una piel.
La mujer envolvió al pequeño y éste dejó de llorar, como si lo único que necesitara fuese calor. Se lo entregó a Kayugh. Éste lo cogió, lo sostuvo con torpeza y luego lo acomodó en el pliegue del brazo izquierdo. Kayugh alzó a Baya Roja y abandonó el círculo formado por su gente.
Kayugh encontró un sitio amparado por las rocas y donde el terreno estaba seco. Se sentó, acomodó a Baya Roja en una pierna y bajó el brazo izquierdo hasta apoyarlo en el muslo. Miró a sus hijos. Baya Roja se recostaba en él con los ojos cerrados y Amgigh los tenía abiertos, como si estudiara el rostro de su padre.
Ahora Kayugh podía llorar, con su hija casi dormida y en presencia de su hijo. Ningún hijo se avergonzaría de ver llorar a su padre la muerte de una mujer, pero, por mucho que Kayugh deseaba derramar esas lágrimas, el llanto no llegó, de modo que observó a su hijo y comprobó que era hermoso con sus delgadas cejas negras y sus grandes ojos oscuros.
Su hija también era hermosa y se parecía mucho a Río Blanco. Kayugh se preguntó por qué, con dos hijos tan hermosos, el espíritu de Río Blanco había elegido dejarlos. ¿Acaso en las Luces Danzarinas ya había otro espíritu que la alejaba de Kayugh, que la apartaba de la tierra? ¿Pierna Roja sería capaz de semejante cosa? No, en todos los años que había sido mujer de Kayugh, Pierna Roja había pensado en los otros más que en sí misma.
Tal vez Kayugh no había sido un buen hombre para ellas. Quizá había pensado demasiado en sí mismo en lugar de ocuparse de sus mujeres. Pero no, las había amado. Y era un buen cazador. ¿Alguna vez les había faltado carne, no habían tenido pieles para trabajar o tendones para coser?
Habían compartido una buena vida. Sus mujeres eran como hermanas, cuidaban una de la otra, y Baya Roja llamaba «madre» a las dos.
Quizá sus mujeres no habían elegido morir. Quizá le fueron arrebatadas porque Kayugh no agradeció suficientemente lo que tenía.
Había sido cazador honorable de una gran aldea. Contaban con una buena playa, alimentos suficientes y, pese a su juventud, Kayugh tenía dos buenas mujeres, un hijo que crecía en el seno de una y una hija sana y fuerte. ¿Alguna vez se detuvo a pensar lo buena que era su vida? No se acordaba. Había demasiadas cosas en que pensar: cazar, reparar el ikyak, realizar travesías comerciales.
Pero había bastado una noche para que su vida cambiase. Una gran ola, algo que sucedía una, dos veces en toda una vida y que a la aldea de su pueblo le había ocurrido tres veces en sólo cinco años.
En las primeras ocasiones las pérdidas no habían sido tan cuantiosas, pero la última vez sólo quedó en pie el ulaq de Kayugh, situado en el terreno más alto, y hubo muchos muertos.
Si Pequeña Pata no hubiese hablado de otra ola, de una ola que llegaría ese verano, tal vez Kayugh se habría quedado con las familias que decidieron reconstruir la aldea, pero pensó en su hija y en su futuro vástago —que por entonces no era más que un bultito en el vientre de Río Blanco— y quiso darles un sitio donde la muerte no fuese una amenaza constante.
«No es un buen sitio para vivir —había explicado a los hombres—. La playa es muy baja y el mar la cubre fácilmente. Los espíritus envían una ola que nos mata y se ríen de nuestra insensatez. Hemos de encontrar otra playa donde construir nuestra aldea».
En principio, sólo Grandes Dientes había estado de acuerdo con él. Luego accedió Pájaro Gris, un hombre temeroso de todo, alguien que Kayugh habría preferido dejar.
Pájaro Gris tenía la lengua demasiado suelta. Sus insultos eran sutiles y arrojaban púas que se clavaban bajo la piel y herían como las ortigas. Pero tal vez fue la malicia con que Pájaro Gris hablaba lo que le permitió conseguir a su bella mujer, Concha Azul, la de tez suave, blancos dientes perfectos y grandes ojos saltarines. Hasta su nombre era hermoso y a Kayugh le recordaba la luminiscencia del interior de la concha de una lapa.
El padre de Concha Azul no había elegido bien. Pájaro Gris la pegaba a menudo; e incluso ahora que estaba a punto de tener su primer hijo, la trocaba con cualquier hombre a cambio del favor de una noche con otra mujer. Cuando Kayugh conoció a la joven recién casada, Concha Azul sonreía con frecuencia y reía a menudo, pero ahora se había apagado y se marchaba presurosa si Pájaro Gris se le acercaba con la mano en alto o con el bastón.
Sin embargo, Pájaro Gris era un hombre, un cazador, y por eso se unió a Kayugh en su empresa. Concha Azul podía tener la certeza de que su hijo por nacer estaría amparado.
«Partir me pareció lo mejor, pero si me hubiera quedado tal vez aún tendría dos mujeres. Podría conservar a mi hijo», pensó Kayugh.
—Ahora tendré que dejarte —murmuró al pequeño—. ¿Quién te alimentará? Si te llevo, morirás, y es mejor que mueras aquí, junto a tu madre. De esa manera tu espíritu no se perderá. Tu madre te guiará hasta las Luces Danzarinas. Si te llevo y mueres, ¿cómo encontrarás el camino?
El pequeño miró a Kayugh como si comprendiese.
—Sabes demasiado —prosiguió Kayugh y apoyó la mejilla en el pelo suave y oscuro de su hijo.
Finalmente brotaron las lágrimas y Kayugh lloró por sus mujeres y por el hijo que debía abandonar. El niño también estalló en llanto, y Kayugh sintió que sus corazones eran uno, que sus espíritus estaban unidos.
Grandes Dientes y Pájaro Gris cavaron una fosa no más profunda que el largo de una mano y acumularon un montón de piedras al pie del sepulcro. Cuando Kayugh volvió a ver a Río Blanco, las mujeres ya la habían lavado y depositado en la fosa. Con las rodillas junto al mentón y la cara pintada con rojo ocre, la mujer volvía a ser una niña, una recién nacida que veía la luz en el mundo de los espíritus.
Se reunieron alrededor del sepulcro, incluido el pequeño Primera Nieve, que permaneció de pie junto a Grandes Dientes.
Kayugh ocupó su sitio en el círculo. Dejó a Baya Roja en el suelo, a su lado, miró a la mujer que yacía en la fosa y no dijo nada. El bebé estaba tranquilo y chupaba el borde de la piel que lo cubría. Cuando las mujeres entonaron el cántico mortuorio, Kayugh depositó al crío en la fosa, lo acurrucó en el espacio entre las rodillas dobladas y el pecho de su mujer. El niño se pegó a su madre y abrió la boca mientras hurgaba la suk de Río Blanco.
Kayugh retornó a su sitio en el círculo e intentó sumarse al cántico, pero no recordaba las palabras y no consiguió que su voz sonase. Se limitó a permanecer en pie, con los ojos cerrados para contener las lágrimas.
Grandes Dientes se acercó a Kayugh y puso la primera piedra en sus manos. Éste la colocó a los pies de su mujer y recordó que había hecho lo mismo con Pierna Roja. Tuvo la impresión de que había enterrado muchas mujeres, de que enterraba mujeres desde que era niño. Había dedicado más tiempo a los cánticos de muerte que a las canciones para atraer a las focas, para aligerar la soledad de un ikyak que navega en alta mar.
Cada hombre y, por último, las mujeres depositaron piedras. Luego Grandes Dientes y Pájaro Gris apilaron rocas sobre el cadáver de Río Blanco.
—¿Mamá? —preguntó Baya Roja en voz baja y casi indiscernible en medio del sonido que producían las piedras—. ¿Mamá? —repitió con tono más alto y agudo, casi en un grito.
El llanto de Baya Roja desgarró a Kayugh, que comprendió que no podía seguir allí y que necesitaba estar solo, lejos de la gente, lejos de su hija, lejos de la mirada de su hijo, que pronto quedaría enterrado bajo las piedras.
Se volvió con el propósito de caminar por la playa y en ese instante oyó el llanto agudo y quejumbroso del niño. Sus hijos lo llamaban. Se dio la vuelta, cogió a Baya Roja en brazos, se inclinó hacia la fosa, apartó al pequeño del cuerpo de su madre y se lo entregó a Concha Azul.
La mujer interrumpió su cántico, abrió desorbitadamente los ojos y miró a su hombre, pero Pájaro Gris no dijo nada.
—¿Falta mucho para que nazca tu hijo? —preguntó Kayugh.
Concha Azul meneó la cabeza y finalmente respondió:
—Pronto llegará.
—¿Tendrá leche suficiente para los dos? —preguntó Kayugh a Nariz Ganchuda.
—La mayoría de las mujeres tienen leche suficiente para dos niños.
—Quédate con mi hijo —dijo a Concha Azul—. Si puedes alimentarlo, será tuyo y de tu hombre.
Kayugh llevó a su hija a la playa mientras los demás terminaban de enterrar a su mujer.