El dolor de espalda despertó a Chagak. Durante los tres últimos días había sido cada vez más agudo y esa mañana era tan intenso que hasta le dolían las mandíbulas y los dientes.
Se puso a gatas, luego en cuclillas y se sujetó el vientre con la mano.
Se arrastró por el ulaq y encendió las lámparas de aceite con la que había ardido toda la noche. Cogió el cesto forrado con barro donde estaban los residuos de la noche y salió del ulaq para vaciarlo.
El viento soplaba frío y cortante desde la playa y, pese a la capa de nubes, se veía incluso en la penumbra de primera hora de la mañana.
«Esta noche lloverá», susurró un espíritu. Chagak pensó que era la voz del espíritu de una nutria, voz que había oído a menudo desde la muerte de Hombre-que-mata.
No respondió. Vació el cesto a cierta distancia del ulaq y luego se dirigió a la playa para lavarlo en la charca dejada por la marea.
«Esta noche lloverá —repitió el espíritu de la nutria—. Lloverá mucho».
—Sí —murmuró Chagak y se agachó junto a la charca. Apoyó los brazos sobre las rodillas antes de lavar el cesto.
«Hoy tendrás a tu hijo», dijo la nutria y la voz del espíritu sonó tan serena como si siguiese hablando de la lluvia.
Chagak cerró los ojos y dijo en voz alta:
—Hoy no.
«¿Crees que puedes estar siempre embarazada?».
—Es mejor que la muerte.
«Hasta ahora no le temías a la muerte».
—Si muero, ¿quién cuidará de Shuganan?
«No morirás».
—Muchas mujeres mueren al dar a luz.
«No morirás».
—¿Y el niño? ¿Morirá el niño?
«¿Qué quieres que te diga? —replicó la nutria—. La decisión depende de ti».
—¿Es niño o niña? —quiso saber Chagak, pese a que había hecho esa pregunta infinidad de veces y la nutria nunca le había contestado.
«Varón», declaró la nutria y su brusca respuesta pareció provocarle a Chagak un agudo dolor desde el esternón hasta la columna vertebral de Chagak.
Cuando el dolor cesó, la joven repitió:
—Es un varón.
«Tú querías una niña».
—Así es —confirmó Chagak.
Su madre le había dicho que una niña lleva el espíritu de la madre y un niño el del padre. Chagak no tenía hombre que la obligase a matar a una niña. Si lo deseaba, podía quedarse con una hija, pero ¿cómo se quedaría con un varón? ¿Cómo haría para quedarse con un niño que al crecer podría odiar y matar como su padre? A pesar de todo, temía la idea de matar a su hijo.
«Quizá Shuganan lo mate por ti», sugirió la nutria.
—Quizá te equivocas y llevo una hija en mis entrañas —afirmó Chagak, súbitamente enfadada con el espíritu de la nutria, como si éste hubiera decidido el sexo de su bebé.
Experimentó un nuevo dolor y bajó la cabeza.
«Camina —aconsejó la nutria—. Debes caminar. Así el niño nacerá antes».
—Primero debo avisar a Shuganan y prepararle comida.
Chagak regresó al ulaq. Bajó con cuidado por el poste y tensó los músculos a la espera de la próxima contracción. Lamentó recordar tan poco acerca del parto. Como aún no había cumplido su primer año de sangrar cuando nació Cachorro, no le permitieron ayudar a su madre, pero permaneció en la entrada del ulaq e hizo preguntas a las mujeres que entraban y salían. Su madre había sido una mujer fuerte y ni siquiera se quejó cuando el parto estaba a punto de concluir, pero Chagak había oído llorar y gemir a otras parturientas.
Se estremeció e intentó pensar en otras cosas. Pensó en la preparación del pescado y de la carne de foca seca. Incluso intentó volver a hablar con el espíritu de la nutria, pero el animal permaneció callado. Al final, mientras trabajaba, Chagak se percató de que le temblaban las manos y las rodillas. De repente echó en falta a su madre y, como una cría, se echó a llorar: sollozó con tanta aflicción que se quedó sin aliento.
—¿Chagak? —Shuganan salió a rastras de su espacio para dormir—. ¿Qué te pasa?
Aunque la chica contuvo las lágrimas e intentó sonreír, un espíritu pareció torcerle el gesto.
—Estoy bien —respondió con voz apenas audible. Y se apresuró a añadir—: No me pasa nada. Los dolores del parto han comenzado.
—Me alegro —dijo Shuganan, pero ella notó que, asustado, abría desmesuradamente los ojos—. Ten un hijo y le enseñaré a cazar.
Chagak procuró sonreír, pero la idea de tener un hijo no le dio ninguna alegría. Extendió un tapete y sirvió pescado y carne de foca.
Shuganan comió con la mano derecha porque todavía tenía dolorido el brazo izquierdo. Aunque parecía haber curado bien, el hueso roto había atraído a los espíritus que entumecen las articulaciones y el codo y el hombro estaban tan inflamados que el anciano apenas podía mover el brazo. Cuando Shuganan terminó de comer, Chagak guardó el pescado y la carne que quedaban.
—Deberías comer —opinó Shuganan.
—No, no tengo hambre. Necesito estar afuera. Aquí hace demasiado calor y está muy oscuro.
Shuganan observó a Chagak durante aquel largo día. La muchacha recorrió la playa de un extremo a otro; era una figura oscura y menuda, con las manos bajo la suk, sujetándose el voluminoso vientre. A medida que el sol se aproximaba al horizonte del noroeste, los nubarrones se oscurecieron y se tornaron más pesados. Chagak aminoró sus pasos y Shuganan decidió ir a buscarla para que entrase en el ulaq. Por la rigidez de sus pasos supo que las contracciones eran más frecuentes.
«Necesita una mujer», pensó Shuganan. En los años transcurridos desde la muerte de la suya nunca había echado tanto de menos su sabiduría.
Shuganan vio que Chagak caminaba con los ojos cerrados, respiraba hondo y ahuecaba las mejillas, como los niños cuando inflan una vejiga de foca.
La joven detuvo su deambular al reparar en él y se acuclilló en la arena.
—Vuelve al ulaq —propuso Shuganan.
—El dolor no es muy fuerte —explicó Chagak—. Necesito sentir el viento, necesito estar junto al mar.
Shuganan asintió y se sentó a su lado.
Permanecieron un rato en silencio. El anciano reparó en que las mejillas de Chagak estaban cubiertas de lágrimas.
—¿Por qué lloras? ¿Es tan fuerte el dolor?
La joven se secó las mejillas con el dorso de las manos y murmuró:
—No. Estoy asustada.
Shuganan no respondió porque percibió los temblores de su propio miedo. Muchas, muchísimas mujeres morían de parto. ¿Qué haría si a Chagak le pasaba algo? No quería vivir sin ella.
De repente la muchacha lo aferró por el brazo.
—Ha ocurrido algo —dijo y abrió los ojos. Se levantó y un líquido tibio discurrió por sus piernas—. ¿Qué es? ¿Qué me pasa?
—No lo sé —replicó Shuganan y la miró azorado.
—Tal vez no hay niño. Tal vez sólo tengo agua —dijo Chagak y soltó una carcajada.
Shuganan se incorporó, asustado a medida que la risa de la muchacha se volvía cada vez más aguda hasta convertirse en un chillido.
—No, no. El agua es una buena señal —aseguró el anciano, le sujetó los hombros y la sacudió—. Fíjate, no es más que agua, como el chapoteo de la balsa de un cazador en la orilla del mar.
Shuganan la sostuvo y emprendieron el regreso al ulaq. Chagak dejó un rastro húmedo sobre las piedras. El anciano le rodeó la cintura y la estrechó. Chagak se apoyó en él y cuando llegaron al ulaq se derrumbó a sus pies.
El anciano se agachó para ayudarla, pero ella le hizo señas de que se alejara. Dobló las rodillas dentro de la suk y aferró la hierba de primavera que cubría el suelo del ulaq.
Shuganan permaneció de pie junto a ella y vio que el dolor le demudaba el rostro.
—¡Ay! ¡Ay! —gimió.
A Shuganan se le llenaron los ojos de lágrimas. Esperaba que ese niño trajera alegría, que fuese un varón al que podría enseñar a cazar, un varón que cazaría focas para Chagak. Se asombró de haber pensado que el niño traería alegría. Chagak había sufrido demasiado: dolores y más dolores. Primero en la concepción y ahora en el parto.
—¡Ay! —volvió a gemir Chagak, se tocó la entrepierna y Shuganan notó que la muchacha tenía las manos teñidas de sangre—. ¡Vete! —gritó a Shuganan y la fuerza de su voz lo alentó—. ¡Vete! No nos maldigas a todos.
Shuganan retrocedió pese a que quería quedarse y ayudar, pero sabía que no podía. Se acordó de que el portacríos de Cachorro estaba en el ulaq.
—Iré a buscar el portacríos —dijo, pero no supo si ella lo oyó.
La oscuridad del ulaq cegó transitoriamente a Shuganan, que buscó a tientas las pieles que Chagak había preparado para el niño. Finalmente, dio con el portacríos de Cachorro. Colgó la tira de cuero en su brazo y regresó junto a Chagak.
Shuganan advirtió que la joven había dejado de sufrir. Tenía la cabeza erguida y los brazos flojamente apoyados en las rodillas. A su lado, en la hierba, había algo rojo; oyó un gritito débil.
Chagak lo contempló con la mirada perdida y dijo:
—Es un niño.
Shuganan se precipitó a su lado. A los pies de Chagak descansaba un recién nacido sano y regordete. Chagak se arrancó unas hebras de pelo y con ellas anudó el cordón palpitante que iba del ombligo del pequeño hasta algún punto debajo de la suk. Inclinó la cabeza y mordió el cordón hasta cortarlo.
Dejó al niño tendido sobre la hierba. Sus gemidos cobraron fuerza y con cada bocanada de aire sacudió los brazos y las piernas.
—Tiene frío —comentó Shuganan. Movió el portacríos e intentó ponérselo al recién nacido.
—Hay que lavarlo —dijo Chagak.
—¿Con agua o con aceite? —preguntó Shuganan.
—Trae agua. Será mejor no desperdiciar aceite.
Shuganan volvió con agua, aceite, un cuero curtido y varias pieles mullidas y peludas. Cogió al pequeño, que pareció calmarse. Sumergió un trozo de cuero curtido en el agua, lo estiró y limpió la sangre del cuerpo del niño. Luego lo untó con aceite. El bebé estaba bien formado y tenía los brazos largos.
Shuganan volvió a trajinar con el portacríos y al final decidió que la parte ancha debía sostener las nalgas del niño y la tira cubrirle la espalda para sustentar la cabeza antes de pasar por el hombro de Chagak. En cuanto acomodó al pequeño en el portacríos, se dio cuenta de que Chagak debía ponérselo primero e instalar después al niño.
Sostuvo al recién nacido con el brazo sano y lo acurrucó en su chaqueta.
—Ponte esto —dijo a Chagak y le ofreció el portacríos, pero ella no se movió. Habló con tono más enérgico—: Chagak, tu hijo tiene frío. Ponte el portacríos.
—No es mi hijo. Pertenece a Hombre-que-mata. Que el padre del niño se ocupe de él.
—Chagak, necesitas a este niño. Será cazador y te traerá carne. Si matas a este niño, ¿quién cuidará de ti cuando yo muera?
—Cazaré y pescaré yo misma. Ya lo he hecho.
—Para entonces serás vieja. No podrás.
—Entonces moriré.
—Chagak, los hijos no siempre portan el espíritu de su padre —dijo Shuganan con serenidad, buscando sus ojos, pero ella desvió la vista—. Será un buen hombre. Le enseñaremos a preocuparse por los demás.
Al final, Chagak volvió la cabeza hacia Shuganan y preguntó:
—¿Es fuerte?
—Sí.
El anciano alzó al niño para que la chica viera sus brazos, sus piernas y su vientre pequeño y redondo.
Chagak volvió a girar la cabeza y añadió:
—Debo enterrar la placenta.
—Ya la enterraré yo.
—Te caería una maldición. Debo enterrarla yo porque mi madre o mi hermana no pueden hacerlo.
Insegura, Chagak se puso lentamente en pie. Había empezado a llover: gotas gordas y frías. El niño rompió a llorar.
—Lleva al pequeño al ulaq —pidió Chagak—. Yo iré en seguida.
Shuganan envolvió al crío en pieles de foca y se dirigió al ulaq.
Chagak caminó hasta el otro extremo de la playa, hasta el borde de los acantilados. Mantuvo la mente en blanco y se negó a pensar en el pequeño. Le bastaba con que el parto hubiese terminado.
Buscó un esquisto plano y cavó un agujero.
En el interior del ulaq, Shuganan empezó a cantarle al pequeño, entonó una nana, algo que su madre había cantado hacía mucho tiempo, pero las palabras se le atragantaron y de sus labios escapó un cántico mortuorio.