Veinte

Chagak permaneció dos días en el ulaq cuidando de Shuganan. Sólo salió a primera hora de la mañana para vaciar los cestos con los residuos de la noche y para llenar el pellejo con agua del manantial próximo al acantilado sur.

Aunque durante el segundo día abrió los ojos más a menudo, Shuganan no habló con Chagak. Bebió unos sorbos de caldo y pareció que respiraba con menos dificultad. Hombre-que-mata permanecía fuera la mayor parte del tiempo y Chagak, contenta de tenerlo lejos, ni siquiera se preguntaba qué hacía.

La tercera mañana, mientras Chagak curaba las heridas de Shuganan y Hombre-que-mata comía, éste se dirigió a la joven. Habló largo rato y señalaba alternativamente a Shuganan y a ella. En cierto momento se interrumpió y retiró dos pieles de focas recién cazadas del lugar donde estaban guardadas. Cuando terminó de hablar, Hombre-que-mata permaneció a la espera. Incómoda, la muchacha dijo:

—En cuanto Shuganan sane, rascaré y curtiré las pieles de foca. Haré mantas para tu espacio para dormir.

Él la interrumpió con un ademán de impaciencia y señaló el orificio del techo.

—¿Quieres comer algo más? —preguntó Chagak, y se dirigió hacia el escondrijo de almacenamiento.

Hombre-que-mata la detuvo y la empujó hacia el poste de la salida. Se puso la chigadax y cogió dos arpones. Un temor súbito ahogó a Chagak. ¿Adónde la llevaba?

—Shuganan… —murmuró mientras Hombre-que-mata la empujaba poste arriba.

—Shuganan —repitió Hombre-que-mata y rio—. Shuganan —dijo una vez más mientras salían del ulaq.

Chagak reconoció el tono de burla y no dijo nada más.

«He dado de comer a Shuganan y he limpiado sus heridas. Estará bien a solas. Necesita dormir», pensó Chagak.

Entrecerró los ojos a causa del resplandor. El cielo estaba totalmente azul. Los días sin nubes eran escasos y por la mañana casi siempre había una capa de niebla. ¿Cuándo había visto por última vez un límpido cielo azul? Antes de que llegase Hombre-que-mata. Antes de encontrar a Shuganan.

Entonces recordó. Su madre la había obsequiado con un día sin nubes y cálido. El día había sido hermoso hasta que vio las llamas, hasta que…

Hombre-que-mata sujetó la manga de la suk de Chagak y la arrastró hacia la playa. La muchacha se percató de que el ikyak estaba cerca del torrente y de que el joven había atado a la barca unas cestas de recolección.

—Espera —dijo Hombre-que-mata mientras dirigía el ikyak hacia el agua y subía.

Chagak se sorprendió de que supiese esa palabra en su lengua, y además reparó en que aquel ikyak era distinto: la escotilla era más grande y ovalada en lugar de redonda.

—Ven —añadió, también en la lengua de Chagak.

Chagak titubeó. ¿Quería que subiese al ikyak?

—¿Quieres que vaya? —preguntó y señaló el ikyak.

Hombre-que-mata asintió.

Chagak advirtió que el joven se acomodaba en el ikyak como los cazadores de su aldea, con las piernas estiradas, y comprendió que tendría que sentarse entre sus piernas, pero no quería estar tan cerca de él.

—No —dijo Chagak y retrocedió—. Debo quedarme con Shuganan.

—Está fuerte. No estaremos fuera mucho.

De pronto Chagak sintió un intenso pánico y abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido alguno. ¿Cuánto hacía que ese hombre comprendía su lengua? ¿Siempre había entendido lo que Shuganan y ella decían?

—Te sorprende hable tus palabras —añadió Hombre-que-mata y rio—. Piensas no sé nada. Haces planes y piensas no sé nada. Tengo otras mujeres de tu tribu. ¿Piensas no aprendo a hablar con ellas? A veces para ser enemigo mejor ser amigo.

Chagak sintió náuseas, como si el espíritu de aquel hombre ensombreciese cuanto la rodeaba.

—Ahora hablo para aprendas mis palabras. Mujer mía debe hablar mis palabras.

Hombre-que-mata sonrió, mostró sus dientes grandes y cuadrados e hizo señas a Chagak de que subiese al ikyak. Como la muchacha se resistió, Hombre-que-mata la cogió por el brazo y se lo retorció.

—Sube —dijo.

Chagak obedeció, pero se echó tan adelante como pudo. Hombre-que-mata se acomodó tras ella, le rodeó la cintura, y la apretó entre los muslos, levantó el faldón y lo acomodó alrededor de los dos.

Condujo el ikyak hacia el centro del torrente y Chagak notó una sacudida cuando la corriente los arrastró hacia el mar. Nunca había navegado en un ikyak y no se imaginaba que notaría el agua tan fría y tan cerca de sus piernas.

Durante un rato, Hombre-que-mata se limitó a remar. Después empezó a hablar y señaló sus armas, el ikyak, el mar y los acantilados y las algas, pronunciando cada palabra en la lengua de Chagak, y a continuación diciendo otra que en muchos casos era parecida pero que Chagak nunca había oído.

Un nudo de cólera constriñó el pecho de la muchacha, y no dijo nada, no quiso repetir aquellas palabras. No le agradaba estar tan cerca de Hombre-que-mata. El olor a sudor y el hedor a pescado de su chigadax se sobreponían a los deliciosos aromas del viento y el mar.

—¡Habla! —gritó, y le dio una bofetada—. Di palabras. Eres mujer tonta.

Chagak se preparó para recibir otro golpe, pero el joven hundió el zagual en el agua y el ikyak salió disparado hacia los lechos de algas que se extendían desde el acantilado del este.

La marea estaba baja y las algas yacían sobre las rocas desnudas y en la superficie, cual rollos largos y retorcidos de babiche oscuro.

—Coge lapas —dijo Hombre-que-mata y le entregó un cuchillo de mujer, el mismo que Chagak había visto en el ulaq y que quizá había pertenecido a la mujer de Shuganan.

Hombre-que-mata acercó el ikyak a una enorme roca y Chagak se estiró y arrancó lapas con la parte roma del cuchillo. Aunque era trabajo duro, Chagak estaba acostumbrada a esa faena. Hombre-que-mata desplazaba lentamente el ikyak entre las rocas y a menudo comprobaba la profundidad del agua con el extremo del arpón.

Cuando se acercaron a las algas, las nutrias de mar desaparecieron, pero volvieron a asomar a la superficie porque el ikyak se movía despacio y apenas hacía ruido. Algunas siguieron el bote y observaron trabajar a Chagak, mientras otras nadaron alrededor de las algas. Chagak les lanzó lapas y pronto se acercaron más nutrias. Varias se envolvieron en las largas trenzas de algas, se tendieron boca arriba ancladas en las olas y cerraron los ojos. Los narradores decían que las nutrias tenían sus aldeas bajo las algas.

Chagak contempló a los animales e intentó no asustarlos. Las madres acunaban a las crías entre las patas al tiempo que nadaban boca arriba. Otras jugaban y sus cabezas oscuras y brillantes se hundían y reaparecían en medio de las trenzas de algas. Algunas pescaban. Una nutria sacó mejillones del fondo del mar, depositó una piedra en su vientre mientras flotaba boca arriba y partió las conchas contra la piedra del mismo modo que lo hacían los cazadores.

En la época de su primera menstruación, cuando dejó de ser niña y se convirtió en mujer, Chagak reivindicó como hermanos y hermanas a las nutrias de mar.

De acuerdo con la costumbre de su pueblo, en aquel momento su madre la ayudó a construir un refugio de madera ligera, barro y hierba. Chagak permaneció treinta días en el interior, casi sin comer y aprovechando los sueños como fuente de inspiración para dibujos. Los cazadores sabían que durante la primera menstruación la mujer estaba dotada de poderes especiales y cualquiera que llevara a su padre pieles de focas tenía derecho a pedir que Chagak le fabricase un cinturón, algo que le daría buena suerte cuando saliera de caza.

Durante aquellos treinta días Chagak había trabajado ininterrumpidamente y sólo había visto a su madre o a su abuela. Se había sentido sola y asustada ante los espíritus que, como bien sabía, la visitaban atraídos por su sangre.

Luego de una noche interminable en que la fría lluvia se coló por las paredes del refugio, empapó su lecho y sus reducidas provisiones, Chagak se puso a cantar. El canto supuso un consuelo en medio de la lluvia y las palabras escaparon de sus labios cual trozos de canciones y cánticos apenas recordados. A medida que cantaba, Chagak veía imágenes —una aldea de nutrias que moraban junto a la aldea de sus padres— y comprendió las razones por las que su padre llamaba hermanas a las nutrias, por las que ponía tanto empeño en respetar sus vidas y en dejarlas en paz cuando pescaban entre las algas.

Tuvo la sensación de que las nutrias le hablaban, le contaban cuentos que su abuela narraba, mantenían ocupada su mente mientras sus dedos trenzaban un cinturón para un cazador. Ahora, mientras Chagak arrancaba lapas desde el ikyak de Hombre-que-mata, las nutrias volvieron a proporcionarle consuelo, le hablaron de las cosas placenteras de la vida.

Chagak guardó otra lapa en la cesta de recolección que colgaba de la borda del ikyak. La cesta estaba casi llena. La muchacha se estiró para arrancar la última lapa de las rocas y Hombre-que-mata dijo:

—Quédate quieta.

Chagak vio que había desatado los dos arpones. Antes de que pudiera comprender lo que él se proponía, Hombre-que-mata los lanzó.

—¡No! —gritó Chagak cuando el primer arpón alcanzó a una nutria cuya cría se aferraba a su vientre.

El segundo arpón se clavó en una nutria que dormía en medio de las algas y a continuación Hombre-que-mata le tapó la boca a Chagak.

—Quédate quieta y entonces mato todas —añadió mientras apartaba la mano de la boca de Chagak y se ocupaba en recuperar los arpones y enrollar las cuerdas que los sujetaban al ikyak.

—Te ruego que no las mates —suplicó la chica—. Te lo ruego, para mi familia son sagradas. Son mis hermanas.

Hombre-que-mata echó la cabeza hacia atrás y rio. Rio mientras retiraba la nutria muerta en medio de las algas, rio al recobrar la nutria y su cría, rio al retorcer el pescuezo de la pequeña.

Chagak creyó oír una voz suave, la voz de la nutria madre muerta, que le decía: «Quédate quieta. No luches con él». La cólera dio bríos a Chagak y se volvió contra Hombre-que-mata empuñando su cuchillo de mujer. Acuchilló el ikyak, las cuerdas que unían los arpones a la embarcación y, por último, los brazos del hombre.

—Estarías muerta si no necesitara los poderes de tu abuelo —afirmó él al tiempo que le sujetaba los brazos y la obligaba a arrojar el cuchillo al mar.

Le aferró las dos muñecas con una mano, alzó el zagual y golpeó a Chagak en la cabeza. El golpe le produjo un retumbo en la cabeza, un sonido que borró la risa de Hombre-que-mata y los chillidos de las nutrias que intentaban ayudar a las que habían muerto a arponazos.

A Chagak le habría gustado decirles «Escapad, no podéis hacer nada por vuestros muertos», pero su boca no fue capaz de articular esas palabras.

«Como los habitantes de mi aldea», pensó Chagak, y el golpe en la cabeza se convirtió en las llamas que destruyeron el ulakidaq de su pueblo. Y oyó los chillidos de las nutrias a medida que Hombre-que-mata acercó una tras otra, ejemplares jóvenes y viejos, al ikyak. Mató algunas con el arpón y otras con el zagual, y a las que nadaban entre las ya cazadas que colgaban de travesaños contiguos al ikyak, las atrapó con redes.

Atrapada en esa oscuridad, Chagak no pudo moverse, no pudo hacer nada salvo mirar, escuchar y llorar. Mirar, escuchar y llorar.