En la aldea de Chagak, despellejar y despiezar una foca era tarea de muchas mujeres. Dos, a veces tres mujeres, separaban el pellejo del cuerpo; otra se encargaba de la grasa, y había un grupo que cortaba la carne. Luego el cazador repartía la grasa, la carne y los huesos entre las familias. Su familia se quedaba con la piel y las aletas y era la primera en elegir los trozos de carne.
Ahora, Chagak tuvo que trabajar sola. Cada foca era tan pesada como un hombre corpulento, y la chica tuvo dificultades para moverlas.
Hombre-que-mata regresó del ulaq con un cuchillo de mujer, otro de hoja curva y varias pieles curtidas, y se los entregó. Chagak extendió las pieles y tras despellejar la primera foca se dedicó a trocearla. Cortó la gruesa capa de grasa que rodeaba el cuerpo y la apiló en raciones; luego separó la carne de los huecos y extrajo los órganos comestibles.
De la columna vertebral, retiró cuidadosamente el grueso cordel de tendón y lo puso a un lado para secarlo. Más tarde separaría las tiras fibrosas según su grosor y las utilizaría para coser. Hizo un nudo en cada extremo del intestino delgado para cortarlo. Cuando terminara con el despiece, vaciaría el contenido del intestino en el mar, separaría la capa interior de la exterior, lo secaría y lo guardaría enrollado. En cuanto tuviese suficientes intestinos, los cortaría en tiras, los achataría y fabricaría una chigadax.
Chagak lavó y rascó el estómago para utilizarlo como recipiente para conservar pescado o aceite. Al final sólo quedaron los huesos. Guardaría algunos para hacer agujas y herramientas pequeñas, y herviría la mayoría a fin de obtener aceite para las lámparas y para cocinar.
En su aldea, la cocción de los huesos daba lugar a una celebración. Los hombres encendían una hilera de hogueras a lo largo de la playa y las mujeres construían estructuras de madera, de las que colgaban grandes bolsas de cuero llenas de agua. Calentaban piedras en el fuego y los niños las arrojaban al agua hasta que hervía. Luego metían los huesos de foca. Las ancianas, que sabían cuánto aceite se obtenía de los huesos, observaban la capa que se formaba en la superficie del agua. Cuando alcanzaba el espesor adecuado, llamaban a las jóvenes para que quitasen los huesos. Depositaban los huesos en pieles extendidas en la playa y, antes de que se enfriaran, los hombres jugaban a lanzarlos y levantarlos y luego los rompían con piedras pesadas.
En esta ocasión los cazadores no eran los primeros en comer, sino que servían a los niños: partían los huesos y se los pasaban a los más pequeños para que chupasen el tuétano o el aceite que pudieran quedar. Después servían a los ancianos, a las mujeres que mantenían vivas las hogueras y, por último, a sí mismos.
Mientras trabajaba, Chagak evocó esas celebraciones. Pese a que el recuerdo la apenó, le distrajo de pensar en Hombre-que-mata, que permanecía de pie a su lado, vigilándola, y que en vez de ofrecer ayuda para mover la foca se limitaba a sonreír cada vez que ella tenía que cambiarla de posición.
Chagak oyó gemir a Shuganan y tuvo la certeza de que seguía vivo. Se obligó a trabajar deprisa con la esperanza de que, una vez despiezadas las focas, Hombre-que-mata le permitiera atender a Shuganan.
Chagak terminó la faena al anochecer. Hombre-que-mata había sacado todas las provisiones de su ik. Permaneció un rato junto al bote, cuchillo en mano, y Chagak temió que cortara la cubierta de piel y destrozara la armazón, pero no lo hizo. Finalmente, pateó las provisiones hasta la charca dejada por la marea. Chagak no dijo nada y simuló que no lo veía.
Hombre-que-mata era el cazador, el responsable de conseguir alimento y pieles. Si decidía echar a perder los víveres almacenados, era su problema, no el de ella.
Cuando terminó de acumular los huesos de la segunda foca, Chagak se incorporó, se estiró y arqueó la espalda. Hombre-que-mata gritó algo, pero ella no lo miró.
Dejó los cuchillos en la playa, recogió los pellejos que contenían la grasa y los arrastró hacia el ulaq. Guardaría la grasa en la cámara de almacenamiento en frío hasta que tuviera tiempo de fundirla y convertirla en aceite.
Hombre-que-mata recogió los cuchillos, pero no le ofreció ayuda para acarrear los pellejos. Permaneció de pie y ahuyentó a las gaviotas que rondaban la carne mientras Chagak realizaba varios viajes hasta el ulaq. Su preocupación por Shuganan la obligó a moverse deprisa, pese a que el cansancio volvió pesados sus brazos y sus piernas.
—No estoy cansada. Soy fuerte —susurró Chagak al viento—. Soy fuerte.
Tuvo la sensación de que las palabras fortalecían su cuerpo, aligeraban la carga de carne que acarreaba.
Al final sólo quedaron las pieles que había colocado bajo los cuerpos de las focas. Las arrastró hasta el mar y dejó que el agua limpiara la sangre y los desechos. Las secó con puñados de grava fina y las enrolló para guardarlas.
Pasó por delante de Hombre-que-mata, cruzó la playa y se arrodilló al lado de Shuganan. El anciano respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Los morados teñían su cara y, aunque parecía dormido, se sujetaba el brazo roto.
Chagak miró a Hombre-que-mata. Lo vio sonreír presuntuosamente y sintió que lo odiaba aún más.
«Debería estar muerto», pensó Chagak. Pero matar era cosa de hombres, y los de su aldea ni siquiera mataban hombres, sólo animales. Empero, la idea persistió: «Debería estar muerto». Otras palabras resonaron como el cántico de un cazador: «Cualquier día lo mataré. Lo mataré. Cualquier día lo mataré».
Los narradores solían hablar de una época —anterior al nacimiento de Chagak— en que los hombres de su aldea habían luchado con otros hombres y los habían matado en defensa de sus mujeres e hijos.
«Sí, Hombre-que-mata debe morir», pensó Chagak. El peso del cuchillo en la parte delantera de la suk le produjo un súbito arrebato de poder.
Al agacharse junto a Shuganan y pronunciar su nombre, ese poder pareció acumularse en su seno y transmitirse al anciano. Shuganan abrió los ojos unos instantes, pero no dijo nada. Chagak no supo si la vio o sólo percibió imágenes de un sueño.
—No te muevas —dijo—. Te llevaré al ulaq y te daré algo que te curará. —El anciano cerró los ojos. Chagak miró a Hombre-que-mata y volvió a experimentar el poder que emanaba de su cuchillo. Dijo—: Tengo que llevarlo al ulaq. Ayúdame a hacerlo.
Chagak sabía que el joven no entendía sus palabras, pero se acercó. Señaló el otro extremo de la manta y cogió el que tenía al lado.
Hombre-que-mata habló enfadado. Se llevó la mano al verdugón de la cara. Chagak lo observó con atención.
—Tengo algo que te hará bien —dijo e hizo ademanes que daban a entender que le pondría una pomada—. Ayúdame a llevar a Shuganan y te curaré.
Volvió a utilizar las manos para que él captara el significado de sus palabras.
Hombre-que-mata protestó pero al final cogió el extremo de la manta de Shuganan. Lo acarrearon juntos hasta el ulaq.
Lo depositaron afuera, al amparo del ulaq. Chagak sabía que era lo mejor: los espíritus de la enfermedad no se asentaban tan rápido en un cuerpo al aire libre.
Chagak hizo una pila de hierba seca y madera ligera, escaló por la pared del ulaq y sólo miró una vez a Hombre-que-mata antes de descender por el poste. El joven no intentó detenerla.
Chagak cogió el paquete de hojas de salud que llevaba en la pretina del delantal y en una cesta para bayas puso un pequeño recipiente con grasa derretida y varios cuencos de madera. Encendió una lámpara de cazador y, con la cesta colgada del brazo, subió por el poste; al salir, protegió la lámpara del viento.
Encendió el fuego, sopló las llamas hasta que la madera prendió y volvió al ulaq. En esta ocasión salió con un recipiente de aceite, otro de agua y una bolsa para hervir. Colgó esta última de un trípode, sobre la hoguera, y la llenó con agua. Trabajó deprisa y se cercioró de que las llamas no tocaran la bolsa más arriba del nivel del agua.
Lo mejor era situar la bolsa a cierta distancia del fuego, calentar piedras y sumergirlas en el agua hasta que hirviera. De esta forma las bolsas duraban más. Si se colgaban directamente sobre las llamas, la capa exterior de la piel se chamuscaba y se debilitaba. Si la hoguera superaba el nivel del agua, la bolsa se incendiaba. Hombre-que-mata había hecho esperar demasiado a Chagak y la muchacha no quería perder más tiempo. De esta forma la medicina pronto estaría preparada.
Mientras esperaba a que el agua hirviese, vertió polvo de hojas de salud en un cuenco, lo mezcló con grasa y revolvió la mezcla con los dedos hasta que quedó repartida uniformemente. Se inclinó sobre Shuganan y empezó a untarle las heridas, pero Hombre-que-mata se interpuso entre ellos y señaló la medicina.
Chagak se enojó. ¿Qué importancia tenían las heridas de Hombre-que-mata comparadas con las de Shuganan? Untó la mejilla de Hombre-que-mata y apretó los dientes para ocultar su cólera.
Cuando terminó, volvió a ocuparse de Shuganan y Hombre-que-mata la dejó hacer. Limpió la sangre adherida a los cabellos blancos de Shuganan y cubrió cada corte con el bálsamo. Los cortes de su rostro no necesitaban puntos y Chagak decidió no coser el de la cabeza porque, aunque largo, no era profundo. En cierta ocasión su madre le había comentado que coser el cuero cabelludo era muy difícil. La piel quedaba tan estirada que costaba unir los bordes de la herida y el pelo solía enredarse en los puntos. Chagak limpió el corte y lo cubrió con el bálsamo.
Cuando terminó la tarea, el agua hervía. Vertió lo que quedaba del paquete de hojas de salud. Debía hervir el mismo tiempo que Chagak tardaba en contar diez veces los dedos de sus manos y de sus pies.
Cuando la infusión estuvo lista, Chagak llenó un cuenco y lo puso a enfriar. Hombre-que-mata la observaba en silencio. Chagak levantó con mucho cuidado la cabeza de Shuganan y le acercó el cuenco a los labios. Al principio la infusión se derramó, pero más tarde el anciano empezó a beber.
—Muy bien —murmuró Chagak—. Muy bien. Bebe. Esta infusión hará que vuelvas a ser fuerte. Te curará. —Cuando el anciano vació el cuenco, Chagak señaló la manta y dijo al joven—: Necesito otra manta, algo que le dé calor. Tengo que quitarle la chigadax y la chaqueta.
Hombre-que-mata permaneció inmóvil un rato, con la mirada severa y sombría, pero al final asintió con la cabeza. Chagak volvió a entrar en el ulaq y esta vez recogió la gruesa manta de piel de foca del espacio para dormir de Shuganan. Le tapó las piernas y se dispuso a quitarle la chigadax. Shuganan se quejaba cada vez que la joven movía la prenda. Hombre-que-mata se rio y Chagak sintió que su odio se asentaba, crecía y se expandía por todo su cuerpo.
—Necesito tu cuchillo —dijo con los dientes apretados. Miró al joven y repitió—: Cuchillo.
—¿Cuchillo? —preguntó Hombre-que-mata en la lengua de Chagak. Extrajo el cuchillo de caza de la funda que llevaba en el antebrazo izquierdo—. ¿Cuchillo?
Se lo tendió, pero cuando ella intentó cogerlo, lo apartó. Chagak permaneció de pie y extendió las manos, a la espera como una madre paciente, y al final Hombre-que-mata se lo entregó.
Chagak rasgó la chigadax y la chaqueta; hizo un corte largo en la parte delantera, del bajo hasta el cuello, y tajos en cada manga. Devolvió el cuchillo a Hombre-que-mata y con cuidado apartó las prendas del cuerpo de Shuganan. Una herida iba del centro del pecho hasta el cuello y los morados ponían de relieve su caja torácica.
—Tiene varias costillas rotas —comentó Chagak en voz alta, sin dirigirse a Hombre-que-mata, sino a cualquier espíritu que pudiese oírla, tal vez a los espíritus solidarios de las ancianas que sabían algo de curaciones.
En cierta ocasión su abuela le había dicho que las costillas debían vendarse apretadas, pues si alguna perforaba el pulmón, el herido tenía escasas posibilidades de sobrevivir. ¿Cuáles eran las señales? Espumarajos de sangre en la boca y tos. Pese a que Shuganan había sangrado por la boca, estaba convencida de que se debía a las heridas producidas por los dientes rotos.
Chagak cosió la herida del pecho de Shuganan y luego lo vendó con tiras de piel de foca. El anciano gimió varias veces y Hombre-que-mata rio, pero Chagak fingió que no lo oía. A continuación extendió bálsamo de hojas de salud por el resto de los cortes y los morados.
Hombre-que-mata se inclinó y con el pie tocó el brazo izquierdo de Shuganan. El anciano movió los párpados. Hombre-que-mata escupió y habló en su lengua, señalando el brazo de Shuganan.
—Sí, está roto —afirmó Chagak, que ya no intentaba disimular su ira—. Eres un cazador muy valiente. Eres tan fuerte que hasta osas hacer daño a un anciano. Los espíritus tiemblan.
Chagak también escupió.
El joven la agarró de la coronilla y presionó con los dedos en la cabeza. Acercó el rostro de la joven al brazo de Shuganan y dijo lentamente en la lengua de Chagak:
—Arregla brazo. Debe tallar. Arregla brazo.
Chagak se estremeció. Hombre-que-mata había convivido demasiado tiempo con ellos. Empezaba a comprender su lengua, un idioma demasiado sagrado para que lo usara un devastador de aldeas.
—Le arreglaré el brazo —replicó.
Hombre-que-mata la soltó y Chagak recorrió lentamente con las manos el brazo roto de Shuganan.
Nunca había curado una fractura. En cierta ocasión había visto cómo lo hacía el chamán de la aldea. Pero el chamán era un hombre con grandes poderes procedentes de los espíritus.
«Llevo su amuleto», pensó Chagak, y cubrió con las manos la bolsita de cuero. Inició un cántico. No era el canto de un chamán, sino una canción de mujer, algo para atraer los espíritus curativos hacia los niños y los recién nacidos. Era todo lo que sabía.
El chamán había utilizado un palo largo, algo que le hablaba al hueso situado dentro del brazo, algo que transmitía fuerza y rectitud.
Chagak sólo conocía un objeto tan poderoso, algo que en cualquier otro momento no se le habría ocurrido tocar: el bastón de hueso de ballena de Shuganan. Durante largo rato se limitó a cantar y a mirar aquel brazo morado por los golpes y torcido donde debía estar recto.
Mientras cantaba, rasgaba la chigadax de Shuganan en tiras lo suficientemente largas para rodear el brazo. El bastón estaba en el espacio para dormir de Shuganan y Chagak se lo dijo a Hombre-que-mata. Éste se limitó a mascullar, de modo que Chagak partió deprisa y regresó con el bastón. Lo colocó junto al brazo del anciano y aplicó la primera tira en el sitio de la fractura.
Hombre-que-mata se arrodilló a su lado y le dio a entender que sujetase el brazo de Shuganan a la altura del codo. Lo cogió por la muñeca y dijo algo.
Aunque Chagak no comprendió las palabras, aferró con fuerza el brazo del anciano, pues reparó en que había olvidado una parte de la ceremonia del chamán: el estiramiento del hueso.
Hombre-que-mata dio un tirón brusco y seco al brazo.
Shuganan gimió y abrió los ojos un instante, pero el joven no disminuyó la presión e hizo ademanes a Chagak de que lo vendase.
La muchacha trabajó con premura y con las tiras rodeó brazo y bastón.
Cuando Chagak concluyó, Hombre-que-mata cogió a Shuganan en vilo como si fuera un niño y lo trasladó al interior del ulaq.