Dieciocho

Chagak dirigió el ik hacia el oeste. Sabía que tenía un día de travesía, quizá más, hasta la isla de los Cazadores de Ballenas. Luego tendría que escudriñar la costa en busca de la aldea.

Esperaba que su abuelo la creyese y enviase cazadores para rescatar a Shuganan. Además, la gente de Hombre-que-mata se proponía atacar la aldea de los Cazadores de Ballenas. El pueblo de su abuelo tendría más probabilidades si estaba preparado, pero ¿podría oponerse a guerreros que obtenían su poder de la matanza? Chagak se estremeció. ¿Soportaría seguir viva después de otro ataque?

—No —replicó en voz alta al mar, y dirigió una plegaria a Aka—: Si todos los Cazadores de Ballenas mueren, yo también quiero morir. Elige a otro para que entierre a los muertos.

Pese a que el viento apenas soplaba, había mucha marejada. En la cresta de cada ola Chagak escudriñaba hasta donde sus ojos alcanzaban, mantenía la tierra a su izquierda y el sol a la derecha, y entre ambos abría un camino en medio del mar.

Había preparado bien el ik y se había reservado un espacio en la popa. Aunque se trataba de una embarcación pequeña, era difícil de gobernar. Chagak tuvo dificultades para girarla y, para no trazar círculos, se esforzó en remar con la misma fuerza tanto a babor como a estribor.

Remó ininterrumpidamente, sin preocuparse de los músculos doloridos ni de las piernas acalambradas de ir arrodillada en la gruesa estera de pieles de foca. Los acantilados de la playa de Shuganan se veían tan distantes que parecían flotar sobre el mar: y una delgada línea gris clara los separaba del agua.

Durante unos segundos la idea de que Shuganan estaba a la merced de Hombre-que-mata provocó una aflicción profunda en Chagak, que en seguida pensó: «Tal vez muy pronto me reúna con él».

El miedo le hizo un nudo en el vientre y pensó en la ira de Hombre-que-mata y en la vejez de Shuganan. Éste tenía muchos veranos, más de los que podía contar. ¿Qué podía hacer un hombre tan viejo? Tal vez viviera muchos veranos más…, o quizá sólo uno.

Dejó el zagual sobre la popa del ik y al coronar la siguiente ola escudriñó el mar. No vio señales de ballenas ni de cazadores, tampoco de viento de frente, pero se dejó arrastrar un poco más por la marejada antes de volver a hundir el zagual.

En la cresta de la siguiente ola Chagak dirigió la mirada hacia el norte, en dirección al gran mar de las morsas, sitio del que Acechador de Focas le había hablado, lugar que las mujeres de su pueblo rara vez veían.

«Y aquí estoy, sola en medio del mar de las morsas», pensó Chagak, y se preguntó qué sentiría el espíritu de su madre al verla gobernar un ik del mismo modo que un hombre gobierna un ikyak. Chagak estrechó en sus manos el amuleto del chamán y la talla y en ese momento avistó una mancha oscura en el mar.

El ik descendió entre las olas y Chagak esperó a que el oleaje volviese a elevarla. La mancha oscura era más grande. Le pareció un ikyak, pero no estaba segura.

«Se trata de un ikyak, sí, pero es demasiado largo…», se dijo, y el corazón le dio un vuelco, como si hubiese comprendido lo que en un primer momento la mente de Chagak no entendió: eran dos ikyan, el de Shuganan y el de Hombre-que-mata.

La joven cogió el zagual, abandonó la cresta de la ola y mantuvo la barca entre las depresiones para que los muros de agua la ocultasen.

«¿Cómo es posible que ocurra en medio de este ancho mar? —se preguntó Chagak—. ¿Qué espíritus me hostigan?». Se deslizó al amparo de las olas con la esperanza de poder alejarse sin que Hombre-que-mata la viese.

Si Hombre-que-mata se dirigía a tierra, en cierto momento su ikyak quedaría en la misma línea que el ik de Chagak. Era un riesgo que debía correr. No podía intentar adelantarlo porque su ikyak delgado y pequeño era mucho más veloz que su ik de vientre ancho.

Se mantuvo a la expectativa, sólo remó para aprovechar el punto más bajo de las olas y rezó para que no la vieran. Su espíritu revoloteó nerviosamente en su pecho y su corazón marcó el ritmo como el sonido de los cazadores que golpean los lados de un ikyak: una llamada de auxilio.

La popa puntiaguda del ikyak se elevó por encima de la cresta de la ola. Aunque aún estaba a cierta distancia, si el joven miraba hacia el oeste la vería. Chagak remó y alejó el ik a lo largo de la protección de las olas.

El ikyak de Hombre-que-mata se deslizó por el seno de la ola. Chagak no vio la embarcación de Shuganan, aunque distinguió la cuerda atada a la popa del ikyak del joven.

La muchacha jadeaba y el aire escapaba entre sus dientes con suaves siseos. Vio a Hombre-que-mata echarse hacia delante y el agua que se elevaba por debajo del ikyak, empujándolo hacia la cresta de otra ola. Dos gruesas focas de pelo iban amarradas a la popa.

«No puede verme», pensó Chagak, pero en ese instante Hombre-que-mata dirigió su ikyak hacia la depresión entre las olas. Chagak quedó paralizada con el zagual en alto. Hombre-que-mata lanzó un alarido, la señaló y se inclinó para tirar de la cuerda que unía su ikyak al de Shuganan. La barca del anciano se deslizó entre las olas. Shuganan estaba caído y amarrado con cuerdas anudadas a los asideros de los arpones, a ambos lados de la embarcación.

«Está muerto», pareció susurrar un espíritu, y las palabras fueron tan lacerantes que dejaron sin aliento a Chagak, como si hubiese recibido un golpe en el pecho.

Chagak hizo girar su ik para alejarse de Hombre-que-mata, pero se volvió cuando lo oyó gritar y vio que su arpón apuntaba al pecho de Shuganan.

«Está muerto —pareció decir la mar—. Vete. Está muerto. Tienes posibilidades de escapar. El ikyak de Hombre-que-mata se mueve con lentitud a causa de las focas. Vete».

Chagak dejó el zagual en el fondo del bote. Dándole la espalda a Hombre-que-mata, se quitó la correa que llevaba a la cintura y que sostenía su cuchillo de mujer. Hizo un corte horizontal cerca de la tira de cuero que había cosido dentro de la suk y guardó el cuchillo en su interior.

Dejó que el mar elevara su ik, al igual que a los dos ikyan. Cayó una vez más en una depresión entre las olas, hizo girar lentamente el ik y remó hacia ellos.

Al aproximarse vio que un brazo de Shuganan formaba un ángulo insólito y que la mano colgaba en el agua. El anciano tenía sangre en las fosas nasales y en la boca, en parte coagulada y el resto de un rojo brillante. Chagak supo que, en caso de que estuviese muerto, acababa de morir. Cuando el ikyak coronó otra ola y el cuerpo de Shuganan cayó hacia delante, Chagak vio que de su boca volvía a manar sangre y que ésta burbujeaba con su respiración.

—Está vivo —dijo Chagak al mar.

Hombre-que-mata dejó de apuntar con el arpón a Shuganan y lo dirigió hacia ella.

—Lánzalo —lo desafió Chagak—. Mátanos.

Hombre-que-mata amarró el arpón a la borda del ikyak y remó hacia la playa.

Con un movimiento enérgico Chagak lanzó su ik hacia la cresta de una ola y siguió a Hombre-que-mata y a Shuganan.

«¡Acabarás muerta! —la regañó un espíritu—. Acabarás muerta».

—No, no moriré —afirmó Chagak—. Viviré y salvaré a Shuganan.

Hombre-que-mata sacó a Shuganan del ikyak, lo dejó tendido sobre la playa y cortó las líneas que sujetaban a las focas.

Chagak arrastró su ik hasta la orilla, fuera del alcance de las olas, y luego corrió junto a Shuganan.

El anciano aún respiraba, pero seguía sangrando por la nariz y por la boca, y gemía. Chagak se arrodilló a su lado e intentó abrirle la chigadax, pero Hombre-que-mata la cogió por los pelos y la obligó a levantarse. Arrimó el cuchillo de caza al cuello de la joven.

—Mátame —gritó Chagak, a pesar de que sabía que no la comprendería—. Mátame. Así estaré con mi pueblo y no contigo.

El joven la soltó, lanzó cuatro gritos y señaló el ik y a Shuganan. Chagak reparó en el verdugón que cubría el rostro de Hombre-que-mata. La embargó un repentino orgullo por la valentía de Shuganan y tuvo ánimos para apartarse de Hombre-que-mata y arrodillarse junto al anciano.

Chagak disponía de paquetes con hierbas, hojas de salud que había cogido de las provisiones de Shuganan.

Echó a correr hacia el ik y Hombre-que-mata intentó cerrarle el paso.

—¡Apártate, desgraciado! —chilló.

Chagak rompió las cuerdas que ataban sus provisiones al ik. Se recogió la suk, guardó los paquetes de hierbas en la pretina del delantal, desató una gruesa piel para dormir y regresó junto a Shuganan.

No miró a Hombre-que-mata, no le importaba lo que pensara o hiciese a condición de que no pretendiera impedir sus movimientos. Extendió la piel y la depositó junto a Shuganan. Luego lo colocó encima con sumo cuidado.

Chagak volvió a dirigirse hacia el ik y, al pasar a su lado, miró de soslayo a Hombre-que-mata. Éste, de pie y con los brazos cruzados a la altura del pecho, sin decir nada, se limitó a mirarla. Chagak sacó del ik un manojo de tiras de cuero curtido y emprendió el regreso hacia Shuganan, pero esta vez Hombre-que-mata la sujetó del brazo.

El joven le dijo algo y señaló las dos focas tendidas en la arena. Chagak supo que quería que se ocupara de las focas, que las despellejara, cortara la carne y lavase los huesos, pero fingió no entender. Se zafó de su mano, corrió hasta la orilla, sumergió una tira de cuero en el agua, regresó junto a Shuganan y se arrodilló a su lado.

Chagak alzó la cabeza del anciano y la dejó en su regazo. Al limpiarle la sangre del rostro vio que tenía varios dientes rotos cuyos bordes irregulares le herían los labios. Shuganan estaba pálido y tenía un ojo muy hinchado. En su oreja derecha nacía un corte que le llegaba a la coronilla.

También tenía las manos ensangrentadas, pero Chagak las limpió y comprobó que no presentaban heridas; era sangre de la cara. Shuganan gemía cada vez que la chica le movía el brazo izquierdo. Además, la arena levantada por el viento se le adhería a las heridas.

«Debo llevarlo al ulaq», pensó Chagak. Miró a Hombre-que-mata, que se mordió los labios y escupió un pequeño guijarro.

Chagak anudó las puntas superiores de la piel, con lo cual creó una especie de asa, y arrastró a Shuganan por la pendiente de la playa hacia el ulaq. Aunque no era pesado, la ladera dificultaba la tarea y los esquistos se enganchaban en la piel cual manos que intentaran retener al anciano junto al mar.

De pronto, Hombre-que-mata le cortó el paso. Chagak intentó rodearlo, pero el joven gritó y volvió a señalar las focas.

—No soy tu mujer —repuso Chagak—. No tengo por qué hacer lo que dices.

A pesar de que Hombre-que-mata no la entendía, le pareció bueno pronunciar esas palabras para que los espíritus que estuvieran cerca decidiesen quién tenía razón.

Chagak esperó unos instantes, convencida de que el joven la dejaría pasar, segura de que comprendería que debía atender a Shuganan antes de ocuparse de las focas, pero no fue así. El miedo pudo más que la cólera. Shuganan era viejo y podría morir si Hombre-que-mata no permitía que Chagak lo cuidase.

La chica dio la espalda a Hombre-que-mata y sujetó la manta con más fuerza. El joven la cogió por las muñecas con tanta fuerza que Chagak notó el crujido de los huesos.

La retuvo hasta que ella soltó la piel para dormir. Luego la condujo hasta las focas.

Chagak lo observó con los dientes apretados.

—No tengo cuchillo —explicó. El joven no comprendió, y ella repitió en voz más alta—: No tengo cuchillo. ¿Cómo quieres que despelleje las focas sin cuchillo?

Chagak hizo ademán de cortar una de las focas y Hombre-que-mata asintió con la cabeza. Con su cuchillo de cazador abrió los paquetes del ik de Chagak y arrojó a la playa pieles, alimentos e incluso la piedra de cocinar de la madre de Chagak, dispersándolos muy cerca del alcance de las olas.

—Ahí no encontrarás un cuchillo —gritó Chagak, y la cólera la llevó al borde de las lágrimas.

Finalmente Hombre-que-mata regresó junto a Chagak con un cuchillo curvado, una pequeña hoja engastada a un lado de una costilla de foca, una herramienta útil para trabajos delicados pero que no atravesaría las gruesas pieles de las focas. Dejó caer el cuchillo junto a la joven y la obligó a ponerse en pie.

Con un movimiento rápido, Hombre-que-mata le levantó la suk y le registró el delantal. Luego le arremangó la chaqueta.

—Ya te he dicho que no tengo cuchillo —explicó Chagak; se arremangó un poco más y le mostró los brazos.

Esperó, conteniendo el aliento. El cuchillo oculto en el bolsillo inferior de la suk era demasiado pesado. Sin duda Hombre-que-mata lo notaría, o le adivinaría el pensamiento y sabría dónde lo había ocultado.

El joven la observó largo rato. Chagak le devolvió la mirada y no bajó los ojos. Al final, Hombre-que-mata murmuró algo y se encaminó al ulaq.

—Sí, en el ulaq encontrarás cuchillos —dijo Chagak, y se acercó a Shuganan.

Le pareció que el anciano respiraba mejor. Aferró la piel para dormir y la arrastró lentamente por la playa, fuera del alcance de las olas, hacia el acantilado donde quedaría a resguardo del viento mientras ella despellejaba y despiezaba las focas.