Chagak se frotó las muñecas y los tobillos, se acuclilló, guardó el pequeño cuchillo con el relleno de pelusa en la talla y la metió dentro de su suk. Había tardado casi toda la mañana en cortar las gruesas cuerdas de babiche, pero por fin estaba libre.
Hizo un alto momentáneo y volvió a repasar lo que debía llevarse: agua, aceite, pescado seco, pieles de foca curtidas y el cesto de costura, quizá una cesta con buccinos disecados, un rollo de cuerda, anzuelos, las boleadoras, tendones para hacer líneas de pescar, su cuchillo de mujer, hierbas secas para curar, esteras de hierba.
Acumuló las provisiones al pie del poste y salió. Caminó hasta la playa y sintió que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho. ¿Y si Hombre-que-mata seguía allí? ¿Y si estaba esperando para cerciorarse de que no intentaba escapar?
La ancha playa estaba vacía, no había nadie.
El ik de Chagak estaba puesto del revés en un soporte próximo a la cueva del ikyak. Desde la tormenta Shuganan y ella habían dedicado mucho tiempo a reparar el ik, reemplazando las cuadernas de madera y las partes rotas del forro de piel.
Chagak pasó las manos por el forro y buscó desgarrones o pinchazos en el cuero. Una ola rompió en la playa de guijarros y el agua siseó en su regreso al mar. La playa era más fría y el viento soplaba con más intensidad que en la de su pueblo.
Chagak pensó en Shuganan. El anciano estaba empeñado en que escapase. ¿Para qué si no le había dado la talla con la hoja de obsidiana? Pero, la joven temió por Shuganan. ¿Qué haría Hombre-que-mata cuando descubriera que se había ido?
Chagak había notado el poder que Shuganan ejercía sobre Hombre-que-mata. Haría falta algo más que su fuga para poner en peligro la vida de Shuganan. «Además, traeré a mi abuelo», se dijo. Consideró que ese pensamiento era una promesa y en voz alta dijo a los espíritus que pudieran estar cerca:
—Traeré a mi abuelo y a sus cazadores, que rescatarán a Shuganan.
Al recordar el ínfimo valor que el abuelo atribuía a sus nietas, Chagak se estremeció. Luego corrió al ulaq en busca de los pertrechos.
—¡Ajá! —gritó Hombre-que-mata, alzó el zagual y señaló algo oscuro que se encontraba en el agua.
Shuganan hizo un esfuerzo, pero sólo distinguió un claro en la superficie del agua, algo que podía ser un madero o incluso un pato blanco y negro que nadaba en el seno de las olas. Hombre-que-mata remó hacia la mancha oscura y, adrede, Shuganan se ocupó de que su ikyak lastrara pesadamente el bote del joven.
—¡Remas como una mujer! —gritó Hombre-que-mata con voz estentórea.
—Soy viejo —respondió Shuganan y le dio lo mismo que el joven lo oyese o no.
—Acabarás muerto si remas tan despacio —chilló Hombre-que-mata, y una ráfaga de viento llevó sus palabras hasta Shuganan.
El anciano hundió el zagual en el agua y acercó su ikyak al de Hombre-que-mata. Mantuvo el zagual vertical en el agua y cuando el joven dio un enérgico empujón a su ikyak, la cuerda que unía las embarcaciones se tensó y lo hizo retroceder.
—Viejo estúpido —masculló Hombre-que-mata.
Shuganan se encogió de hombros.
—Ya te he dicho que soy viejo —gritó para que Hombre-que-mata lo oyese y para que si lo que habían visto era una foca también se enterase.
Daba la impresión de que el objeto que se encontraba en el agua se alejaba de ellos. A Shuganan le pareció que no iba a la deriva. Mantuvo su ikyak detrás del de Hombre-que-mata y remó tan lentamente que se convirtió en un estorbo.
—Dos, hay dos —advirtió el joven sin levantar la voz.
—No te oigo —mintió Shuganan. Preguntó agudamente para que su voz se oyera por encima del murmullo del oleaje—: ¿Qué has dicho?
—Cállate, viejo.
—¿Es una foca? —insistió.
—¡Te he dicho que te calles!
Hombre-que-mata dejó de remar y se situó junto al anciano antes de que éste pudiese parar su ikyak. Sacó el zagual del agua y con la pala golpeó a Shuganan.
—Viejo, te dije que te callaras —repitió en voz baja.
Shuganan oyó el chasquido seco de una costilla y la bocanada de aire que escapó de sus pulmones. Se quedó quieto, intentó respirar y aferró el zagual que el dolor pretendía arrancarle de los dedos.
—Dos focas —afirmó Hombre-que-mata como si no hubiese golpeado a Shuganan. Soltó un arpón y revisó el rollo de tendón que unía la punta al mango—. Hay dos focas y las atraparé.
Chagak empujó el ik hacia las aguas calmas de una charca formada por la marea. La charca describía un amplio arco, uno de cuyos extremos llegaba casi hasta el centro de la playa y el otro se hundía en el mar. Era un buen sitio para preparar una barca, para botarla si no tenías ayuda. Sacó las provisiones del ulaq y las llevó hasta la playa, junto a la charca. A medida que cargaba el ik, Chagak ató la mayoría de sus pertenencias a las bancadas para evitar que se desplazaran.
Luego se dirigió a la cueva en la que Shuganan guardaba el ikyak. Cogió otro zagual, babiche y pieles aceitadas por si tenía que hacer alguna reparación. También cogió un tubo de achicado, largo y delgado, tallado en bambú, madera que a menudo la deriva arrastraba a la playa. Al chupar agua por el tubo y soltarla por la borda del ik, podría achicar con una mano sin dejar de gobernar la embarcación con el zagual.
Chagak extendió una gruesa piel de foca en la popa, donde se sentaría, se quitó la suk y la arrojó al interior del bote. Vadeó el agua de la charca y comenzó a empujar el ik hacia el mar.
Aunque las olas le golpeaban las piernas y los bordes afilados del esquisto le dañaban los pies, Chagak empujó hasta que el agua le llegó a la cintura. Luego subió al ik y cogió el zagual.
Guio la frágil embarcación hacia el oleaje, utilizando todas sus fuerzas para evitar que la proa cortara la espuma. Ya en aguas profundas, sólo había marejadilla, de modo que dejó el chorreante zagual en el fondo del ik y se puso la suk, con las plumas hacia dentro para entrar en calor.
Shuganan cruzó los brazos a la altura del pecho. Respirar le producía dolor, como si las vértebras quisieran separarse de la columna vertebral.
Hombre-que-mata había acercado su ikyak a la foca pero Shuganan no pudo hacerle frente a causa del dolor. Como le dolían los pulmones por la falta de oxígeno, el anciano se apretó el pecho con las manos y aspiró larga y lentamente.
Hombre-que-mata encajó el extremo del arpón en la muesca de su lanzador, tan largo como el antebrazo de un hombre y tan grueso como la mitad de su mano. Era parecido al lanzador de Shuganan, con un agujero para el índice y una muesca para la palma de la mano, pero estaba pintado con dibujos de focas y cazadores, mientras que el de Shuganan estaba tallado.
Hombre-que-mata sujetó el lanzador por un extremo y apoyó el otro en su hombro. El artilugio alargaba su brazo y, por tanto, su lanzamiento.
Estaban tan cerca de los animales que Shuganan vio que se trataba de focas de pelo, valiosas por su carne y por sus pieles resistentes.
Hombre-que-mata miró hacia atrás y tensó el brazo.
—Hay dos focas —masculló, y Shuganan lo oyó reír.
El anciano se preguntó a qué se debía esa risa. ¿Se imaginaba a Chagak desnuda en su lecho? ¿Pensaba en los honores que recibiría al entregar a Chagak a su jefe? De repente la cólera de Shuganan fue más intensa que el dolor. Ignoró su sufrimiento, sujetó el zagual con ambas manos, remó y acortó distancias hasta que casi podía tocar con el zagual el ikyak de Hombre-que-mata, que al parecer sólo tenía ojos y oídos para las focas.
Hombre-que-mata desató el segundo arpón y lo aferró con la mano izquierda mientras se disponía a lanzar el primero con la derecha. Todo estaba inmóvil y gris en torno a ellos: sólo mar y cielo. Shuganan sujetó el zagual con las manos y lo esgrimió como un arma. El ikyak de Hombre-que-mata coronó una ola y éste soltó el arpón. Gruñó cuando el mango abandonó la tabla del lanzador.
En el mismo instante en que Hombre-que-mata hizo el lanzamiento, Shuganan levantó el zagual y se dispuso a golpear al joven, pero la belleza del lanzamiento y la queja de la foca herida lo paralizaron. Permaneció como anonadado mientras Hombre-que-mata colocaba el segundo arpón en el lanzador y apuntaba a la segunda foca. Volvió a dar en el blanco.
Shuganan continuaba inmóvil. «¿Qué espíritu ejerce su influencia en este sitio?», se preguntó. «¿Por qué esta foca mantuvo la cabeza fuera del agua después de que Hombre-que-mata hiriera a su compañera?».
Las focas se hundieron con la punta de los arpones clavada en sus cuerpos. Los mangos, atados a la punta con hilo de tendón, permanecieron en la superficie, señalando la situación de las focas bajo las olas.
Una de las focas asomó a la superficie. Hombre-que-mata acercó el ikyak y el animal no intentó sumergirse. El joven sacó del agua el mango del arpón y enrolló la línea en los agarradores del ikyak. La otra foca también emergió y esperó mientras Hombre-que-mata ataba la línea al ikyak.
«¿Espera o está muerta?», se preguntó Shuganan. Hombre-que-mata acercó las focas al ikyak. Los cuerpos empezaban a hundirse y sólo eran retenidos por las líneas sujetas a la embarcación.
«Están muertas», concluyó Shuganan cuando Hombre-que-mata colocó líneas de arrastre en las aletas posteriores de los animales. «Han muerto muy rápido. ¿De dónde obtiene semejante poder Hombre-que-mata?».
Shuganan se acordó de la talla de foca que Hombre-que-mata había cogido en el ulaq, pero no estaba dispuesto a conceder tanto poder a su obra. Era aterrador, espantoso. ¿Y si llegaban más cazadores? ¿Y si poniéndose sus tallas conseguían el mismo poder y lo utilizaban para el mal?
Shuganan respiró estremecido y levantó el zagual. Sabía que Hombre-que-mata se daría la vuelta. Aquel que alcanzaba la gloria alabándose a sí mismo no dejaría de jactarse de haber cobrado dos piezas en muy poco tiempo.
—Viejo, ¿qué te parece? —preguntó Hombre-que-mata. Volvió la cabeza y sus dientes resplandecieron.
Shuganan le apuntó con el zagual como si fuera una lanza, como si la hoja fuese un arpón, y lo dejó caer sobre el rostro del joven.
Aunque el golpe no fue tan fuerte como Shuganan esperaba, la sangre manó de la boca y la nariz del joven. El anciano se dispuso a golpearlo por segunda vez, pero Hombre-que-mata sujetó el extremo del zagual y lo retorció hasta que Shuganan sintió que los músculos del pecho se le separaban de las costillas, hasta que el regusto de la sangre de los pulmones llegó a su boca.
El dolor se extendió por sus dedos y le embotó las manos. Los brazos hicieron tanta fuerza que Shuganan pensó que se le romperían los huesos. Al final, Hombre-que-mata le arrebató el zagual y lo descargó violentamente sobre su cabeza.
Shuganan se ocultó tanto como pudo dentro del ikyak. Los soportes de madera le protegieron las costillas y la espalda y se cubrió la cabeza con los brazos. Hombre-que-mata volvió a golpearlo. A pesar de que un hueso del antebrazo izquierdo chasqueó al fracturarse, siguió protegiéndose la cabeza con ese brazo. Soportó una andanada de golpes. Un charco de sangre se coaguló en el faldón de goteo del ikyak y extendió delgados hilillos hacia el mar, semejantes a colas de algas rojas.
La oscuridad se coló en la mirada de Shuganan y creció con cada golpe del zagual, borrando el mar y el cielo hasta que el anciano no vio más que un punto de luz, hasta que sólo pensó en el dolor y únicamente oyó a un espíritu que decía: «No mueras. No abandones a Chagak».