Dieciséis

Shuganan guardaba su ikyak en una de las cuevas del acantilado que bordeaba la playa. La cueva permanecía seca incluso durante la marea alta. El ikyak de Hombre-que-mata estaba cerca, atado a varias rocas para impedir que el viento lo arrojara contra el acantilado.

Hombre-que-mata se dedicó a cargar su ikyak, introdujo bultos con alimentos y una chigadax de repuesto. Su embarcación era más larga y más delgada que la de Shuganan y el anciano dedujo que la piel que cubría la estructura de madera, la parte inferior, la superior y los lados, era de morsa más que de otaria.

—¿Cuándo aprendisteis a construir estos ikyan? —preguntó Shuganan al recordar los botes más anchos y de menor tamaño que utilizaban en su juventud.

—Viejo, hemos aprendido mucho. Éste sigue el diseño de los ikyan de los Hombres de las Morsas. Se desplaza más rápido y es más fácil de virar.

—Supongo que también debe de volcar con más facilidad —aventuró Shuganan observando la estrechez de la estructura.

La embarcación era apenas más ancha que el orificio de arriba, en el que se sentaba el cazador.

—Puede que para algunos sea así —añadió Hombre-que-mata—. Prepara tu ikyak.

Shuganan titubeó pues no quería apartar la hierba y las piedras que cubrían la entrada de la cueva del ikyak. Era un buen escondite, un sitio en el que Chagak y él podrían ocultarse y Hombre-que-mata no los encontraría.

Hombre-que-mata sujetó un arpón al rollo de babiche atado a la derecha del ikyak. Se irguió y dio un empujón a Shuganan.

—Muévete.

Shuganan señaló la pared del acantilado y dijo:

—Está allí, en una cueva.

Hombre-que-mata entrecerró los ojos, dejó de ocuparse del ikyak y observó cómo el anciano apartaba maleza y piedras sueltas.

—Algunas cuevas son profundas —gritó Hombre-que-mata cuando Shuganan descubrió la entrada—. Puede que entres y ya no vuelvas a salir.

Shuganan no respondió.

La cueva era pequeña, tenía el ancho del brazo estirado de un hombre y el largo de un ulaq. La entrada era estrecha, incluso para Shuganan, que se contoneó hasta pasar. Aunque el interior estaba oscuro, divisó el perfil de su ikyak. Allí lo había dejado esa primavera, colgado de una gruesa viga de madera ligera que afianzó al techo de la cueva cuando todavía era joven. Entonces tenía fuerzas para alzar el ikyak y sujetarlo en su sitio, fuera del alcance de las olas embravecidas. Pese a que el ikyak era ligero, ahora a Shuganan le costaba un gran esfuerzo levantarlo. Por eso había pasado cuerdas por encima de la viga y las había sujetado a clavijas de madera encajadas en las paredes de la cueva.

Shuganan desató una cuerda y la liberó lentamente hasta que la popa del ikyak se posó en el suelo.

—¡Viejo, tardas demasiado! —se quejó Hombre-que-mata.

Shuganan no se inmutó. Cuanto más tardara, de más tiempo dispondría Chagak. Bajó la proa del ikyak y sacó su chigadax de la popa.

La prenda estaba fabricada con intestinos de foca cosidos en tiras horizontales y cada una estaba superpuesta con costura doble a la contigua para impedir el paso del agua. Esa chigadax era una de las muchas que Shuganan se había hecho. Aunque no era trabajo de hombre, si no contaba con una mujer no tenía más remedio que poner manos a la obra. ¿Quién sobreviviría en el mar sin una chigadax?

Era menos probable que las tiras de intestinos translúcidos se agrietaran si guardaba la chigadax en la cueva. Pasado un verano, por mucho que Shuganan la engrasara con frecuencia, a los pocos días la prenda se enmohecía y las pieles se debilitaban. Al extenderla olió a humedad.

Shuganan arrojó la chigadax a la entrada de la cueva y gritó a Hombre-que-mata:

—Tengo que engrasar mi chigadax.

El anciano miró hacia fuera y vio que el joven recogía la prenda, la olisqueaba y ponía cara de asco. El joven la extendió en un manchón de hierba de la playa y desató una piel para almacenar aceite que colgaba de la borda de su ikyak.

—Viejo, eres tonto —masculló Hombre-que-mata al tiempo que se arrodillaba y echaba aceite en la pechera de la chaqueta—. Ningún cazador deja de aceitar su chigadax. ¿Crees que las focas se acercarán a nosotros si muestras tan poco respeto por el mar?

Shuganan, que intentaba sacar el ikyak, de la cueva de espaldas a Hombre-que-mata, se limitó a sonreír.

Chagak estrechó contra su pecho la talla de Shuganan y apoyó la cabeza en el poste. Le dolía la mandíbula a causa de los golpes que le había dado Hombre-que-mata y tenía flojos algunos dientes. Se estremeció al pensar en que se convertiría en su mujer y un débil atisbo de esperanza le llegó en un susurro: «Tal vez los animales marinos lo ahoguen. Quizá se desencadene una terrible tormenta».

—No —dijo en voz alta y oyó retumbar su voz en el ulaq vacío—. Shuganan está con él.

Después de la partida de los hombres, Chagak se había debatido con las cuerdas que la sujetaban, pero Hombre-que-mata las había atado de modo que se tensaran si tironeaba. Ahora tenía las manos y los pies hinchados y las cuerdas le ceñían tanto las muñecas y los tobillos que moverse le resultaba doloroso.

La cuerda que sujetaba sus muñecas al poste era lo bastante larga para que Chagak pudiera arrodillarse y llegar al suelo. Aunque no hubiese sentido dolor, con las manos tan apretadas sería difícil hacer algo, incluso rascar las pieles que Shuganan le había preparado. Y si se olvidaba de que estaba maniatada y llevaba el rascador demasiado lejos, las cuerdas volverían a tensarse.

Chagak apoyó la talla en su mejilla y pensó en el anciano Shuganan. A menudo se preguntaba cómo había aprendido la lengua de Hombre-que-mata. ¿Había sido negociante?

«Sí», se dijo Chagak y paseó la mirada por los estantes de las figurillas. Algunos hombres darían muchas pieles por tener una o dos de esas piezas: animales de marfil y seres humanos de hueso que parecían tan reales que en ocasiones Chagak tenía la sensación de que sus espíritus la rodeaban y sentía la necesidad de salir del ulaq para estar a solas.

Observó la talla que Shuganan le había entregado. Al principio, cuando se la dio y vio el malicioso regocijo de Hombre-que-mata, Chagak se indignó. Era verdad que antaño, hacía mucho tiempo, había querido convertirse en mujer de un hombre y tener hijos, pero ahora sólo deseaba librarse de Hombre-que-mata. Después reparó en los detalles del rostro del hombre de la talla: tenía los ojos separados, los pómulos altos y sonrisa afable. No era Hombre-que-mata.

Chagak se asombró de que Shuganan tuviera valor para hacer semejante cosa. ¿Y si Hombre-que-mata se fijaba en la talla? Se daría cuenta de que el hombre no era él, de que ni siquiera se trataba de un cazador de su tribu. Sabría que Shuganan había utilizado el poder de las tallas para reclamar otro hombre para Chagak, uno bueno y amable.

«Debo esconderla —pensó Chagak—. ¿Dónde puedo ocultarla?».

Cerca del poste no había ningún escondite. Si la guardaba debajo de la suk hasta que los hombres regresaran y la soltaran, tal vez podría esconderla antes de que Hombre-que-mata la viera.

Chagak abrió su cesto de costura y buscó un trozo de tendón. Separó tres tiras, las trenzó y las ató a la talla. La acomodó junto al amuleto del chamán, que pendía de su cuello.

Chagak aferró la figurilla. Estaba tibia, como si tuviera vida. Al apretarla contra su mejilla vio un perfil en la base lisa y uniforme. Acercó la talla a una lámpara de aceite. La luz reveló un círculo de marfil cubierto de muescas.

Tironeó con las uñas del pulgar y del índice hasta que el círculo saltó con un chasquido y reveló un espacio largo y hueco. Chagak puso la talla del revés y la sacudió, pero no salió nada.

¿Por qué Shuganan había tallado un hueco en la figurilla? ¿Estaba destinado a guardar cosas sagradas? Metió un dedo en el hueco y notó algo suave. Lo aferró con la punta de la uña y lo movió hasta extraer pelusa de frailecillo. A pesar de que tampoco salió nada, cuando sacudió nuevamente la talla percibió un movimiento. Sacó más plumas, golpeó la talla en el poste de la salida y quitó el relleno que quedaba.

Un pequeño paquete envuelto en un trozo de piel de foca y atado con tendón muy delgado cayó al suelo. Chagak lo abrió lentamente y lanzó una exclamación de sorpresa: se trataba de una hoja de obsidiana del tamaño de la articulación del anular. «La hoja del cuchillo de tallar», dedujo Chagak y la gratitud alivió el dolor de sus manos y sus pies.

Aferró el lado romo de la hoja y cortó las cuerdas que la sujetaban.

¿Cuánto tiempo estarían fuera los hombres? La mayoría de las cacerías de focas duraban dos o tres días. ¿Hasta dónde podría llegar ella en su ik? ¿Qué dirección debía tomar? Tal vez debía recabar la ayuda de los Cazadores de Ballenas. Probablemente Hombre-que-mata pensaría que se dirigiría al este, hacia otras aldeas de cazadores de focas. «Sí, cruzaré el canal y solicitaré ayuda a mi abuelo. Puede que los Cazadores de Ballenas regresen conmigo y rescaten a Shuganan».

La mañana estaba en su apogeo cuando Shuganan y Hombre-que-mata abandonaron la playa. Shuganan se instaló en el ikyak, con las piernas estiradas hacia delante, la capucha de la chigadax ceñida a su cabeza y la parte inferior de la prensa enlazada a la cobertura de piel del bote para crear una unión impermeable.

El cielo estaba preñado de nubes y el viento sur convertía la marejada en olas que se elevaban a ambos lados del ikyak. El mar reflejaba el color plomizo del cielo y el agua transmitía una pesadez que la volvió espesa e inflexible al contacto con el zagual de Shuganan.

«Nos costará encontrar focas», pensó. Hombre-que-mata había atado el ikyak de Shuganan al suyo mediante una larga cuerda de babiche, algo que los unía pero que estorbaba para remar y casi impedía mantener estables las popas de los ikyan.

A Shuganan no le importaban los problemas de Hombre-que-mata. Sólo temía que el mar encrespado tornase imposible la huida de Chagak. ¿Podría manejar el ik en medio de las olas altas? ¿Y si el agua se colaba por la parte superior descubierta? El ik no era un bote que se enderezara fácilmente, como el hermético ikyak. Y si no encontraba el tapón de la base de la talla, Chagak no tendría cuchillo ni podría escapar.

La noche anterior Shuganan había permanecido en vela y planeado qué haría si Hombre-que-mata lo llevaba a cazar. Quizá no tuviese importancia que Chagak no pudiera escapar. Tal vez Hombre-que-mata no retornaría de la cacería. La mar era peligrosa y cada cacería conllevaba la posibilidad de que el cazador no regresase. Todos los hombres lo sabían. ¿Qué hombre que sentía la alegría del agua bajo su cuerpo (con sólo el grosor de una piel de foca entre el mar y sus piernas) no se volvía y miraba por última vez hacia la orilla, hacia su ulaq y su aldea? ¿Qué hombre no sujetaba su amuleto y pedía protección a los espíritus de la mar?

Shuganan dirigió la vista hacia el horizonte y pensó: «¿Qué sucederá si pierdo la vida al matar a Hombre-que-mata? He vivido muchos años y no necesito más, pero ¿qué pasará si Chagak no encuentra la hoja que escondí en la talla? ¿Y si no consigue liberarse? Tiene provisiones para pocos días, agua para cuatro y comida para ocho o diez. ¿Qué hará después? ¿Es peor que muera en el ulaq sin agua y sin comida o prefiere vivir como mujer de Hombre-que-mata? Como mujer, al menos tendrá hijos, niños que le darán alegrías».

«Encontrará la hoja —se convenció Shuganan—. Sí, la encontrará, se reunirá con su abuelo y estará a salvo. Chagak lo hará y yo haré lo que debo hacer».

Shuganan miró la espalda ancha y los brazos fornidos de Hombre-que-mata. Movía el zagual sin dificultades y a Shuganan le costaba seguirle el ritmo. En más de una ocasión la cuerda se tensó y Hombre-que-mata miró hacia atrás con el ceño fruncido.

Shuganan entrecerró los ojos y avistó el horizonte. El gris del cielo se fundía con el mar y ya no distinguió el perfil oscuro de su isla. No habían visto las cabezas oscuras de las focas meciéndose en el agua y hasta entonces Hombre-que-mata no había dirigido su ikyak hacia las islas de las focas. «Tal vez ignora la existencia de las islas y puede tardar días en hacer un avistamiento en el mar», pensó Shuganan.

El anciano alzó la cabeza, sonrió y concluyó: «Sí, Chagak encontrará la hoja de obsidiana. La encontrará y yo le quitaré la vida a Hombre-que-mata».