Aunque le ardían los ojos y le dolían los hombros, Chagak siguió moviendo los dedos sobre la urdimbre. «Es mejor tejer que verme obligada a dormir con Hombre-que-mata», pensó.
La lámpara de aceite más próxima empezó a humear. Chagak apagó la llama, sacó su cuchillo de la funda que pendía de su cintura y recortó la parte chamuscada de las mechas. Hombre-que-mata habló con Shuganan y éste dijo a Chagak:
—No la enciendas, quiere dormir.
Chagak miró al anciano con ojos aterrados y éste desvió la mirada. Shuganan habló con Hombre-que-mata y lo condujo al espacio para dormir de honor, el del fondo, el que el propio Shuganan utilizaba, aislado del resto del ulaq por las cortinas que Chagak había hecho recientemente.
Chagak se cubrió con los brazos y retrocedió hacia el poste de salida. Tal vez lograra escapar sin que ninguno de los dos hombres se enterase. Cogería el ik y remaría toda la noche. A lo largo de la costa había muchos sitios donde esconderse: calas y brazos de mar.
Cuando se arrodilló y abrió la cortina, Shuganan vio a Chagak recostada contra el poste. La pena, el dolor de que la muchacha lo abandonara estallaron en su pecho, pero descartó la idea, molesto por ser tan egoísta y por pensar en sí mismo cuando Chagak tenía tanto que temer.
—Fíjate, aquí tienes lugar para las armas —dijo Shuganan e introdujo a Hombre-que-mata en el espacio para dormir.
Las esteras eran nuevas y Chagak las había tejido para reemplazar la hierba que Shuganan empezó a usar cuando las fabricadas por su mujer no dieron más de sí. Durante el mes que llevaban juntos Chagak también había hecho almohadas rellenas de plumas con fundas de piel de foca. Shuganan le mostró las almohadas y de pronto Hombre-que-mata lanzó un alarido y salió disparado del espacio para dormir.
De un salto sujetó los tobillos de Chagak —que tenía los pies en la última muesca del poste— y la arrojó al suelo.
Shuganan llegó presuroso a su lado, pero Chagak permaneció inmóvil, con el rostro cubierto por la larga cabellera.
Hombre-que-mata la cogió por los pelos, le echó la cabeza hacia atrás y dejó al descubierto su largo cuello. Sacó un cuchillo y lo puso amenazadoramente debajo de la oreja izquierda de Chagak.
—Déjala en paz —pidió Shuganan—. No te pertenece.
—Dile que la mataré si vuelve a intentarlo.
—Dice que te matará si intentas volver a escapar —informó Shuganan a la muchacha.
Chagak empezó a reír con el sonido agudo y ladrador de una nutria.
—De acuerdo. Dile que me mate. Dile que me tendría que haber matado hace tiempo, cuando arrasó a mi pueblo. Será fácil morir con ese cuchillo. No le temo a mi propia sangre. Será mejor que morir en el fuego, como mi madre y mi hermana; será mejor que morir como mi padre, al que le rajaron el vientre.
Siguió riendo y Hombre-que-mata le tapó la boca con la mano.
—¿Qué ha dicho?
—Que la mates —replicó Shuganan.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué se ríe?
—Quiere reunirse con su pueblo, quiere estar muerta.
—Es tu nieta. ¿Nuestros guerreros mataron a tu hijo, su padre?
—Sí. —A Shuganan no le costó nada mentir.
—Es demasiado bonita para ser pariente tuya.
Shuganan se encogió de hombros.
Hombre-que-mata mantuvo la mano cubriendo la boca de Chagak, alejó el cuchillo de su cuello y con un diestro movimiento cortó la pechera de la suk de la muchacha.
Chagak se había preparado para el dolor que le infligiría el cuchillo, cuando le cortase el cuello. Había apretado los dientes, serena, decidida a no gritar cuando Hombre-que-mata la apuñalara, pero empezó a aullar cuando vio lo que le había hecho a su suk, aquella prenda preciosa que su madre le había cosido.
Hombre-que-mata rio y sus carcajadas demudaron en cólera el horror de Chagak. Sacó su cuchillo de la funda que llevaba bajo la suk y le hizo un corte en la mejilla.
—¡No, Chagak! —gritó Shuganan.
Pero a ella no le importó; dado que ese hombre iba a matarla, que cargara con las cicatrices de su cuchillo de mujer a modo de recuerdo.
Hombre-que-mata le retorció la mano hasta que los nudillos de Chagak quedaron aplastados y ya no pudo sostener el cuchillo. Hombre-que-mata la arrojó al suelo, le desgarró un poco más la suk y se sentó sobre el pecho de Chagak.
—No la mates —suplicó Shuganan.
Hombre-que-mata se llevó la mano a la mejilla sangrante. Shuganan se inclinó y comprobó que no era un corte profundo.
—Debería estar muerta —afirmó Hombre-que-mata apretando los dientes.
Chagak permaneció inmóvil y con los ojos cerrados, como si durmiera, como si no hubiera pasado nada. Hombre-que-mata se levantó unos centímetros y se dejó caer de nuevo sobre el pecho de la joven, por lo que Shuganan hizo una mueca de dolor. Chagak tensó el rostro y no dijo nada, ni siquiera abrió los ojos.
—No la mates —repitió Shuganan, esta vez con voz firme.
Sus palabras no eran una petición, sino una orden. Cogió una lámpara, sujetó el cuenco de piedra con ambas manos y caminó lentamente alrededor del ulaq.
La lámpara iluminó las figurillas que cubrían las paredes. Relampaguearon ojos minúsculos y puntas de lanzas de marfil.
—Éstos son los míos —afirmó Shuganan—. Tienen poder. —Se volvió para encarar a Hombre-que-mata—. No mates a mi nieta.
Hombre-que-mata se puso en pie lentamente y Chagak se incorporó hasta quedar a gatas. Se arrebujó con la suk desgarrada y se pegó a la pared.
—No me importa que me mate —afirmó con voz serena y firme.
—A mí sí me importa —aseguró Shuganan. Se dirigió a Hombre-que-mata en su propia lengua—: Si la matas te mataré.
Hombre-que-mata resopló.
—Eres viejo. ¿Cómo harás para matarme?
A modo de respuesta Shuganan alzó la lámpara para que iluminase las numerosas tallas. Hombre-que-mata se pasó la mano por la mejilla y limpió la sangre de la herida.
—No soy ignorante. Conozco las historias sobre tu poder.
—No vacilaré en emplear ese poder contra ti.
—Puede que me quede a la chica. Necesito otra mujer. La atenderé bien. Así me convertiré en jefe de este ulaq y las tallas me pertenecerán.
—No puedes poseerlas. Ni siquiera son mías. Se poseen a sí mismas del mismo modo que el hombre es dueño de sí mismo.
Hombre-que-mata guardó silencio. Se dedicó a observar las figurillas. Al principio sólo las miró, pero luego estiró la mano, las cogió y manchó sus superficies blancas con los dedos ensangrentados.
Shuganan lo vigiló y el odio subió por su garganta. Pensó: «Hombre-que-mata tiene razón, soy viejo, tengo los brazos débiles y soy lento».
Podía hablarle a Hombre-que-mata de su gran poder, del poder de las tallas, pero sabía la verdad: no era un gran don crear algo a imagen y semejanza de otra cosa. Lo que sus ojos veían se transmitía fácilmente a sus dedos. El alma de cada pieza de marfil, de cada trozo de madera ligera, le hablaba de su existencia. Shuganan no hallaba las líneas de un ikyak, de la mujer que tejía, de la nutria o de la ballena, sino que se las transmitían el marfil, el hueso, la madera. Su don no tenía nada que ver con la posesión de un gran poder.
Una vez tallada, descubierta por el cuchillo, la figurilla revelaba su propia belleza. Shuganan no era más que un instrumento. Y si poseían grandes poderes, a las tallas correspondía darlos o retenerlos. Shuganan no los controlaba. Si pudiera hacerlo, Hombre-que-mata ya estaría muerto.
—Viejo, algún día morirás —afirmó Hombre-que-mata en voz baja, como si compartiera sus pensamientos con las tallas y no con Shuganan—. Eres viejo. Tu nieta será mi mujer y tendré este ulaq. Antes de que mueras obtendré honores entre los míos cuando les diga que te he encontrado. Puede que con esta mujer me convierta en jefe de mi pueblo. —Rio—. ¿Existe modo más simple de convertirse en jefe? —Hombre-que-mata se volvió y señaló a Chagak—: ¿Qué pides por ella?
Shuganan escrutó el rostro del joven, sus mejillas anchas, sus ojos oscuros y aguerridos, la sangre seca que se extendía de la mandíbula a los labios. Si ponía un precio por la joven, tal vez Chagak y él dispusieran de unos días más, de tiempo para organizar la muerte de Hombre-que-mata o para escapar.
—Cinco focas y veinte pieles de nutria —respondió Shuganan.
Aunque se trataba de un precio razonable, requeriría varios días de caza.
—Me parece excesivo.
—Es el precio.
—Dos focas y diez nutrias.
—Necesitamos aceite.
—Tú, ella y yo dejaremos este ulaq. Y tus pequeñas personas. —Hombre-que-mata abarcó la estancia con un ademán—. No necesitamos mucho aceite, mi pueblo tiene bastante.
—Cuatro focas y veinte nutrias.
—Los días son cada vez más cortos. Pronto llegará el invierno. ¿Cómo quieres que os lleve con mi pueblo si dedico muchos días a cazar?
—Cuatro focas y veinte nutrias.
—Dos focas y diez nutrias.
—Chagak necesita una suk nueva.
Hombre-que-mata miró a Chagak. Lanzó una risilla breve y seca y frunció los labios.
—Dos focas y dieciséis nutrias —ofreció.
Shuganan lo miró. Pensó que le llevaría tres días cazar las focas y cuatro o cinco capturar las nutrias. Tiempo suficiente. Tiempo suficiente.
—De acuerdo —aceptó.