Once

Estaban en la estancia principal del ulaq. Shuganan se había sentado junto a una lámpara de aceite, con un trozo de marfil en una mano y un rascador de piedra pómez en la otra.

Chagak tejía una estera de hierba. La urdimbre colgaba de la pared, cerca del poste de las muescas. Shuganan había clavado en la pared dos estacas, a la altura del hombro y separadas aproximadamente por el largo de un brazo. Chagak ató de entre las estacas un trozo de tendón trenzado, al que sujetó los trozos de hierba, dejando que colgaran en el otro extremo. Entrelazó con los dedos la urdimbre de hierba y sólo utilizó una aguja larga para apretar la trama y un hueso de halibut ahorquillado para ajustar una hilera de hierba por vez.

Hombre-que-mata los vigilaba, girando lentamente un cuchillo entre sus dedos gruesos. Mientras trabajaba, Chagak notó en su espalda el ardor de la mirada del hombre.

Estaba segura de que pertenecía a la tribu que había asolado su aldea, y el miedo y la cólera le aceleraron el pulso y la indujeron a trabajar con manos frías y torpes.

Shuganan llamó a Hombre-que-mata y hablaron en una lengua que a Chagak le costó entender. Las palabras sonaban cortantes y ásperas e incluso la voz de Shuganan parecía brusca. Chagak prestó atención y advirtió que aquella lengua tenía semejanzas con la suya propia, por lo que ocasionalmente entendió palabras y frases.

Aunque Hombre-que-mata no era alto, tenía músculos desarrollados en los brazos y las piernas, y su cuello era grueso, pesado y trazaba una línea recta de la barbilla a los hombros. Sus ojos eran pequeños y se hundían en los pliegues de su rostro; cuando miraba hacia una lámpara de aceite la luz destacaba los iris de color castaño oscuro, el tono gris del blanco del ojo, las pupilas pequeñas y contraídas de quien intenta mirar el sol.

Su vieja chaqueta estaba bien hecha, realizada con pequeños cuadrados de diversas pieles, paneles rígidos de piel de foca en la pechera y en la espalda, mullidas pieles de lemings cosidas en los lados y las mangas.

Chagak pensó en la mujer que había hecho las ropas de Hombre-que-mata. ¿Era su mujer o su madre? ¿Sabía las cosas terribles que el joven hacía aun llevando la vestimenta que le había cosido?

Cuando alcanzó a Chagak, Hombre-que-mata había tirado tan brutalmente de sus cabellos que la había arrojado al suelo y dejado sin aliento.

La muchacha también reparó en la expresión de ferocidad de su rostro, en la cicatriz que corría irregular desde el caballete de la nariz y surcaba su mejilla izquierda, en el delgado mechón de pelo grasiento que, dividido en dos tiras, le colgaba encima del labio superior.

Al llegar al ulaq, Chagak reparó en el estado andrajoso de su ropa y supo que hacía muchos días, tal vez meses, que Hombre-que-mata no regresaba a su aldea, por lo que necesitaría una mujer aunque tuviera esposa, y probablemente esperaría que Shuganan le brindara la hospitalidad de pasar las noches con ella.

Chagak sabía que era costumbre de todos los pueblos, pero en una aldea tan poblada como la suya había mujeres suficientes y la que no quería dormir con un desconocido, como su madre, no estaba obligada a hacerlo. Sobraban las mujeres dispuestas a honrar a los visitantes.

Chagak nunca había dormido con un hombre. Su padre la había reservado a fin de obtener el precio nupcial más elevado, el que se otorgaba a las vírgenes. Esa decisión no había molestado a Chagak, aunque a veces se sentía excluida cuando otras muchachas reían y hablaban de las noches que habían pasado con los cazadores visitantes.

Desde que Acechador de Focas la pidió como mujer, Chagak sólo lo deseó a él y se alegró de que su padre no la hubiese entregado a otros según era costumbre. Notó la mirada del joven clavada en ella y sintió un desasosiego creciente, como si el contacto con Hombre-que-mata pudiera agrandar las heridas mortales de Acechador de Focas.

Cuando regresaron al ulaq Chagak no se quitó la suk. Pese a que la prenda era de delicadas pieles de aves, tuvo la sensación de que la protegía de la ávida mirada del hombre.

Hombre-que-mata se quitó la chaqueta. Shuganan miró a Chagak y se dejó puesta la suya.

Poco después de entrar en el ulaq, Hombre-que-mata escogió una talla de las estanterías y la añadió a la cuerda del amuleto que pendía de su cuello.

La figurilla representaba a un hombre que arrastraba dos focas desde su ikyak. Al quitarla, Hombre-que-mata estropeó la escena aldeana de Shuganan, pues uno de los estantes estaba ocupado por minúsculas tallas dispuestas como en una aldea: hombres y mujeres pescando, niños jugando, ancianos que recogían erizos, chiquillos que escalaban en busca de huevos, mujeres que tejían, cosían y cocinaban.

Había cierta figura que Chagak anhelaba tocar y abrazar: la de una madre amamantando a su hijo. En la forma en que la madre observaba a su hijo había algo que le recordaba a su propia madre. Pese a que el anhelo estaba tan arraigado en su interior como para convertirse en un dolor, nunca le había pedido a Shuganan que le dejara tocarla. ¿Cómo podía pedir que le dejaran tocar algo tan sagrado?

La enfureció tanto que Hombre-que-mata se hubiese apoderado de la figura del cazador que llegó a la conclusión de que no respetaba nada. Incluso al hablar con Shuganan, Hombre-que-mata se expresaba con tanta insolencia que a Chagak le daban escalofríos.

Chagak se acercó al cesto en busca de más hierba para seguir trabajando y Hombre-que-mata le habló. Ella lo miró y dijo:

—No te entiendo. No conozco tu lengua.

Shuganan se aproximó y se sentó junto a la joven. Estaba de espaldas a la urdimbre, frente a Hombre-que-mata.

—¿Qué ha dicho? —murmuró Chagak sin volver la cabeza y manipulando el tejido.

—Cree que eres mi mujer.

—Permíteme ser tu mujer —pidió Chagak—. Dormiré contigo.

—No —repuso Shuganan. Chagak se volvió e intentó encontrar en la expresión del anciano la razón de esa negativa—. Si le digo que eres mi mujer, te llevará a su lecho porque es lo que dicta la hospitalidad. Entre los suyos las cosas son así. Ni siquiera tendría que pedirlo.

—¿Quién le has dicho que soy? —preguntó Chagak y volvió a concentrarse en la urdimbre.

—Mi nieta.

Las palabras sonaron tan firmes que parte de la ansiedad de Chagak desapareció. Era agradable volver a pertenecer a alguien.

—¿No puede poseerme si soy tu nieta?

—No, a menos que traiga regalos —replicó Shuganan. Y añadió—: De esta manera ganaremos tiempo.

Chagak asintió y preguntó:

—¿Cómo aprendiste su lengua?

Shuganan volvió la cabeza hacia la joven y ésta reparó en su mirada dolorida incluso bajo la débil luz del ulaq.

Antes de que Shuganan respondiera, Hombre-que-mata dijo algo en voz baja y airada. Chagak hundió los hombros y se cobijó dentro de la suk, como si los pliegues de la prenda pudieran ocultarla.

—¿Qué dice? —susurró Chagak con voz tan queda que dudó de que Shuganan la hubiera oído.

—No quiere que hablemos —contestó Shuganan, y se situó cerca de una lámpara de aceite, donde su cuerpo impedía que Hombre-que-mata viese a Chagak.

Shuganan lamentó no poder conciliar el sueño. La noche propagó su negrura a través del orificio del techo y el cansancio que había sentido en los hombros fue descendiendo hasta la punta de los dedos.

¿Cómo utilizar la fuerza de su espíritu para oponerse a Hombre-que-mata si la noche lo despojaba de todo deseo, salvo el de dormir?

Shuganan se obligó a observar a Chagak y se maravilló de que fuese capaz de seguir tejiendo, de que sus dedos guiasen prestamente la aguja de urdir.

«Es una mujer hermosa», pensó Shuganan y recordó la alegría que había experimentado al verla: los ojos alargados, las pestañas pobladas, la boca pequeña y perfecta. Para Shuganan había sido un regalo, como si Tugix —consciente de su necesidad de belleza— le hubiese ofrendado la joven para que le sirviese de inspiración para las tallas; ahora su belleza se había convertido en una maldición y el anciano lamentó que Chagak no fuera demasiado alta, con los dientes partidos y la boca deforme. «¿No tienes mujer?», había preguntado Hombre-que-mata después de arrastrar a Chagak hasta el ulaq. «¿Duermes solo por la noche?».

«No es mi mujer, sino mi nieta», había respondido Shuganan.

«¿Por qué no habla nuestra lengua?».

«Su madre procedía de otra tribu, de la aldea que destruisteis».

Hombre-que-mata se había reído con carcajadas cortas, irregulares y bruscas, como los pájaros que alzan el vuelo desde las oquedades del acantilado.

Ahora, mientras observaba a Chagak, Shuganan pensó en la pregunta que la joven le había hecho. Podía dar muchas explicaciones sobre las razones por las que hablaba el idioma de Hombre-que-mata, pero Chagak era lo bastante perspicaz para percibir la verdad. ¿Qué sentiría cuando se enterase?

Habría sido mejor que Chagak encontrara otra playa, otra persona con la que convivir. Shuganan jamás podría ser su hombre. Era demasiado viejo para cazar y para darle hijos. Además, en todos los años que habían compartido no había sido capaz de dar hijos ni hijas a su propia mujer. Pese a que lo sabía, no se había apresurado a llevar a Chagak con los Cazadores de Ballenas. ¿Había algo en su interior que abrigaba la esperanza de que Chagak se convirtiese en su mujer?

Cuando la joven describió a los que arrasaron su aldea, Shuganan supo que se trataba de los Bajos. También sabía que podrían aparecer por su playa. Tendría que haber llevado a Chagak con los Cazadores de Ballenas. Perdió varios días después de la muerte de Cachorro. ¿Por qué había esperado tanto?

Shuganan buscó su cuchillo de tallar y un trozo de hueso. Miró a Hombre-que-mata, que evidentemente consideró que el cuchillo corto y de hoja pequeña no representaba ninguna amenaza.

Shuganan había utilizado ese cuchillo tantas veces que el mango de hueso pareció adaptarse a sus dedos, a las salientes y los poros producidos por la enfermedad entumecedora que le causaba tantas molestias.

El anciano había dejado de rezar para ser liberado de la enfermedad y había comprendido que las tallas que realizaba con dolor poseían una profundidad que no alcanzaban las que creaba sin dolor, como si el dolor también fuera un cuchillo que tallaba lo innecesario y revelaba con más claridad la verdad de las personas y los animales ocultos en el marfil y el hueso.

En ese momento el dolor era más intenso que nunca. La molestia en los dedos subió por sus brazos y se unió al sufrimiento que presionaba las paredes de su corazón.

Chagak, que ya había sufrido tanto, también padecería por su egoísmo.