Por segunda vez en el verano Shuganan avistó una barca cerca de su isla. En esta ocasión, lo mismo que en la anterior, pensó: «Me han encontrado a pesar de todos los años transcurridos».
La primera vez sólo había experimentado una sombría aceptación y alivio al ver que la persona que iba en el ik era una mujer. Ahora, al avistar el bote y saber por su forma y su velocidad que no era un ik, sino un ikyak, la cólera le dominó. ¿Por qué venían ahora? Era viejo y debían dejarlo en paz.
Shuganan se agazapó tras una roca, con la esperanza de que el hombre cruzara la playa y siguiera su camino, pero el ikyak trazó una amplia curva en el mar. Al aproximarse, a Shuganan se le cortó el aliento y le dolió el pecho de miedo. Los adornos negros y amarillos de la embarcación, el casco delgado y la saliente puntiaguda en la proa eran los mismos. Sí, el ikyak era uno de los botes de ellos.
Shuganan se incorporó y observó al hombre que arrastró el ikyak hasta la orilla.
Aunque el hombre no parecía haber visto a Shuganan, apenas dejó el ikyak fuera del alcance de las olas, se volvió y se acercó al anciano. Cuando estuvo a pocos pasos de distancia dijo:
—Soy amigo. No tengo cuchillo.
Estiró los brazos con las manos abiertas.
Habló en la lengua de la tribu de los Bajos, y Shuganan, que la conocía desde la infancia, replicó osadamente:
—Muéstrame las muñecas. Sólo entonces creeré que no tienes cuchillo.
El hombre, con el rostro ancho aún más ensanchado por la sonrisa, ni se movió. Aunque era joven y bastante más bajo que Shuganan, el anciano vio el grosor de sus brazos y supo que, si se lo proponía, aquel hombre podría matar.
La chigadax del joven estaba gastada pero denotaba el minucioso trabajo de una mujer. Sus botas de tripa de foca estaban muy vapuleadas. ¿Era tan insensato como para caminar con ellas por la playa de esquisto?
—¿Qué quieres? —preguntó Shuganan—. ¿A qué has venido?
—Ya te he dicho que soy amigo. —El hombre rio—. ¿No le das la bienvenida a un amigo?
Shuganan miró preocupado por encima de su hombro. ¿Dónde se había metido Chagak? Esa mañana había salido a recoger bayas y pronto regresaría. ¿Qué ocurriría si el joven la veía?
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre—. ¿Estás buscando a tu mujer?
—No tengo mujer —respondió Shuganan y eludió la mirada del joven.
El hombre volvió a reír, soltó un sonido ronco y estrepitoso.
—¡Pues aquí hay una mujer! Viejo, no me mientas. ¿Crees que visitaría tu playa sin saber quién vive aquí? ¿Crees que soy tonto?
Shuganan retrocedió. Era evidente que el hombre los había vigilado. «Tendría que haber sido más cuidadoso», pensó. Por la descripción de Chagak supo quién había matado a su pueblo. Y comprendió las razones, pero no se lo dijo a la muchacha. ¿De qué le serviría saberlas? ¿Cómo haría para soportar que ella lo odiase cuando supiese la verdad?
—Me llamo Hombre-que-mata —dijo el joven.
Shuganan no respondió, no intercambió nombre por nombre.
Hombre-que-mata enderezó los hombros y preguntó:
—¿Dónde está tu ulaq? ¿Por qué no me brindas tu hospitalidad? Puede que tenga hambre, tal vez necesito reparar mi ikyak. —Se acercó a Shuganan, separó los labios hasta dejar al descubierto sus dientes blancos y cuadrados y habló en voz muy baja—: Quizá han pasado muchos meses desde que he poseído a una mujer.
En ese momento Shuganan lamentó no tener un cuchillo, pues le habría gustado rebanar aquel cuello grueso y oscuro, pero se limitó a decir:
—Mi ulaq es pequeño. Quédate aquí y te traeré comida.
—¿Para que tengas tiempo de avisar a tu mujer? No, iremos juntos.
Empujó a Shuganan por la pendiente de la playa, pero el viejo caminó despacio y cojeó más de lo necesario. A cada paso temía ver a Chagak, temía que Hombre-que-mata también la viese.
Cuando se acercaron a la morada, Shuganan alzó el bastón y dijo:
—Aquí está mi ulaq.
El ballico crecía a los lados y en el tejado, y las postrimerías del verano ya habían blanqueado la hierba. Muy pronto Chagak lo segaría para los tejidos de invierno. Le había prometido calcetines, camisas y hasta manoplas, hábilmente cosidas con bolsillos para que Shuganan metiera los pulgares.
—Quédate aquí —ordenó Hombre-que-mata—. Si echas a correr te alcanzaré y nunca más volverás a correr. —Miró hacia el orificio de entrada del ulaq y exclamó—: ¡Si tu mujer está dentro la saludaré!
Shuganan esperó a que el hombre entrara en el ulaq para escrutar las colinas en busca de Chagak. Clavó la pala a un lado del ulaq y la hundió firmemente en la hierba. Entre los miembros de la tribu de su esposa era una señal, un aviso para mantenerse a distancia. ¿El pueblo de Chagak utilizaba la misma señal?
El viento frío azotó las piernas desnudas de Shuganan, que se agachó hasta que el bajo de su chaqueta larga rozó el suelo. Se metió las manos en las mangas y se puso la capucha, pero seguía aterido.
Oyó que Hombre-que-mata gritaba desde el ulaq:
—Entra, viejo, he decidido aceptar tu invitación a comer.
Shuganan se secó las manos en la pluma de la chaqueta. Se preguntó cómo era posible que unas manos tan heladas sudaran. A continuación pensó: «Si doy alimento a Hombre-que-mata se quedará un rato más en el ulaq y tal vez Chagak repare en mi señal de advertencia».
Shuganan se dispuso a bajar al ulaq y tanteó con los pies las primeras muescas del poste. La lámpara de aceite se había apagado y el ulaq estaba a oscuras. Dejó abierto el agujero del tejado para que la luz del día se colara.
—Viejo, enciende las lámparas —dijo Hombre-que-mata—. El trabajo de mujer no te hará daño.
—No hay aceite —dijo Shuganan y señaló el montón de brasas en las que Chagak había hervido agua para ablandar los juncos y prepararlos para tejer.
Hombre-que-mata puso cara de desagrado.
—Soy muy viejo y no cazo focas —explicó Shuganan.
—¿Eres perezoso o estás maldito por el trabajo de mujer?
Shuganan ignoró el comentario malicioso y pensó: «La primavera pasada cacé tres focas. Tengo aceite suficiente para conservar huevos y para encender lámparas varios días, pero no pienso desperdiciarlo contigo».
Shuganan se arrodilló junto a las brasas y las revolvió con un palo hasta encontrar un trozo de madera encendido. Lo cubrió cuidadosamente con hierba seca y sopló con delicadeza para avivar las llamas. Por último añadió madera ligera de la pila que Chagak había trasladado desde la playa.
Cuando el fuego prendió, Shuganan oyó que Hombre-que-mata emitía un silbido. Se giró y lo vio contemplar los centenares de figurillas blancas que cubrían las paredes.
El hombre retrocedió hacia Shuganan, con los ojos fijos en las paredes del ulaq, buscó a tientas al anciano, le apartó la cabellera y dejó al descubierto la oreja izquierda con el lóbulo cortado.
Hombre-que-mata cayó de rodillas y se arrastró hacia una lámpara de aceite. La alzó con ambas manos y la mostró al viejo.
—Aquí hay aceite y mechas. Enciéndela.
—No puedo desperdiciar aceite. Tenemos la hoguera.
—¡Enciéndela!
Shuganan buscó la tira de juncos trenzada con la que Chagak encendía las lámparas, la encendió en las brasas de madera ligera y prendió el círculo de mechas.
Hombre-que-mata sostuvo la lámpara ante sí cual si fuera un amuleto. Caminó a lo largo de la pared del ulaq y examinó las tallas. En dos ocasiones estiró la mano, como a punto de tocar una figurilla, pero la retiró de inmediato.
—¿Están calientes? —le preguntó Shuganan, que se sentía como no se había sentido desde que era joven, pues estaba disfrutando del poder de su don más que de su vergüenza.
—Eres Shuganan —afirmó Hombre-que-mata con voz queda—. Los narradores, los ancianos, dijeron que habías muerto.
—Es posible que tú también estés muerto y que los dos nos encontremos en el territorio de los muertos.
—Viejo, cierra el pico —ordenó Hombre-que-mata—. ¿Crees tener más poder que yo? ¿Cuántos animales has cobrado el último año? ¿Cuántas mujeres? Eres viejo y tus poderes se debilitan.
—¿Te lo han dicho los narradores? —inquirió Shuganan—. ¿Han dicho que mis poderes languidecen con la edad, como ocurre con los de un cazador? Pues tendrían que haber dicho que, al igual que el poder de los chamanes, el mío se acrecienta con la edad.
Shuganan se percató de que Hombre-que-mata no lo escuchaba y de que mascullaba para sus adentros. Cojeó en dirección al joven y oyó que murmuraba:
—Si llevo a este jefe conmigo me convertiré en jefe.
Hombre-que-mata se estiró hacia una figurilla de marfil: un hombre en un ikyak, con dos focas atadas a la popa. Durante un rato sus dedos rondaron la talla y finalmente la aferró y miró a Shuganan con ojos desorbitados.
Al ver que no pasaba nada, Hombre-que-mata sonrió, desenfundó un cuchillo corto de la vaina que llevaba en la muñeca izquierda, lo sostuvo con el filo hacia Shuganan y dijo:
—Me la quedo como regalo. Es mía.
—Puedes quedártela, pero no es tuya —replicó Shuganan—. Cada talla posee su propio espíritu y es dueña de sí misma.
Hombre-que-mata acercó el cuchillo al cuello de Shuganan y añadió:
—Eres un insensato. —Pero dejó la talla de la foca en el estante y envainó el cuchillo. Apartó la larga cabellera de su rostro y apostilló—: Tengo hambre. Dame de comer.
Shuganan se dirigió al escondrijo de alimentos, se agachó, se apoyó en las manos para mantener el equilibrio y removió el suelo de arena. Había enterrado muchos huevos después de recubrirlos con arena y aceite de foca para que durasen durante el largo invierno. Desenterró varios y vigiló a Hombre-que-mata, que echó un vistazo a los espacios para dormir del ulaq.
Como Shuganan había escondido algunos cuchillos y no quería que el joven los descubriese, alzó los huevos y anunció:
—Aquí tienes comida.
Hombre-que-mata soltó la cortina y se acercó a Shuganan. Cogió un huevo, hundió la cascara con el dedo y sorbió el contenido. Shuganan le dio otro, pero el joven se agachó, atisbo en el escondrijo de alimentos y sacó un estómago de foca que servía de recipiente. El estómago —uno de los muchos que Shuganan había preparado ese verano— estaba lleno de halibut disecado. El hombre extrajo varios trozos de pescado y entre un mordisco y otro preguntó:
—¿Tienes más huevos?
Shuganan le pasó varios a efectos de retenerlo en el ulaq tanto como pudiera, con la esperanza de dar tiempo a Chagak de que viese la señal. Casi inmediatamente Hombre-que-mata arrojó el estómago de foca al interior del escondrijo e hizo señas a Shuganan de que se dirigiese al poste central.
Hombre-que-mata se palmeó el estómago, sonrió y mostró sus numerosos dientes.
—Ahora buscaremos a tu mujer.
Aunque Shuganan intentó escalar deprisa el poste, el joven lo aferró de la chaqueta y subió hasta que su cabeza quedó a la misma altura que la del anciano. Hombre-que-mata se estiró hasta rodear el poste en torno al cuerpo de Shuganan y comentó:
—Viejo, no me gustaría que me clavaras la pala en el cuello.
Llegaron juntos al final del poste y Shuganan dirigió la mirada hacia la colina de las bayas, al tiempo que se preguntaba si Chagak ya había visto su señal y se había refugiado. De pronto la vio. Notó que Hombre-que-mata se tensaba a sus espaldas y supo que él también la había visto.
Chagak había coronado una colina y de cada brazo le colgaban dos cestas con bayas. El viento alborotaba su larga cabellera negra y las plumas oscuras de su suk se agitaban a medida que caminaba.
El corazón de Shuganan palpitó de dolor.
—Mira hacia aquí, mi Chagak —susurró—. Mira y echa a correr, mi preciosa.
Como si hubiera oído sus palabras, Chagak miró hacia el ulaq, se detuvo, soltó bruscamente las cestas, dio media vuelta y echó a correr. Hombre-que-mata saltó desde el tejado del ulaq y la persiguió.
Shuganan cojeó tras él, sin dejar de implorar a Tugix:
—¡Protege a tu niña! ¡Envía tu viento!
La montaña no pareció oírlo.
Cuando llegó a la colina en la que Chagak había abandonado las cestas, Shuganan divisó al joven y a la muchacha. Aún corrían. A cada paso que daba, Hombre-que-mata acortaba las distancias; al final, consiguió sujetar a Chagak por los pelos y la arrojó al suelo. Shuganan esperó y pensó: «Si la posee lo mataré, incluso mientras esté encima de ella». Hombre-que-mata enredó los cabellos de la chica alrededor, de su puño y la arrastró por la colina.
Shuganan los observó mientras se acercaban, luego recogió las bayas que se habían caído de las cestas trenzadas por Chagak y siguió a Hombre-que-mata al ulaq.