Durante dos días Chagak no abandonó el ulaq de Shuganan, ni probó bocado. El anciano temió que hubiese decidido reunirse con su familia y con su pueblo en la muerte.
Shuganan reconstruyó el ik de la joven, buscó madera ligera para reemplazar las cuadernas y la quilla rotas, regresando a menudo al ulaq con la esperanza de que su presencia supusiera un consuelo. Chagak no dio indicios de reparar en él.
La noche del segundo día bebió un poco de caldo, pero fue como si no supiera lo que hacía, como si su cuerpo se moviera al margen de su espíritu.
Por la mañana, Shuganan la convenció de que saliera con él, se sentara en el techo del ulaq y observara el mar en busca de señales de focas.
Los dos estaban fuera del ulaq cuando llegaron los patos. Eran grandes patos de flojel: machos blancos y negros y hembras de color pardo rojizo. Veinte ánades se posaron en la playa como si fuese su hogar, algo que Shuganan nunca había visto en esa playa y que no pudo explicarse.
—Mira —dijo Chagak, hablando por primera vez desde la muerte de su hermano.
El corazón de Shuganan se desbordó de gratitud y pronunció una plegaria de agradecimiento. Observaron unos instantes a los patos. Cuando las aves se acercaron a la charca dejada por la marea y comenzaron a alimentarse, Shuganan bajó presuroso al ulaq y regresó con unas boleadoras. El arma estaba hecha con piedras y conchas afiladas atadas al extremo de unas cuerdas que, a su vez, se unían a una agarradera central.
Como hacía más de un año que no usaba las boleadoras, Shuganan tiró de las cuerdas para comprobar que no estaban podridas. Eran fuertes. Intentó alzar las boleadoras por encima de su cabeza, pero no pudo pues tenía entumecidas las articulaciones de los hombros.
Se sentó desanimado y en ese momento Chagak dijo:
—Lo haré yo. He observado a los hombres de mi aldea.
Sorprendido, Shuganan le dio las boleadoras y la observó mientras las elevaba sobre su cabeza, las hacía girar cada vez con más energía y las piedras y las cuerdas zumbaban en el aire. Cuando Chagak redujo el ritmo, Shuganan le aconsejó:
—No te detengas. Lánzalas. Si paras, las cuerdas se te enredarán en el brazo y las piedras te harán daño.
Chagak incrementó la velocidad. De pie en lo alto del ulaq, con la cabellera ondeando a su espalda a causa del viento, soltó las boleadoras. El arma escapó lateralmente de su mano y cayó sobre un brezal.
—Quería que fuera en línea recta.
—Se tarda mucho tiempo en aprender a arrojar las boleadoras —explicó Shuganan—. No te desanimes.
—Quiero cazar un pato.
—Los patos te esperarán. Practica.
Chagak miró al anciano y algo parecido a una sonrisa iluminó su rostro.
—Aprenderé.
Los patos pasaron el resto del día en la playa y Chagak practicó con las boleadoras. Las lanzó hasta que la cuerda dejó hendeduras descarnadas en la palma de sus manos, pero le sentó bien sentir el poder de las boleadoras, observar las cuerdas y las piedras que se revolvían en el aire y que le cantaban a medida que volaban.
Por la noche, en lugar de retornar al mar, los patos se apiñaron en una charca que había al final de la playa.
Esa noche, mientras reposaba en su espacio para dormir, Chagak creyó oír el zumbido de las boleadoras cual si fuera un cántico tranquilizador. Aunque dudaba de que los patos volvieran a la playa al día siguiente, imaginó la colcha que haría con las pieles de flojel, algo para un bebé, algo con lo que podría envolver el cadáver de su hermano o, tal vez, pensó a medida que el cansancio se colaba en sus sueños, algo que guardar…, algo para otro niño…, algo para el futuro.
El sonido de los patos, el murmullo que hacían al comer y otro ruido despertaron a Shuganan. ¿Un batir de alas? No, unas boleadoras.
Como por la noche sus articulaciones se entumecían, se incorporó lentamente de las esteras para dormir. Se dirigió a la estancia principal del ulaq y vio que Chagak había encendido varias lámparas y le había preparado pescado seco, pero ella había salido.
Volvió a oír las boleadoras, el sonido seco que produjeron al golpear un blanco situado a cierta distancia del ulaq. Subió por el poste y gritó a Chagak:
—Estoy a punto de salir, no arrojes el arma.
—No corres peligro —aseguró la muchacha y a Shuganan se le formó un nudo en la garganta porque su voz transmitió un atisbo de alegría hasta entonces desconocido—. Mira —añadió, y señaló un canto rodado que sobresalía en medio de la hierba, más allá del ulaq.
Hizo girar las boleadoras sobre la cabeza y cuando las soltó volaron hasta el canto y se enroscaron en el extremo puntiagudo. Las piedras resonaron con agudos chasquidos.
—Chagak, has aprendido deprisa —declaró Shuganan, que percibió la vivacidad de su mirada, la satisfacción por esa alabanza.
—Mira, los patos se quedaron.
Shuganan meneó la cabeza asombrado. ¿Qué los había llevado a esa playa? Los patos de flojel jamás se habían posado en su playa y todavía era muy pronto para que empezaran a concentrarse para pasar el invierno.
—Son una ofrenda de mi pueblo —aseguró Chagak como si hubiese adivinado el pensamiento de Shuganan—. Los patos son la señal de que debo vivir.
Como no tenía una explicación más convincente, Shuganan asintió con la cabeza, satisfecho con la idea.
—Ahora estoy preparada —afirmó Chagak.
Shuganan no respondió porque no sabía a qué se refería la muchacha. Cuando Chagak se dirigió cautelosa hacia la playa, el anciano supo que intentaría cazar un pato y no estuvo seguro de que debiera intentarlo. Tenía muy pocas posibilidades de conseguirlo.
Quiso gritarle, decirle que esperara, pero, temiendo que sus palabras ahuyentaran a los patos, se deslizó por un lado del ulaq y se movió despacio, bastón en mano.
Chagak avanzaba a gatas y acortaba distancias con los patos. Se desplazaba tan despacio que Shuganan casi no notó sus movimientos.
Shuganan sintió un dolor en el pecho y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, lo mismo que cuando cazaba focas desde el ikyak.
Los patos se movieron lentamente hasta el otro extremo de la charca y Chagak permaneció quieta un rato. Las aves volvieron a alimentarse y hundieron la cabeza en el agua en busca de mariscos. Un pato se elevó sobre el agua y aleteó, pero no hizo el menor intento de abandonar la charca, por lo que Chagak se acercó sigilosa.
Shuganan sabía que en el agua las boleadoras no eran tan eficaces, pues al chocar con la superficie las piedras perdían ímpetu. A menudo había cazado patos o gansos con un arma similar, y ahora lamentó no haber dicho a Chagak cuál era el mejor modo de matar un pato.
¿Sabría hacer ruido y lanzar las boleadoras en el mismo instante en que los patos emprendieran el vuelo, cuando el agua les pesaba en las alas?
Chagak se había enrollado las boleadoras en el brazo y aferraba las piedras con la mano. Se incorporó, pero sólo de rodillas. Shuganan temió que intentara lanzarlas desde esa posición y perdiera buena parte del impulso. Chagak se levantó repentinamente y agitó las boleadoras sobre su cabeza.
Algunos patos repararon en ella y se deslizaron rozando la charca, pero los demás siguieron comiendo.
—¡Chagak, grita para que levanten el vuelo! —exclamó Shuganan.
—A-a-a-e-e-e-iii —chilló.
Aunque los patos se elevaron en el aire, el grito pareció contener el uniforme movimiento circular del brazo de Chagak. Las boleadoras se sacudieron y cuando las soltó cayeron a corta distancia de los patos y se hundieron en el agua.
Desilusionado, Shuganan se acercó cojeante a su lado. Cuando Chagak se dio la vuelta para mirarlo, el anciano descubrió que la muchacha reía.
—He estado a punto de cazar un pato. ¿Lo has visto?
—Sí, lo he visto —asintió Shuganan y sonrió.
Chagak intentó vadear la charca dejada por la marea, pero Shuganan la sujetó por la manga de la suk.
—Te harás daño en los pies con las conchas —advirtió.
—Los patos volverán y necesito las boleadoras.
—En ese caso, espera.
Shuganan buscó un trozo de madera ligera, lo puso en la charca y abrió un sendero hacia el arma. Al final, hundido hasta las rodillas, estiró el bastón y recuperó las boleadoras.
—Date prisa —pidió Chagak.
Shuganan se sorprendió del tono apremiante de la joven. En seguida oyó a los patos, elevó la vista al cielo y vio que trazaban círculos en torno a la playa. Se agachó sobre el agua, sin importarle si se mojaba la manga de la chaqueta, y aferró las boleadoras.
Entregó el arma a Chagak, se ocultó tras una roca que se encontraba a poca distancia de la charca y esperó.
Chagak retrocedió lentamente desde el borde de la charca, se arrodilló y permaneció inmóvil.
—Gracias —murmuró sin saber si dirigía sus plegarias a Alca o a los espíritus de su pueblo.
Aunque el regreso de los patos no le sorprendió, su presencia era la confirmación de que aquellas aves eran un don, una señal de que debía seguir viva, pues cada primavera los patos indicaban que muy pronto la aldea sería bendecida con el verano, época de renovación y del inicio de todo lo bueno.
Los patos se posaron en el agua y sus alas levantaron un rocío que Chagak notó en la cara. Aguardó a que se arreglaran las plumas y librasen ligeras escaramuzas, disputándose los mejores sitios de la charca.
La fibra áspera de la cuerda de ortiga presionó las ampollas que cubrían la mano de Chagak, pero el dolor le hizo bien. Era mejor que no sentir nada, como había ocurrido durante tantos días: no sentir nada, no ver nada, cerrar su mente a cuanto la rodeaba, la única manera en que sabía embotar el dolor interior. El dolor en la mano la llevó a sentir que volvía a formar parte de las cosas de este mundo.
El sol ardía detrás de las nubes y sus rayos erizaron el cuero cabelludo de Chagak. La potencia de su calor palpitó por su oscura cabellera hasta los hombros y la espalda y se transmitió a la cuerda que esgrimía.
Chagak se acercó a la charca sigilosamente. ¿Qué le había dicho Shuganan la noche pasada? Debía estar lo bastante cerca para que las boleadoras cayeran en el centro de la bandada, pero lo suficientemente lejos para no espantar a los patos antes de tener tiempo de arrojarlas.
Aunque el esquisto de la playa le arañó las rodillas, Chagak no se enteró. Había clavado la mirada en el centro de la bandada, el punto en que las boleadoras debían caer para ser eficaces. Súbitamente, con un solo movimiento, se adelantó, gritó y agitó las boleadoras sobre su cabeza.
Los patos alzaron el vuelo desde la charca y Chagak lanzó las boleadoras.
El arma se separó suavemente de su mano. Cayó un pato, luego otro, y los cuerpos chocaron contra el agua. Shuganan ya se había metido en la charca para recogerlos, pero Chagak contempló la bandada que se elevó hacia el cielo y desapareció más allá de la curva de la isla.
Estaba segura de que los patos eran los espíritus de su pueblo. Había cobrado dos. Dos espíritus que se quedarían con ella.
—¡Dos patos! —gritó Shuganan y sostuvo las aves en alto.
—Dos hijos —murmuró Chagak—. He ganado dos hijos.
Chagak limpió los patos con suma delicadeza; primero quitó, las plumas grandes, dejando sólo el suave plumón, y luego cortó el cuello, las patas y las alas para arrancar la piel en una sola pieza. Los cocinó esa misma noche, los envolvió con algas y los asó en un hoyo para el fuego, encima de un lecho de brasas.
Aunque Shuganan le hizo muchos cumplidos por la comida, Chagak sólo pensaba en curtir las pieles. Los patos no tenían el plumón pectoral delicado y espeso de las gallinas, pero sus pieles eran más gruesas, de modo que resultaría más fácil rascarlas y curtirlas.
Cuando arrancó la primera piel, la levantó y, al estudiar el tamaño y la forma, recordó a su delgado hermano. Una punzada de dolor acicateó su pecho; con la imaginación vio claramente otros críos que algún día serían suyos y decidió conservar las pieles enteras.
Las frotaría hasta ablandarlas con una mezcla de sesos y agua de mar. A continuación las alisaría rascándolas con arenisca.
—La carne es muy buena —repitió Shuganan—. Hace muchos años que no comía algo tan delicioso. —Chagak bajó la cabeza a modo de reconocimiento del cumplido y Shuganan preguntó—: ¿Has guardado una pluma?
Chagak se acercó a la pila con sus pertenencias. Guardaba sus cosas en una cesta de su madre que había traído consigo y que la tormenta no arrastró. Mostró a Shuganan el puñado de plumas que había guardado.
—¿Puedo quedarme una? —preguntó el viejo.
Aunque sorprendida por la petición, Chagak le entregó una pluma del ala, larga y negra.
—Me servirá de guía para las tallas —explicó el anciano y se puso la pluma en los cabellos de la coronilla—. Tú también debes quedarte con una para tu amuleto. Estoy convencido de que los patos son una ofrenda dirigida a ti, quizá por tu pueblo, tal vez por Tugix.
Chagak seleccionó una pluma y la guardó en la bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello. Algo la obligó a decir:
—Guardaré las pieles para una suk, para hacerle algo a un niño pequeño.
Calló, temerosa de exteriorizar la esperanza de que el niño fuera suyo, de que algún día sería madre.
Shuganan replicó:
—Desde luego. Pronto nos dirigiremos a un sitio que conozco. Allí vive el pueblo de mi mujer, los Cazadores de Ballenas. Tal vez podamos encontrarte marido.
Chagak intentó decir algo, pero no encontró las palabras. Finalmente dijo:
—Los Cazadores de Ballenas son el pueblo de mi madre. Intentaba llevarles a Cachorro cuando llegamos a tu playa. Mi abuelo es Muchas Ballenas.
—Muchas Ballenas —repitió Shuganan y sonrió lentamente—. Es el jefe.
—Sí, me lo dijo mi madre.
—No tendrás dificultades para encontrar hombre.
—Muchas Ballenas no es un hombre que valore a las nietas —se atrevió a comentar Chagak—. Y cuando le cuente lo que ha sido de su hija y de sus nietos… —Meneó la cabeza.
Salvo uno, todos los hijos de su abuelo habían muerto en la infancia. En algún momento del año siguiente Muchas Ballenas se habría hecho cargo del hermano mayor de Chagak para enseñarle a cazar ballenas. ¿Qué diría Muchas Ballenas cuando se enterara de que todos sus nietos habían muerto y de que sólo seguía viva Chagak, una niña?
—Mi abuelo no me aceptará —dijo la joven—. Quiere hijos.
—Si Muchas Ballenas no te busca hombre, lo haré yo —aseguró Shuganan.
Esas palabras hicieron estremecer a Chagak y evocó una imagen súbita y muy definida de Acechador de Focas. Un nudo de pena estrujó su corazón, pero miró a Shuganan y se obligó a sonreír.
—Sí, necesitaré un hombre —reconoció—, alguien que me dé un hijo. No es necesario que sea joven. —Con una osadía que, estaba segura, procedía de la pluma de pato del amuleto, añadió—: Podría ser tu mujer.
Shuganan sonrió afablemente y respondió:
—No. Soy muy viejo. Ya encontraremos a alguien, un buen hombre. Yo seré el abuelo y él será el hombre.